Decirte Adiós

By daina_danae

1K 200 1.1K

Decide: Suplicar amor o decir adiós. * Para Sofía amar suponía entregarlo todo sin pensar en nada, seguir al... More

🎶 INTRODUCCIÓN 🎶
1. GRIS
2. NUNCA MÃS
3. POR SEGUNDA VEZ
4. CLARO DE LUNA
5. ALGO PENDIENTE
6. TRES SEMANAS
7. Ibiza o FORMENTERA
8. ADVERTENCIAS
9. DECYDAMOS COMENZAR
10. DE DOS CARAS
12. DÉJALO FLUIR
13. UNA COPA
14. VOTO DE CONFIANZA
15. GRITO AL VIENTO
16. ACUERDO DE CONFYDENCIALIDAD
17. Primera vez cayendo
18. UNA TAZA DE TÉ

11. HEY JUDE

30 9 16
By daina_danae

Me equivoqué al asegurar que no nos volveríamos a ver después de ese primer encuentro. Y él también, ya que nuestra primera cita no fue ni en un café, ni en una farmacia. Fue en un restaurante cerca al campo de entrenamiento, sofisticado y elegante para el que no había venido preparada. A simple vista él tampoco, sin embargo, nadie nos impidió el paso pese a haber incumplido desde luego con el código de vestimenta. Al cruzar el umbral nos envolvió una atmósfera de sofisticación y calidez. La luz creaba un ambiente íntimo, mientras que los muebles tapizados en telas suntuosas invitan a la comodidad. Las paredes están decoradas con obras de arte originales, creando un espacio visualmente atractivo; la música ambiental, que ha sido cuidadosamente seleccionada aporta un toque armonioso. El aroma de platos gourmet impregna el aire despertando el apetito y la curiosidad. La atención al detalle es evidente en cada elemento, desde la cristalería reluciente hasta los cubiertos de plata. Pero no es mi lugar.

Como si de una celebridad de cine se tratase, captamos la atención de toda la gente desde el momento en que le entregamos la llave del deportivo al valet parking. En un inicio llegué a creer que era por la vestimenta, porque era inusual llegar a un restaurante elegante donde se llevaban a cabo comidas importantes con ropa de entrenamiento. esa percepción cambió con el paso de los minutos, al divisar a lo lejos que comensales y empleados murmuraban por lo bajo mirando en nuestra dirección, o más bien, a Alexander, que después de darse un baño en los vestuarios de Melwood, optó por usar un juego de camiseta y short con los logos de su equipo. Nada de lentes, nada de sombreros para ocultar su identidad. Y si lo de la prensa me parecía extremadamente abrumador, el hecho de comer siendo el centro de atención lo era aún más.
Siempre soñé con una primera cita diferente, en otro lugar y sin presiones de por medio. Porque a estas alturas ya no me sorprendería si entre toda la gente vestida con sastre aparece un camarógrafo.

«Las princesas de las historias que leen frecuentan lugares así. es un cuento de hadas real» –consoló mi corazón.

«Pero tu cuento de hadas era en un restaurante campestre, o en no sencillo del centro de la ciudad»

«En vez de quejarte, deberías estar contenta. ¿Sabes cuantas mujeres darían todo por estar en tu lugar»

Eso bastó para tener conforme a mi parte consciente, esa que no quería cambiar su forma de vida por estar enamorada. Mis sentimientos enterraron las quejas con facilidad, y sin saber cómo, prometí disfrutar del desayuno. Llegué a sorprenderme de lo rápido que el corazón ganaba a la razón, ni siquiera la guerra había comenzado y él ya llevaba la delantera.

¿qué tan bueno podía llegar a ser?

–¿No es cansado? –rompí el silencio ni bien la mesera se fue con el pedido.

–¿Qué?

–Ser el centro de atención. Que todo mundo te mire y hable de ti.

–Si soy el mejor, que hablen todo lo que quieran –ruedo los ojos–. Es parte del oficio, no puedo quejarme.

