Una Estrategia para Conquista...

By CarolinaStoryes

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Un viaje a Milán. Una campaña de publicidad. Un ascenso prometedor. ¿Qué podría salir mal? Taissa es experta... More

Benvenuto in Italia!
INTRO
PRÓLOGO
CAPÍTULO 1
CAPÍTULO 2
CAPÍTULO 3
CAPÍTULO 4
CAPÍTULO 5
CAPÍTULO 6
CAPÍTULO 7
CAPÍTULO 8
CAPÍTULO 9
CAPÍTULO 10
CAPÍTULO 11
CAPÍTULO 12
CAPÍTULO 13
CAPÍTULO 14
CAPÍTULO 15
CAPÍTULO 16
CAPÍTULO 17
CAPÍTULO 18
CAPÍTULO 19
CAPÍTULO 20
CAPÍTULO 21
CAPÍTULO 22
CAPÍTULO 23
CAPÍTULO 24
CAPÍTULO 25
CAPÍTULO 26
CAPÍTULO 27
CAPÍTULO 28
CAPÍTULO 29
CAPÍTULO 30
CAPÍTULO 31
CAPÍTULO 32
CAPÍTULO 34
CAPÍTULO 35
EPÍLOGO

CAPÍTULO 33

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By CarolinaStoryes

Cesco: Necesito hablar contigo, por favor. Atiende mis llamadas.

Cesco: Tais... Te lo suplico. No quiero que lo nuestro termine así.

Cesco: No sabes cuánto lamento lo ocurrido. Actué fatal, lo reconozco, pero te juro que en ningún momento pretendía herirte. Mi intención era recuperarte.

Cesco: ¿No vas a contestar?

Cesco: Vale, ¿quieres una confesión? Allí va... Te he amado desde el instante en el que me miraste aquel primer día de clases y me ofreciste sentarme a tu lado. Cuando Liam se burló de mí y tú me defendiste. Cuando, sin conocer a nadie, me refugié en la calidez de tu sonrisa y en la comodidad de tu carácter abierto.

Eres y serás siempre mi heroína, el planeta que define mi órbita, la luz que guía mi camino y mi meta final. He sido un cabrón, Taissa. Te traje a Milán para pedirte explicaciones por lo sucedido hace años, sin darme cuenta de que, en realidad, lo hice porque no puedo vivir sin ti.

Cesco: No he tenido nada que ver con lo que tramó Lorenzo. Jamás imaginé que fuese capaz de perjudicarte, y te aseguro que esto no caerá en saco roto. No me interesa la empresa, ni la campaña, ni nada más que no seas tú, Tais. No me importa el pasado, lo que hicimos o lo que nos distanció. Quiero un futuro contigo y lucharé por conseguirlo.

Dame otra oportunidad y te prometo que, aunque la cague mil veces más, haré lo posible por ser el hombre que te mereces.

***

Acabo de colocar la estrella en lo alto de nuestro modesto, pero especial árbol de Navidad. El apartamento que comparto con June tiene una pequeña chimenea que hoy hemos encendido, ya que el invierno está haciendo de las suyas en Chicago. Ayer ha nevado con intensidad y las calles se han teñido de blanco, obligándonos a sacar gorro, guantes y bufandas del armario antes de salir a comprar la decoración para estas fiestas.

—Ha quedado genial —observa ella, colgando el último bastón de caramelo en la chimenea.

Observo las fotografías que decoran la estantería. La mayoría son nuestras, desde el momento en que nos conocimos hasta algunas de nuestras vacaciones de verano en Florida. La mejor es aquella en la que posamos juntas en la playa, justo antes de que una enorme ola nos arrastrara unos cuantos metros.

Río al recordar el instante exacto en que el socorrista acudió a nuestro rescate y descubrió a June en pelota picada, tratando de recuperar la parte de arriba de su diminuto bikini, que había sido arrastrada por la feroz embestida.

—¿Estáis bien? —preguntó preocupadísimo.

