Cuestión de Perspectiva, Ella...

By csolisautora

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Han pasado veinte años desde la última vez que lo vi. Esteban Quiroga fue el hombre a quien lastimé cuando ér... More

Veinte años
Enamorado
Solamente una vez
Flor sin retoño
Las tres cosas
Camino de espinas
Reminiscencias
Si nos dejan
Piel canela
Novia mía
Cuando el destino
Nocturnal
Una copa más
Cruz de olvido
La martiniana
La muerte del palomo
Fresa salvaje
Ódiame
Tres regalos
Debut y despedida
Mi último fracaso
Viejos amigos
Rondando tu esquina
Adoro
El feo (Nanga ti feo)
Niégalo todo
Contigo
Poquita fe
Caminemos
Por amor
Me duele el corazón
Perdón
Que lo nuestro se quede en nuestro
EPÍLOGO - 30 años después
¿Nos tomamos un cafecito?

Cielo rojo

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By csolisautora

La vida tenía que seguir, aunque fuera a rastras. Por eso escogí guardar cualquier sentimiento romántico en lo más profundo de mi ser, bien sellado para que se mantuviera apartado de mi día a día.

El cinco de enero despedimos a Coni en la estación de autobuses. Se marchó cabizbaja, preocupada por lo que pasaría en su casa.

Yo preferí estar atenta a sus llamadas y entregarme al trabajo, incluso acepté hacer costuras en mis tiempos libres. Mantener la mente ocupada fue mi prioridad.

El viernes diez de enero tocó el turno de Uriel. Luego de que se fuera, visité a Esmeralda por la mañana. De vez en cuando lo hacía. Le llevaba comida para ella y los pequeños. Mis nietos poseían un temperamento que a mi hija se le complicaba domar, y tampoco es que tuviera gran paciencia con ellos. Mi principal tarea era guiarla para que su crianza no se convirtiera en una guerra interminable.

A pesar de mi apoyo, a Esmeralda la notaba decaída. Dejó de vestirse con el mismo esmero con el que lo hacía antes de casarse, sentía sueño más de lo normal y sus ojeras se oscurecían con el pasar del tiempo.

Esa mañana limpiaba el pequeño espacio destinado a la cocina, mientras mi hija separaba frijoles. Acabábamos de dormir a los niños. Contábamos con más o menos una hora para avanzar en las labores pendientes. De reojo la observé al mismo tiempo que pasaba el trapo por los muebles, algunos adaptados para funcionar como alacena.

—Hija —me animé a hablarle después de un rato—, estás pálida y bajaste de peso. La ropa se te ve suelta. —Incliné la cabeza—. Ya dime qué te pasa.

Esmeralda dejó de mover las manos y mantuvo algunos frijoles sostenidos. De inmediato sus ojos brillaron y sus labios tiritaron.

—Ay, mamá, lo que menos quiero es darte más dolores de cabeza. Con lo de Coni y el señor Quiroga estás muy afectada.

Abandoné el trapo y me acerqué decidida. Ningún problema era lo bastante grande como para impedirme ayudar a alguno de mis hijos.

—Soy tu madre, sabes que estoy para lo que necesites. —Me senté en la silla de enfrente y le toqué la punta de los dedos—. Cuéntame.

Por dentro ya lo sabía. Esa misma apariencia y ese mismo hastío tuve yo en el pasado. El espasmo en el pecho fue inclemente al evocarlo.

—Felipe —chilló y sus lágrimas corrieron—. Lo descubrí engañándome. —En su rostro se lograba reconocer la rabia contenida—. El muy desgraciado se anda paseando con una compañera de su trabajo. Me dijeron que es la de la limpieza. —Apretó la mandíbula con lo siguiente—: No es la primera vez que lo ven muy amoroso con la misma. Se lo reclamé y tuvo el atrevimiento de decirme que no va a dejarla.

¡Sí, sí se trataba de lo que sospeché! Mi instinto de madre no falló al deducir que entre ella y Felipe no existía un fuerte lazo.

