Nosotros Nunca [YA A LA VENTA]

By srtaflequis

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«Nosotros Nunca» ya está disponible en PAPEL y puede ser vuestro 💫 esto es una primera versión de la histori... More

Nota de autora
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El monstruo de las pesadillas (1)
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El monstruo de las pesadillas (2)
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6
El monstruo de las pesadillas (3)
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El monstruo de las pesadillas (4)
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10
El monstruo de las pesadillas (5)
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El monstruo de las pesadillas (6)
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El monstruo de las pesadillas (7)
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El monstruo de las pesadillas (8)
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17. 1
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El monstruo de las pesadillas (9)
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El monstruo de las pesadillas (10)
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El monstruo de las pesadillas (11)
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El monstruo de las pesadillas (12)
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El monstruo de las pesadillas (13)
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El monstruo de las pesadillas (14)
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FINAL

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By srtaflequis

Dylan.

Salgo de la ducha con una toalla enrollada en la cintura que cubre mis piernas, el pelo mojado y ligeramente despeinado y gotas de agua que resbalan por mi piel. Me ha sentado de maravilla. Lo necesitaba. La ropa apestaba a alcohol, la he tirado en el cubo de la ropa sucia sin revisar los bolsillos, ya lo haré en otro momento. Me he echado el desodorante y me he bañado en perfume, ese que tanto le gusta a Natalia. No me quiero imaginar lo que ha tenido que significar para Natalia verme así. Oler. Relacionar mis actos con el monstruo de las pesadillas. Aunque no lo diga en alto, sé que lo piensa.

En el salón encuentro a Natalia sentada en el sofá, inclinada ligeramente hacia delante con las manos sobre la cara. No se molesta en mirarme cuando me escucha bajar las escaleras. Zack pone los ojos en blanco y se acerca a la puerta de la calle. Me fijo en las maletas que reposan al lado del marco.

—No puedes irte a Madrid —le digo a Natalia, que me mira con incredulidad.

—Claro que puedo.

Zack se acerca hasta mí. Sé que debería decir lo que vi, lo que descubrí. Sé que debería ser sincero con ella, conmigo. Que, quizás, si fuera consciente de la realidad no regresaría nunca a los brazos de ese malnacido. Pero no puedo. No encuentro las palabras exactas para explicarlo. Ni siquiera sé si es eso lo que ella quiere, quedarse aquí, conmigo. ¿Y si lo único que quiere es huir? No podría hacerle eso. Atarla. No puedo. No... ¡Joder!

—¿Sabes algo que tengamos que saber los demás? —pregunta el rubio.

—No.

—Dylan —repite, con seriedad.

Ni yo me creo lo que estoy diciendo ¿cómo se lo va a creer él?

—He dicho que no —sentencio. Zack asiente con la cabeza, pero no parece conforme con la respuesta—. ¿Podemos hablar?

Se encoge de hombros y camina, alejándose de Natalia. Yo le sigo.

—Está muy enfadada ¿Verdad?

—No es plato de buen gusto que estés hablando con alguien sobre un tema importante y se marche. Mucho menos si después viene con la patraña de una película de drama con el "No te vayas". Somos adultos, Dylan. Los problemas se hablan, no se evitan.

—Cuídala —me limito a decir.

Él frunce el ceño. Señalo su maleta.

—Somos adultos —continúo—. ¿Vamos a negar lo evidente? Te vas con ella. Incluso, me arriesgo a decir que no te lo ha pedido. Por eso yo te pido que la cuides. Sé que lo harás, te conozco. Pero quiero asegurarme.

—Deberías ser tú el que ocupara mi asiento en el avión.

—No puedo.

—No puedes ¿O no quieres? —me rebate.

—¿Me vas a venir con esas? ¿Tú?

—Lo que estás haciendo es digno de un cobarde —masculla.

—Habló. El que va a seguir a su amiga cruzando el charco con la excusa de no dejarla sola, cuando en realidad lo que busca es huir de sí mismo. Lara no merecía que la dejaras tirada en el aeropuerto después de ser tú el que propusiera el viaje.

—Natalia no merece que le hagas esto.

—Entonces somos dos putos cobardes —sentencio.

Zack enciende el teléfono y revisa la hora en la pantalla de bloqueo.

—Cuídate, Dylan. Lo necesitas —me choca el hombro y camina hasta el salón. Se para a unos metros de Natalia, que sigue en la misma postura—. Natalia, vamos a perder el avión.

