Like It's Christmas Antología

By gabycabezut

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La época de navidad siempre es mágica, no solo porque es un momento de descanso y de unión familiar. También... More

Autores
PROMESA DE AMOR
Santa nevada
El chico del tren
Un regalo y un encuentro inesperado
El Globo de Nieve
La cita más larga del mundo
Una simple Navidad
Leonilda

No te vayas

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By gabycabezut

Escrito por screablue

No importaba qué tan rápido hacía las cosas, el destino siempre me obligaba a llegar tarde. Solo a mí se me ocurrían estas ideas, ir a visitar a una amiga de mi abuela que vivía en Cabimas y regresar el veinticuatro de diciembre. Lo peor no era eso, sino que iba yo sola y me daba miedo volver de noche.

Como tenía los nervios de punta, pasando el puente intenté distraerme con la vista del lago. Mi madre no sabía que estaba haciendo esto, y pensé que me querría matar cuando se enterase. Tenía suerte de haber pasado estos últimos días en casa de mis tíos, con la excusa de ayudar a preparar las hallacas y otras cosas para la cena de navidad. Ella me había visto llorar a solas y nunca lograba explicarle lo que significaba para mí la pérdida de mi abuela. Ya no soportaba estar en mi casa y tener que aguantarme porque no quería hacerla recordar el dolor. La navidad no estaba completa sin mi abuela. Este sería el primer año celebrando las fiestas sin ella.

Apreté mis manos en el volante, mientras le gritaba insultos al de atrás que estaba muy cerca de mí y que, si me detenía en ese momento, chocaríamos. Miré por el espejo del retrovisor y noté que era un chico más o menos de mi edad. Había algo en su cara que me resultaba familiar, no estaba segura si era por su ceño fruncido o la forma fina de su rostro. Bueno, al fin y al cabo, Maracaibo era un trapo y siempre existía una alta probabilidad de conocer a todo el mundo. Es lo que solía decirme cuando me ocurrían estas cosas, porque muchas veces confundía a las personas fuera del ámbito usual.

Después del puente, continué conduciendo en dirección al edificio en que vivía mi tía. Tragué grueso cuando noté que el carro seguía detrás de mí, siguiéndome. Apreté los labios y las manos en el volante, era mi fin. Crucé a la izquierda, en dirección contraria, y suspiré de alivio cuando él siguió recto.

Me obligué a cantar la primera canción que se me vino a la mente como forma de distracción, no podía dejar que ningún familiar me viera así. Mi mayor deseo, además de llegar bien, era que no me hicieran preguntas. Imaginé que tenía la cara pálida y luego, pensé en mi tía preocupada llamando a mi madre si es que no se encontraban todos de camino al apartamento.

Visibilicé el edificio justo cuando la oscuridad se volvió más intensa. Suspiré de alivio. El vigilante, un señor que para mí nunca envejecía a pesar de las circunstancias, abrió el portón al reconocerme. Le sonreí y alcé la mano a modo de saludo y conduje dentro. Me estacioné detrás del carro de mi tía y salí disparada en dirección a la entrada. Corrí hacia las escaleras, por suerte vivían en un tercer piso, así que no me tardaría mucho.

Toqué el timbre varias veces, creando una melodía irritante, mientras intentaba pasar el ahogo por la carrera. Mi primo abrió la puerta y pude jurar que se me mordía la lengua para hacerme algún comentario. Noté que seguía en pijama, lo cual era buena señal, puesto que mi tía no le había reclamado por no estar listo. Me mentalicé que tenía tiempo, necesitaba calmarme un poco. No le dije nada y entré al apartamento. Las luces del árbol me distrajeron de mi meta principal, vestirme para esta noche. Sacudí la cabeza y así salir del trance.

—¿Y vos de dónde venís tan agitada? —rio y cerró la puerta—, parecéis tremenda loca.

—¡Cállate! —exclamé aun recuperando el aliento— ¿dónde está tía?

—Buscando el pan de jamón a que la del siete —respondió y se perdió en la cocina.