—¡Desgraciado! —murmuré.

El coraje me quemaba por dentro.

—Encima me amenazó que si me voy no me dará más dinero.

—¡Mmm! —Liberé una risita—, para los tristes centavos que trae.

Esmeralda recostó la cabeza sobre la mesa.

—Eso no es todo, mamá —me dijo balbuceándolo. Miraba desolada hacia una lámina sobrepuesta que cubría un lado del lugar—. Es que...

Temía lo que saldría de sus labios, pero era indispensable saberlo todo.

—Es que ¿qué? —insistí sin parecer desesperada.

—Estoy embarazada otra vez.

Esa noticia lo complicaba todavía más, aunque no tanto como para llevarla a la desgracia de tener que aguantar a un hombre infiel y descarado.

—Hija, presta toda tu atención, la pregunta que te haré es muy importante. Depende de tu respuesta lo que vamos a hacer, porque esto lo resolvemos juntas. Necesito que seas sincera.

Esmeralda levantó la cara y me observó fijo.

—¿Sí?

—¿Quieres seguir con él?

—¡No! —ni siquiera lo pensó—. No quiero. ¡Lo odio! Me está humillando frente a toda la ciudad. Por mí que se quede con la —gruñó—... mujer esa.

Evité sonreír, aunque por dentro festejé su decisión. El valor que a mí me faltó tantas veces, ella lo tenía encendido al tope.

—No se diga más. —Me levanté—. Saldrás adelante sin ese pendejo bueno para nada. Estarán bien tú y tus hijos, te lo aseguro.

—Él no me va a dejar ir tan fácil.

Sostuve a mi hija de los hombros.

—Si no le vamos a pedir permiso. Vete preparándole sus cositas.

Después salí de la casa con el rumbo bien definido.

Nicolás no fue el primero en quien pensé porque, si bien era el padre, quizá causaría que moliera a golpes a Felipe. Una preocupación innecesaria para Guadalupe, dado su estado.

Llegué caminando a la casa de Lucas. Lo encontré dormitando en su sillón con la televisión encendida. Uno de sus hijos cuidaba el local. Su esposa me pidió que pasara porque ella estaba pelando un pollo en la cocina.

Lo primero que hice fue apagar el aparato.

Contemplé por un instante a mi hermano. Con la edad se parecía más a nuestra madre.

—Despierta, huevón —le grité cerca del oído.

Él levantó ambos brazos.

—¡Nadie se mueva, nadie se mueva! —Sus párpados se levantaron de golpe.

Reí al verlo reaccionar así.

—¿Qué te pasa? —Respiraba agitado y se tocó el pecho—. Me vas a provocar un infarto. ¡Ah! —gruñó—. Te pasaste.

Cuando era un niño, Lucas solía asustarme las veces que lograba tener espacios para descansar. Siempre detesté que me robara esos momentos, y reconozco que disfruté regresarle una de tantas.

—¿Llamo a un médico? —le pregunté burlona.

—Muy chistosa. —Dio un largo respiro—. ¿Qué quieres?

—Iré por un fuerte. No vayas a dar el "changazo" ahorita.

Pero la realidad era que el fuerte lo busqué más para mí que para él. Sabía dónde ponían las bebidas y llené dos vasitos con mezcal.

Regresé y le entregué uno a mi hermano.

Lo bebimos de una. Quemó, pero fue vigorizante.

—¿Qué sabes de mamá? —se lo cuestioné con la intención de iniciar la conversación.

Lucas hizo una mueca de incomodidad.

—Está bien —sonó fastidiado—. Cuando Lázaro se harte, llamará. —Ladeó la cabeza—. Aunque hay que reconocer que el cabrón ya aguantó más de una semana.

Suspiré. Mi madre se encontraba a salvo, ella no me preocupaba.

—Sí, llamará. Tienes razón.

Me senté en la orilla de uno de sus sillones de tela café con flores estampadas.

Lucas se quedó observándome fijo.

—¿Por qué te ves así...? —Entrecerró los ojos—. ¿Estás encabronada?