–Ya, pero podrías mantener un perfil bajo. No sé, ir a lugares menos... elegantes, usar lentes, sombreros... tendrías más privacidad.

–¿Para qué? igual van a seguir hablando. Mejor hay que darles motivos. Toda la privacidad que quiero la tengo en casa.

–Estás acostumbrado –murmuro.

–Más bien, me gusta que la gente hable de mí. Para que midas cuán importante soy.

–Ya cánsate.

–¿De decir la verdad? Nunca –me echo a reír–. Tú deberías empezar a acostumbrarte también.

Oh. Oh.
Mi corazón se salta un latido al creer encontrar en esas palabras la confirmación de que él siente lo mismo. Está igual de enamorado y quiere un futuro conmigo. Sabe que tengo que acostumbrarme a esto porque lo voy a acompañar a sus partidos, vamos a salir a comer, vamos a pasear por la ciudad y...

Sonrío, sintiéndome la mujer más feliz y afortunada del mundo. En ese momento llego a creer que me enamoro más si es posible y lo quiero todo con él.

Estiro una de las manos y atrapo la suya, embargada por un centenar de ilusiones que se agolpan en mi pecho, tejiendo lo que bien podría ser el sueño de mi vida.

–Traje algo para ti –le sonrío, rebuscando con la mano libre algo en mi bolso.

–¿Unas pastillas para la bipolaridad?

–¡no! algo que te encanta.

–Me gusta tu sonrisa, tu boca.

Mis mejillas se tiñen de rojo sin previo aviso. No sé si responderle o reír, pero algo parece haber desconectado a mi mente del resto de mi cuerpo. Creo que pasan minutos hasta que por fin reacciono un poco para sacar el paquetito blanco de mi bolso. Se lo extiendo y cuando me preparo para ver una sonrisa genuina en su rostro, tensa la mandíbula.

Me suelta la mano de golpe antes de conectar sus ojos, cargados de tensión, con los míos, confundidos por el cambio repentino. Hasta entonces había mantenido una expresión neutra y relajada, con la mirada inyectada de ese brillo que me incitaba a descubrir lo que ocultaba.

–Están frescas –busco minimizar el desconcierto sin éxito, no las recibe–. ¿Qué pasa?

–¿Las hiciste tú?

–No –me río–. Las hizo Bárbara.

Deja de verme a los ojos y aprieta los labios, sin ocultar el gesto de molestia que me eriza la piel.

–Bárbara. ¿Es tu amiga, tu empleada?

–Cómo –frunzo los labios–. Bárbara, tu abuela.

Me mira, así como miró al guardia en la pista del aeropuerto, como miró a su entrenador e incluso me atrevo a decir que lo hace como mira a toda la gente que cree inferior. Con enfado.

–A ver, linda –empieza empuñando una de sus manos–. No quieras venir a sorprenderme.

–¿Perdona?

–La receta la puedes conseguir en internet, desde luego. Las cosas no van a cambiar si sales con que conoces a Bárbara...

¿Qué cosas se supone que tendrían que cambiar si la conozco?

–Esa es la coincidencia de la que te hablé. Toqué la Polonesa Heroica en aniversario de la fundación de tu madre. De hecho, me enteré ese mismo día, cuando ella habló de ti.

–Así que fuiste tú –la soberbia de nuestro primer encuentro sale a relucir–. Que conveniente.

–¿Qué estás insinuando? –algo se siente pesado así que intento disimular.

–¿Después de eso te hiciste amiga de Bárbara o qué?

–Es muy alegre y congeniamos rápido. Ella me habló de ti, me contó que te gustaban las galletas incluso sin saber que te conocía y...

–Ya, déjalo –encoge los hombros.

–Fue una coincidencia –remarco, frustrada–. Lo menos que quiero es que pienses como tu madre...

–¿Qué piensa ella?

–Que yo busqué conocer a tu familia. Pero no es así.

–¿Te lo dijo? –asiento rápido.

–Supongo que supo quién era por las fotos y las noticias. En España esto de nuestro supuesto viaje, que, por cierto, tú alimentaste, todavía sigue siendo noticia.

