Balaclava || TojiSato

By Iskari_Meyer

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Quince años atrás, Toji huyó del Clan Zen'in, llevándose un tesoro. Arrastrándose por el bajo mundo, manchánd... More

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By Iskari_Meyer

Descubrir y tirar de los hilos de los más complicados acertijos era lo más interesante de su trabajo.

Le pagaban un cuarto de su sueldo antes de que cumpliera con sus encargos, a modo de incentivo, y le daban el resto cuando terminaba. Satoru no compartía sus avances, porque sabía que la policía era lo suficientemente asquerosa como para quedárselos, despedirle e intentar continuar por su cuenta.

Otro tema completamente distinto era el dinero de los casos.

La policía ponía los fondos y él ponía su privilegiado cerebro. Le pagaban la gasolina que gastaba en los viajes entre su casa, en Shibaura, y Bunkyō; también las comidas allí. La cosa del dinero era que tenía que justificar su uso. Había mandado un presupuesto a los superiores, al principio del caso, para pedir una estimación de lo que se gastaría en la búsqueda de Toji Fushiguro y su maldito tesoro. En el caso de que necesitara algo más, sencillamente tenía que mandar una solicitud prometiendo que la investigación seguiría de forma más efectiva si le daban lo que pedían.

Así que, ahí estaba, pidiendo dinero al chico de los recados de uno de los superiores.

—Hace dos días que he mandado la petición, y no he recibido respuesta alguna —se quejó, sentado en el suelo de su salón —. ¿Acaso os pagan por mirar al techo?

—Gojō, hay más asuntos por resolver en la oficina...

—Primero no me llames así. Mi nombre es Satoru. Satoru, nada más. El resto se pone solamente en el papeleo —espetó, lanzando al otro lado de la estancia una pelota. Su gato fue corriendo tras ella —. Segundo. Este caso es importante, me lo repitieron hasta la saciedad. ¿Ya han olvidado que fueron ellos quienes vinieron a mí arrastrándose? —chasqueó la lengua —. Tenéis un día para darme lo que pido, o pondré todo lo que he recopilado en una puta trituradora, ¿me oyes? No entorpezcas mi trabajo con vuestra estúpida burocracia.

Acto seguido, colgó la llamada.

—Inservibles de mierda...

El odio era mutuo. Satoru era detestado en cualquier dependencia de las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado —disfrutaba tanto de hacerles perder la cabeza—. Aunque lo consideraran un caprichoso hijo de puta, era tan inteligente que perderlo sería un error. Por otro lado, su odio iba mucho más allá del trabajo. Se gestaba en su niñez y llenaba su infancia de veneno.

Suspiró, mirándose las manos. No había sangre en ellas. Ningún recuerdo invadió su memoria de esa forma que había empezado a temer. Se levantó del suelo, escuchando cómo su mascota jugaba con la pelota.

El reloj daba las ocho de la noche. En un par de horas iría al bar de siempre. La noche anterior había ido deliberadamente antes que Toji, y se había ido justo cuando él entraba, rozándole el brazo al pasar por la puerta.

Se dirigió a su habitación para escoger la ropa.

En la habitación contigua estaba su despacho. Ahí guardaba toda la información, fotografías y observaciones sobre Toji y su querido hijo. Las mejores las guardaba bajo la piel. Cómo se sentían las yemas de sus dedos en sus bíceps, sus uñas en su espalda; los músculos moviéndose al inclinarse y morder su cuello.

Dios.

Necesitaba el dinero para la segunda parte de su plan. Aún estaba llevando a cabo la primera, que consistía en conocerle y hacerse familiar para él. No podía esperar a tener su boca cubriendo la suya, sus dedos en el pelo. Aún no llegaba a la parte en que entraba a su casa y la hacía su hogar, la parte en la que la registraba de arriba a abajo y encontraba su tesoro.

¿Y luego qué?

Dejaría que la policía hiciera lo que quisieran con la información. Tal vez decidieran arrestarlo. Quién sabía.