Era tiempo de develar mis intenciones.

—¿Todavía te acuerdas de los trucos de la milicia? —la palabra "trucos" salió con énfasis.

—Ay, no. —Manoteó con desdén—. Eso de andar de suavecitos no me va.

Me encorvé hacia él.

—Necesito que seas todo, menos "suavecito".

La gran sonrisa de Lucas fue inevitable y genuina.

—¿Dónde me apunto?

También sonreí. Sabía que podía contar con mi hermano, aunque se tratara de algo indebido.

—¿Tienes armas?

—Varias. —De pronto, echó la cabeza para atrás—. Pensé que las odiabas.

—Las sigo odiando, pero necesito que cargues una. —Bajé la voz—: Vamos a hacer una visita.

—¡Ah! ¡Qué emoción! —Agitó los puños levantados a la altura de los hombros. Después, se puso de pie—. Voy vengo.

No titubeé sobre lo que planeaba hacer. Bastante tenía con un yerno insolente, como para soportar dos.

Lucas volvió con una chamarra de cuero puesta.

Sabía muy bien lo que allí escondía.

Antes de irnos, me asomé a la cocina.

—Guarda el pollo, cuñada —le pedí cortés—. Regresamos a comer.

La escuela donde laboraba Felipe se ubicaba en el centro de la ciudad. Justo enfrente de la entrada estaban unas bancas de piedra. Nos sentamos allí a esperar. En ese tiempo le expliqué a mi hermano lo que le tocaba hacer. Su automóvil quedó estacionado en la esquina.

Tuvimos que esperar cerca de una hora y media, a pesar de que los alumnos ya habían salido.

Estábamos atentos a cada persona que cruzaba la fachada de la escuela, cuando, de pronto, ¡lo vimos!

Ahí iba Felipe, con su cara de conquistador, su sonrisa pícara, y con una joven sujetada de la mano.

Volví a llenarme de rabia.

Esmeralda tenía razón, él no se escondía.

Me levanté primero.

Lucas fue detrás de mí.

—¡Con que muy de la manita de esta mujerzuela! —lo confronté en cuanto pisaron la acera paralela.

La joven que lo acompañaba se quedó quieta y a él se le subieron los colores al rostro.

—¡Cínico! —Apunté a la mujer—. ¿Sabe que en casa tienes esposa e hijos esperándote?

Felipe se apresuró a hablarle:

—No le hagas caso, mi amor...

Por la expresión de la chica, supe que no lo sabía. Era demasiado joven, quizá apenas y cumplía la mayoría de edad. Para ser una ciudad tan pequeña, alguien debió informarle del compromiso de su "novio", pero quizá era recién llegada... Comencé a formar varias ideas para justificar su desconocimiento.

—Ah, con el "mi amor" y todo. —Imaginé que le retorcía el cuello—. ¡Sh! —Me interpuse al ver que pretendía esquivarme—. ¡Quieto ahí! —Dirigí las palabras a la joven—: Retírese si no quiere que también le toque.

Lucas hizo presencia. Una que sobresalía donde quiera que se parara.

—Ya oíste a la suegrita. —Se colocó a un costado de Felipe—. Váyase, señorita. Esto es asunto de familia.

La muchacha se marchó confundida y seguro también dolida.

Felipe se le quedó mirando mientras avanzaba por la calle.

—Súbete al carro —le ordenó Lucas.

Él accedió a regañadientes.

Dejé que ocupara el asiento del copiloto y yo me quedé en los asientos de atrás.

Conocía bien la ciudad, sus lugares más poblados y los más desolados. Los terrenos donde se llevaban a cabo los jaripeos nos venían muy bien porque a esas horas se mantenían vacíos.

Los tres nos bajamos. Felipe iba lento y vacilaba con cada paso.

Entramos al rodeo y lo sentamos en la grada más baja.

Lucas y yo nos mantuvimos de pie.

