Cuestión de Perspectiva, Ella...

By csolisautora

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Han pasado veinte años desde la última vez que lo vi. Esteban Quiroga fue el hombre a quien lastimé cuando ér... More

Veinte años
Enamorado
Solamente una vez
Flor sin retoño
Las tres cosas
Camino de espinas
Reminiscencias
Si nos dejan
Piel canela
Novia mía
Cuando el destino
Nocturnal
Una copa más
Cruz de olvido
La martiniana
La muerte del palomo
Fresa salvaje
Ódiame
Tres regalos
Debut y despedida
Mi último fracaso
Viejos amigos
Rondando tu esquina
Adoro
El feo (Nanga ti feo)
Contigo
Poquita fe
Caminemos
Cielo rojo
Por amor
Me duele el corazón
Perdón
Que lo nuestro se quede en nuestro
EPÍLOGO - 30 años después
¿Nos tomamos un cafecito?

Niégalo todo

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By csolisautora

Estar con Esmeralda en su cuarentena con su recién nacido y su hijo pequeño me agotaba, los tres eran enérgicos, pero lo hacía, no por obligación, sino porque me daba felicidad servir en un momento tan importante para mi hija.

Cada vez que sentía el cansancio, recordaba las veces que la madre de Nicolás me cuidó. Doña Teresa no permitía ni que me levantara de la cama. Seguí su ejemplo al pie de la letra. Esmeralda era consentida y procurada con el mismo esmero. A ella le encantaba ser apapachada.

Era lunes temprano. Felipe se iba a trabajar a las ocho y yo preparaba el desayuno en mi casa desde las seis para que mis hijas no se fueran con hambre.

Nos encontrábamos sentadas en la mesa las tres: Onoria, Angélica y yo. Mi madre no había regresado de su reciente viaje y en esa ocasión no me preocupé por buscarla o saber si se encontraba bien. Lisandro me contó que tenía contacto con ellos y de vez en cuando les mandaba cartas, cosa que conmigo no hacía. Por boca de mi hermano me enteré de que andaba conociendo el sur del país.

—Angi —le habló Onoria a Angélica—, ¿decidiste por fin qué carrera estudiarás? En cinco meses ya hay que sacar las fichas.

Si de una cosa se caracterizaba Onoria era de que se preocupaba de más y le gustaba ser anticipada. Caso contrario a Esmeralda, Uriel e incluso Constanza.

Angélica parecía ida y bebía despacio la leche que le serví. Solo hasta que lo terminó fue que se dignó a responder:

—Quiero la ingeniería —sonó seca—. Se los avisé desde hace un año. En la escuela donde va Uriel la tienen. Recién la abrieron.

Fui directo a observarla, contrariada.

—Pensé que cambiarías de idea —continuó Onoria.

—No lo hice —dijo y encaró a su hermana.

—¿No que querías marcar distancia con Uriel? —intervine.

Eso a Angélica pareció incomodarla y se removió en la silla.

—Me arrepentí.

Por la expresión de Onoria, sabía que le diría algo pronto.

—Hermanita, en esa carrera no van mujeres.

Escuché un breve golpe a la mesa.

—¿Está prohibido para las mujeres sacar fichas? —Fue en ese momento en que Angélica nos miró irritada una a una.

—No —respondió ofuscada Onoria.

—Entonces, eso voy a estudiar.

No había más que debatir. A mí me parecía una idea alocada porque no solo le costaría sobrellevar la carrera, sino también encontrar un trabajo donde la tomaran en cuenta.

—Lo que digas —dijo Onoria, y se concentró en su taza de café vacía—. Si es lo que quieres.

—Eso es. Me voy. —Angélica se acercó con mala cara para que le diera la bendición, y luego salió de la cocina.

Antes de que Onoria se fuera a trabajar, le pedí que me regalara unos minutos de su tiempo.

—Hija, necesito que cuides a tu Esmeralda mañana. ¿Podrás? —Me costaba proseguir porque diría una mentira—: Tengo ensayo y no me gustaría faltar.

—¡Ay!, no me digas, mami. —Ella abrió más los ojos—. Cuatro clientas ya me confirmaron para mañana y de ahí me voy a ir a revisar que hayan llegado las varillas al terreno.

Onoria se encontraba empeñada en construir su casa y de paso me ayudaba con el segundo piso de la nuestra.

—Está bien, hija. —De ninguna manera iba a pedirle que cancelara sus compromisos—. Primero el trabajo.