No es hasta que Zack lo verbaliza cuando me doy cuenta de la realidad. No la puedo perder. A ella no. No puedo dejar que se vaya así. Con ese sabor de boca. No puedo permitir que me recuerde así, como la persona que le rompió el corazón.

—No te vayas —grito en alto.

Mi voz resuena con fuerza. Zack me fulmina con la mirada y Natalia, por primera vez desde que hemos llegado, separa las palmas de sus manos de su rostro y me mira. Sus mejillas son rojas, color cereza. Tiene los ojos ligeramente hinchados. Brillan. Muchísimo. Y no precisamente porque tenga enfrente la luz, sino porque ella es todo eso que forma las estrellas, aunque todavía no lo sepa. Recorro los pasos que nos separan y me pongo de cuclillas en el suelo. Guardo sus manos en mis manos. Trago saliva con dificultad

—Dame un día —consigo pronunciar—. A ti. A mí. A los dos. Un último día.

—¿Qué cojones estás diciendo? —espeta Zack.

—Solo uno, te lo prometo —concreto.

—No hagas promesas que no vayas a cumplir —dice ella.

—Sacaré un billete para el último vuelo del día, lo pagaré yo. Y te llevaré al aeropuerto.

Natalia guarda silencio. Se lo está pensando, no deja de darle vueltas. La conozco. Una frase más será suficiente para que acepte.

—Me encantaría darnos el final que merecemos —digo.

—No creo que ningún final quede a la altura de lo que merecemos, Dylan.

—Natalia, el vuelo —le recuerda Zack, con autoridad.

Ella no le da respuesta. Queda inmersa en mis ojos. Primero admira con detenimiento uno y luego el otro. Por inercia recorre mis labios y muerde los suyos, indecisa. Al final coge aire profundamente, se levanta y me da la espalda.

—¡Por fin! —exclama Zack, que camina en solitario hasta la puerta de la calle. Natalia no le sigue. Se gira para buscarla. Y ella le hace una mueca—. Espero que sea una broma.

Natalia se acerca hasta él y le abraza. Murmura en su oído un suave "gracias" acompañando a un "lo siento" lo suficientemente alto.

—Necesito hacer esto, Zack.

—Espero que tu decisión no dependa de él —responde él.

—No tienes por qué venir conmigo.

Zack cuela la mano por debajo de su cuello y la deja sobre su nuca. La acerca a él y le propina un beso tierno en la coronilla. Masculla algo inentendible.

—Perderás el dinero de tu billete, pero no del mío. Nos vemos en Madrid, enana.

Agarra la maleta y me mira. Se acerca los dedos a la frente y se despide de mí con un gesto militar. Yo asiento con la cabeza. Nuestro orgullo nos impide acercarnos y darnos un abrazo. Le despedimos desde la entrada de casa y vemos cómo monta en el taxi. No mira hacia atrás. Me lo tomo como un símil con la realidad. Natalia suspira y la miro por encima del hombro sin que se dé cuenta.

Los colores del amanecer se intensifican en frente de nosotros y los sentimientos siguen su cauce. En cuestión de minutos, está llorando sobre mi hombro, tumbados en la cama, mientras la abrazo, con la toalla aún enrollada a mi cintura.

Me mata verla así. Sentirla. Escuchar su corazón romperse poco a poco.

—Deberías dormir un poco —le digo.

—No quiero —masculla, a la defensiva. Me abraza con fuerza y entiendo que su intención no era hablarme así. Comienzo a acariciar su pelo. Mis dedos se deslizan con suavidad por sus raíces. Es cuestión de tiempo. Minutos. Segundos. En algún momento sus emociones brotarán en forma de palabras. Confío en que ocurra—. Tú también deberías dormir. Creo que sigues borracho.

No puedo evitar soltar una carcajada. Natalia apoya la mandíbula sobre mi pecho y sonríe.

—Solo un poco —contesto.

—Sólo alguien que está muy borracho es capaz de aferrarse a algo que ya no es.

Auch.

Un balazo en el pecho hubiera dolido menos.

—Me quedaré una temporada en Nueva York. Sin ti, me sobrarán horas en el día para pensar. Me apetece estar aquí, en mi cuarto. En mi casa. Y es que sin vosotros, sin la vida que he vivido estos meses... lo único que me queda es mi padre. Y tampoco está. Pero creo que aún lo siento presente.

—¿Me perdonarás? —pregunta, con la voz temblorosa. Pongo mi mano en su mejilla y acaricio su piel con el dedo gordo.

