Cauterio #PGP2024

By XXmyfutureXX

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Alexia lucha por superar el fracaso y convertirse en una bruja cuando una muerte inesperada pone en peligro s... More

Sinopsis
Capítulo 1: Un cadáver sin ojos
Capítulo 2: Frustración
Capítulo 3: La desconocida del espejo
Capítulo 4: El Inked
Capítulo 5: Sin salida
Capítulo 6: La conspiración
Capítulo 7: Evocaciones
Capítulo 8: El grupo de investigación de Elisa
Capítulo 9: La advertencia
Capítulo 10: Los que esperan
Capítulo 12: Las pruebas en contra
Capítulo 13: El almuerzo
Capítulo 14: Amigos del pasado
Capítulo 15: El fracaso negro
Capítulo 16: Sospechosos
Capítulo 17: Nacyuss solo hace intercambios
Capítulo 18: Conversaciones espirituales
Capítulo 19: Los días felices
Capítulo 20: La moneda
Capítulo 21: La venganza
Capítulo 22: Peso muerto
Capítulo 23: Repercusiones
Capítulo 24: Lo que pudo haber sido y lo que es
Capítulo 25: Vi mi futuro y te vi a ti
Capítulo 26: Gatos
Capítulo 27: Asfixia
Capítulo 28: La confesión
Capítulo 29: El tercer subsuelo
Capítulo 30: Los tres caminos
Capítulo 31: Las memorias de Aradis
Capítulo 32: Aquello de lo que no se habla
Capítulo 33: Cacería
Capítulo 34: Lo que pasó ESE día

Capítulo 11: Antepasados

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By XXmyfutureXX

Alexia se encontraba acurrucada en el extremo de un sillón tan viejo que los almohadones estaban duros, gastados y eran sumamente incómodos. Se sentía enferma, pero sabía que no lo estaba. Más seguido de lo que le hubiese gustado, sentía el cuerpo débil y no lograba concentrarse en nada, cualquier pensamiento complejo le era insoportable. Esos días, lo único que hacía era sentarse en un lugar y mirar la nada a la espera de que pasara el tiempo.

Ese día, contemplaba la espalda del abuelo enfundada en un suéter, la silla de ruedas, sus escasos cabellos canos iluminados por la luz de la tarde y el brillo de la piel allí donde más escaseaba el pelo. Él veía por la ventana de la misma forma que Alexia lo veía a él, con la mirada extraviada y la mente en otro lugar. De vez en cuando cerraba los ojos para dormirse, dejaba caer la cabeza, pero no encontraba la posición adecuada.

—Chiquita —llamó el abuelo y sacó a Alexia de la ensoñación—. Chiquita. Me canse de ver siempre lo mismo.

—¿Dónde quieres que te lleve? Está helado afuera —le recordó.

—Quiero ver las pinturas.

Alexia suspiró. Puso sus pies descalzos en el piso y los arrastró hasta donde estaba la silla de ruedas para empujarla. El abuelo debía de haber visto aquellos cuadros un millón de veces, muchas de ellas acompañado por Alexia, y de seguro no conocía ni a un tercio de la gente que aparecía en ellos. Pero encerrados en aquella casa, no les quedaba más remedio que repetir las mismas cosas en un loop infinito. Ambos llevaban una existencia de fantasmas.

Las pinturas estaban enmarcadas con cuadros de plata, ornamentados con flores, hojas y ramitas con espinas, colgadas en las paredes circulares, una al lado de la otra. Las más antiguas se remontaban a la época en que no existían las fotografías y era lógico que la gente con dinero contratara artistas para inmortalizar su imagen; y la más nueva apenas tenía cuarenta años y pertenecía a la época en que retratar gente de esa forma era ya ridículo. Debajo, sobre el aparador tan circular con la pared, había figurillas de gatos que, en su mayoría, coincidían con la cantidad de brujas que aparecían en la pintura correspondiente. Los pequeños gatitos dorados adoptaban diferentes posturas rígidas, algunos estaban sentados lamiéndose una pata, otros simulaban caminar o saltar y, los menos, dormían enroscados. Por su peso Alexia suponía que eran de oro macizo. Más de una vez había considerado venderlos y usar el dinero para escapar del Círculo. Aún le quedaba tiempo para eso.