Caminé en dirección al cuarto lo más rápido que pude, ya tenía lo que me iba a poner y qué hacer con mi maquillaje, por lo que todo dependía de mi velocidad. Solté una risa bajita al ver el vestido de prima estaba sobre su cama. Dormíamos juntas y me había expresado sus deseos de utilizar un disfraz de elfo para la celebración. Yo la apoyaba, pero era la única. Éramos dos contra toda la familia. Sin pensarlo más, busqué mi ropa en mi bolso mientras ella salía del baño. Maldije al caer en cuenta de que había olvidado planchar mi atuendo y esperaba que mi madre no lo notara.

Terminé de arreglarme justo a tiempo. El timbre sonó cuando me coloqué el zarcillo dorado. Me miré al espejo y acomodé mi cabello que a duras penas ricé. Escuché la voz de mi primo, junto con la de alguien, la cual no oía desde que tenía quince años. Me apresuré por el pasillo para verlo de nuevo, la esperanza de que fuese él guiándome. El chico que se encontraba ahí sí era Julio, pero también era el idiota que se estaba detrás de mí más temprano. El mismo al que insulté sin pelos en la lengua, el que me asustó porque me seguía. Solo que ahora lo tenía de cerca y pude distinguirlo.

—Julio —dije con la boca abierta—. Qué de tiempos.

—¿Qué de tiempos? —. Soltó una carcajada a la vez que le entregaba cuatro bolsas de regalo—, ¡si nos vimos hace rato! Maracaibo es un trapo, chama.

Ignoré la cara confusa de mi primo y me desaparecí en dirección a la cocina con la excusa de ayudar a mi tía. Todo estaba listo, pero me reconfortaba abandonar la escena. Necesitaba recomponerme para volver a la sala y hablar con él. No lo veía desde hace diez años, cuando se mudó a Caracas porque su papá consiguió trabajo. Podía bromearle sobre su acento y de cómo era un milagro que no lo haya perdido. Eso pudiera ser un buen punto de inicio, también sería lo menos incómodo.

El timbre continuó sonando y yo me tomé la libertad de abrir la puerta. Saludé a todos, incluida mi madre. Comenzaba a fastidiarme un poco, mi mente quería divagar en el pasado. Sin darme permiso para ello, me di la vuelta y busqué a Julio con la mirada. Estaba hablando con un par de primos, noté que mi mamá lo observaba con esa cara de nostalgia. Caminé hacia él y le toqué el hombro.

—¿Podemos hablar? —pregunté cuando se volteó a verme, no solo quería ponerme al día, sino que también necesitaba convencerle de que no dijera nada de mi viaje.

—Sí claro —respondió y me siguió hasta el pasillo.

Estaba sorprendida de mí misma, pensé que estaría más melancólica en navidad y, en cambio, era la versión adulta de mi yo adolescente. Quizás era un regalo de mi abuela o estaba demasiado ilusionada. Incluso, podía no gustarme la versión adulta de él.

La última vez que hablamos fue una despedida en la que ambos decidimos olvidarnos y seguir adelante. Era mi idea que saqué a partir del enojo que me daba que se fuera. No quería saber de él ni hablarle, pero me dolió más no poder interactuar con él cuando lo necesitaba. Nos conocíamos de toda la vida, jugábamos de pequeños porque era amigo de mi primo. Los tres teníamos un grupo que los demás veían como raro y por eso en el recreo respetaban nuestro espacio específico. No le prestábamos atención a los comentarios de apestados que nos dejaban y, año tras año, se sumaban más al grupo. No éramos niños malos, no, solo teníamos gustos raros, salíamos bien por alguna razón, aunque estudiábamos poco. Una vez escuché a un profesor decir que habíamos creado una mafia.

—¿Eugenia? —llamó sacudiendo su mano frente a mis ojos.

Pestañeé varias veces y le sonreí.

—Perdona —dije y noté que todo plan para abordar la conversación se había esfumado de mi cabeza, así que comenté lo primero que se me ocurrió—: ¿Cuándo volviste?