–¿Cuántas veces las has visto luego?

–A tu madre no le caigo bien.

–Sorpréndete mejor si alguien llega a agradarle.

–Bárbara me invitó un par de veces a tomar el té. Y no sé, pensé que era un detalle lindo traerte tus galletas favoritas. No quería incomodar.

–Me tomó por sorpresa, es todo. Prefiero mantenerlas al margen.

–¿Puedo preguntar?

–Depende.

–¿Por qué?

–Cada quien por su lado está mejor –responde simplemente aumentando mi curiosidad–. ¿Algo más?

–Cuéntame de ti.

–Sabes todo lo que tienes que saber.

–Sé todo lo que tiene que saber un fanático tuyo, lo que dicen en las páginas de internet. Pero no sé qué hay detrás del futbolista.

–Estás hablando con el futbolista, hermosura y no hay nada detrás.

–Debe haber algo. Sueños, metas, aficiones.

–Mi sueño es ganar la Champions de este año, quiero romper mi récord del año pasado y me gusta anotar goles ¿ya?

"Yo te he hablado de mis sueños, de mis amigos y de mis miedos" –quiero refutar.

–¿Y tus miedos? –opto por insistir.

–No le tengo miedo a nada –la mirada que me regala envía una punzada al centro de mi pecho.

–Es un sentimiento natural. A las arañas, a las alturas, al fracaso... algunos le temen a enamorarse.

–Tú le tienes miedo al triunfo, por ejemplo.

–¿Qué?

–Y te tienes miedo tú misma.

–No te entiendo.

–No aceptas que eres una de las mejores pianistas, te aterra tocar piezas que ya has tocado antes y no confías en ti. Si hablamos de miedo a las arañas o a las alturas hablemos de tu miedo a mirarte en el espejo para aceptar que vas a llegar lejos y que eres de talla mundial.

Sus palabras son suficientes para desviarme del tema inicial, puesto comenzamos una conversación referente a mis miedos. Vuelvo a mostrarme ante él como soy en realidad, llena de miedos, inseguridades y tal como dice, con un profundo sentimiento de inferioridad. Porque hasta termino comparándome con mi mejor amiga y eso no le gusta ni a él, ni a una parte de mi cuerpo que hoy descubre que nunca se ha sentido bien conmigo.

Tengo la dicha de trabajar haciendo lo que me gusta y de conseguir poco a poco un lugar en la industria musical. Puedo compartir con cientos de personas lo que sé, mis sentimientos a través de una melodía. Pero no soy capaz de reconocer cuán grande puedo llegar a ser. No me veo ni lo suficientemente inteligente, ni exitosa, ni linda, ni capaz. Yo no digo que soy la mujer más bella de España, ni la pianista más talentosa de la actualidad, ni que puedo llegar a alcanzar el nivel de Chopin o Liszt. Porque hay algo que me impide sentirme así, pese a la confianza que siempre me han dado mis padres.

No me siento bien con la idea de ser la amiga que soporta todo, que se calla muchas cosas por miedo a lastimar y que siempre cree que tiene que renunciar a muchas cosas por ese común denominador «Me la debes». Una parte de mi mente está convencida que Isa es mejor que yo. Más linda, más decidida, más segura. Y comparar no está bien.

–O sea que no le puedes decir que no a nadie –observa guiñándome el ojo.

–No es así. Isa y yo siempre lo hemos compartido todo y...

–Espero que no me digas que no esta noche.

–¿Esta noche? –me sonrojo y una fuerte corriente de calor baja desde mi estómago.

–A la copa que voy a invitarte después del partido –me relajo y él parece notarlo.

–No tomo mucho vino.

–Tengo de todo –el mesero deja la jarra sobre la mesa–. y tienes que hacer lo mismo que has hecho con tu amiga, aceptar, sin posibilidad de decir no.

–Gracias –le sonrío.

–Sirve dos vasos –vuelve a mirarme–. Entenderás que voy a jugar en unas horas, te debo una copa y me la cobro en la noche.