Estacionó al abuelo en frente al primer cuadro. Mostraba dos mujeres adultas y un hombre que agarraba por los hombros a una de las tres niñas que tenía delante. Ninguno sonreía, por lo que su gesto adusto, sumado a los colores corroídos de la pintura, les confería un aspecto lúgubre. Alexia se preguntó si ellos también habían sido miserables o eran felices, solo que no se estilaba demostrar sentimientos en el mundo en que vivían.

No notó la presencia de la abuela a su lado hasta que un escalofrío en el brazo le hizo pegar un salto.

—¿Te asusté? —Halia rió al tiempo que se alejaba del codo de su nieta. Llevaba entre sus manos una bandeja con dos tazas calientes y bizcochos que ella misma había horneado en la mañana.

—Estaba distraída con el pasado. El abuelo quería verlos otra vez.

—Le gustaba oír las historias sobre nuestros antepasados —La abuela dejó la bandeja en la cómoda.

—¿Incluso aunque no sean su familia?

—Por supuesto. No es como tú que nunca te interesas por nada.

—Que no me interese lo que a tí te importa no significa que no me interese nada —respondió Alexia sorprendida por el golpe bajo. Sabía que su apellido había llegado en barco desde Europa y pasado de madres a hijas, de bruja en bruja, por décadas, hasta que la abuela se lo heredó a ella. Incluso en épocas en que el registro civil no se lo permitía, se las había arreglado para transmitirse. Eso era todo y no necesitaba más—. Para mí, ellos no son más que sombras. Nunca te tuve a tí viva para que me contaras sus historias. ¿Cómo esperas que ellos sean parte de la mía?

—Tienes razón —accedió la abuela.

Alexia le echó un vistazo rápido a todos los desconocidos que la observaban desde las paredes. Sabía que no encontraría lo que buscaba.

—Yo no estoy en ninguno. ¿Qué quiere decir eso?

—Que Julia es una abandonada...

—Yo no soy parte de esta familia realmente. No tengo nada en común con ninguno.

—Acabas de decir que no sabes su historia. Es contradictorio, ¿no te parece?

—La siguiente. —El abuelo señaló el cuadro que continuaba a aquel y Alexia empujó la silla hasta allí.

En la pintura había una mujer de mediana edad y un hombre de bigote prominente y sombrero junto a dos chicos y dos chicas que aparentaban ser ya adolescentes.

—A ver. Díme, ¿qué les pasó a ellos? —Inquirió Alexia señalando la primera pintura—. Solo uno de ellos... o dos deben estar en este otro cuadro.

—Se murieron —comentó el abuelo.

—Como todos —apuntó Alexia.

—El hombre mayor, se casó con alguien de un pueblo vecino y se fue. No se sabe nada más de él. Sus dos hermanas murieron en la casa. Una ya era viuda cuando llegaron aquí, crió a las niñas sola. No debió ser fácil en aquella época. Bina envió a las dos menores en una misión para extender el área de influencia del Círculo hacia el sur y nunca regresaron.

—Deben de haberse congelado —bromeó Alexia.

—¿Quiénes? —preguntó el abuelo y ambas lo ignoraron.

—La mayor se quedó aquí y es la que aparece luego con su esposo y sus hijos.

—¿Cómo se llamaban?

—No lo sé, sus nombres se perdieron en el tiempo como casi todo de ellos, solo se conservan las pinturas. —La abuela avanzó dos cuadros más—. Fue culpa de la nieta de su hija, de la que tampoco queda mucho más que el apodo que le pusieron sus hermanos y primos.

—¿La Pirómana? —inquirió Alexia divertida—. Creo que el abuelo lo mencionó alguna vez.

—Ah, sí. A las chicas les gustaba esa historia. Bueno... a Julia no tanto. —Sacó un bizcocho de la bandeja y lo dejó en la mano del abuelo—. Quemó la mitad de la casa, toda el ala izquierda. Nadie sabe bien por qué, si siempre estuvo loca o fue una cosa momentánea. Mató a todos los que dormían allí, entre ellos a sus padres.