La vi vacilar. La conocía tan bien que estaba segura de que se encontraba pensando en formas de reorganizar su día con tal de cubrirme.

—Ni siquiera trates de mover tus ocupaciones, tú tranquila. No pasa nada si falto al ensayo —hice un esfuerzo por sonar confiada—. Mejor cuéntame, ¿cómo vas con Pedro?

Pedro era su novio, un buen muchacho, tímido y con una solvencia económica decente porque sus padres se encargaron de dejarle dos plazas de maestro.

Me sorprendió que Onoria se ruborizara. Incluso supuse que así de intenso era su amor por el joven. Aunque mi hija no era de las que lo expresaban de una manera tan abierta.

—Pedro... —Tragó saliva, jugó con la manga de su blusa y no me miró de frente—. Resulta que... terminamos.

¡Eso era lo que menos esperaba! «¿Cuándo pasó que no supe?», me recriminé.

—¡No me digas! —Se me fue un poco el aire—. ¿Por qué? ¿Te hizo algo?

Onoria alargó los brazos hacia mí antes de responderme:

—¡No, no! Él fue bueno conmigo, atento y quería ir en serio. —Bajó el rostro—. Fui yo quien lo dejó.

—Pero ¿por qué? Si era lo que dices, no entiendo por qué lo dejaste.

Mi hija demoró un instante eterno en volver a hablar y la noté agitada.

—Mami, es que... —Suspiró—. Es que no me veo como una señora casada. Sabes que cocino muy mal y, además, lo pensé bien y no deseo vivir atendiendo a un hombre mientras a mí se me va la vida.

El disparate que pronunció me tomó desprevenida. ¡Ninguna hija mía se quedaría a vestir santos por voluntad propia!

—Onoria, ¿buscas quedarte solterona?

Ella me miró de reojo.

—¿Sería malo?

—¡Sí! —fui directa porque me superó la incredulidad—. Tu padre no lo aprobaría, ni siquiera tus abuelos. La gente dirá que nadie pidió tu mano, que eres una quedada ¡y ya ni te cuento qué otras cosas van a lanzar contra ti!

De inmediato tuve presente a la hija de una vecina que se fue por las mismas habladurías. Se llamaba Laura y tenía dieciocho años. Se casó con bombo y platillo. Los padres invirtieron una importante cantidad de dinero en la boda, y al final resultó que el novio al otro día de la fiesta dijo a los cuatro vientos que la novia no era virgen, y la regresó. La familia no soportó la censura de las amistades que se alejaron. Hasta las conocidas de la muchacha la difamaban.

—Si papá y tú no lo aprueban, me dolerá, pero es una decisión que ya tomé. De solo pensar que un bebé saldrá de mí me da horror. ¡No! Me costó mucho decidirlo. —Sus ojos se humedecieron y llevó una mano sobre el pecho—. No quiero ser la criada de un esposo que tarde o temprano me va a engañar con otra, y a lo mejor tendrá hijos regados. —Hizo una breve pausa—, así como...

Con el levantón que di, la silla se cayó hacia atrás.

—¡Silencio! —La señalé severa—. ¡Cuida tus palabras, señorita!

Mi hija también se levantó, pero con cuidado.

—Perdóname, mamacita. —Dejó caer las delgadas lágrimas—. Seré la quedada, la despreciada, la solterona... Como sea que me pongan, pero te aviso que no me voy a casar ni con Pedro, ni con nadie.

—Acuérdate de tu tía Erlinda —le dije, en un intento más por hacerla entrar en razón—. Decía que no quería tener hijos, y la vieras lo feliz que está ahora con su bebé.

—No tuvo hijos porque no podía, esto es diferente. —Se me acercó, cuidadosa—. Discúlpame si sientes que con esto te estoy fallando.

Estuvimos calladas, cerca una a la otra, seguro con la mente divagando.

Hice un esfuerzo por controlarme. Sabía que esa discusión no podía continuar.

—Anda, ve a lo que tengas que hacer.

Después lo hablaríamos más calmadas y con la cabeza fría.

Onoria pidió mi bendición y besó mi mano.

—Te quiero, mami —me dijo sollozando, y después se marchó, todavía con los ojos húmedos.

No me preocupé tanto en esa ocasión porque supuse que Onoria recapacitaría, que quizá Pedro no era el hombre adecuado para ella y tarde o temprano lo conocería. Aunque fuera cuarentona, tal como yo.