Satoru estaba en esto por el dinero. Casualmente había desarrollado un deseo irrefrenable después de todos esos meses con Toji en su cabeza, porque el tipo era condenadamente guapo y tenía una gran habilidad para hacerle morder la almohada, agarrarse a su espalda.

Si Toji no era arrestado, quizá siguiera viéndose con él. Nada más.

Se detuvo frente al espejo del baño y su propio reflejo le devolvió la mirada tras las gafas. Recordó a Toji retirando los mechones que caían por su frente con una suavidad sorprendente para alguien tan peligroso, llamándole cariño. El choque mental que había sido eso, como un tren arrollando su organismo. Su corazón se aceleró un poco.

Se tocó el pecho y pensó en las cicatrices de la piel de Toji.

Había conseguido trabajo.

Empezaría al día siguiente por la tarde, justo después de comer. Era un trabajo a turnos, lo que significaba que tenía un calendario marcando cuándo y a qué horas le tocaba trabajar.

El turno de mañana era de seis de la mañana a dos de la tarde. El turno de tarde era de dos de la tarde a once de la noche. Y el turno de noche era de diez de la noche a seis de la mañana. Además, dos día a la semana haría doce horas de trabajo en vez de ocho.

Trabajar a turnos era agotador, sí, y tendría repercusiones para su salud y su sueño, pero suponía un salario más alto que el que tendría con una jornada rígida.

El lugar quedaba a casi una hora en coche de su casa. Trabajaría en los almacenes de una empresa de manufacturación nacional, levantando peso, ayudando a cargar y descargar cosas en camiones. Sólo esperaba que hubiera una cafetería para empleados.

La radio estaba puesta. Toji cortaba verdura sobre una tablilla de madera, silbando una canción, contento.

Megumi entró en la cocina, descalzo y con el pijama puesto.

—Oye, hmm —llamó el chico, apoyándose contra el umbral de la puerta —. ¿Podemos pedir una pizza?

Alzó las cejas, sorprendido por aquello. Miró la verdura, luego a su hijo. Sus tripas sonaron.

—Está bien —Toji no era mucho más responsable que el crío. Dejó de cortar verdura y echó la que ya había cortado a un plato que metió en la nevera. Ya lo comerían en otro momento —. Pide una familiar para mí, tengo hambre.

Megumi sonrió y fue corriendo a por su móvil. Toji lo escuchó llamar a la pizzería y encargar una pizza familiar a la carbonara y una mediana simple de jamón y queso.

Parecía que sería una buena noche. El niño estaba de buen humor. Toji sabía que había estado haciendo cosas de clase en videollamada con algún amigo y luego había salido a dar un paseo para despejarse la cabeza.

No es que fuera raro que Megumi estuviera feliz, sino que tenía ese ánimo cambiante de cualquiera de su edad. A veces se comportaba como un idiota, y otras lo miraba inexpresivo para luego contestar con sequedad. Si peleaban era por una buena razón. Megumi era muy exagerado cuando eso ocurría, y explotaba con facilidad.

El repartidor llegó asombrosamente rápido. Se pasaron un rato frente a la televisión, decidiendo qué demonios ver mientras cenaban, y al final no eligieron nada. La programación de los jueves por la noche era muy aburrida, pero no regresaron a la cocina. Megumi se sentaba en el sofá de piernas cruzadas, con el cartón de pizza a un lado; Toji se estiraba y apoyaba los pies sobre la mesa que había entre el sofá y la televisión.

—Tengo que hacer un trabajo con Nobara —comentó Megumi, separando pequeños trozos de jamón de la corteza para comerlos —. ¿Puedo ir a su casa mañana después de clase? ¿O puede venir ella? Aún no lo hemos decidido.

Nobara era una buena chica, inteligente y perspicaz. Toji la había visto un par de veces y le había caído bien.