Mi amiga tosió escupiendo agua y se recompuso con dignidad, olvidándose del revolcón y de mi existencia por completo. De pronto, no tenía más ojos que para el bañero buenorro.

—Sí, sí... Gracias —se apresuró a contestar, tapando sus pechos con ambas manos.

—Hoy hay bandera amarilla, deberíais tener más cuidado —sugirió con profesionalidad, dándole la prenda que ella se colocó con rapidez. Todavía lucía un par de algas enredadas en el cabello, pero nada le impidió coquetearle con descaro.

Mark apretó los labios para no soltar una carcajada y se arrimó a mi amiga, que lo miraba como si el mismísimo Zeus hubiese bajado del Monte Olimpo. Acto seguido, le quitó con paciencia la planta verde y babosa del pelo.

Las mejillas de June se volvieron rojas.

—¿Cómo te llamas? —quiso saber y ella tardó en descubrirle su nombre, ya que sus iris estaban muy ocupados barriendo toda su anatomía.

He de confesar que Mark se asemeja a un superhéroe de Marvel. Espalda ancha, enormes pectorales, piel bronceada, ojos cafés y pelo castaño oscuro. Normal que June cayera rendida ante sus innegables encantos, los cuales no tardaron en surtir el efecto deseado.

El resto es historia.

Durante los días siguientes se vieron a menudo, quedaban para salir por las noches o incluso le visitábamos en su caseta durante el día. Nos presentó a sus amigos, quienes ocupaban un apartamento cercano al nuestro y que pronto nos incluyeron en sus planes, llevándonos a conocer la zona y las discotecas más concurridas.

Fueron días maravillosos de desconexión. A pesar de que hubo algunos chicos que intentaron relacionarse conmigo, los rechacé con diplomacia, argumentando que estaba bien sola y atravesaba una etapa en la que ni siquiera los rollos de una noche me brindaban satisfacción.

June insistió varias veces en que me relajara, que soltara la melena y que me olvidara de todo, pero yo estaba en otra sintonía totalmente distinta. Necesitaba sanar, cicatrizar esas heridas que aún me dolían y que no me permitían avanzar en ninguna dirección.

No sabía si sería capaz de salir adelante.

Cada vez que recordaba a Francesco mi corazón gritaba en silencio que debía olvidarlo por mi bien y por el suyo, que todo había sido un enorme error y que tenía que empezar de nuevo. No obstante, era incapaz.

Una noche en la que me quedé sola en el apartamento que los padres de June habían tenido la bondad de cedernos, decidí salir a la terraza. Aquella noche el mar estaba en calma y la playa desértica. Solo se oía el ruido incesante de las olas rompiendo en la orilla, y la suave brisa de agosto golpeaba mi cara mientras me aferraba a la baranda para admirar la quietud del paisaje.

Me perdí en el hipnótico vaivén del agua, dejando a mis pensamientos vagar en busca de agradables recuerdos. Estaba sumida en una especie de sopor, cuando el característico pitido del móvil me avisó de un mensaje entrante. Era June. Mi amiga me advertía que saldría con Mark y que no la esperara despierta. Aunque me propuso unirme a ellos, le agradecí la invitación, argumentando que estaba cansada y que prefería retirarme temprano a descansar.

No insistió.

Sabía que llevaba días melancólica y cuando necesitaba mi espacio, tenía el buen tino de respetarlo.

Al concluir la conversación con mi amiga, me encontré inevitablemente con los mensajes de Francesco. Su foto de perfil, que había cambiado desde nuestro encuentro en Milán y ya no mostraba una Harley, sino su rostro meditativo contemplando el horizonte, capturó mi atención irremediablemente. Deslicé mi dedo sobre ella, la repasé sin llegar a tocar la pantalla, dudé y me mordí la uña del pulgar. Finalmente, sin poder resistir más, decidí acceder a la conversación.

Sabía que si lo hacía él vería el doble check, percatándose de que los había leído, pero ya me daba igual. Me hallaba tan triste y perdida que necesitaba un aliciente para seguir adelante.

¿Y si leer sus palabras me ayudaba a paliar la angustia?

