Donde el sol se esconde

By AmaliaReed

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A veces no sabemos cuáles son nuestros sueños, hasta que se aparecen frente a nosotros. Esto es lo que le ocu... More

Sinopsis
Prefacio
Capítulo 2: Desde otro punto de vista
Capítulo 3. Confesiones en Malmö
Capítulo 4 - Déjalo atrás
Capítulo 5. Reflexiones en Hamburgo
Capítulo 6. Error de cálculo
Capítulo 7. Impulsos en Ámsterdam
Capítulo 8. Historia vacía
Capítulo 9. Tormenta en París
Capítulo 10. Correr hacia el mar
Capítulo 11. Encuentros en Siena
Capítulo 12. Otra vida
Capítulo 13. Despedida en Madrid
Capítulo 14. Empezar de cero
Epílogo

Capítulo 1. Colapso en Copenhague

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By AmaliaReed

Lo último que pensé que pasaría ese día, sería estar de pie, en el centro de un aeropuerto, con dos maletas a cuestas, sin ningún lugar a donde ir.

Por primera vez en mi vida, no tenía un plan. No sabía cómo era el clima en esta época, no había mirado mapas ni referencias de sitios para visitar, y menos me tomé la molestia de reservar un hotel donde alojar en cuanto aterrizara. Porque el plan nunca fue volar hasta allí.

El plan, era tomar un avión hacia mi nueva residencia en México, asistir a mi propia boda y empezar la vida por la que tanto tiempo había trabajado.

Pero eso nunca ocurrió.

Llegué temprano al aeropuerto cargando dos maletas con lo que era mi vida. Es gracioso como todos tus objetos personales, las cosas que son importantes para ti y que fueron acumulándose en algún rincón de tu armario, pueden caber solo en dos maletas; fotos, recuerdos, cartas. Cosas que son indispensables y de las que no quieres desprenderte. Si quitamos la ropa de la ecuación, incluso podría decir que mi vida cabe solo en un bolso de mano.

En retrospectiva, mi error —o acierto—, fue detenerme a revisar las cosas que estaba guardando. Aún faltaban un par de horas para presentarme en el aeropuerto, así que me pareció buena idea abrir la pequeña caja que tenía los recuerdos de mi madre. No eran muchos, con el tiempo había soltado cosas que conservé durante algunos años, sin embargo, estos objetos los mantuve conmigo desde el día que falleció.

Un prendedor de colibrí hecho con pedrería, que le regaló mi padre cuando se conocieron. Se supone que esto sería mi «algo viejo» en mi boda, y por eso siempre quise conservarlo.

Un pañuelo de seda de color amarillo con flores lilas, que solía usar de todas las formas que se le podían ocurrir. En el cabello trenzado, en el cuello para el frío, en la muñeca como adorno. No recordaba haber visto a mi madre sin ese accesorio y por eso nunca pude regalarlo.

Y por último, un diario de viajes.

Era una pequeña libreta sin nada en particular, que de seguro había comprado en algún bazar del centro, pero ella lo conservaba como su tesoro más preciado. Ahí, describía cada lugar que había visitado, nacional o internacional y lo acompañaba con una foto, un dibujo o alguna estampilla de sus destinos. Dentro, aún se podían ver fotografías de ella, mucho más joven de lo que yo recuerdo, junto a algunos dibujos que hacía de los paisajes que visitaba.

Mi parte favorita del día era sentarme a escuchar sus historias de viaje, cuando debía irme a dormir. A veces se inventaba alguna otra cosa, pero mis preferidas siempre fueron sus historias de viaje.

En la primera hoja, tenía una serie de destinos a los que quería ir, con un objetivo muy concreto. «Beber tequila en México», se leía en uno de los puntos ya tachados. Seguramente entre las páginas me encontraría con una fotografía que lo demostraba.

Repasé algunas de las hojas, sonriendo a las fotografías y lamentándome por los lugares a los que nunca pudo ir. No por falta de recursos ni tiempo. Siempre encontraba la manera de seguir cumpliendo sus objetivos, incluso ya estando conmigo a cuestas.

Hasta que un día ya no pudo cumplirlos más.

Estaba por cerrar la libreta y guardarla junto a las otras cosas que me llevaría a mi nueva vida, cuando repasé el listado de mi madre una vez más. Destinos como Italia, Grecia, Alemania y Francia no estaban tachados. La mayoría eran al otro lado del mundo, donde llegar era más complejo que visitar los países del mismo continente. 

Releí la lista hasta el final. Al otro lado de la hoja, en una caligrafía pequeña, casi al pie de la página, había una leyenda que nunca me detuve a leer hasta ese momento.

«Cruza el cielo, pequeño colibrí»

Y eso hice.