—Claro, como queráis. Pero, decididlo antes de ir a dormir para saber si dejarte hecha la comida —avisó. Ya le había explicado sus horarios de trabajo. Pronto le darían el calendario físico y podría colgarlo —. Sólo tendrías que ponerla a calentar.

Toji había enseñado a su hijo a cocinar cosas simples, pero no quería que volviera de clase y tuviera que hacerlo. Seguro que venía muy cansado, hambriento y harto, y cocinar le resultaría tedioso.

Cuando era niño, Megumi se quedaba en la mesa de la cocina haciendo deberes de clase, mientras él cocinaba. A veces se había asomado a mirar la sartén, los fogones encendidos, con curiosidad infantil. Toji amaba cocinar, siempre se había esforzado en hacer lo mejor por su hijo.

La vida de padre soltero era complicada, porque invertía mucho tiempo trabajando y cuidando de su hijo, dejándole con apenas tiempo para sí mismo. Por eso bajaba al bar casi todas las noches para despejar la mente, pero aún así dejaba su teléfono con sonido en el caso de que Megumi necesitase algo.

Había sido así desde que la madre de Megumi había fallecido. Toji había tomado su apellido cuando se casaron, justo después de que ella se enterara de que estaba embarazada. Fue cuando tenía veintitrés años cuando sucedió. Después de una vida de humillación, había decidido fugarse con su esposa durante la noche de bodas.

Se había pasado toda la vida huyendo, persiguiendo su libertad y la de su hijo. La de su nueva familia.

Estuvieron un tiempo viviendo en Hokkaidō, yendo de una ciudad a otra con la esperanza de que algún día les dejaran en paz. Luego, vino el accidente, en un viaje de carretera. Un conductor borracho. Sangre. Conservaba las cicatrices.

Criar a un bebé había sido lo más complicado que había hecho jamás. Después de quedarse solo, perdido y con una sensación de vacío en el corazón, había intentado mirar hacia adelante y arrastrarse hacia el futuro aún a costa de levantarse la piel de las manos, los brazos, perder la respiración. Esa depresión no estuvo a punto de matarlo, sino de dejarlo atrapado para siempre en un bucle de infelicidad.

Tardó años en volver a enamorarse. No recordaba su nombre, ni su apellido, sólo el nombre de su hija, un par de años mayor que Megumi. Había enterrado esas memorias en un foso profundo y cerrado el resto con un candado.

Persona equivocada en el momento equivocado. Una mujer encantadora, casada con un tipo asqueroso que la maltrataba a ella y a su hija. Camarera, sonrisa bonita, brazos llenos de hematomas. Estuvieron saliendo un año a escondidas del marido de ella. A veces pensaba que se había sentido atraído por ella debido a la necesidad de proteger a alguien más, de llenar un vacío sentimental en su vida.

Se había arrojado de un puente con su hija en brazos, después de descubrir toda la mierda que llevaba sobre los hombros, sobre el Clan Zen'in, sobre la necesidad de esconderse y huir constantemente.

Todo había sido su culpa. Alguien como él sólo traía problemas. Sus secretos habían matado a alguien.

Toji no se enamoraría jamás.

—¿Vas a salir más tarde? —preguntó Megumi, despegando el queso de la base de la pizza para comer ambas cosas por separado. Qué chico tan jodidamente extraño.

—Sí, y cuando vuelva te quiero ver metido en la cama y durmiendo.

Megumi resopló. No le gustaba ir a dormir temprano, prefería pasarse la madrugada bajo las sábanas chateando con sus amigos, con Sukuna.

Toji revolvió su pelo cariñosamente antes de marcharse.

Llovía como si el cielo se estuviera cayendo a pedazos. Torrentes de agua bajaban por las calles y los coches levantaban enormes olas al pasar. La noche era oscura, sacudida por ráfagas de un viento cálido que vaticinaba tormenta.

Satoru tenía una gabardina de ciento cuarenta dólares y un jersey de cachemira.