—No tengo que perdonarte nada. Ni ahora. Ni las quince mil veces que me has pedido perdón desde el día que nos conocimos. Tienes que aprender que las personas tomamos decisiones, elegimos caminos y trazamos sueños que no siempre agradan a quienes nos rodean. Y no podemos hacer nada más que seguir adelante y confiar en que quiénes nos quieran de una forma sana permanezcan a nuestro lado, aunque teman porque nos equivoquemos.

—¿Crees que me estoy equivocando?

—Creo que el miedo te está haciendo huir en dirección equivocada.

Alargo el brazo para coger el móvil y le muestro la pantalla, el correo en copia que me mandó la editorial como respuesta al manuscrito. El mismo correo electrónico que le llegó a ella.

—Lo sé desde el mismo momento en el que tú te enteraste —le digo—. Por eso me enfadé. No porque decidieras ir a Madrid, que también. Sino porque me estabas mintiendo aún a sabiendas que tus ojos siempre dicen la verdad.

Su cara es un poema. Tiene la boca entreabierta y los ojos muy abiertos. Espero que siga respirando

—No te exigen presencialidad, Natalia. Te dan la opción de reunirse contigo a distancia. De hacer el proceso de edición y publicación de una manera telemática. Ahora dime ¿Por qué quieres volver al lugar del que te escapaste?

—No voy a volver a mi casa —aclara—, tampoco voy a pisar el que hasta entonces era mi barrio. Ni siquiera voy a avisar a mi familia, incluyendo a mi madre, de que he vuelto. Tyler quedará lejos, muy lejos.

—No mereces esconderte.

—No lo voy a hacer.

—Sí. Sí lo vas a hacer. No has dudado en posponer el viaje un día. No te lo has pensado, Natalia. Has aceptado y estás tumbada en mi cuarto un sábado a las siete de la mañana, sobre mi cuerpo, aferrada a algo que ya no es, sin zapatillas y despreocupada por lo que pueda pasar al terminar el día. No has pensado en la posibilidad de que no sacara el billete de avión y te estuviera mintiendo. No me has preguntado si lo he comprado.

—¿Lo has comprado?

Asiento con la cabeza y hace una mueca de conformidad. Me incorporo y me levanto de la cama. Abro el armario y saco algo de ropa, cuando vuelvo del baño, con una camiseta ancha sin mangas, unos vaqueros y las deportivas, Natalia me hace un repaso de pies a cabeza.

—¿Sabes¿ —comienzo, para romper el silencio—. Confío en nosotros. En lo que somos, en lo que hemos sido y en lo que hemos soñado con ser. No quiero encontrarme contigo dentro de un tiempo y empezar un nuevo comienzo tal y como pusimos fin a la anterior etapa.

—¿Crees que somos etapas?

—Sí —respondo.

Ella sonríe de medio lado, pero al instante neutraliza su rostro y vuelve a fijarse en mi camiseta de color rosa.

—Te sienta bien el color. No sé por qué vistes taaaaan de negro.

—Me identifico.

—¿Te identificas con la oscuridad? —se extraña.

—Me identifico con la ausencia de luz.

—Para mí eres luz en los días más oscuros —me confiesa.

Me siento a su lado, en el borde de la cama. Ella se sienta encima de mí a horcajadas. Me dejo caer hacia atrás sobre la cama. Pongo mis manos en sus caderas y observo como se quita la camiseta de Nirvana que lleva puesta, la mía. Ahora soy yo el que quiere memorizar cada tramo de su cuerpo.

—Es tuya —le digo—. Quédatela. Esa y las tres o cuatro que tienes mías.

—¿Con qué te quedarás tú?

La pregunta me pilla de sopetón, pero tras unos segundos pensativo encuentro la respuesta.

—¿Tu cámara de fotos sigue teniendo carrete? —pregunto.

—Mmm... ¿Sí?

Sonrío.

La aparto y la dejo caer sobre la cama. Bajo corriendo las escaleras y ella me sigue tan rápido como puede, mientras grita palabras que no me digno de escuchar. Me tiro de rodillas al suelo según veo su maleta. Abro la cremallera y ella chilla, histérica.

—¡Me ha costado la vida hacerla, Dylan Brooks!

—¡Quiero la cámara! Sólo serán unos minutos.

Natalia se abalanza sobre mi espalda y me aparta. Cierra rápidamente la maleta y se acerca hasta su mochila. Antes de que pueda volver a abrirla, me lanza lo que parece la funda de la cámara instantánea. La cojo al vuelo y suspira aliviada. Todavía me acuerdo cuando fuimos al centro comercial y se la compró.