—Una divina.

—Fue un escándalo. Todo el pueblo lo comentó, hasta había un recorte con la noticia guardado por ahí. —Posó el dedo en la cara de una de las niñas más altas que aparecían en el cuadro, rubia y con el pelo tan corto que no se le llegaban a formar los rulos que llevaban la mayoría de las mujeres de la familia—. Su hermana, Ricka, tenía un futuro muy prometedor con los Custodios, había participado ya de un par de operaciones. Después de que dos de sus primas controlaran el fuego, fue a buscar a la Pirómana. La encontró agazapada bajo los arbustos de enfrente después de revisar toda la calle.

—¿Qué hizo con ella?

—El garage.

—¿Eh?

—Alguno había comprado un automóvil, toda una novedad por entonces, y como atraía demasiado la atención, necesitaban un lugar donde guardarlo de la mirada de los vecinos. Acababan de iniciar la construcción del garage y Ricka emparedó a la Pirómana en la pared del fondo. Dicen que sus gritos se oyeron por semanas mientras los albañiles, que no eran más que simple gente sin idea de nada, terminaban la construcción.

Alexia se estremeció, de repente ya no le daban ganas de volver a entrar al garage.

—¿Qué hizo Ricka con ellos para que no mencionaran lo de su hermana?

—Los mató cuando terminaron.

—¿No era suficiente con darles un poco de poción del olvido? —preguntó Alexia pensando en lo atontada que estaba siempre Martina.

—¿Quién sabe en qué estaba pensando? —Se encogió de hombros—. A veces el dolor nos hunde en la irracionalidad. —Suspiró—. Pero claro, la noticia ya se había esparcido y no había alma en Mistrás que no hubiese oído de la pared que habla, el coro de fantasmas de los muertos calcinados, gritos salidos del mismísimo infierno.

—¿Dónde escondió tantos cadáveres? —Alexia temía tener los huesos de un tipo muerto en algún lugar de su cuarto.

—No lo sé. En fin, el castigo de la Pirómana fue tener mucho menos que sus antepasados. Lo último que hizo Ricka fue arrojarle pintura negra a la única imagen que existía de la Pirómana y reemplazar su nombre por un apodo que de seguro ella no hubiese elegido.

—Es como si no hubiese existido —dijo Alexia contemplando el manchón negro sobre una figura que había sido la de una niña pequeña.

—Es casi lo mismo para todos ellos. Solo existen en este salón

—Si es que hay alguien para recordar. A este paso, los Graf estamos en vías de extinción.

—Aun tengo esperanzas en que tú y Julia tengan hijos algún día.

—Aprecio tu optimismo.

La abuela le dedicó otra de sus miradas severas.

—Dejémoslo ahí —le pidió Alexia que no tenía ganas de seguir pensando en su muerte aquel día—. ¿Qué hizo Ricka después? Sigue apareciendo en las pinturas —apuntó. Podía distinguirla con facilidad porque de adulta mantenía el mismo peinado.

—El alboroto no tardó en llegar a oídos de Bina y de los Custodios. Yo creo que alguien de la familia les fue con el cuento, pero bien podría no ser así, en esa época el Círculo era considerablemente más pequeño y Bina debía de estar al tanto de cualquier cosa que sucediera.

—Chiquita, la siguiente —pidió el abuelo y Alexia lo empujó hacia adelante mientras la abuela continuaba con la historia.

—Los albañiles eran irrelevantes, nadie se preocupaba por las vidas de los ignorantes, salvo si eran sus esposos o sus hijos, en ese caso era diferente. Lo que les importaba en realidad era que Ricka había decidido impartir justicia por sí misma. Bina todavía presidía el Tribunal por aquel entonces, imagínate lo bien que le debe haber caído que alguien le pasara por encima.

Alexia asintió y dijo:

—Ricka frustró la posibilidad de que desatara su sadismo. Imagino que al lado de lo que hubiese hecho Bina con la Pirómana, la muerte que le dio Ricka suena piadosa.

—Los Custodios se desentendieron de ella y vinieron a buscarla cuando Bina se lo pidió. La condenaron a pasar diez años atada y al servicio de la Academia.