Eso fue lo primero en lo que Toji se fijó al llegar y sentarse a su lado. La curvatura de esa sonrisa encantadora, una mirada inocente al otro lado de esas gafas de cristales oscuros.

—¿Puedo invitarte? —Satoru le echó una mirada llena de deseo. Sin vergüenza alguna sus pupilas se detuvieron sobre el pecho de Toji, en la camiseta pegada a su cuerpo por la lluvia.

—Claro, cielo.

¿Quién demonios gastaba tanto dinero en una estúpida chaqueta?

Pidió una cerveza sin alcohol que no tardó en llegar a sus manos. A su lado, Satoru sostenía un vaso con zumo de algo. ¿Zumo de naranja? Era un tipo rarísimo.

—Estoy intentando beber menos, ¿sabes? —Satoru señaló su bebida, relamiéndose los labios.

—No he dicho nada.

—Pero, lo pensaste —alzó las cejas, divertido.

Toji suspiró, sonriendo. Dio un largo trago, moviendo su mano cautelosamente al muslo del otro. No sabía si quería, pero Satoru sostuvo su mano en el lugar, con los labios otra vez manchados de pulpa de naranja.

Apretó con firmeza y subió un poco la tela de la carísima gabardina, acariciando suavemente el interior de su muslo.

Satoru se quitó la chaqueta y la dejó en la silla de al lado. El camarero lavaba los platos en la cocina, afortunadamente.

—Te ves muy contento —comentó Satoru.

—Ah, ¿sí?

—Sí —respondió, tocando el borde de su vaso con el dedo índice. Trazó la circunferencia de cristal —. Hmm, tal vez sea la iluminación.

Si Toji tuviera una vida normal, le hubiera dicho que había conseguido trabajo. No contaba a nadie su vida, y mucho menos al tipo con el que se acostó un martes de madrugada. Estaba solo.

La gabardina le provocaba una mala sensación. O bien había crecido rodeado de riqueza y mimos —no le sorprendería—, o bien tenía un trabajo bien remunerado.

—¿Cuántos años tienes? —preguntó, finalmente.

Satoru lo miró de arriba a abajo un instante, de nuevo, antes de responder.

—Aún soy estudiante.

Toji no apartó la mano. Podía no tener un historial perfecto, pero no era idiota. Satoru lo miró, en silencio. Una sonrisa apareció en su bonita cara.

—Tengo veintisiete. Soy estudiante de doctorado y también trabajo —agregó, quitándose las gafas. Las dobló y colgó del cuello de su jersey —. ¿Y tú?

—Treinta y ocho.

Satoru asintió, interesado. Tocó el dorso de su mano para instarle a moverla, sus mejillas se tintaron de rosa cuando Toji la subió más de lo que esperaba. El calor de su cuerpo se pegaba a sus nudillos.

La primera vez que Satoru le había hablado, le había parecido un idiota borracho. Después de follar, Toji había pensado que estaba loco, que era muy guapo, que sus gemidos eran tan pegajosos para la memoria como un chicle de fresa. Ahora, sólo quería volver a acostarse con él, volver a sentir su piel sudorosa contra la suya.

Bajó la mano, recorriendo su muslo hasta asentarse en su rodilla.

—Oye —Satoru suspiró por la falta de contacto —. ¿Vas a follarme ya o tengo que esperar a que termines de beber?

Era tan vergonzosamente directo. Toji rio, sin poder creerlo. En el fondo, le gustaba que fuera así.

—Tienes que esperar a que termine mi cerveza —se inclinó hacia él, rozando su oreja con los labios —. Tenemos toda la noche, no seas impaciente.

Sería la última noche que tuviera un horario de sueño estable. Debería aprovecharlo.

Satoru se agarró a la barra, notando los labios del hombre en su cuello, una mano deslizándose por su mandíbula, tomándolo con suavidad. Cerró los ojos, notando los pantalones demasiado apretados. Mierda.