Así fue como 18 horas después, aterricé en el aeropuerto de Copenhague, Dinamarca.

¿Por qué ahí? Fácil; Fue el primer destino europeo que estaba por salir y que además aún tenía asientos disponibles. No lo pensé mucho cuando compré el pasaje, corrí a las puertas de embarque y me subí al avión, aguantando miradas juiciosas del personal de la aerolínea, por llegar encima de la hora.

Así fue como terminé en el aeropuerto de esa ciudad, con mis dos maletas, una a cada lado, sin saber cuál sería mi próximo plan.

Tenía que moverme, o en algún momento las personas empezarían a mirarme extraño, así que tracé una breve lista de tareas mental para salir de mi pequeño bloqueo.

1.- Encontrar la salida.

2.- Tomar un taxi hasta el centro de la ciudad.

3.- Reservar una habitación de hotel.

Ya instalada, podría sentarme a pensar si lo que acababa de hacer era una buena idea.

Con mi nuevo plan en marcha, tomé mis dos maletas, acomodé mi bolso en la espalda y me dispuse a caminar, siguiendo las indicaciones dispuestas en los letreros del aeropuerto. Mi nivel de inglés no era el de los mejores, pero incluso alguien como yo podía leer «exit» y no perderse en el camino. No me preocupaba el tema del idioma. Abusaba de la tecnología en todos los sentidos, por lo que en un país donde no conocía a nadie, podía moverme fácilmente con un mapa y un traductor.

El aeropuerto de Copenhague-Kastrup era fácil de recorrer, y estaba preparado para recibir turistas todo el tiempo, por lo que solo tuve que seguir las indicaciones y avanzar, hasta que di con el andén de un tren. Miré en derredor, creyendo que me había colado sin pagar, pero como todo el mundo parecía venir del mismo lugar que yo, me tranquilicé.

Después de todo, estaba en una ciudad europea, ultra desarrollada y con un nivel de calidad de vida muy superior al que yo conocía. Que el sistema de transporte público llegara hasta el aeropuerto y además fuera gratuito, no me sorprendía en absoluto.

Primera lección que aprendí: Nunca debes ser tan ingenua.

Cuando el tren llegó a la estación, abrió sus puertas y todos los pasajeros ingresaron arrastrando sus maletas al interior. Hice lo mismo, llevando mis cosas hasta el último vagón del tren, donde me acomodé en un rincón junto a la puerta.

El recorrido hasta la ciudad fue una de las cosas que más recuerdo de ese día. Prados verdes y extensos que no parecían tener fin, se juntaban en el horizonte con el azul del cielo, creando un contraste perfecto para una fotografía de esas que se enmarcan y luego cuelgas en la pared de tu casa.

Me distraje el tiempo suficiente mirando por la ventanilla, hasta que un hombre regordete y con un poblado bigote se acercó a mí. Dijo algo en un idioma incomprensible y luego extendió su mano.

—¿Qué? —pregunté. Mirando de su mano a su rostro severo.

Repitió su diálogo, esta vez en un inglés algo forzado. Aun así, lo único que pude captar fue la palabra «Ticket»

—Oh, no. Yo... —Me aclaré la garganta, e intenté traer a mi memoria las aburridas clases de inglés de la escuela. Algo debía tener ahí guardado en mi mente—. I... I don't...

Su ceja alzada y su gesto de impaciencia me pusieron nerviosa. Me temblaron las manos cuando intenté sacar mi teléfono para escribir en el traductor y poder comunicarme. Con horror, comprobé que no tenía una tarjeta que funcionara en este país. Sin señal, sin internet y sin ningún tipo de apoyo tecnológico en el que sostenerme, estaba completamente a la deriva.

—I'm sorry. No tengo. I don't... have —titubeé insegura—. I... I...

—¿Tienes tu pasaje?

Giré mi rostro a esa voz, que se sintió demasiado familiar al reconocer mi propio idioma. Aunque fue nuestro primer encuentro y mi mente estaba bajo mucho estrés, recuerdo a la perfección algunos detalles del hombre que cambiaría por completo mi forma de ver la vida.

Llevaba una gorra con la visera hacia atrás que lo hacía ver casi como un adolescente, su acento español era muy marcado y tenía unos ojos oscuros, que poco tiempo después definiría como un verde oliva intenso.

Me observaba con el ceño fruncido, esperando una respuesta, mientras yo solo estaba boqueando sin saber qué decir ni en qué idioma hablar.

—No lo tengo —susurré, mirando de soslayo al hombre regordete. Seguramente mi idioma sonaba igual para él, que para mí el suyo.

—¿Lo perdiste? —cuestionó el tipo de la gorra, frunciendo más el ceño. Las marcas en su frente parecían tener memorizado ese gesto en su piel.

—No... yo no sabía. Nunca vi...