—Apesta a caca, o ¿no serás tú? —olisqué desde mi lugar hacia Felipe—. Bueno, estamos aquí para poner las cartas sobre la mesa. Ya que empezaste una relación fuera del matrimonio, mi hija no quiere saber nada más de ti. Debo decir que estoy orgullosa de que tenga dignidad.

Noté una media sonrisa en Felipe.

—Nunca le voy a firmar el divorcio —aseguro.

—Eso no lo decides tú. —Giré hacia Lucas—. Hermano, muéstrale.

Por indicaciones mías, él sacó el arma, pero solo para que Felipe la viera. No había necesidad de ir más allá. Luego la guardó otra vez.

—¡Están locos! —se apresuró a decir, atemorizado—. ¡Locos, me oyó! Le voy a decir a mi tía...

—Te recuerdo que los muertos no hablan —interrumpí sus quejas.

De inmediato, Felipe cambió el semblante de preocupación por uno que pretendía causar lástima.

—Entiéndanme, ella ya ni caso me hace por estar cuidando a los niños. —Se concentró en hablarle a mi hermano—: Los hombres tenemos necesidades...

—Vas a firmar el divorcio que tú mismo pedirás —continué, ignorando su pobre argumento—, y serás cumplido con las pensiones. El jacal que llamas casa se queda para mis nietos. Si quieres tener otra mujer, inviértele.

Él negó rápido con la cabeza.

—Amo a Esmeralda. Le pediré perdón de rodillas si quiere.

—Sí le pedirás perdón de rodillas, de eso nos encargamos nosotros, pero su matrimonio terminó desde el momento en el que te enredaste con la afanadora.

Pero Felipe no estaba dispuesto a ceder.

—¿Alejaría a un padre de sus hijos?

—A uno malo sí —respondí tajante.

—Su historial dice lo contrario.

Aquel venenoso rebate alimentó más mi urgencia de expulsarlo del círculo familiar.

Lucas no detuvo el impulso de darle un puñetazo en el vientre.

Felipe se recargó en el suelo porque su cuerpo se arqueó con el golpe. Demoró unos segundos en recuperar el aliento.

Las manos y rodillas se le llenaron de la tierra que tenía pedazos de estiércol.

—¿No se dan cuenta? —habló con dificultad. Sus ojos se enrojecieron y su voz sonó ronca—. La gente hablará de Esmeralda. De por si ya tiene una hija dejada, que sean dos les traerá críticas peores.

Sus atrevimientos me exasperaron.

Por supuesto que sabía que nos vendría una ola de señalamientos y cuchicheos. Lo de Coni ya provocaba chismes entre los conocidos, cuando se regara lo de Esmeralda, sería peor. Aun así, mantuve la misma posición con respecto a la separación que mi propia hija deseaba.

—Lo que la gente diga me vale madres. ¡Estás fuera de la vida de Esmeralda! Y si tratas de endulzarle el oído, haré que él te cosa la boca. —Apunté directo a mi hermano.

—¡Eso es imposible!

Lucas rio ante la reacción de mi yerno.

—Sí es, lo he hecho dos veces. —Su sonrisa hasta a mí me provocó un escalofrío—. Gritan mucho cuando la aguja entra.

Estaba harta. El suculento pollo esperaba. Era hora de irnos.

—¿Fui lo bastante clara? —Me quedé observando a Felipe.

Él sostuvo la mirada solo un segundo, quizá pensaba en formas de defenderse, pero después se inclinó.

—Lo fue, señora —dijo casi susurrándolo.

—Bien. Tus cosas están empacadas para que pases a recogerlas. Espero noticias del abogado.

Mi hermano y yo nos adelantamos.

—Esa nueva forma de ser tuya me cae mejor que la otra —comentó Lucas mientras caminábamos. Lucía divertido, tan reavivado que su cara parecía brillar.

—Cállate o consigo una aguja.

Ambos reímos.

Por dentro me sentía complacida por haber ganado una batalla.

Felipe se marchó ese mismo día.