—Hace un par de semanas, vine a despedirme de algunas personas —respondió y evitó mi mirada—, me voy del país en algún momento del año que viene y pues bueno.

Tragué grueso, se iba otra vez.

—Me alegra —alcancé a decir y le dediqué una sonrisa triste—, ¿cómo están tus padres?

—Bien, viven en Canadá con mi hermano, yo sigo esperando mi pasaporte —. Esta vez, hizo contacto visual conmigo—, ¿qué habéis estado haciendo? ¿Al final estudiaste comunicación?

—No, comencé ahí, luego me cambié a ingeniería y después terminé en psicología por culpa de mi madre —respondí y me reí ante lo último.

Las risas mías y la de Julio se unieron por unos segundos que se sintieron agradables. Hasta que recordé que se iba y que, aunque nos pongamos al día, nada iba a durar lo suficiente. Lo cierto era que yo no lo había olvidado como lo hice con otros chicos, porque Julio tenía esa aura del primer amor. Mi primo me soplaba que él siempre preguntaba por mí, pero que se mantenía firme a la promesa estúpida que hicimos a los quince años.

—Eu, la verdad es que me alegra verte —dijo y sentí que su voz se quebró ante lo último—, tenía esperanza de que estuvieras aquí cuando tu primo me invitó.

—Yo ni sabía que vendrías —comenté intentando no sacar la promesa—. Ya que estás por estos lados, pudiéramos salir y ponernos al día.

Miré al techo por un instante, no quería ver su reacción ante lo dicho.

—Sí, podemos ir por una hamburguesa —respondió.

—Lo siento —solté y me limpié la lágrima que rodó por mi mejilla—. Fui una tonta al terminar contigo y hacerte prometer no contactarnos.

—Yo también lo fui por aceptar.

El silencio se apoderó de ambos, él observó el suelo y noté que intentaba ocultar su tristeza. Por mi parte, miré al resto de la fiesta que vivía como si en este pasillo no hubiesen dos personas destruidas por promesas estúpidas. Incluso tenía la sensación de que éramos nada más recuerdos que no deseaban ser enterrados.

—Eu —me llamó y alzó la cabeza—, te extrañé muchísimo.

—Yo también —. No quería otro silencio incómodo, así que añadí—: ¿Qué más habéis hecho en la vida?

Era lo más cercano a la verdadera pregunta que quería hacer y que cuya respuesta me daba miedo. Julio sonrió.

—He estado solo la mayoría del tiempo, con amigos, sí, pero en realidad todo ha mantenido muy tranquilo. Menos mal —respondió —, ¿y vos?

—Igual.

Nos miramos a los ojos continuando una conversación en silencio. Conservaba el mismo brillo que adoraba ver cuando hacíamos esto y, sin darnos cuenta, estábamos demasiado cerca el uno del otro. Nuestros labios se rozaron al momento en el que mi primo abrió la puerta.

—Eugenia, Julio, ¡a cenar! —dijo y nos separamos, nos miraba sonriente—, así que la pandilla vuelve a ser como antes.

Se echó a reír y salió del pasillo. Julio y yo nos observamos unos segundos, ambos sabiendo que al volver a la fiesta seríamos los dos mismos adolescentes enamorados. Me dejó ir primero y me agarró la mano. Nos acercamos a la mesa con una lentitud que a mi abuela le hubiese molestado.

—¿Qué quieren tomar? —preguntó mi tío sosteniendo un trago de ron.

—Cerveza —respondí sin pensarlo.

—Que sean dos —añadió Julio—. Gracias.

Nos sentamos juntos y con disimulo observé a toda mi familia. Unos se miraban entre sí como si estuvieran presenciando el chisme del año. Mi primo, en cambio, sonreía y tenía un aire a victoria. Caí en cuenta de que ese era su plan, así que anoté en mi cabeza darle las gracias en algún momento. Sin la esperanza de arreglar las cosas, no me gustaría imaginar cómo hubiese terminado mi navidad.

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