Al abrir los mensajes, mi corazón comenzó a latir con fuerza. Eran seis en total, pero los dos últimos detallaban una confesión que me dejó sin fuerzas. Mis manos temblaron sosteniendo a duras penas el aparato que acabó encima de la pequeña mesa de la terraza, mientras me deshacía en un llanto desolador difícil de soportar.

Limpié mi cuerpo y mi alma de todo lo que me atormentaba, del resentimiento y la rabia, de las ganas de correr y correr durante días sin que nadie me detuviera. Sentía que el karma había hecho su parte y había puesto a cada uno en su sitio, sin embargo, nunca había experimentado tanta tristeza.

Lo echaba de menos. Lo echaba mucho de menos, incluso más que cuando se marchó de Chicago a los doce años. Esta vez era diferente, porque lo que vivimos durante esos treinta días en Italia me había transformado. Ya no era la misma Taissa, a pesar de mis esfuerzos por aparentar lo contrario. Eileen me había dicho que me notaba distinta, más adulta y centrada, pero, al mismo tiempo, bastante apagada.

Permití que las lágrimas barrieran la tristeza y disiparan la culpa de dejar todo atrás. Lamentaba no haberle brindado la oportunidad de explicarse, de decirme frente a frente todo lo que acababa de leer en esa profunda confesión.

Por más extraño que pueda sonar, al día siguiente me desperté renovada. Sentía que me había liberado de un enorme peso. Si lo que decía era cierto, aún existía esperanza para nosotros, aunque no veía cómo podríamos hacerlo realidad. Él vivía en Europa, yo en América, y las opciones de encontrar un punto en común eran escasas.

El verano pasó y regresé a la rutina. Mi trabajo se transformó en mi prioridad y en la excusa perfecta para pasar horas metida en mi despacho, desarrollando proyectos que me ayudaban a no pensar en otra cosa que no fuese prosperar y aprender de los nuevos desafíos.

Chad se mantuvo a mi lado como un fiel centinela. Si antes teníamos una excelente relación laboral, esta se vio fortalecida gracias a que recuperamos la confianza y a nuestra mayor compenetración en la búsqueda de la perfección profesional.

El día que lo sorprendí enviándole un mensaje a Selena, invitándola a salir, esbocé una enorme sonrisa que no le pasó desapercibida.

—¿Qué? —preguntó como quien no quiere admitir que ha caído en las redes de su peor enemiga.

—Pensaba en eso de que del odio al amor hay un solo paso.

—Supongo que tanto ir el cántaro a la fuente... —ladeó la comisura de sus labios y me contagió su alegría.

—¿Ha pasado algo ya?

—Es un hueso duro de roer —confesó encogiéndose de hombros.

—Será solo cuestión de tiempo.

—¿De verdad lo crees? —inquirió ilusionado y sus ojos brillaron más de lo normal.

—Estoy segura.

—¿Y qué hay de ti? —Apoyó el vaso de cartón a un lado. Estábamos de break en el office y, al parecer, había llegado el momento de las confesiones.

—Lo que ves es lo que hay.

—Extraño a la Taissa que me hacía reír. —Le sonreí sin ganas y él buscó mi mano por encima de la mesa—. Dime qué puedo hacer para que te sientas mejor. Me siento fatal, por mi culpa se jodió todo entre vosotros...

—No, Chad. Lo nuestro estaba destinado al fracaso.

—Pero ese mensaje que te envió...

—Sus palabras me conmovieron hasta las lágrimas, pero son solo eso. Palabras. Y yo necesito que me demuestren los sentimientos. Valoro mucho que me haya abierto su corazón, pero nada cambiará el hecho de que estemos lejos el uno del otro y que nuestros caminos no se crucen en ningún punto.

Mi amigo me contempló en silencio durante unos segundos. En su expresión se reflejaba la desesperación y la impotencia, consciente de que no tenía el poder de resolver mis problemas.

