FILIA7

By AdriAdri553

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Solveigh ha tenido una vida difícil. La primera vez que sostuvo al niño, su corazón quedó atrapado para siemp... More

PRÓLOGO

CAPÍTULO 1 - LA ZORRA Y LA MADRINAParte sin título 2

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By AdriAdri553


1

La zorra y La madrina.

Yo vivía al sur de la ciudad. Mi barrio estaba rodeado por edificios de departamentos de cinco pisos de apariencia vieja y descuidada, como si hubieran sobrevivido a una guerra. En el centro de la zona se encontraban hileras de casas de un piso pegadas una de la otra. Había un parque con pocos árboles y juegos infantiles oxidados, así como basura y mal olor por todos lados.

Mi madre era una mujer de mediana edad que tuvo cuatro hijos de diferente padre. Vestía de manera impecable, mantenía sus uñas y cabello prolijos. Era guapa, tenía la piel blanca y perfecta, un liso cabello negro azabache que llegaba a su cintura y cuerpo armonioso. Lo que llamaba más la atención eran sus hermosos ojos verdes rodeados de tupidas pestañas. El color rojo acentuaba su belleza, por eso era su favorito. Parecía absurdo que alguien como ella viviera en una casa tan miserable, sucia y desordenada. Daba la impresión de ser una princesa en un muladar. Dedicaba el tiempo libre a cuidar de su apariencia, quizá por eso nunca realizaba labores domésticas. Trabajaba en una oficina de correos y tenía por costumbre salir a beber algunos días a la semana. Con frecuencia pasaba la noche fuera pero yo lo prefería a que trajera a casa a sus múltiples novios. Crecí anhelando su amor y cuidados. Eran los vecinos quienes me regalaban ropa y comida.

No me gusta referirme a ella como madre, porque nunca lo fue. Cuando mi hermana estaba molesta, la llamaba zorra, supuse que era algo malo pues se ganaba algunos golpes. Por imitación empecé a decirle así en secreto.

A los ocho años, me dio en adopción en una iglesia. El sacerdote y su hermana vivían solos y le ofrecieron darme una buena vida.

—Hoy es un gran día —me dijo cuando desperté—. Báñate y ponte un vestido, te llevaré a conocer a unas personas muy buenas.

Mi corazón se llenó de gozo pues pocas veces me hablaba bien. Caminé como corderito detrás de ella y cuando abordamos el autobús, me senté a su lado. Cada tanto volteaba a ver su hermosa cara y ella correspondía a mis sonrisas. Al llegar, tomó mi mano y entramos a una casa que estaba en la parte trasera de la parroquia.

—Solveigh, saluda al padre y a tu madrina —me pidió con voz dulce.

—Buenos días —exclamé con timidez.

El sacerdote saludó con un movimiento de cabeza y me observó con fastidio.

— ¿Esta niña hizo ya la primera comunión? —preguntó.

—No está bautizada —respondió la zorra con mansedumbre.

—Hazte cargo —dijo a su hermana—, está a tiempo de recibir los dones del espíritu santo y no ser condenada por sus pecados— se acomodó los lentes y salió de la sala.

Adela, mi supuesta madrina, me estrechó con fuerza.

— ¡Qué bonita eres Solveigh! Verás que nos llevaremos muy bien. Gracias Carola, te aseguro que dejas a la niña en buenas manos. La vamos a inscribir en un colegio privado, tomará clases de inglés y ballet, aprenderá a nadar, conocerá Disneylandia...

Aunque era pequeña, empecé a entender lo que sucedía e interrumpí angustiada.

— ¿Me vas a dejar aquí? No lo hagas por favor —pedí a la zorra llorando.

—Compórtate Solveigh, es por tu bien —dijo ella impaciente.

Mi llanto se fue haciendo más fuerte y el padre regresó. Caminó hacia mí amenazador y puso el dedo en sus labios indicando que guardara silencio. Me callé por arte de magia. La madrina entregó un sobre a la zorra y se despidieron de beso. La vi partir tragándome las lágrimas, con una sensación de abandono y soledad que hería como cuchillo afilado.

La madrina abrió una caja de galletas de chocolate, se llevó una a la boca y me dio otra.

—Tu madre no dejó ropa para ti, no importa, ven conmigo.

Atravesamos un patio lleno de árboles y entramos a una especie de bodega donde había decenas de cajas. Como si fuera una muñeca, me midió infinidad de prendas y zapatos. Eligió moños y diademas a juego y, cuanto estuvo satisfecha, regresamos a la casa cargando dos bolsas llenas. Entramos a una habitación que tenía dos camas individuales y un ropero en donde acomodamos mi nuevo ajuar.

—Acompáñame al patio —pidió después de un rato.

La seguí y pegué un grito de terror cuando un enorme perro mastín de color negro se acercó a mí.

—No tengas miedo. Es amistoso. Se llama Duque y van a compartir el champú. —Al lado de la casa del perro había un bote de shampoo color verde que ella tomó y me entregó. El animal se echó a dormir.

Regresamos a la recámara y me dio unos libritos.

—Dice tu mamá que nunca has ido a la escuela. ¿Sabes leer y escribir? —asentí—. Bien. ¿Te han hablado de Dios? —negué—. No importa, aquí recibirás toda la doctrina de la iglesia católica. Debes aprender el catecismo, las oraciones y los cantos pues me apoyarás en las clases. Todos los días vas a barrer la iglesia, además asistirás al padre durante la misa. ¿Te comió la lengua el ratón? —negué y ella soltó una carcajada.