Esmeralda no se derrumbó como pensé, creo que hasta pareció aliviada. En lo que reparábamos varios detalles de su casa, se mudó conmigo. Onoria le propuso enseñarle su oficio para que aprendiera a ganarse su propio dinero y ella aceptó.

El calendario que colgué en la pared marcaba el veinte de enero. Era el cumpleaños de Esteban. Hice un oscuro círculo con tinta encima del número. Estaba dispuesta a desaparecer todo rastro de él.

Por desgracia, el veintiuno trajo consigo recuerdos amargos. La noche en que Celina murió fue dolorosa para varios. También para mí. Ella fue mi amiga, y la quise hasta después de fallecida.

Decidí visitar su tumba, pero lo hice por la tarde, casi a punto de que cerraran el cementerio. Sabía que los Quiroga y los Ramírez irían temprano, así acostumbraban en el pueblo.

Antes compré una veladora y un ramo de crisantemos; su agradable fragancia introdujo a mi cuerpo la tristeza.

Tuve la precaución de abrigarme con un sarape marrón y me puse un sombrero del mismo color. Nicolás me regaló en diciembre.

Estuve frente a la tumba cuando el sol brillaba más tenue y el aire frío corría tenaz.

Noté que había varios ladrillos apilados y un cernidor de arena a un lado.

Me incliné para acomodar mi humilde ramo sobre el concreto. Comparado con los grandes y vistosos arreglos florales que le dejaron, parecía una insignificancia.

Leí detenidamente el epitafio:

No lloren mi ausencia. Siéntense cerca y háblenme de nuevo.

Los amaré desde el cielo como los amé en la tierra.

Así lo hice, le hablé porque sentí la necesidad de hacerlo:

—Ay, amiga, quién diría que criar era tan difícil. Si me escuchas, haz que tu hijo recapacite. —Estaba a punto de prender la veladora, pero me di cuenta de que olvidé comprar cerillos. A mis pies encontré varias piedras, tomé dos para intentar encenderla con ellas—. Mi Coni está padeciendo por su desprecio. Ella se equivocó, pero está arrepentida y desea con todas sus fuerzas solucionar las cosas con él. Ilumínalo, si es que puedes desde el más allá...

Me encontraba tan abstraída en la petición que no me di cuenta de que alguien se detuvo cerca.

—¿Qué hace usted aquí? —dijeron en forma de reclamo.

Supe enseguida que se trataba de Alfonso.

—Presento mis respetos a la finada Celina. —No me giré. Si iba a reclamarme, que él me buscara la cara.

—Ves por qué urge que terminen de construir el mausoleo —se quejó con otra persona—. Para que no venga cualquiera.

Por un instante supuse que se trataba de Esteban, por eso decidí averiguarlo y volteé un poco.

Descubrí que él llevaba de su brazo a Catalina.

Ella no comentó nada.

Alfonso vestía todo de negro.

Catalina portaba un bonito vestido largo verde oscuro con encajes en el escote y las mangas. Los característicos gustos de Celina influenciaron también a su hijastra.

—Yo soy cualquiera. —Me levanté lento—. Muy a tu pesar, sigo siendo tu suegra y me debes respeto.

—¡No le debo nada! —Alfonso se veía igual que Esmeralda: más delgado, pálido y decaído, hasta el azul de sus ojos perdió su llamativa intensidad—. Lamento el día en el que me uní con una familia de su calaña.

—¡Alfonso! —Catalina reaccionó impresionada.

—Es la verdad, hermana. —La observó primero a ella y luego a mí—. El respetado señor Bautista resultó ser un criminal. Fue el culpable de la muerte de nuestros tíos, y de tu papá. ¡Así como lo oyes!

La joven lució contrariada, aunque se mantuvo en silencio.

—¡Miente! —se lo dije a Catalina porque conocía el dolor que una afirmación de esa magnitud era capaz de causar—. A Rogelio lo mató un monstruo vil que nada tenía que ver con mi familia.

Recordar el malicioso rostro de Chito caló hondo.