Después de ese día, no volvimos a hablar de Francesco. Le pedí que por favor no volviera a mencionarlo y también se lo exigí a mi familia. Mis padres se habían puesto muy pesados con el tema, querían que retomara el contacto con él y hacían lo posible por convencerme, pero ni la misma Candice que cambió radicalmente su actitud conmigo, lo consiguió.

Mi hermana me sorprendió un fin de semana a finales de octubre. Había decidido pasar el domingo sola en mi apartamento, incluso cuando mis padres me habían invitado a comer con ellos.

—No me siento bien, Candice. Últimamente no soy buena compañía para nadie, prefiero estar sola —le supliqué casi cerrándole la puerta en las narices.

—¿Me dejas pasar? Necesito hablar contigo, Taissa.

Muy a mi pesar, accedí. Pensé que tal vez nos merecíamos una tregua. Ya estaba bien de tanta riña.

Suspiré y con un ademán la invité a sentarse en el sofá. Con una taza de chocolate caliente entre las manos, por primera vez, hablamos como dos personas adultas.

—Papá y mamá están muy afligidos, te ven alicaída y se preocupan por ti.

—Lo sé, pero necesito rehacer mi vida y no es fácil. Lo que pasó no se olvida de un día para el otro.

Candice fijó la vista en el líquido oscuro, dio un sorbo y se limpió los labios con la lengua, quitando los restos de espuma.

—¿Recuerdas cuando éramos pequeñas y siempre nos peleábamos por ocupar el asiento delantero en el coche? —Sonreí soltando el aire por la nariz y ella me imitó—. A veces sentía celos de que papá te lo cediera a ti.

—¿Por qué?

—Siempre fuiste su debilidad, Taissa. Y está bien, he aprendido a aceptar que los padres tienen derecho a tener un preferido, que no por eso me ha querido menos a mí o a Eileen...

—No es cierto, Candice. Nuestros padres darían la vida por cualquiera de nosotras de igual manera. Él siempre ha estado para ti cuando lo has necesitado, incluso elogiaba tus logros y tu promedio en el colegio cuando los míos dejaban mucho que desear.

Los ojos de mi hermana se llenaron de lágrimas. Dejó la taza sobre la mesita del salón y agarró mis manos con cariño. Cuando alzó la vista, un par de lágrimas caían por sus mejillas.

—Te quiero, Taissa. Sé que nunca te lo he demostrado y he dudado de ti dejándome llevar por mis especulaciones. Siento mucho lo que ocurrió con Francesco, yo...

—Olvídalo, Candice.

—¿No hay posibilidades de arreglarlo? —Esta vez fui yo la que sollozó sin poder evitarlo. Tragué saliva y negué con la cabeza, con un convencimiento, que hasta a mí misma me destrozó—. Que sepas que estoy aquí para ayudarte a recuperarlo, si es lo que quieres.

—Me temo que eso no será posible, pero gracias de todos modos.

Nos terminamos el chocolate en silencio y Candice se despidió de mí, dejándome otra vez sola, tal como se lo había pedido.

***

—¿Me alcanzas aquel calcetín rojo?

June me trae de vuelta con un tono de voz alegre y contenido. Observo a mi alrededor, localizando lo que me pide entre las cestas que contienen adornos, luces y algunas bolas doradas que quedaron después de decorar el árbol. Una vez que le entrego lo que necesita, lo cuelga en la chimenea para completar su obra maestra.

—Ya está, creo que he terminado con esto.

—Ahora sí que se respira el ambiente navideño —apunto señalando el salón.

—He pensado que la cena de Nochebuena podríamos hacerla aquí. ¿Qué te parece? Tú y yo, Mark, Chad y Selena. Además, puedes traer a alguien que...

Arrugo la nariz y ella frunce el ceño ante mi gesto.

—No traeré a nadie. Me quedaré de carabina, aunque os fastidie la cena a todos —espeto con un humor ácido que a mi amiga no le agrada en absoluto.

—Tú no arruinarías una cena entre amigos, aunque te lo propusieras. ¿No te das cuenta de que todos te queremos y que nos preocupamos por ti?