–Depende que tan tarde acabe el partido ¿no crees? Digo, hay posibilidad de que termines cansado...

–Hay cosas pendientes que no pueden esperar. Y por la hora del partido no te preocupes, es a las seis. A las ocho estamos libres.

–Tienes rueda de prensa.

–Ocho y media, entonces –levanta el vaso que le pone el mesero–. Por las cosas pendientes.

Con las mejillas rojas otra vez, opto por seguir con la mirada al chico que se aleja a paso rápido. Le llamo por el nombre que he leído en el cafete para agradecerle y ganar un poquito de tiempo, porque no sé qué hacer. Va muy de prisa y no estoy preparada.

–Me quedo hasta el miércoles. Podemos dejar la copa para mañana y...

–Brindemos, por las cosas pendientes.

–Salud –le digo abatida.

Nuestra primera vez brindando. No con vino, ni con champaña, ni con un coctel. Lo hacemos con jugo de naranja recién exprimido en vasos bonitos, no en copas. En definitiva, estamos hablando de un cuento de hadas que se aleja del de mi sueños.

Cuando dejo el vaso vacío sobre la mesa, Alexander corre a la silla de mi costado para tener un mayor acceso a mi cuerpo. Me atrae suavemente y me besa, sin tomar en cuenta donde estamos. Me dejo llevar por el ritmo frenético que ejercen sus labios, sumergiéndome, en el proceso, en esa droga que voy a extrañar cuando vuelva a Madrid.

Es nuestro primer beso en un restaurante, después de un brindis, casi casi al ojo público.

Permanecemos en silencio hasta que nos traen la comida y me atrevo a iniciar una conversación sobre la gastronomía inglesa, que con el paso de los minutos me lleva a hacer el primer descubrimiento sobre el Futbolista al margen de su carrera. Le gusta la comida con pocos condimentos. Un pollo al vapor, una ensalada simple, un pedazo de carne dorada, un jugo de fruta fresca con dulce natural. No le gusta ni el cocido madrileño, ni la paella, ni la fabada asturiana. Al final Bárbara tenía razón, a su nieto no le agrada nada. Una llama de ilusión se enciende al lado de todas las demás al recordar que nada de eso está en internet. Lo estoy conociendo poco a poco, y mi corazón decide ir ahondando en Alexander poco a poco, con paciencia y sin forzar nada.

Me besó en la puerta del restaurante como si fuese algo normal robar besos en frente de muchas personas. Sus labios se estaban convirtiendo en mi nueva adicción, ya sea con el sabor neutro, o este, después de haber comido un exquisito postre de cerezas. Volvimos al auto y sin decir nada más encendió la radio para dar un paseo lento por los alrededores de la ciudad. El silencio resultó agradable, su compañía gratificante; Liverpool terminó siendo más increíble de lo que jamás imaginé. Era una ciudad vibrante con mucho que ofrecer y mientras hacíamos un recorrido rápido y ya moría por sumergirme en los edificios emblemáticos, las galerías, los museos y en las calles comerciales abarrotadas a su lado.

Nos visualicé de la mano caminando por los pacillos del museo, por la biblioteca, paseando despacio por el muelle al atardecer, haciendo un recorrido por las salas donde tocaron los Beatles y por todos los centros que albergan un poquito de la historia musical. Quería perderme a su lado por las calles, por los centros comerciales y los parques de atracciones. No solo verle jugar, también tenerle en un palco mientras vemos un partido en su estadio. Y no era un plan de un par de días. Era un plan largo, a futuro, para muchas citas.

–Voy a hacer una excepción a la regla y el gol de esta noche será para ti –susurra mirando por el espejo retrovisor para estacionarse en el aparcamiento del estadio.

–¿Cómo estás seguro que anotarás?

Tal como me pidió, guardo en su maleta pequeña una cajita de pañuelos desechables, una bolsa de masticables saborizados y sus auriculares que en principio tardo en encontrar. No por el desorden, porque todo está en su lugar; si no porque me distraigo unos segundos en observar los carros estacionados.