—Trabajaba para su padre, el alcalde, ¿no? —prosiguió Alfonso—. De seguro él lo mandó matar. Por sus negocios ilícitos dejaron huérfanos a varios de mis primos, y mis abuelos se tuvieron que ir lejos de su pueblo.

Yo sabía bien que esas palabras no eran de Alfonso.

—Esperanza te envenenó bien y bonito.

—Mi abuela solo me contó la verdad que otros escondieron por años.

No fallé. Fue la madre de Esteban quien alimentó el enojo de su propio nieto.

—¿Y te dijo que esos mismos primos asesinaron a mi tío Evelio? —El pecho me punzó al nombrarlo—. Un hombre inocente que valía oro y al que atacaron por la espalda como cobardes. ¿O solo te contó lo que le convenía?

¡Con las últimas palabras lo vi! Fue fugaz su vacilación, pero supe que cavé un pequeño hueco en la coraza de mi testarudo yerno.

Él soltó a Catalina y se me acercó.

—Tacharé los meses que faltan para estar separado de su hija.

—Pero hazlo bien, no te vayas a equivocar.

La sorpresa fue evidente en los dos.

—¿Se atreve a burlarse después de todo el mal que llegó a hacer? —Los músculos de su boca se tensaron—. Nunca tendrá lo que mi madre tuvo.

Alfonso se dio media vuelta, dispuesto a marcharse.

De pronto, sentí que caía en un hueco profundo donde solo quedaba yo, expuesta y señalada por aquellos que solo vieron lo que quisieron ver.

Me erguí y levanté la barbilla.

—Si mi crimen fue el ser hija de Cipriano Bautista —hablé fuerte para que oyera—, y enamorarme de un Quiroga, ¡sí!, soy culpable. —Me complació que Alfonso parara de caminar—. Amé a tu padre desde antes de que se casara con tu madre. Para que lo sepas, Celina misma dio su bendición antes de morir...

—¡Miente! —gritó, y el rojizo de su coraje lució más por la blancura de la piel.

No permití quebrarme. Él debía conocer esa parte, fuera como fuera.

—¡Así pasó! Ella deseaba que Esteban no se quedara solo. Te juro que me negué a aceptar su ofrecimiento, lo evité lo más que pude, pero me superó este amor. —Una de mis manos me comprimió el pecho—. Si nos separamos fue para cumplir con tu capricho. —El temblor en los labios logró que mi voz saliera endeble—: Duele darme cuenta de que tu padre no te ha contado la verdadera historia, la única que debes creer.

—Si eso es verdad, ¿por qué mamá no me lo confió? —Otro instante de duda lo atacaba.

Era mi oportunidad de combatir a Esperanza.

—No sé. A lo mejor no pensó que te portarías como un completo egoísta. Lo que sí sé, es que tu madre me salvó la vida, y por eso merece que al menos le traiga flores y le prenda una luz en su honor.

—No, no le creo que ella querría que se juntaran —dijo, aunque noté que mantenía una lucha interna.

—Deberías hacerlo —insistí y acorté lento la distancia entre los dos—. Constanza ya sabe todo, ella te puede decir. Está pasándola mal, muy mal. Sabes bien que te ama con toda el alma. El sufrimiento de estar apartados es grande. —Levanté la mano—. Si la dejaras acercarse.

Alfonso se quedó pensativo y dos diminutas lágrimas amenazaban con salirse de sus ojos.

—No —murmuró, agitando la cabeza. Luego sacó del bolsillo una caja de cerillos y me la ofreció.

—Prenda su veladora, rece si así quiere, y después váyase.

Recibí la cajita.

Alfonso no añadió nada más y se retiró a pasos largos.

Catalina, por su parte, se mantuvo en el mismo sitio desde el que presenció nuestra discusión.

—Disculpe a mi hermano —dijo, cuidando el rumbo de Alfonso—, está afectado por la fecha. Además, la abuela le llena la cabeza de ideas. Papá ya le reclamó, hasta pelearon muy feo. Ha tratado de hablar con él, pero no lo deja ni empezar.