—Queda una foto —informo.

—¿Qué quieres inmortalizar?

—A ti —me pongo de pie y la engancho del brazo. Tiro de ella. La hago quedarse quieta, frente a la pared blanca del pasillo—. No pestañees, por favor.

—Lo intento —me dice, divertida. Al toparse con la seriedad de mi rostro, me imita el gesto y añade—. Saca la foto, macarra. Tengo hambre. Y ya que hemos decidido no dormir..., me gustaría aprovechar este día contigo.

Asiento y me acerco la cámara a la cara. Guiño el ojo contrario y enfoco el objetivo. Aprieto el botón y el flash ilumina su cara. La foto comienza a salir por la ranura de arriba y Natalia la agarra de una esquina. Comienza a agitarla. Mientras revelamos la imagen, guardo la cámara en su funda y la meto en su mochila para que no se la deje olvidada. Al girarme veo a Natalia mirar la foto con el ceño fruncido.

—Sólo había un intento.

—¿Y bien?

—¡Sólo me has sacado los ojos! —me la enseña. Y sonrío con amplitud.

—Perfecto —se la arrebato y me la meto en el bolsillo trasero del pantalón.

—¿Para qué quieres una foto de mis ojos?

—¿Por qué no querría una foto de tus ojos? —rebato.

—Dylan... —arrastra las palabras, como si pudiera escuchar mis pensamientos. Acerco el dedo índice a mis labios y siseo. Natalia pone los ojos en blanco y se muerde el labio con inquietud—. ¿A qué hora sale el vuelo?

Mierda.

El vuelo. Joder.

—El más tardío es a las cuatro de la tarde.

Natalia guarda silencio, aparta la mirada y me da la espalda. Saca el móvil de su bolsillo y contempla la pantalla. Voy tras ella, pero antes de que pueda alcanzarla voltea con decisión, sin saber que me encuentro a escasos centímetros de su cuerpo.

—No quedan plazas para el de las cuatro. El próximo y único vuelo del día sale dentro de dos horas. Y tardamos una hora en llegar al aeropuerto. Deberíamos salir ya de casa... Me temo que...

—Puedes irte mañana —me apresuro a decir.

—Dylan... me lo has prometido. Sólo un día.

—Un día no es suficiente. ¡Unas horas no son suficientes!

—Pero debo —musita, con tristeza.

Me llevo las manos a la cabeza y apoyo los brazos sobre la encimera de la cocina. Necesito pensar. Es imposible que no se me ocurra nada. Jodidamente imposible. No me quiero separar de ella. Ni dejarla ir. No quiero enfrentarme a la despedida. Ni escucharla pronunciar adiós por última vez. Maldita sea. No puedo perderla.

Cierro los ojos con fuerza cuando siento su cuerpo pegado a mi espalda. Sus manos se abrazan a mi torso y me aprietan con fuerza. Nos quedamos callados. Ella no sabe qué decir. Y yo tampoco. Me rompe. Me rompo. Y lloro. Las lágrimas se deslizan por mi rostro arañando mi piel. La fuerza me juega una mala pasada, la noche pasa factura y las emociones siguen su cauce. Las piernas me fallan y clavo las rodillas en el suelo. Natalia emite un pequeño grito y cae conmigo. Y no me suelta.

—Por favor, no lo hagas nunca —le suplico. No soy capaz de mirarle a la cara—. No me sueltes.

—No lo voy a hacer, Dylan —me coge la cara entre sus manos—. Estoy aquí, contigo.

—Pero te irás.

—Y seguiré estando.

Estrecha mi cabeza en su pecho y me rodea con seguridad. Entrelaza los dedos en mi pelo y hace esos movimientos con las yemas de los dedos que tanto me relajan. Mis pulsaciones disminuyen y su respiración lenta y calmada me ayuda a controlar el aire que entra y sale de mis pulmones.

—Nos hemos centrado tanto en salvar al otro que hemos olvidado que nosotros también necesitábamos ser salvados —murmura—. Al final, volvemos al punto de partida. Dos corazones rotos que buscan unos brazos que les hagan sentir que todo irá bien.

—No puedo asegurarte que todo vaya a ir bien —me lamento.

—Yo tampoco.

—¿Podemos quedarnos así unos minutos más?

—Sí, mi amor —contesta.

Levanto ligeramente la mirada y sus ojos se encuentran con los míos.

—Es la primera vez que me llamas así —le digo.

—No será la última —sonríe.

El corazón duele un poco menos.