—Aunque, apuesto a que te dejarías follar aquí mismo si te lo pidiera...

Los labios de Satoru sabían a zumo de naranja, suaves y tiernos. Todo mejillas rojizas y ojitos suplicantes. Jodidamente mono.

De vuelta en la habitación ciento cuatro.

La puerta se cerró con un golpe seco, sus bocas colisionaron. Satoru recorrió su pecho con ansia, enredándose en su lengua, chupando, tirando de él. La gabardina cayó al suelo.

—¿Siempre llevas camisetas tan apretadas? —meloso, Satoru apoyó un dedo en su pecho, moviendo los dedos por sus pectorales. La tela se tensaba, aún húmeda de la lluvia —. Es jodidamente provocativo, ¿sabes?

—¿Siempre te calientas así en público cuando alguien te habla? —se burló Toji, dándole un generoso apretón a su trasero. Se deleitó con el sonido de aquel pequeño gemido, pegándolo a su cuerpo, sintiendo la erección que llevaba cargando desde que estaban en el bar.

Le arrancó el jersey de cachemira por encima de la cabeza, sin cuidado alguno. Satoru rio, dejándose empujar a la cama. El hombre se quitó la camiseta y la arrojó a un lado. El espejo de la pared reflejó las marcas rojizas en sus omóplatos.

Satoru silbó. Eso era obra suya.

—Veo que te acordarás de la otra noche por un tiempo...

—Idiota, no tienes ni dea de cómo arde en la ducha —arrugó la nariz, acercándose a la cama.

Había tenido que cambiar una camiseta de tirantes por otra normal cuando se había percatado de que Megumi podía verlas. Si se había dado cuenta de ellas, no había dicho nada.

Satoru se sentó al borde de la cama. Toji acarició su cabeza, alborotando su cabello blanquecino. Mechones suaves, repletos de gotitas de lluvia, esos labios se abrieron con obediencia, esperando a tener algo sobre ellos.

—No, cariño, ponte ahí y abre las piernas —Toji señaló el centro de la cama. Las mejillas del otro se tornaron de rosa cuando soltó su pelo.

Fuera, la lluvia seguía cayendo con fuerza. No había nadie en la calle, pero podían escucharse puertas abriéndose y cerrándose en el motel.

Toji se metió entre las piernas de Satoru, que apoyaba la espalda contra unos cojines de colores rancios. Abrió más sus rodillas, inclinándose para atrapar un beso. Dedos ágiles se enredaron en su pelo mientras bajaba por el cuello de Satoru, asegurándose de presionar con fuerza sus labios y succionar, provocándole un respingo. Notaba su agitada respiración, esas piernas crispándose al morder, arrastrando besos por su piel clara.

Satoru tenía una piel maravillosa. Sentía que podría llenarlo de hematomas y follarle hasta que lo único que recordara fuera su nombre. Atrapó uno de aquellos pezones rosados en la boca, lamiendo mientras tiraba de sus pantalones y los bajaba con torpeza.

Satoru dejó escapar un gimoteo nervioso, impaciente. Apartó al mayor para terminar de quitarse los vaqueros, excitado. Otros más acabaron en el suelo. Olía a perfume y primavera.

Toji lo atrapó contra los cojines, envolviendo una mano alrededor de su cuello. Presionó con firmeza, no lo suficientemente fuerte como para ahogarlo, sólo para hacerle saber que estaba ahí, que no se moviera. Bajó la otra mano por su pecho desnudo, acariciando su piel hasta encontrarse con su miembro goteante.

Satoru era sensible, tan sensible y desesperado por algo de tacto. Ahogó un gemido cuando Toji arrastró un dedo, sólo un maldito dedo por su longitud. Su polla dio un tirón, los dedos en su cuello apretaron un poco más, haciéndole colgar de esa fantasía.

Un par de ojos se clavaron en él con satisfacción. Toji empujó un pulgar entre los labios del chico.