Contemplé agradecida a Catalina. Era una noble señorita, una víctima más del odio de otros.

—Lo de Rogelio, así no fue...

Ella se apresuró a detener mi urgencia de aclarar las cosas.

—Sé cómo pasó. —Sujetó mis antebrazos—. Lamento lo que le hicieron. Debió ser un infierno.

Entonces ratifiqué que Esteban confiaba más en Catalina que en Alfonso, o tal vez sabía que ella recibía mejor las noticias que su hijo.

—Lo fue —confirmé con la herida ardiendo.

—Me gustaría platicar con usted, pero hoy no. —De nuevo ubicó a su hermano, su figura ya se perdía entre las tumbas—. ¿Puedo visitarla la siguiente semana? —Se preparó para alcanzarlo.

—Cuando gustes. —Sonreí—. Allá tienes tu casa.

Catalina me soltó y avanzó con la cabeza ladeada.

—No lo olvidaré.

Otra vez estuve sola. Esa batalla agridulce la perdí, pero a lo mejor ¿no?

Supuse que Catalina solo fue cortés, pero me equivoqué. Una semana exacta después tocó a mi puerta. La llevó un chófer en un automóvil más bonito que el de Alfonso.

Fue una agradable visita.

Mis hijas la estimaban y se portaron lindas con ella. Incluso la invitaron a salir a pasear después de que termináramos de platicar.

Le ofrecí un jugo de naranja y nos sentamos en unas sillas de hierro forjado que compré para el patio.

—Le agradezco sus atenciones.

—Es un gusto —dije franca—. Pero dime, ¿para que soy buena?

Catalina dejó el vaso sobre la mesita de en medio.

—El año pasado trabajé con un director —empezó—. Se llama Martín Escalante. Nos llevamos bien y hace quince días lo encontré en el café al que me gusta ir. Ahí me comentó que busca una cantante para una obra de teatro que está montando. —Hizo una breve pausa, conteniendo la sonrisa—. La primera persona que me vino a la mente fue usted.

¡Quedé pasmada! ¿Por qué ella me consideraría para un trabajo así de importante?

—Pero yo no soy actriz —me apresuré a responderle.

Tampoco se trataba de dar falsa información con tal de conseguir un trabajo.

—Es un musical. No se preocupe, la ayudaré a que aprenda lo básico para que salga bien. Su voz es lo importante. Considérelo, es una gran oportunidad.

—Sí, sí, lo es. —Medité la propuesta.

Todos los grandes sueños de juventud que dejé enterrados resurgieron. Con el grupo aspiraba a cantar en fiestas y eventos menores, pero nada más. Lo que Catalina ofrecía iba más allá.

—Entonces, ¿le interesa?

Por bastante tiempo prioricé las necesidades de los demás, llegaba el turno de ponerme primero.

—Por supuesto que sí —salió desde lo más profundo de mi ser.

—¡Excelente! —Catalina dio un rápido aplauso—. Martín sabe que la recomiendo, pero se tiene que lucir para que lo termine de convencer.

La emoción me embargaba tanto que dejé salir la risa nerviosa.

—¿Por qué? —le pregunté por culpa de la enorme curiosidad.

Ella se quedó mirándome con gesto conmovido.

—Lo merece. La he escuchado y tiene un gran talento. Solo falta un empujoncito.

—Tu padre estaría tan orgulloso. —Visualicé a Rogelio, aunque después quien se proyectó fue Esteban—. Los dos —aclaré.

A Catalina se le desdibujó la sonrisa.

—Alfonso es bueno —cambió el tema y bajó la voz—, caprichoso, sí, pero tiene buen corazón. Lo que pasa es que adoró muchísimo a mamá Celi. Va a costarle tiempo aceptar que nuestro padre tenga otra pareja, pero confió en que terminará por entender. Sobre Coni, la ama con locura. En cuanto se dé cuenta de que está siendo un infantil, irá a suplicarle que regresen.

—Eso espero, por mi hija.