Mientras lavaba los platos, volví a listar a cada persona que podría ser mi relevo. En un punto me convencí de que no me quedaba de otra que recurrir a la última persona que contemplé buscar.

Después de la comida y de que los dos niños se durmieran, aproveché para salir a comprar leche y algunas frutas. Esmeralda tenía que alimentarse lo mejor posible para tener buena leche.

El mercadito al que iba quedaba cerca de mi "otro" destino. Las dos vitrinas de afuera con los sombreros estaban acomodadas y limpias.

Encontré a Nicolás atendiendo a una pareja de señores.

En cuanto terminó, se me acercó.

—¡Ese milagro! ¿A qué debemos el honor?

Ignoré su mofa y me metí porque vi la puerta abierta.

—Va bien —refiriéndome al espacio que él y su esposa acondicionaron como local en la parte donde era la sala.

Había ahí muchos más modelos de sombreros, los que más resaltaban eran los de dama.

—Las mujeres siempre tienen mejores ideas.

—¿Y Guadalupe? —le pregunté al no verla cerca.

Lupe solía rondar en el espacio de su marido.

—Descansando. —Sus labios se curvaron hacia abajo—. Se siente mal.

Esa era una mala noticia también para mí.

—¿Todavía? ¿Ya la llevaste a revisar?

Nicolás resopló.

—No quiere. Dice que se le pasará.

—¿Puedo verla?

A él le sorprendió mi petición, lo supe por el gesto que dibujó.

—Está adentro, en el cuarto.

Entré caminando con cuidado por si dormía.

Hallé a Guadalupe despierta, pero recostada en la cama y tapada de la cintura para abajo con una sábana.

Solo me bastó inspeccionarla con la mirada para saberlo.

Ella tenía las pupilas de los ojos más pequeñas y sus párpados caían más de lo normal. Las señoras experimentadas del pueblo decían que una mujer en la dulce espera resaltaba porque se le notaba hasta en la lozanía de la piel.

—Lupe, ¡estás en cinta! —lo solté sin siquiera saludarla.

Descubrí que Nicolás estaba detrás de mí porque preguntó:

—¡¿Cómo sabes?!

—Lo sé y ya. Es puro instinto.

Ambos se contemplaron como si ataran cabos. Seguro su sangrado no llegaba.

El mío dejó de hacerlo unos tres meses atrás y no volvió. Cosa que me hizo en serio feliz.

En el caso de Guadalupe, su motivo era de júbilo y no por el inminente efecto de la edad.

Elegí darles privacidad. Ellos conversaron un rato. Lo último que presencié fue que se abrazaron emocionados.

Nicolás salió después y me encontró merodeando en su mercancía.

—Solo Dios sabe cuántos hijos tienes y ni así eres capaz de reconocer los síntomas de preñez —comenté entre burlándome y regañándolo.

—Es diferente con cada una.

Entrecerré los ojos.

—¡Desvergonzado!

Él sonrió de una forma tan plena que no fui capaz de seguir con mis quejas.

—¿A qué venías?

Dudé si decirle o no, pero decidí hacerlo de todos modos.

—Me urge encontrar a alguien que cuide a Esmeralda mañana. —Al mismo tiempo que le respondía me probé un sombrero de copa ancha color rosa claro—. Tengo que salir, pero...

—Yo la cuido. —No esperó mi argumento cuestionable. Luego se me acercó para amarrar cerca de mi mentón dos listones que revoloteaban—. Estos van así. —Armó un moño con ellos.

—¿Seguro? Tu mujer está indispuesta.

—Sí. Yo la cuido —sonó sincero—. Las cuido a las dos. Me llevaré a una sobrina de Lupita que le sabe a esas cosas de bebés.

Con esas palabras me invadió la alegría y me aceleré.

—Dejaré comida hecha para que no batalles tanto.

Estaba por irme, cuando Nicolás avanzó detrás de mí.

—Quítame una duda. Para que hayas venido aquí a pedirme el favor es porque tienes un pendiente muy ¡muy! importante.

—Lo es —respondí sin detenerme a analizar nada.

Él se quedó viéndome a la cara. Duró así un embarazoso momento.

—Dime, ¿incluye al consuegro?

¡Me quedé sorprendida por el tino que tuvo!

Mi mente gritaba "¡niégalo todo, niégalo todo!", pero mi boca desobedeció.

—Tal vez... —Me encogí de hombros.

—¡Lo sabía! —Movió la cabeza de lado a lado dos veces—. Lucas tenía razón.