—Bina la convirtió... ¿en su empleada doméstica?

—Así es. Y debe ser que lo hizo bien porque cumplido el plazo regresó aquí, aunque no sé si la desataron. Vivió unos cuantos años más hasta que murió por alguna causa desconocida. En esa pintura debió rondar los cincuenta años. Fue su hermana mayor, Isadora, la regordeta que está a su lado, la que emprendió la reconstrucción de la casa. A ella le debemos el salón principal y los cuartos que usamos.

—Por eso el ala izquierda tiene menos manchas de humedad —dijo Alexia—. Creo que necesitamos una nueva Isadora.

Alexia dejó al abuelo frente a una nueva pintura y regresó en busca de su taza de té, que de tanta charla, ya se estaba entibiando. Le echó una mirada general a la sala mientras tomaba tragos largos. Notó que en todos los cuadros de su derecha estaban llenos de personas, en algunos había hasta quince. Pero después de cierto momento en la historia de la familia el número empezaba a menguar hasta no ser más que cinco o seis.

—¿Qué ha pasado en los últimos... cincuenta años?

—¿Ah?

—Son cada vez menos.

—Supongo que la gente tiene menos hijos ahora. Además, hace relativamente poco que los hombres forman parte del Círculo, así que la mayoría de los chicos se casaban y se iban a hacer su vida lejos de la magia o en otras familias de brujas. Aunque muchas se fueron también de la casa y no regresaron solo para que las pinten. Otras murieron jóvenes —Buscó con la mirada en los cuadros—. Ahí está Nerea. —Posó su dedo en una mujer de cejas anchas y pelo rojo tan lacio como a Alexia le hubiese gustado tenerlo—. Contrajo una enfermedad en la piel y por ello tuvo que educarse mayoritariamente en casa. Cuando mejoró tenía ya veinticinco años y le interesaba pasar un tiempo en la Academia. Bina la acogió en calidad de asistente de instructora, y luego, como instructora ella misma. Le enseñó a Elisa en sus épocas de aprendiz. Ella solía decir que tenía métodos de enseñanza particulares...

—Y adivino, se quedó viviendo en la Academia para siempre y no se casó ni tuvo hijos ni nada. Como todas las instructoras —dijo Alexia que no comprendía las decisiones de aquella bruja.

—Si hubiese querido que fuera diferente, de todos modos no habría tenido tiempo para nada de eso. La encontraron ahorcada en el altillo, asfixiada por una soga, pero con marcas un tanto extrañas en el cuello.

Alexia se quedó helada. Se llevó la mano al cuello, pero no encontró el collar del Círculo, hacía meses que no lo sacaba del fondo del cajón para ponérselo.

—¿Me creerías si te digo que sé qué le pasó?

La abuela asintió, nada más. Lo sabía. Cuando continuó hablando, ya no era de Nerea.

—Ahí están Diana y Delia. —Volvió un par de generaciones en el tiempo y señaló un par de chiquillas que llevaban sombreros de ala ancha y vestidos rosa—. Después de reclamar el poder y confirmarse en el Círculo, se fueron como mochileras a explorar las selvas del norte. Encontraron el cuerpo de Delia treinta años después cuando los perros de unos cazadores desenterraron sus huesos. De Diana nunca se supo nada más.

»Y después está Lina, la hermana de mi madre.

La mujer a la que hacía referencia la abuela llevaba el pelo atado en un rodete, tan justo que casi parecía que no tenía cabello cerca de la frente. Vestía saco a cuadros, camisa blanca, corbata y tenía un habano en la boca.

—Debió de ser todo un personaje.

—Oh, lo era. Me divertía mucho con ella. Era estrafalaria y encantadora, pero cuando el resto de la familia la recordaba siempre mencionaban lo molesto que se convirtió tenerla en Mistrás después de regresar de París.

—¿Qué hacía en Francia?

—Decía que quería ver el mundo; así que, cuando el momento llegó, a mi abuela no le pareció mal enviarla a la Academia allí.

—¿Eso se puede? —inquirió Alexia—. Cómo no se me ocurrió a mí.