–Porque lo haré.

–¿No que era tan difícil porque había muchos defensas marcándote y hay porteros muy buenos? –me río cuando rueda los ojos.

–Pero lo haré, ya verás.

–Ah, que pensé que los pañuelos eran para limpiarte las lágrimas por si perdían hoy.

–¿Llorar si pierdo? No van conmigo –se ríe a medias–. Si perdemos toca replantear el juego, ver en qué estamos fallando y no volverlo a repetir.

–no descartas la posibilidad de una derrota hoy, entonces –mi estómago se contrae al ver que levanta la ceja.

–Vamos a ganar.

–Que estés llevando pañuelos dice otra cosa.

–para el sudor, muñeca.

–báñate, entonces.

–No me voy a bañar en el entretiempo ni antes de empezar el partido, después del calentamiento.

–¿Y los auriculares? –me saco del bolsillo mi anillo de la suerte y lo coloco en uno de los bolsillos pequeños de la maleta, nunca me he separado de él, pero siento que es un momento especial–. ¿escuchas música mientras juegas o qué?

–Las críticas que hacen los comentaristas en el entretiempo me animan.

–¿No me has dicho que lo que diga el resto no debe importar?

–Por eso. Me animan, no me afectan. Si dicen que no he anotado, anoto para cerrarles la boca. Si me comparan con uno de sus protegidos...

–¿Protegidos?

–Hay canales que protegen a algunos futbolistas y cuando otro hace algo mejor, lo critican. Hay muchas cosas que todavía no sabes, hermosura.

–Explícamelas –simplifico quitándome el cinturón.

–Luego –levanta las ventanas al simultáneo–. Tengo que irme. ¿Pusiste los caramelos?

–Masticables.

–Caramelos.

–¡Son masticables!

–¿Los pusiste o no?

–¿Sufres de ansiedad? –lo irrito más.

–¡no! Solo dime si...

–¿Para qué los quieres?

–Las ruedas de prensa me aburren. ¿Contenta?

–No te estreses, Alex –me acerco para acariciarle la mejilla y algo en su expresión cambia.

No pierdo detalle del momento en que cierra los ojos y relaja sus hombros con las caricias circulares que le ofrezco. Una de sus manos viaja hasta mi cintura para acercarme un poquito más y no pongo resistencia. La maleta se cae al suelo al igual que las llaves del auto, pero no importa.

Más que el brillo atrapante de sus ojos grises, descubro que disfruto verle en calma, sin una expresión neutra ni un gesto de absoluta molestia. No hay sonrisa, ni miradas coquetas, ni ceja levantada, me gusta verle así y me fascina el hecho de saber que yo le estoy produciendo ese estado de relajación absoluto.

Mi momento especial se acaba cuando abre los ojos y gira la cara, adoptando una expresión fría y distante que me confunde. Poco o nada le importa tenerme así porque abre la puerta y baja de inmediato.

¿Qué pasó ahora?

–Entras con esto por aquí o por la puerta principal y te van a llevar al palco –deja sobre el asiento un documento de identificación y una hojita escrita–. El juego inicia en una hora y media, así que puedes pasear un rato. Nos vemos luego.

–¿Todo está bien?

–Se me hace tarde. ¿Me pasas la maleta?

Pese a que no muestra ni un ápice de amabilidad, le sonrío antes de abrir la puerta de mi lado para bajar con la maleta y el documento en mano. Ignoro la incomodidad de mi estómago cuando sorprendentemente, me pongo de puntillas buscando un beso después de todo.

Y confirmo su bipolaridad en cuanto me regala una sonrisa coqueta y me quita la maleta con un movimiento rápido. Se la cuelga en el hombro de manera descuidada antes de acortar la distancia para estampar sus labios con los míos.
Como si no se hubiese alejado de la nada, cortando nuestro momento feliz.

–Disfruta el partido, hermosura.