—¿Lucas? ¿Qué te dijo ese metiche? —Manoteé, molesta—. Y ¿cuándo pasó? Porque el sábado te fuiste temprano.

Nicolás cambió su expresión por una que desbordaba orgullo.

—El domingo él y Lisandro nos visitaron. Sabes que me adoran. —Levantó la barbilla—. Estuvieron un rato, ellos se tomaron unos mezcales, y ya entrados en calor saliste al tema.

¡El cabrón de Lucas me escucharía otro día!

—¿Qué te contó?

—Lo que ya me confirmaste.

Entonces me centré en el otro hermano que no tenía idea de lo que sucedía.

—¿Lisandro escuchó? —lo cuestioné con poco aliento.

—Obvio.

La garganta se me cerró y fue complicado continuar hablando:

—¿Qué opina al respecto?

Nicolás parecía que tenía enfrente a un gatito que pedía alimento.

—Te aconsejo que le llames, y aprovechando llámales a tus otros hermanos.

Lo que ellos tres platicaron pasó a ser de mi completo interés.

—Es que no es nada serio... todavía. Vamos a ir despacio.

Una oscuridad inesperada se instaló en el rostro de Nicolás.

—¿Él no quiere que digas?

Esa respuesta ni yo la conocía porque tampoco ansiaba contarles a mis familiares que mantenía una relación con el suegro de Constanza.

—Lo quisimos los dos. Te agradecería que...

—Mi boca es una tumba —me interrumpió y puso un dedo sobre sus labios— Pero al menos llama a Lisandro.

Comprendí bien la premura.

Asentí. Luego me despedí en la distancia.

—Llévala a que la revisen. Ah, y felicidades.

Estaba cerca de la puerta cuando fui consciente del sombrero e intenté deshacer el moño.

—Quédatelo —dijo Nicolás, divertido.

Salí de allí con mi objetivo cumplido y hasta con regalo.

Por la noche, en mi casa y ya con Esmeralda y sus niños arropados, me dispuse a revisar el guardarropa. En las tardes ya refrescaba, pero ni eso sirvió para que desistiera de ponerme un vestido color rosa. Buscaba hacer juego con mi nuevo sombrero. No solía usarlo seguido, de hecho, solo lo hice una vez porque lo consideré muy corto; al menos para mí. Me llegaba a las rodillas, y como era en forma de campana se abría con el caminar.

Me admiré en el espejo de cuerpo completo. Probé un par de peinados y cuatro pares de zapatos, hasta que el resultado me encantó. Anhelaba llamar su atención, que Esteban Quiroga terminara de convencerse de una buena vez.

Acordamos vernos a las diez, estuve en la entrada del pueblo desde las nueve con cuarenta minutos.

Dieron las diez, luego las diez con diez minutos, y luego con veinte. Comencé a temer que me dejara plantada, que en verdad nunca tuvo la intención de asistir, que solo se burlaba de mí. Miedo que se esfumó cuando reconocí su automóvil en la distancia.

En cuanto se bajó se me olvidó todo, mi mente se puso en blanco y la respiración se aceleró. Lucía tan guapo con sus lentes de sol, su sombrero de piel café, su camisa blanca y sus llamativas botas piteadas. ¡Por fin se vestía tal como demandaba la zona que pisaba!

Creo que estuve un par de segundos con la boca medio abierta.

Lo primero que hizo fue darme un besito, corto, pero lindo.

—¿Me esperaste mucho? —quiso saber, visiblemente avergonzado—. Lo siento. Fui a ver a un comprador.

—No pasa nada. —Sonreí.

—El cliente no paraba de hacer preguntas. Te prometo que no volverá a pasar. —Sujetó mi mano y me jaló—. Ven, sube. Vamos a que conozcas los cultivos.

Esteban abrió la puerta del copiloto para que entrara y la cerró después.

Demoramos poco menos de veinte minutos en estacionarnos frente a unas vallas altas de alambre. La forma en la que conducía seguía sin convencerme, aunque en esa ocasión no se lo expresé.

Entramos a la huerta. Era mucho más grande y organizada de lo que supuse. Ya se encontraban ahí varios trabajadores.

Primero pensé que me soltaría, pero no lo hizo. Sus dedos siguieron unidos a los míos.

—Don Arnulfo —le habló Esteban a un hombre que se acercaba cargando una tabla de anotar—, ¿cómo van?

—Bien, patrón. Creciendo obedientes.