El trayecto en coche hasta el aeropuerto lo pasamos en silencio. Natalia tiene la mirada clavada en la ventanilla y de vez sorbe su nariz y desliza el canto de la mano por la zona inferior del ojo. No quiere que la vea llorar. Lo entiendo. Llevo un buen rato conteniendo las lágrimas.

—Lo siento —me abraza.

Entierro la nariz en su cuello y aspiro su perfume una última vez.

—No te disculpes por vivir —murmuro en su oreja. Natalia solloza en mi pecho. No puedo más. Necesito terminar con esta tortura—. Vete antes de que me tire al suelo de rodillas y te suplique entre lágrimas que te quedes conmigo.

—Si lo hicieras.... —suspira.

—No lo voy a hacer —le advierto.

Siento su cuerpo alejarse con cautela del mío. Entonces son sus ojos los que se encuentran con los míos, que piden a gritos una oportunidad. Natalia hace una mueca y coloca su mano en mi mejilla. Acerca su rostro al mío.

—No lo hagas más difícil —le pido.

—Un último beso, por favor.

Las puntas de nuestras narices se acarician. Tenerla tan cerca de mí acelera mis sentidos. El tiempo transcurre tan deprisa cuando su aliento choca con el mío... No quiero que este momento termine nunca. No quiero, no puedo, no debo besarla. Pero no puedo luchar con la fuerza de atracción que reduce la distancia entre nuestros labios cada segundo que pasa.

Su boca impacta en la comisura de mis labios y susurra:

—Deja que guarde en mí el sabor de tus labios.

Aferro mis manos a sus mejillas y muerdo mis labios.

No podemos hacerlo.

—Por favor —su voz suena rota. Casi tanto como su corazón. Como el mío.

A la mierda.

No lo pienso más. Impacto mi boca contra la suya. Nuestros labios se entreabren y su interior me pide más. Mucho más. Y se lo doy. Quiero dárselo. Puedo. Nos lo debo. En mi estómago algo hace chiribitas. Un escalofrío recorre mi cuerpo de pies a cabeza y una fuerza descomunal llena de pasión se apodera de mí. Es imposible que nadie me haga sentir así. En el cielo. Flotando. En el puto paraíso. Eso es su boca. El paraíso, ese con el que soñamos al dormir. Del que nos hablan los libros de amor. Ella es eso. Un libro lleno de historias que contar. Y nuestra historia, que está a punto de terminar, quién sabe si con un punto seguido o final, es tan sólo uno de los tantos capítulos que lo forman, hasta alcanzar la felicidad, paz y plenitud de la protagonista.

Nuestras lenguas giran entre sí, se acarician y se sienten por última vez. Me aferro a sus labios, los muerdo, lamo y beso. Me aferro a nuestro último momento. La última ocasión de nuestros cuerpos de ser uno. Es un beso lento, suave, real. Casi tanto como lo que todavía existe entre nosotros.

Nos cuesta alejarnos. No podemos dejar de besar la boca del otro y como excepción, abro los ojos al sentir que sus labios se deslizan por los míos, deshaciendo el nudo que nos une. Guardo el momento en mi retina. Y me sonríe. A mí. La persona más bonita del mundo me sonríe a mí. A nadie más.

Agarra la maleta y comienza a caminar. Meto las manos en los bolsillos del pantalón y me quedo inmóvil. Entonces entiendo que no era una sonrisa cualquiera, sino el adiós que ella no es capaz de pronunciar. Frente a la puerta de embarque, antes de entrar, voltea para verme, me lanza una bola de papel arrugada y grita en alto:

—El día que te conocí comenzó a sonar la canción más bonita del mundo. Escuchar nuestras canciones hará que me sientas cerca —se coloca los auriculares—. ¡Yo ya lo estoy haciendo!

—Y yo a ti, morena.

Desenvuelvo la pelota de papel y la extiendo. Leo lo que hay escrito, los títulos de cada una de las canciones y una frase de sus letras que las acompañan. Las dos últimas palabras distan de ser música, pero resuenan en mi cabeza como tal.

Nosotros siempre, macarra.

Con ella me despido de las formas de decir te quiero, sin decirlo.

El niño al que un día le rompieron el corazón ahora se ha convertido en un adulto que ve marchar al amor de su vida. Porque eso se sabe. Se siente. Es ella. Será ella aquí. O en la Luna. Y si no lo es, entonces me habré equivocado de libro, pero nunca de amor. Ni de persona.

Somos nosotros, lo sé. Aunque nosotros nunca.

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