—Mírate, te ves también así —Toji sonrió, pasando la mano el interior de sus muslos, pellizcando la carne tierna —. Apenas te he tocado y ya estás todo sonrojado y bonito para mí.

Empujó otro dedo en la boca de Satoru, disfrutando de la forma en que le devolvía la mirada con deseo, babeando. Satoru tomó su muñeca, moviéndola para lamerle mejor, girando la lengua por sus dedos, metiéndolos hasta los nudillos.

Toji los sacó de su boca, observando los hilos de saliva que los unían.

—Haz que duela —pidió Satoru, relamiéndose —. Nada de lubricante.

—¿Tanto te gusta el dolor?

—Si viene de ti sí.

—Oh —Toji alzó las cejas, sonriendo —. Apuesto a que nunca te han follado como yo.

Dirigió sus dedos a su entrada, observando su reacción. Tanteó el borde, burlándose un poco, empujando después. Satoru se tensó, sus piernas temblaron.

—Apuesto a que nunca te han dado lo que mereces —hundió un par con firmeza, notando cómo se apretaba alrededor de ellos, suspiros en el aire —. Pero, cielo, un día de estos tienes que dejar que te mime de verdad.

Toji había follado con unas pocas mujeres. Había follado con un par de hombres. Tener que mirar siempre a sus espaldas no le permitía disfrutar de su vida como una persona normal, y su vida sexual había sido nula durante años. Sin embargo, podía afirmar que jamás había encontrado a nadie parecido a Satoru.

Satoru era un sueño erótico, de esos que se sueñan mejor estando despierto, todo piernas largas y labios mordisqueados, gemidos dulces y manos buscando dónde agarrarse. Se ponía un brazo por encima de la cara, cubriéndose los ojos mientras respiraba con fuerza, su pecho subiendo y bajando, esquinas de caramelo en su cuerpo.

Apretaba los dientes, gimoteando, pero no se quejaba del dolor. Obediente, quieto a su merced; seguro que se comportaría como un mocoso si le diera la oportunidad. Tenía esa dualidad en la cama, sería la fantasía de cualquiera.

Abrió los dedos y los retorció en su interior. Satoru se agarró a las sábanas con fuerza, como si de ellas dependiera.

—¿Cuánto crees que puedes aguantar así? —preguntó, haciendo una pausa para sacar los dedos y escupir. Si el chico no quería lubricante, entonces no lo usaría.

—Lo que tú quieras —jadeó Satoru.

—¿Lo que yo quiera? —repitió, bajando el tono de voz. Empujó con suavidad, luego hundió los dedos hasta los nudillos con brusquedad. Satoru pegó un respingo.

—S-sí, lo prometo —la voz le temblaba, mechones blancos se pegaban a su frente sudorosa, donde apretaba su brazo para cubrirse la vista —. Soy tu buen chico, ¿verdad?

Míralo. Era la clase de tipo al que consentir y mantener bonito mientras lo follaba.

—Sí, cielo, eres mi buen chico. Ahora, mírame, cariño —sujetó las muñecas por encima de su cabeza para poder verlo mejor, evitando que se tapara la cara. Ojitos azules chocaron con los suyos, perdidos.

Mierda. Se veía tan hermoso así, rebotando contra sus dedos, jadeando su nombre con la voz rota, relamiéndose. Podría follarle así toda la noche, hacerle romperse en gemidos hasta dejarle la garganta ardiendo, hundiendo los dedos en su interior hasta los nudillos. La polla de Satoru permanecía intacta, gritando por atención con su punta rojiza y ahogada por algo de tacto, brillante de líquido pre seminal babeando por su abdomen.

Curvó los dedos, encontrando su punto dulce. Satoru casi saltó con un sonido ahogado.

—Parece que eres muy sensible aquí, ¿eh? —Toji giró sus dedos en la zona, disfrutando de cómo se retorcía y gimoteaba.

—Toji... T-toji... ¡Ah!