—Pues deberíais dejar de hacerlo, June. Ya soy mayorcita como para que me tratéis como una cría. Lo superaré, te lo prometo. Solo necesito tiempo.

—¿Cuánto más, Taissa? Han pasado casi cinco meses ya...

—Iré a dar un paseo.

No la dejo acabar la frase. Sé perfectamente cuántos días han transcurrido desde que regresé de Italia, aunque desconozco cuántos más deberán pasar hasta que consiga quitármelo de la cabeza.

Me enfundo en mi abrigo, me coloco el gorro y la bufanda, y me encamino al único lugar que me brinda paz cuando necesito despejarme. Cruzo el Milenium Park, donde los árboles brillan decorados con luces de diversos colores, y un coro interpreta un precioso villancico que deleita tanto a mayores como a los niños que corretean de un lado a otro. La pista de patinaje sobre hielo, una de las más grandes de Chicago, está llena de jóvenes y niños que disfrutan de una noche gélida pero estrellada. Levanto la mirada hacia el cielo; la luna reluce en todo su esplendor y el vapor que emana de mi boca dibuja formas en el aire helado de diciembre. Meto las manos en los bolsillos en busca de calor y hundo mi cuello en la bufanda, refugiándome del frío.

Finalmente, acabo mi recorrido en Navy Pier. La inmensa noria desde la que se puede apreciar la ciudad al completo; tan moderna y futurista, me deslumbra como siempre que la visito. De noche es todavía más espectacular, ya que ese halo azul que desprende de su gigantesca estructura la hace verdaderamente majestuosa.

Pago el billete y subo a una de las cabinas, esperando a que se eleve hasta lo más alto para contemplar a placer cada uno de los edificios que forman el impresionante skyline de una ciudad tan cosmopolita como mágica. En la mano llevo un pretzel que compré antes de subir y que devoro mientras observo un espectáculo digno de ser recordado.

—¿Está bueno?

El chico sentado frente a mí se frota las manos, tratando de darse calor con el aliento que escapa de su boca. Tan absorta estaba en mis pensamientos que ni siquiera me había percatado de su presencia. Deduzco que tiene mi edad, o tal vez unos pocos años más. Viste unos vaqueros y un jersey gris de cuello alto, cubierto por un abrigo de paño negro que llega hasta debajo de las caderas.

Es guapo. Rubio, de ojos azules muy claros y mirada profunda.

—Sí, ¿quieres? —le ofrezco, estirando el brazo.

—Vaya, qué gentil. Gracias, pero solo un trocito que, si no, me lo acabo. —Sonrío y le doy la mitad—. No, de verdad...

—Quédatelo, así no me siento culpable de comérmelo sola.

—¿Cómo te llamas? —pregunta, aceptando su parte.

—Taissa, ¿y tú?

—Mi nombre es Patrick Harvey —extiende su mano y la estrecho con decisión—. ¿Eres de por aquí, o solo estás de visita?

—Vivo muy cerca, he venido andando.

—¿Y qué hace una chica como tú dando un paseo sola en una ciudad tan grande?

Desvío la mirada hacia el cristal que refleja la noche oscura y las miles de luces que la encienden.

—Cuando me siento perdida me gusta encontrarme aquí. La paz que me brinda este sitio solo es comparable a otros placeres de la vida.

—¿Como el sexo? —pregunta con una mueca lobuna.

—Quizá.

—Algo me dice que la chica que estoy conociendo esta noche es una versión muy diferente de la que solías ser, ¿me equivoco?

—Me temo que estás en lo cierto, Patrick.

Le doy otro bocado a lo que queda de mi pretzel y él me observa con disimulo.

—¿Y qué se necesita para traer de regreso a la chica de antes?

—Tendrías que hacer un máster y puede que no estés interesado.

Patrick ríe con complicidad y menea la cabeza, luego se termina su porción, se sacude las migas del tapado y señala el hueco que queda libre a mi lado.

—¿Puedo?

—Claro. —Le hago sitio arrimándome un poco más a la ventanilla y él se acomoda cuán largo es—. ¿Cuánto mides?