Esteban dio un vistazo rápido al lugar y asintió para sí.

—Más tarde te busco para que nos pongamos al día.

—Como diga, patrón. —El hombre nos persiguió con la vista.

Seguro les contaría a sus compañeros lo que acababa de presenciar.

Nos adentramos entre las plantas y poco a poco noté que el entusiasmo de Esteban aumentaba.

—Por allá se siembra plátano, ciruela y granada. —Apuntó hacia la derecha—. Y de ese lado están los pepinos, zanahorias y calabazas. —Después a la izquierda—. Nos queda todavía ese espacio. —Su dedo fue a dar hacia otro pedazo de terreno alejado, donde no existía nada sembrado—. Apenas estamos arrancando.

—Está increíble. —Di una vuelta entera para grabarme el hermoso conjunto de colores, el aroma refrescante y el armonioso sonido de las hojas bailando.

La naturaleza invitaba a la libertad.

Ambos conversamos un rato mientras dábamos un paseo.

A él no le importó tenerme así de cerca frente a sus trabajadores, incluso llegó a pegar mi dorso sobre su mejilla.

Paré al descubrir un ciruelo que tenía una rama gruesa e inclinada. Tanto, que se parecía a un asiento.

—A que no te subes —lo reté e intenté jalarlo hacia el árbol.

Esteban retrocedió.

—No, no me subo. No quiero romperme la cadera en el intento.

—Exageras. —Solté una risita—. Tampoco es tanta altura y el tronco parece resistente. —Palmeé la rama—. ¿Dudas de la calidad de tus propios árboles?

—Por supuesto que no.

—Entonces. —Le ofrecí la mano—, vamos.

Con ayuda de una escalera nos subimos.

La conversación continuó por más tiempo.

El estar sentados así, arriba del ciruelo, con la brisa moviéndonos los sombreros, sin que nada ni nadie nos perturbara, me conmovió hasta las lágrimas. Agradecí a Dios por esa nueva oportunidad que me daba y le supliqué que durara tanto como lo que me quedaba de vida.

Esteban tuvo que terminar su trabajo.

Bajamos y él me dejó en un comedor improvisado que tenía una carpa alta donde había agua y frutas listas para comer.

—Dame una media hora y estoy libre. —Otro beso más en los labios con algunos mirones cerca—. ¿Qué te gustaría hacer hoy?

—No sé, lo que se te ocurra.

Estaba dispuesta hasta irme al otro lado del mundo si me lo pedía.

—Tengo una idea. —Dibujó una media sonrisa—. A ver qué te parece.

Acepté.

Luego él se marchó a prisa para alcanzar al trabajador con el que antes intercambió palabra.

Tal como prometió, Esteban demoró solo media hora. En ese lapso probé tantas frutas que quedé llena. Lo vi animado y me pidió que nos subiéramos al carro sin que conociera el destino.

La primera parada fue frente a una propiedad que en mi cabeza tenía forma de castillo por lo extraña de su estructura.

Nos bajamos para verla.

—¿Qué opinas? —Su mentón apuntó hacia la casa.

Sospeché lo que quería saber.

—Parece que salió de un cuento de terror. —Sentí la obligación de ser sincera—. Así como las dibujan, con telarañas y fantasmas incluidos en el precio. —Hice una mueca de desagrado.

—Entonces esta no.

Regresamos al carro y de nuevo condujo por cerca de veinte minutos. Nos adentramos a otro pueblo más próximo a mi ciudad.

En esa ocasión se detuvo a un lado de un portón negro. Ahí tocó y atendió un anciano que nos permitió entrar.

—¿Y esta? —Esteban extendió los brazos—. ¿Mejor?

Analicé la nueva propiedad. El patio era inmenso y la casa también.

—Es grande, demasiado grande. Nada más de verla ya me cansé al pensar en la limpieza.

Ahí sí le noté cierta decepción, aunque preferí ser honesta.

Nos fuimos y se volvió a repetir lo mismo: carro, camino, bajar frente a una casa.

Pero la tercera alternativa me sedujo en cuanto llegamos. Tenía una fachada sencilla con dos ventanas y una puerta sin tanto adorno.

La apática señora que salió de otra vivienda era quien tenía la llave. Ella solo nos la dejó y se volvió a meter a su hogar.

Se trataba de una casa de cuatro habitaciones, de un solo piso y con un patio trasero mediano.