No había olvidado que quería subirlo en su regazo y hacerle rebotar de una mejor forma, pero se veía tan bien así; mirándole, aguantando el tiempo que él decidiera, tomándole tan bien, sosteniéndole la mirada, aleteando sus pestañas.

Satoru sólo podía fundirse en el verde salvaje de los iris de Toji, perderse en la sensación del placer entre sus piernas, resistiendo, rozando la tentación de correrse así. Sacudió la cabeza, jadeando, completamente desesperado.

—T-toji —se lamentó, tragando saliva —. Si sigues así voy a... voy a...

Cerró los puños en torno a las sábanas, al tiempo que un gemido cortaba sus palabras. El hombre lo miraba con una leve sonrisa. Joder. Quería lamer aquella cicatriz, cruzar con la boca todos los surcos de heridas pasadas en su cuerpo, apretar sus pectorales; quería tomar la polla de Toji, que el hombre se acariciaba con lentitud, subiendo y bajando, babear sobre ella, sentirla dentro, pero no podía moverse.

Satoru tenía un gran autocontrol, pero la forma en que Toji dejó de evitar a propósito su próstata para acariciarla, frotarla, le hizo perder la cabeza por completo. Cerró los ojos para no ver la humillación, corriéndose con fuerza por todo su pecho.

Un nudo apareció en su garganta. Satoru gimoteó, completamente avergonzado. Había roto su estúpida promesa.

—Satoru... —Toji dio un cariñoso apretón en su cadera, pronunciando su nombre con suavidad.

Satoru se abrazó, su vista se nubló.

—Todo... todo es mi culpa, lo siento... —lloriqueó. Ríos de lágrimas bajando de sus preciosos ojos azules, pestañas perladas.

Toji lo miró con lástima. Se inclinó sobre él y besó los trazos húmedos de sus mejillas. El sabor a sal se le pegó a los labios. Satoru sollozó en voz baja.

—No, no lo es, cielo —le aseguró, bajando por su cuello en pequeños besos. Su boca pasó por encima de una marca rojiza que se había formado allí —. Mira lo bien que me estás tomando —retorció los dedos en su agujero, provocándole un suspiro —. Aún quieres que te folle, ¿verdad?

Satoru se miró, sorbiendo por la nariz, patético. Hilos de semen manchaban todo su torso, la cabeza rosada de su polla aún goteaba y el placer le sacudía los muslos. Quería que le metiera una bofetada, que le rompiera los huesos allí mismo.

Toji empujó los dedos en su interior, acariciando su punto dulce. Satoru hiperventiló, sintiendo que aumentaba la velocidad, esos ojos verdes mirándolo. Jadeó, mientras era follado a través de su orgasmo, su pecho subiendo y bajando agitadamente, cerró los ojos, sacudió la cabeza.

—Por favor, por favor, por favor...

—No tienes que pedirlo, Satoru. No seas duro contigo mismo —la voz de Toji fue reconfortante —. Mi buen chico...

Satoru persiguió un beso, dejándose manipular. Toji lo arrastró a su regazo, acomodándolo a horcajadas. Satoru reprimió una mueca, bajando sobre su polla, clavando las uñas en esos hombros con una mueca, los ojos cristalinos. La flor de sus labios rosados abriéndose con un sutil gemido al fondo de la garganta.

—¿Ves? —Toji le apartó a un lado varios mechones que caían por su frente —. No pasa nada, cariño.

—Toji...

Sus labios chocaron. Satoru abrazó su cuello con los brazos, hecho un desastre de gimoteos y súplicas por más, más y más mientras se movía sobre su polla, elevándose, y las manos de Toji presionaban su cintura hacia abajo, empujando en su interior hasta hacerle temblar.

Lamía su cicatriz, echándose al infierno de su boca, sus lenguas encontrándose erráticamente, bebiendo de los gemidos roncos del contrario. Uñas deslizándose por la piel desnuda, sudor y los dientes de Toji tirando de su labio inferior, bajando por su cuello en pequeñas mordidas, colmillos resbalando por surcos de saliva.