—Cuando regresó —continuó la abuela haciendo caso omiso al comentario—, se paseaba por la ciudad en bicicleta, vestida de hombre: pantalones, corbatas y sombreros de paño. Por más que en el Círculo se aceptaran ese tipo de vestimenta, las bicicletas y los pantalones no eran cosa de mujeres para la gente común. Llamaba demasiado la atención. No es que no la tuvieran ya. Las personas del pueblo siempre hablaron sobre nosotros de la misma forma, toda mi vida ha sido así y sospechó que cuando ellos tres cimentaron esta casa también era así. Lina y sus corbatas no revelaron ningún secreto, no nos sacaron de entre las tinieblas.

—¿Estás segura que siempre fue igual? Esta ciudad es demasiado hostil como para que a nadie en la familia se le haya ocurrido mudarse.

—Quizás al principio, cuando los Graf se instalaron aquí, no. Cuanto más atrás en el tiempo vamos, más supersticiosos eran todos. No debieron de tardar mucho en averiguar que eran brujas.

—Fue el miedo el que los mantuvo en silencio.

—Precaución —aclaró la abuela—. Y yo no lo llamaría silencio. Murmullo, más bien. Uno con la capacidad de extenderse y amplificarse, hasta que nuestro secreto ya no era secreto y ya no nos pertenecía ni el relato público sobre nosotros mismos. Siempre lo supieron y siempre nos odiaron por ello, solamente que en nuestros tiempos ha salido a la superficie y somos nosotras las que nos escondemos.

»En fin, mi abuela era partidaria de mantener el perfil bajo. No mezclarnos con la gente fuera del Círculo, era un método de supervivencia.

—Uno bastante injusto, ¿no te parece?

—Puede ser, pero las cosas son como son y ni Lina, ni yo, ni mi abuela podíamos cambiarlo. La orden era la discreción, aunque a Lina mucho no le importaba, o es que un buen día decidió que quería convertirse en un dolor de cabeza para todos. No solo la llamaban bruja, sino también indecente, inmoral, degenerada. Yo todavía no tenía edad para saber qué significaban esas palabras.

»No tardó en llegar a los oídos de la familia que Lina frecuentaba a una mujer, Ofelia. Lina dijo que la había conocido en clases de crochet, aunque nadie se creía que a ella le pudiera interesar el tejido.

—Debió de ser un buen lugar para conocer señoras —apuntó Alexia.

—Lo imagino. Ofelia todavía era joven y estaba no tan felizmente casada. Por supuesto, ni ella ni su esposo tenían nada que ver con el Círculo. Era una simple ama de casa ahogada por la crianza de su berrinchudo hijito, que no debía superar los cinco años. Su marido era un abogado bien reconocido en la ciudad por deberle todo su dinero a las casas de juego clandestino. El día que nació el hijo de ambos, él decidió hacer una incursión en la política que lo mantuviera ocupado y alejado de la familia. Pasaba mucho tiempo fuera de la ciudad haciendo la Diosa sabe qué cosa y abandonaba a Ofelia con su bebé por semanas con un presupuesto más que ajustado.

—Me recuerda a alguien.

La abuela la ignoró.

—La pobre estaba a merced de algún amigo que le sobrara un par de platos de comida, y eso incluía a Lina tan seguido que Ofelia terminó pasando más tiempo aquí que en su propia casa.

—Y eso también les molestaba.

—Se sentían invadidos y, a pesar de que a mí me caía bien, me parecía raro que pasara tanto tiempo en casa. Nadie externo a la familia lo hacía, ni siquiera venían mis compañeritas de primaria. Era natural que le tuviesen recelo. Lina la trataba como si la conociera tanto como a sí misma, pero nadie tenía idea cuánto hacía que ella sabía de su existencia.