—¿Esta qué tal? —preguntó Esteban—. No es tan amplia como la anterior y le faltan muchos, pero muchos arreglos...

Una capa gruesa de polvo cubría los rincones.

—Me gusta —lo interrumpí—. Tiene carácter.

—¿Es un sí?

La distancia fue otro punto a su favor. Nos hallamos en medio de mi ciudad y la huerta.

—En definitiva, es un sí —confirmé, lo que fuera que eso significaba—. ¿Vas a comprarla?

—Si aceptas el reto de ponerla bonita...

Me embargó la emoción. Mis sospechas eran fundadas.

—¿Será como nuestro nidito de amor? —Por poco chillo al preguntarle.

—Sí.

Para mí fue la mejor respuesta que él pudo dar.

De inmediato me lancé a sus brazos.

Nos estrechamos sin tapujos.

—Le veo una gran desventaja nada más —dije sin soltarlo—. No hay cama.

Él levantó ambas cejas.

—Eso se arregla rápido.

Esteban salió un momento y regresó con un pesado rollo de tela y una canasta.

Juntos desenrollamos la tela en donde debía ser el comedor, y resultó ser una alfombra rectangular suave y nueva en la que imperaba el color rojo.

Me apresuré a cerrar la puerta desde dentro.

Los dos sabíamos que ardíamos de deseo.

En la canasta llevaba copas, una botella de vino y postres de fresa de una conocida pastelería de la capital.

Con ayuda de un destapador, él le quitó el corcho a la botella. Según dijo, era uno de los buenos. Llenó las copas y me entregó una.

Nos sentamos sobre la alfombra.

—Vino. —Removí el líquido carmín—. Tan finito se volvió el señor.

—Hay que estar abiertos a probar otras cosas —dijo atrayente.

O al menos así lo sentí yo.

Brindamos por lo venidero.

Le di un trago mientras concentraba los ojos en él. Mi querido don Selso contaba acerca de la cosecha de la bebida, pero yo no podía dejar de admirarlo, de reflexionar en lo mucho que las cosas cambiaron a partir del noviazgo de Coni y Alfonso, de lo bien que me sentía con su compañía.

Saboreé ese vino que, a mi gusto, no era tan extravagante como la gente solía comentar. Decidida aparté la copa de mis labios y la dejé sobre el suelo. Sin dudarlo, me acerqué gateando a mi compañero, despacio para provocarlo.

La falta de luz eléctrica no era problema, con la alfombra nos bastaba.

Él me recibió con un beso justo como lo hizo antes: suave, húmedo, sensual, ¡tan delicioso!

Los besos se prolongaron, hasta que sentí su mano deslizándose entre la tela de mi vestido. Ya más confiado acarició una de mis piernas, y un poco más arriba.

Seguíamos con la ropa puesta, pero eso no duraría mucho. Desabroché con ambas manos su cinturón, apresurada porque no planeaba aguantarme.

Mi cuerpo llevaba pidiendo ese momento por varios días.

Alguna vez escuché a las amigas de mi tía Antonia decir que, si las señoras casadas no querían que las engañaran con las putas de las casas de citas, debían convertirse en una; claro, solo con su marido.

Esteban no era mi esposo, pero por ahí iba la idea.

Tal vez por eso me subí sobre él y no dejé que invirtiera la posición, a pesar de que lo intentó.

Levanté el vestido y guie su mano hacia mis caderas.

—Dame una nalgadita —le pedí con urgencia.

A él se le abrieron los ojos de más.

—¿Una qué?

—Una nalgadita. —Hice un puchero—. Despacito. Ándale. —Agudicé la voz—. ¿Te da miedo?

—No haré eso.

Todavía convencida, desabotoné el frente de mi vestido.

—¿Por qué no? —Bajé la parte superior, hasta quedar con solo el sostén—. Hay que estar abiertos a probar otras cosas.

Por poco y lo convenzo, sus dedos se separaron de mí para ceder, pero se detuvo de pronto.

Ya no continuamos porque los dos nos echamos a reír.

El pasional momento pasó a ser uno divertido, ruborizado e inolvidable.

Las risotadas se convirtieron en interés por conocer los gustos de cada uno a la hora de estar a solas.

Creo que lo asusté un poquito con mis confesiones.

Debo reconocer que la desafortunada relación con Joselito sirvió para liberar mis deseos más reprimidos. Deseos que con Esteban no pensaba esconder.

Ese martes no intimamos, o quizá sí, pero de otra manera que desconocíamos.

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