—Tranquila. Déjame a mí.

Se giró hacia el hombre, y habló con un perfecto y fluido inglés con él. Yo solo podía observar del uno al otro como intercambiaban palabras que empezaban a sonar cada vez más erráticas en mis oídos. El esfuerzo por intentar entender algo estaba provocándome dolor de cabeza.

Me quedé observando la conversación, solo suponiendo lo que podían estar diciendo. El hombre bigotudo, negaba con rotundidad. Tanteó uno de sus bolsillos traseros y de este, sacó un talonario.

—¿Qué ocurre? —pregunté.

—Te cursarán una multa.

—¿¡Qué!? ¡No! ¿Una multa? ¡Pero si acabo de llegar! ¡No sabía que debía comprar un ticket o lo que sea!

El tipo de la gorra y el bigotudo, retomaron la conversación, que se volvió más intensa y por un momento me vi a mí misma, en alguna cárcel de Dinamarca, por no haber comprado un estúpido pasaje.

—¡Por favor! ¡Puedo pagar ahora! —exclamé, revolviendo mi bolso. Otro grave error, era no haber traído cambio en efectivo. Solo disponía de mis tarjetas y el tipo bigotón, no parecía contento con la situación.

—No te preocupes, no es tan grave —habló mi improvisado traductor—. Solo debes ir a pagar la multa y ya está.

—¿¡No lo entiendes!? —exclamé con los ojos llenos de lágrimas—. Yo debía estar ahora preparándome para mi boda, arreglándome con un bonito vestido de novia que estuve eligiendo durante meses, revisando que el banquete, las flores y los centros de mesas estuvieran en su lugar.

—¿Los centros de mesa?

—¡Sí! ¡Los centros de mesa! —chillé, con lágrimas corriendo por mis mejillas—. Todo debía ser perfecto. Todo debía salir según lo planeado, pero aquí estoy, en un lugar donde no conozco a nadie, peleando con un estúpido bigotudo que quiere ponerme una multa.

El tipo de la gorra presionó sus labios conteniendo una sonrisa, mientras el inspector del tren movió su bigote como si me hubiese entendido.

Pero yo estaba muy lejos de reír por mi situación, así que me derrumbé en el suelo del tren, bajo la atenta mirada de todos los pasajeros que viajaban tranquilos ese día.

Mientras lloraba, oí las voces en una frenética conversación de la que ni siquiera intentaba comprender algo. Necesitaba volver al aeropuerto, tomar un vuelo de regreso y continuar con mis planes originales.

Estoy segura de que después de todo, Daniel podría perdonarme.

Sentí una mano apoyarse en mi hombro, lo que me hizo salir de mi estado de colapso.

—Ya está todo bien —murmuró.

Observé a mi alrededor. Además de los pasajeros que me miraban, algunos con preocupación, otros con apatía, no encontré al inspector bigotudo por ninguna parte. Me sequé las lágrimas y acepté la ayuda del amable chico de la gorra volteada.

—Te lo agradezco —musité, avergonzada—. Lamento eso que pasó recién.

—No importa. Pareces estar con mucho estrés. ¿A dónde vas?

—No tengo idea —confesé, apoyando mi cabeza en el muro del vagón del tren que estaba desacelerando su trayecto, mientras ingresaba al andén—. Supongo que por ahora voy al centro. ¿Sabes dónde es?

—La próxima estación. —Acomodó su mochila en su espalda y se acercó a las puertas—. Te aconsejo que compres una tarjeta de transporte para turistas, así no tendrás problemas otra vez.

El tren se detuvo. Me dedicó una última mirada mientras se despedía con un gesto de su mano y yo murmuraba nuevos agradecimientos. En cuanto se abrieron las puertas, salió sin mirar atrás.

Me quedé observando como caminaba por el andén, con las manos en los bolsillos y aspecto relajado. Como si viviera en esta ciudad desde hace años, pero su enorme mochila de viajero y el hecho de que venía desde el aeropuerto me hacía pensar que era la primera vez que estaba allí igual que yo.

No fue hasta que estuve instalada en el primer hotel que encontré al salir de la estación, que reparé en que nunca pregunté su nombre. Y aunque en ese momento creí que en una ciudad tan poblada y enorme como aquella, jamás lo volvería a ver, el destino me tenía preparada más de una sorpresa, y en menos de 24 horas, cambiaría completamente el rumbo de esta aventura. 

____________________

Espero que les haya gustado este primer capítulo. No sé por qué siempre los primeros capítulos me cuestan tanto, pero al fin logré mis 2000 palabras!

¿Alguna vez han entrado sin pagar a algún lugar? 

¿Lxs descubrieron?

Ya con la historia en marcha, estaré actualizando lo más seguido posible. 

¡Nos leemos pronto!

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