»Siempre fue recibida, aunque nunca de buen grado. Mi tía abuela Gertrudis ponía el grito en el cielo cada vez que la veía venir a través de la bola de cristal. Recuerdo a Ofelia con sus sombreritos cloche y guantes a juego con el vestido que llevara puesto, tímida e incómoda, sentada en el comedor entre el silencio desconfiado de la familia y los parloteos de Lina, que nunca se enteraba de nada. Mucho tiempo después, supe que, a pesar de que mi abuela prefería no entrometerse en los asuntos de la familia de un señor tan importante, le daba pena Ofelia, y esa es la razón por la que nunca se negó a recibirla a ella ni a su hijo, cuando comenzó a traerlo. Aunque el comportamiento distante para con ella no cambió mucho, ni siquiera cuando a Lina se le ocurrió anunciar que la tomaría como aprendiz y la metería en el Círculo tan pronto como se pudiera.

—Pero Lina no era instructora, ¿no es así?

—Claro que no. Solo era una inconsciente que creía que podía hacer lo que quisiera con la esposa de un hombre influyente en un pueblo chismoso.

—Estoy empezando a pensar que Lina, como la mayoría de las personas en tus historias, no vivió muchos años.

La abuela rio.

—Al final, tener a Ofelia en casa fue menos problemático que dejarla pasearse de la mano junto a Lina por la ciudad —continuó la abuela—. Eran la comidilla del pueblo y a ninguna de las dos parecía importarle. Al menos no hasta que los hermanos de Ofelia cruzaron a Lina una noche y le expresaron su deseo de que se alejara de ella a las piñas.

—¿Se defendió?

—No uso magia, si a eso te refieres. Dejó que la golpearan hasta donde consideraron prudente, y cuando la dejaron ir, regresó a la casa en el máximo de los sigilos. Estaba asustada, solo le contó a mi madre lo que había sucedido. No es que hayan sido confidentes, nada de eso, pero necesitaba alguien que le curase las cortadas y magulladuras. Se quedó en la cama abrazada a su gato por días, hasta que desaparecieron completamente. Pero eso no fue todo. La familia de Ofelia también le quitó al niño. No sé qué fue lo que hicieron, si utilizaron la fuerza, amenazaron con denunciarla o le lavaron el cerebro para que crea que entregándoselo, el niño viviría mejor.

—Mientras tanto, ¿qué hacía el marido?

—Nunca supimos si él se enteró de cuánto se frecuentaban.

—Es obvio que sí.

—No me resultaría tan descabellado que haya decidido ignorar deliberadamente todo lo que le llegaba porque su hogar no era un asunto de su interés. Al menos no, mientras no sucediera nada que lo molestase —Se encogió de hombros—. El hecho es que, un buen día, regresó a su casa y no encontró ni a su hijo ni a Ofelia.

—Estaba aquí.

—Ya no. Una vez desligada del niño, no tuvo motivos para regresar a esa casa que nunca debió de sentir como propia. Se instaló en la habitación pequeña que da al patio y se quedó allí el tiempo suficiente para que Lina empacara sus cosas. Partieron juntas a París de donde Lina nunca tendría que haber vuelto. Yo lloré para que mi tía no se vaya, pero lo único que conseguí fue retenerla unos minutos y que me prometiera que, en un abrir y cerrar de ojos, ella estaría de visita. La dejé marcharse. Decidí creerle a pesar de que tenía un fuerte presentimiento de que no la vería nunca más. Y así fue. Me mandaba cartas a mí y a la abuela, y de vez en cuando, bombones.

—¿Qué fue de ellas después?

—Vivieron en la ciudad trabajando como curanderas por muchos años hasta que Lina murió. Fue el año después de que naciera Ana, Ofelia me escribió con la noticia y dijo que tenía planeado irse a vivir al campo, donde el aire estaba menos contaminado de recuerdos. Le envié un par de cartas después y no recibí respuesta. Supongo que ella también murió, solo que ya no quedaba nadie para avisarnos.

»No todo fue tan fácil después de su escape. La familia de Ofelia hizo que su marido regresara a hacerse cargo del asunto para poner en vereda a su esposa antes de que se convirtiera en una bruja.

—¿Vinieron?

—Oh sí, vinieron. En la casa todos los estaban esperando. Mi tía abuela Gertrudis lo había predicho mucho tiempo antes mirando dentro del aljibe del patio. A mi y a mis primos nos enviaron a encerrarnos en la cocina con la orden de escapar por el patio si llegaba a pasar algo. Estaba asustada, pero no recuerdo que ni mis padres ni nadie se preocupara mucho por la inminente llegada.