Cuando llegó la hora de dormir me acosté en la cama y lloré en silencio hasta que caí en un sueño intranquilo. Tuve pesadillas en donde me encontraba sola en un lugar oscuro y desperté gritando dos veces. La madrina dormía tan profundo que no se dio por enterada.

Al día siguiente me levantó a las siete, sirvió dos tazas de chocolate caliente con pan y comimos en silencio. Luego me llevó al baño.

—No acostumbras lavar tus dientes, ¿verdad?, los tienes picados y llenos de caries —asentí avergonzada—. Además estás percudida y llena de piojos, te enseñaré una sola vez, luego lo harás sola.

Frotó un estropajo enjabonado con fuerza en cada centímetro de mi piel. Lavó y enjuagó minuciosamente mi cabello, luego le aplicó una loción. Me pasó un peinecito e infinidad de piojos y liendres cayeron sobre la toalla; paciente, los aplastó con sus uñas uno por uno.

—Debes poner suficiente pasta en tu cepillo dental y dar un barrido en cada parte treinta y dos veces —me los lavó mientras tarareaba una canción pegajosa—. Pronto te llevaré al dentista.

La primera semana transcurrió rápido. Después de desayunar, barría toda la iglesia en no menos de tres horas. Al terminar, quedaba tan agotada que me tiraba a descansar en el piso. Observaba los vitrales de colores y mi imaginación volaba. Luego, me paraba al pie de cada santo y saludaba con una reverencia. Les había asignado su nombre: El señor Carmelito, Toxic, Pop Chilaquiles, Pepandro García, Pucho Rana, Isolín; el hombre sangrante en la cruz era Guajardo Lupes. Tomaba mi libreta y los dibujaba alrededor de la virgen de cara angustiada (a quien llamé Zeynep). Hacía una competencia imaginaria en donde el ganador se casaría con ella. Las hojas se iban llenando con imágenes de bodas, abrazos, bebés e historias felices entre ellos. Siempre he tenido la habilidad de reproducir con precisión la apariencia de la realidad, con texturas, sombras, luces y proporciones a escala.

La madrina me llamaba al comedor a mediodía. El sacerdote se sentaba en la cabecera, en una silla que parecía un trono. Hacía una oración y bendecía los alimentos. Su plato dorado rebosaba comida que devoraba con apetito. Yo debía servirle vino apenas notara que había vaciado la copa, también dorada. Me ponía tan nerviosa que mi mano temblaba y derramaba algunas gotas en la mesa. Él me miraba con desaprobación, como siempre. Debíamos guardar absoluto silencio pues al mínimo sonido golpeaba la mesa con el puño haciendo que los trastes brincaran. La comida era maravillosamente exquisita y variada, sin embargo no era capaz de disfrutarla.

Después de lavar los trastes y la ropa, La madrina y yo entrábamos al salón de catecismo, donde un grupo de niños y niñas de mi edad ya nos esperaban. Mi tarea consistía en tomarles las lecciones; cada uno se sentaba frente a mí y recitaba la parte que tocaba. Cuando cometían un error, apenada les corregía la palabra o frase.

— ¿Memorizaste todo tan rápido? —Me preguntó La madrina el primer día—. ¿Cuántas veces tuviste qué leerlos?

—Una vez —respondí. Ella abrió los ojos sorprendida.

Siempre había sido así. Aprendí a leer, escribir y realizar operaciones básicas sin ayuda. Las vecinas me regalaban los libros escolares que sus hijos no usaban y era suficiente hacerles un escaneo para que mi cerebro les diera significado.

Cuando terminaban las clases de catecismo, debía sentarme ante una mesita en la entrada de la iglesia por si alguien tenía alguna duda o para repartir misales. La madrina dirigía el grupo de oración previo a la misa. Era en ese momento, cuando la luz solar se debilitaba dando paso a la oscuridad, que la angustia se apoderaba de mí y las lágrimas rodaban por mi rostro. Desde ese tiempo he asociado el atardecer con dolor y abandono, por eso lo aborrezco. La gente entraba y salía pero, en medio de todo, me sentía sola. Lloraba en silencio porque la extrañaba a ella, a la zorra. Era consciente de que no me quería, pero la necesitaba, aunque no me hablara o me maltratara. Nadie volteaba a verme, bajaba la cabeza y ponía un librito de oraciones en mis manos fingiendo leer. Escuchaba los cantos que entonaban, hablaban de Dios y de esperanza pero para mí eran el complemento de un ambiente triste. Tenía el lastimoso anhelo de que ella apareciera y me llevara a casa.

Cuando la madrina indicaba que era hora de dormir, parecía notar mis ojos hinchados y me hablaba de Dios. En las noches las pesadillas continuaban y empecé a mojar la cama. Fui perdiendo el apetito, bajé de peso y mis ojos se hundieron.

—Mira quien vino a verte —dijo la madrina una mañana después de un mes.

La zorra estaba en la sala de la casa, sonriendo. Corrí, me abracé de ella sin soltarla y lloré a gritos.

—La llevaré a dar un paseo —dijo. Me tomó de la mano y llegamos a un parque cercano—. ¿Eres idiota o qué? En la iglesia tienes una vida que cualquier niña desearía y lo estás echando a perder —me apretó los brazos y pegué un grito de dolor.


Una pareja que pasaba cerca volteó a vernos y ella me soltó. Me hizo sentar en una banca y guardó silencio durante la hora y media que estuve llorando. Cuando regresamos a la iglesia me había quedado sin lágrimas. Nuevamente, La madrina le entregó un sobre y se marchó.

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