—Un metro noventa.

—Joder...

—¿Sorprendida?

—Podrías ser jugador de baloncesto.

—Me lo han dicho muchas veces, de hecho, mi padre lo intentó desde que era pequeño, pero no hubo forma. Los deportes no son mi fuerte.

—¿Y cuál es tu especialidad, Patrick Harvey?

—Digamos que reparo corazones heridos.

—Buen intento, grandullón —respondo cruzándome de brazos y apoyando mi frente sobre el frío cristal.

—No es una metáfora, realmente me dedico a recomponer el órgano que protagoniza las más variadas historias de amor. ¿No me crees?

Su afirmación llama por completo mi atención. Me enderezo mientras saca una tarjeta de visita de su cartera.

—¿Trabajas en el Northwestern Memorial Hospital?

—En Cirugía Cardiovascular, para ser exactos.

—Vaya... ¿Y qué hace un prestigioso médico como tú girando solo en la noria de Navy Pier?

—También vengo aquí cuando necesito pensar.

—¿Un mal día?

—Ha sido demasiado duro.

Su semblante se ensombrece y sus ojos claros se vuelven más oscuros.

—Lo siento mucho.

—Es la vida, Taissa. Hacemos lo que podemos, y como profesionales de la salud intentamos salvar la vida de las personas, pero no siempre lo logramos. No somos dioses, ¿sabes? Y eso jode, mucho. Crees que tienes el poder en tus manos; todo parece ir bien y, de pronto, algo se tuerce y nada sale como esperabas.

—¿Qué ocurrió?

—Un hombre que llegó a Urgencias tras sufrir un infarto de miocardio. La única solución era colocar un by-pass, pero no superó la intervención.

—Jamás podría ejercer la medicina, siempre he dicho que me costaría una barbaridad sobreponerme a la pérdida de un paciente. No sirvo para eso.

—Hay que tener una templanza fuera de serie. Las horas en el quirófano son extensas y estresantes, se trata de una labor minuciosa y que requiere muchísima concentración.

—Sin embargo, hablas de tu profesión con una pasión envidiable.

—Amo mi trabajo, porque, aunque hay días malos como el de hoy, también los hay muy buenos. —Patrick vuelve a sonreír y las comisuras de mis labios se elevan en proporción a las suyas—. ¿Y ahora me vas a contar la verdad de por qué necesitabas venir a tu rincón especial de Chicago?

—Intento olvidar.

—¿Un gran amor?

—El gran amor de mi vida.

Un silencio inunda la cabina y él pierde su mirada clara en la inmensidad de la ciudad. El brazo de Patrick pasa por delante de mis ojos, señalando una de las construcciones más altas.

—¿Ves aquel edificio?

—¿La Sears Tower?

—Sí, esa misma. Ha soportado vientos y tempestades, y allí está... De pie a pesar de todo y brillando con luz propia. —Me giro para conectar con él y sus iris azules impactan en los míos que se llenan de lágrimas—. Ánimo, Taissa. La vida es demasiado valiosa como para no disfrutar de cada momento. Te lo dice alguien que la sostiene en sus manos a diario y que lucha por retenerla cuando se le escurre entre los dedos.

Sus palabras llegan como un rayo directo al centro de mi pecho. Patrick sonríe de nuevo y con las yemas de sus dedos seca las lágrimas traicioneras que escapan de mis ojos.

—Gracias, Doctor Corazón. —Él ríe a carcajadas y se pasa la mano por el pelo, mientras que yo me pienso muy bien lo que estoy por proponerle—: ¿Tienes algo que hacer en Nochebuena?

—Nada especial, cenar solo en casa, si es que mi busca no suena en mitad de la velada.

—Pues ya tienes un plan, Doc.

Su expresión de sorpresa es reemplazada por una de enorme satisfacción. Unos minutos más tarde, la noria se detiene, la puerta se abre y Patrick sale de la cabina con una gigantesca sonrisa impostada en la cara y mi número de teléfono apuntado en su móvil.

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