Me recargo en el auto para mirarle hasta que se pierde por una de las puertas cubiertas por agentes de seguridad. Pese a que sus actitudes me confunde por momentos, hay una fuerza interior que se encarga de minimizar todas esas dudas e inseguridades, recordando una y otra vez que estoy completamente enamorada. Justifica, por ejemplo, su distanciamiento repentino con la proximidad del partido y las cosas que tiene que dejar listas antes de jugar; de haber estado en otra situación, nos hubiésemos quedado así, pero el tiempo está en contra. ¿Por qué querría cortarlo a propósito si también lo estaba disfrutando?

Le pido ayuda a un guardia para encontrar un vestidor, en donde me retoco el maquillaje y cambio la camiseta de entrenamiento por la de local. Me da la opción de ingresar al palco ahora mismo para empezar a disfrutar del bufete, o de aprovechar la tarde en conocer los al rededores del estadio vestido de fiesta y expectativa. Elijo la segunda alternativa y pone a mi disposición a uno de sus compañeros, a quien solo le pido que me indique la salida. El tránsito está detenido y me dejo envolver por la algarabía de los fanáticos que entonan a viva voz los cánticos del equipo, izando banderolas y carteles con las caras de sus ídolos. Hay ambulantes ofreciendo desde comida hasta camisetas, pasando por gorritos, cintas y globos no solo con el escudo del Liverpool, sino también con el del visitante. Contrario a lo que podía esperar Sofía romero del pasado, no me aturdo por la bulla de las trompetas y tambores, los disfruto y me compro un librito con las letras que entono con todos los demás.

Actúo como niña pequeña en los puestitos de Dulce, ya que arraso con los algodones de azúcar, las manzanas cubiertas con caramelo, los Kebabs y los Pies, que resultan ser unos pasteles de carne bastante apetecibles. Compro también un par de camisetas de réplica, una banderola con la cara de Alexander, otra con el escudo del Liverpool, unos pompones para la barra y cintitas con frases motivadoras. Termino con dos bolsas enormes que caen al suelo cuando veo a pocos pasos al piano de Anfield.

Un fanático ha terminado de tocar y la gente todavía lo está aplaudiendo cuando corro como si mi vida dependiera de ellos para sentarme en la pequeña silla. El espacio es reducido, así que cierro los ojos procurando no moverme tanto para hacer un ejercicio de calentamiento rápido.

No sé si pasa de verdad, pero cuando las primeras notas de Rhapsody in Blue resuenan en la calle concurrida, todo el ruido parece mermar. Los ambulantes dejan de gritar, la gente ya no se mueve y los cánticos paran. No hago la melodía completa, toco la parte de los pasajes rápidos y me dejo llevar con la fuerte carga emocional. Me encanta tocar en las calles porque siento que de esta manera la música llega a más gente.

Mis dedos tienen decisión propia al terminar la pieza, pues de inmediato empiezan a tocar Hey Jude de los Beatles, y creo que sueño cuando la gente entona la letra como cual cántico del Liverpool.
«Mi padre tiene que ver esto» –pienso, al escuchar cada vez más fuerte el canto de la gente, que se acompaña con la melodía y los acordes que toco feliz.

Hey, Jude, don't make it bad
Take a sad song and make it better

Me dejo envolver en la atmósfera mágica y emotiva porque siento que todo el mundo canta con un solo sentimiento y ruego en silencio que este momento no acabe nunca.

Continue Reading

You'll Also Like

272K 30.6K 146
Orario recibe visitas que pondrán la ciudad de cabeza y causaran mas de un lio
189K 1.2K 2
En una sociedad donde las damas son vendidas en matrimonio al mejor postor, nuestra protagonista acaba casada con un hombre egocéntrico que la humill...
19K 864 46
Te escribo estas cartas para contarte lo que me pasa... Te escribo para hablarte de todo lo que te estas perdiendo al no estar conmigo. De como te ex...
1.5M 78.7K 47
"Aléjate de mi, entregado" dije, y así es como doy comienzo a esta historia. Michael Jonas, el idiota, pero también muy popular chico del colegio, y...