—Tuvieron tiempo de prepararse.

—Vinieron tres. Los escuché gritar una versión de la historia bastante diferente de la que me contarían después. Hablaban de las orgías con el demonio que hacíamos cada fin de semana y de cómo habíamos sangrado al hijo de Ofelia para bebernos su sangre porque el diablo así nos lo pidió. Mentiría si dijese que nunca antes había escuchado barbaridades por el estilo...

—Esa gente estaba loca. Igual de loca que los pueblerinos de ahora.

—Oí la voz de mi abuela fuerte y clara, con todo el peso de autoridad que siempre llevaba. Los invitó a pasar y justo después de eso el reflejo de un resplandor verde nos llegó por entre las hojas de la puerta cerrada de la cocina. La risa de mi tía abuela Gertrudis opacó cualquier otro sonido.

—Qué lástima que te lo perdiste.

—Mi abuela les dijo que la próxima vez que se acercaran a la casa verían al demonio en persona y no los dejaría correr como las ratas cobardes que eran. —La abuela sonrió—. No me enteré que regresaran, pero se encargaron de difundir por todo Mistrás cualquier cosa que se les viniera a la mente sobre nosotras. El resto lo tomó y lo deformó, al punto de que, por cada historia, circulaban cinco versiones como mínimo.

—Todas muy creíbles, ¿no?

—La gente habla tanto que se vuelve imposible distinguir entre la mentira y la verdad, y casualmente la mayoría suele elegir creerse la mentira.

—¿Sabía bien la sangre del niño?

—De maravillas —respondió la abuela divertida.

—Hablando en serio, ¿qué fue del hijo?

La cara de la abuela se puso seria, y a Alexia le pareció que de repente recordó que el abuelo estaba en el cuarto, porque fue junto a él.

—Olvidé de darle el té y ahora se ha enfriado —dijo mientras revisaba la bandeja y le dejaba otro bizcocho en la mano.

—Abuela, eres pésima fingiendo demencia.

—El hijo es otra historia —suspiró—. No le quedó mucho amor por su madre y con razón.

—Por casualidad, ¿recuerdas su nombre?

—Jorge o José o algo parecido.

En realidad, a Alexia le interesaba más el apellido, pero la abuela no se lo diría si no quería, y claramente no quería. Alexia se resignó rápidamente y volvió a acurrucarse en el sillón. El último cuadro, antes de que empezaran los paneles vacíos, era el único en que podía reconocer a casi todos. Estaba hecho a carboncillo, los rasgos de los modelos lucían mucho más definidos que la mayoría de los anteriores, a pesar de que no tenía color. Estaban el abuelo, con una mata de pelo oscuro y sin lentes, y la abuela, sin ninguna arruga, sosteniendo un bebé tapado en mantas al que no se le veía más que la frente y la naricita. Esa era Julia cuando todavía no sabía hablar y, por ende, no fastidiaba a nadie. A su lado, había una señora ya mayor que bien podía ser la madre de Halia o alguna tía. Sentadas en un par de sillas en frente, había dos niñas. Una era Claudia, su madre, aunque cualquiera que la viese pensaría que era Alexia. Las mismas pecas, el mismo cabello enrulado, la misma cara infantil y regordeta, otra vez persiguiéndola. Hasta la propia Alexia hubiese dudado de quién era de no ser por el contexto. A su lado, se encontraba una niña considerablemente más alta y flacucha, con el mismo cabello enrulado pero de color oscuro atado en una coleta y una sonrisa de oreja a oreja. Era Ana, su otra tía, a la que solo nombraba el abuelo cuando desvariaba.

A Alexia le interesaba saber a ciencia cierta qué había sido de ella, aunque podía imaginarlo: muerta igual que el resto y olvidada en el silencio de los que la habían conocido. Ni siquiera tenía una habitación en la casa, a pesar de que la de Claudia se mantenía cerrada tal cual como la había dejado y permanecería así por mucho tiempo porque Alexia no se animaba a entrar. Ana era otra desconocida. Le hubiese gustado saber de ella, pero la abuela no hablaba y Alexia no preguntaba.