—Verá que sí. —Posó una mano sobre mi brazo.

Oí voces por la cocina. Sabía que Angélica, Onoria y Esmeralda merodeaban cerca.

—Mejor ve al paseo o no nos dejarán de espiar.

Catalina se levantó y se colgó el bolso.

—Será bueno salir un rato. La veo en cinco días en la capital, a las nueve de la mañana. —Me dio un beso en la mejilla—. La recogeré en la central de autobuses.

—No faltaré.

Estuve en la silla un rato más, imaginando entusiasmada lo venidero.

Los cinco días los dediqué a trabajar, cuidar a mis nietos y ensayar en privado.

Onoria la pasó instruyendo a Esmeralda a pesar de que la exasperaba.

Fui su modelo cuando me pusieron el tinte negro que les pedí.

Para la presentación compré un traje entallado de la cintura de falda blanca y saco negro con decoraciones en blanco. La bolsa y las zapatillas no faltaron.

Llegué puntual a la central. Catalina me esperaba con el mismo chófer con el que fue a mi casa.

Juntas fuimos hasta un teatro del centro de la ciudad. Era mucho más grande de lo que supuse. Dentro se encontraba una decena de personas que iban y venían.

Se hicieron las debidas presentaciones.

El director resultó ser más joven de lo que imaginé, y demasiado entusiasta para mi gusto.

Mi turno de demostrar el talento llegó pronto.

Catalina se sentó en un sillón solitario que le ofrecieron para que pudiera verme desde una zona privilegiada.

El director pidió que cantara "Cielo Rojo". Accedí porque me la sabía completa.

Pronto estuve en medio del oscuro escenario con el micrófono listo, la música grabada comenzando y varias personas atentas. Había tantas bancas que no sabría decir la cantidad aproximada.

Respiré profundo.

Equivocarme no era una opción.

Tragué saliva, me pare recta y sostuve el trípode.

Mi boca se abrió e inicié.

Sin que lo advirtiera, regresé a la primera cita que tuve con Esteban, en la que fuimos al teatro del pueblo. Todo había cambiado. Dejé de ser la joven cándida y me convertí en la artista que le cantaba a su amor imposible.

Fueron cuatro minutos decisivos, intensos. Di todo de mí, me entregué por completo, tal vez porque sentía cada palabra de la letra. Es que dolía todavía.

Cuando terminé el cuerpo entero me vibraba.

El director se levantó y aplaudió.

—¡Precioso! —gritó—. Sin duda, una voz única. Cati no se equivocó.

Catalina fue hacia él y yo me apresuré a unirme.

—¿Entonces...? —oí que ella le preguntó al director.

—La quiero en la obra —decidió en ese momento y llamó a su asistente—. Teodoro, que la señora firme el contrato. —Luego se dirigió a mí—: Tendrá cuatro escenas, hay que ensayarlas para que salgan impecables.

—Como te dije —intervino Catalina—, la ayudaré en eso.

—¡Perfectísimo! —fue efusivo—. La gira inicia en dos meses. Por los gastos de traslado no se preocupen, están cubiertos.

—¿Gastos de traslado? —Supuse, por error, que la obra se presentaría en ese mismo teatro.

—Es una gira por todo el país —respondió el director—. Llevo a uno de los mejores intérpretes de México y tengo que presumirlo.

—¿Cuánto va a durar? —Irme lejos de mis hijos no lo tenía contemplado.

—Cuatro o cinco meses, depende de cómo funcione. ¿Hay algún problema con eso?

Es difícil describir con palabras lo que cuesta alejar lo que insiste en removernos las tripas, el corazón, la incansable mente. Dejar ir a quien amas es una cosa, olvidar es otro asunto. Tal vez poner distancia y conocer gente nueva era lo mejor.

—Ninguno —respondí a secas.


Dar el changazo: Caer al suelo con violencia. Morirse.

Jaripeo. Diversión que consiste en montar a pelo potros bravíos, hacer ejercicios con lazo y realizar otras actividades propias de la vaquería.

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