Enredó los dedos en el cabello negro de la nuca de Toji, tirando un poco. Ojos verdes lo atravesaron con deseo, al tiempo que Satoru era bajado con brusquedad sobre su polla, lleno y codicioso por más.

—¡Joder! —exclamó, tirando del pelo de Toji. Presionó la cabeza del hombre en su cuello, rebotando sobre su polla —. ¡A-ah! Ah... ¡Ah!

Arrastró las uñas por los omóplatos de Toji, perdido entre sus brazos, cerrando los ojos y dejándose llevar. Estampándose contra el muro imposible del orgasmo, dirigió una de sus manos hacia su miembro y se tocó con insistencia, desesperación, con un nombre en la boca hasta que su placer explotaba y se derramaba torpemente.

Toji lo tumbó, aprisionándolo con su cuerpo. Satoru subió sus piernas hormigueantes sobre aquellos hombros mientras jadeaba y lo veía agarrarlo de la cadera para embestirlo con fuerza.

Qué hombre. Todo fortaleza y músculo, pectorales sudorosos, abdominales que acababan en una v y un camino de vello negro; el flequillo pegado a la frente, su expresión contraída en satisfacción. La luz del techo brillando tras su espalda, proyectando la sombra de su cuerpo.

Satoru se llevó los nudillos a la boca y se mordió, suspirando. Su cerebro estaba demasiado derretido como para pensar. El cabecero resonaba contra la pared.

Hubiera recogido su cuerpo, pero Toji se dejó caer a su lado, jadeando con fuerza. Satoru miró al techo, frotándose la cara y encogiéndose, dándole la espalda.

—¿Estás bien? —Toji acarició su espalda, pasando los dedos por las vértebras.

Así que era algo común. Preguntarle si estaba bien. Satoru sonrió, dándose la vuelta. Toji estaba tumbado con un cigarro entre los labios y una mano tras la nuca.

—Sí —suspiró, acercándose un poco, lo suficiente para apoyar la sien sobre su hombro. No hubo rechazo, así que se quedó ahí, cómodo —. ¿Otra ronda?

—Vas a matarme —Toji rio. El humo deslizó por sus labios al aire —. Tengo la noche ocupada, cielo.

Había recibido un mensaje de Megumi contándole que sí pasaría por casa después de clase, porque había atrasado la hora a la que él y Nobara habían quedado. Tenía que hacer algo de comer, lo dejaría en la nevera y así su hijo sólo tendría que calentarlo cuando volviera de clase.

Satoru hizo un puchero. Toji le ofreció su cigarro, acercándolo a su boca. Satoru sostuvo su muñeca, dando una larga calada.

Labios rojizos con la piel levantada en una porción debido a un beso demasiado brusco. Satoru pestañeó en su dirección con pereza, ojitos brillantes. Toji sintió que algo se revolvía en su interior.

—¿Puedo llevarte a cenar a algún lado? —pidió Satoru.

—¿A algún lugar tan caro como tu gabardina? —alzó una ceja, pero apartó la mirada.

—¿Qué tienes en contra de mi gabardina?

—Es ridículamente cara —hizo un gesto, con el cigarro entre los dedos —. De todos modos: no.

—Está bien —Satoru no se sintió mal por el rechazo —. Te dije que trabajo. Tengo mis caprichos, me gustan las cosas de calidad.

Toji soltó una bocanada de humo. Incluso si no había notado tensión en su voz, sintió la necesidad de apartarse.

—Sin embargo, estás en un motel de mierda conmigo.

Sin embargo, tu polla es de pura calidad —ronroneó Satoru, moviendo una mano a sus pectorales.

Otra risa. En serio, el chico era gracioso. Toji estuvo a punto de atragantarse con el humo. Satoru sonreía con sus mejillas sonrosadas.

Hora de pasar a la segunda parte del plan. 

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