—Ya que me contaste tantas historias, ¿por qué no me dices algo de mi madre?

—¿Hace falta? Tú ya debes saber mucho de ella.

—Solo que Bina considera... consideraba que soy igual de inútil y mediocre que ella.

—¿Y te lo crees?

—Es lo que todos decían. Yo no sé más que eso. —Se cubrió con la frazada de nuevo—. La foto que hay en mi cuarto, a veces la miro y me veo a mí. No me gusta. Yo no quería el peso de ser como ella, me torturaba cada vez que Bina me lo achacaba. Hiciera una cosa, o justo lo contrario, siempre desembocaba en lo mismo: era igual de mala que ella y no tendría ningún futuro. Sigo sin entender qué es lo que veía en ambas que odiaba tanto.

Alexia esperó que la abuela sugiriera algo, pero Halia se limitó a negar con la cabeza mientras le limpiaba con una servilleta las comisuras de los labios al abuelo.

—En cambio —continuó Alexia—, cuando la veo aquí en el cuadro sonriendo de verdad siento... ¿nostalgia? —dijo insegura—. ¿Puedo sentir eso por momentos que no viví? ¿Puedo extrañar a alguien que nunca conocí de verdad? ¿O es que soy una estúpida demasiado sensible para afrontar la realidad de la muerte?

—No es que nunca la hayas conocido. Pasaste mucho tiempo con ella y eras lo suficiente mayor cuando murió como para recordarla.

—Pero no recuerdo. —Se le llenaron los ojos de lágrimas que secó con la manta—. La busco y no hay nada más que vacío. Y siento... siento que la odio por no llenarlo. Pero después la veo aquí y no puedo evitar entristecerme —la voz le salía temblorosa y desgarrada.

—Ay, Alix. Te abrazaría si pudiera —dijo Halia que había flotado hasta donde estaba ella.

Alexia estiró la mano y trató de asir la de la abuela. Le pareció que sus dedos se cerraban sobre algo corpóreo, pero en el acto, el frío la invadió y su mano se cerró en un puño, sin nada dentro. El llanto acudió a ella más fuerte y se vio obligada a enterrar la cara en la manta.

—A veces sospecho que es la resignación. —Escuchó que decía la abuela.

Alexia levantó la cabeza. Tenía la cara llorosa, roja y le picaba por el contacto con la lana.

—¿El qué? —preguntó confundida.

—El parecido entre las dos.

La abuela permaneció un rato a su lado hasta asegurarse de que Alexia se tranquilizaba y no se desmoronaba en mil pedazos. Dejó al abuelo cerca del sillón, juntó la bandeja con los restos de comida y el té frío y los abandonó en la sala otra vez.

—¿Debería pintarme a mí misma y anexar el cuadro? —le preguntó Alexia al abuelo que la contemplaba con curiosidad desde su silla de ruedas.

—Espera a tener tu familia.

—No creo que eso vaya a pasar —dijo desalentada. El abuelo no sabía nada sobre el asesinato de Bina. En sus momentos de lucidez, debía de pensar que Alexia se estaba tomando unas largas vacaciones en casa o que ya se había graduado de la Academia y que el gato de Julia era suyo.

—¡Cómo que no! Tu debes tener a alguien revoloteando por ahí. ¿Me equivoco?

Alexia rió avergonzada.

—No vas a creer que yo pienso que vas solo a estudiar allá a la Academia esa, ¿eh?

—No se que decir. —Se pasó la mano por el pelo con nerviosismo—. Bueno... Puede ser que haya alguien —comenzó mientras esbozaba una sonrisita.

El abuelo ni siquiera se detuvo a escucharla.

—Ya decía yo que mi hija linda iba a conseguir a alguien rápido. Bah, todas mis hijas son lindas, pero tu hermana es una mal llevada. Hay que ver si encuentra alguno que la aguante.

Alexia se hubiese reído de Julia, de no ser porque le interesaba que la escuchara y que supiera que era ella y no su madre. Fue una tonta al pensar que podía hablar en serio con él.

—Me gustaría saber por qué todas nuestras conversaciones terminan igual —dijo y volvió a taparse la cara con la manta.

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