Nosotros Nunca [YA A LA VENTA]

By srtaflequis

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«Nosotros Nunca» ya está disponible en PAPEL y puede ser vuestro 💫 esto es una primera versión de la histori... More

Nota de autora
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El monstruo de las pesadillas (1)
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El monstruo de las pesadillas (2)
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El monstruo de las pesadillas (3)
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El monstruo de las pesadillas (4)
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El monstruo de las pesadillas (5)
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El monstruo de las pesadillas (6)
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El monstruo de las pesadillas (7)
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El monstruo de las pesadillas (8)
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El monstruo de las pesadillas (9)
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El monstruo de las pesadillas (10)
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El monstruo de las pesadillas (11)
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El monstruo de las pesadillas (12)
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El monstruo de las pesadillas (13)
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El monstruo de las pesadillas (14)
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FINAL

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By srtaflequis

Natalia.

Hace bastante tiempo que no camino sola de noche, bajo la luz de la Luna y las estrellas, las mismas que imagino que siguen encima de mí, en el cielo, porque no las veo. Hay mucha luz. Demasiada para mi gusto. Amo escribir en el ordenador a las tres de la mañana cuando todo está oscuro. Andar ante la atenta mirada de la Luna y los murciélagos que sobrevuelan la ciudad. Reír contemplando el firmamento. Bailar Daydreaming de Harry Styles abrazada a mi peluche de confianza, mientras suena sólo para mí, en mis auriculares. Tambalearme de un lugar a otro sintiendo la música sin miedo a nada. Sin miedo a sentir.

En medio de la noche, en la oscuridad más absoluta no existen heridas, los moretones no se ven y las marcas o relieves de la piel a causa de las cicatrices no se aprecian. El ojo humano se adapta a la luz que hay en el ambiente, pero no está preparado para ver más allá de lo que no hay a simple vista. Como dicen, ojos que no ven, corazón que no siente.

En la oscuridad me miro en el espejo y sonrío. Por eso, el problema nunca han sido las noches, sino los días. Porque a plena luz del día las heridas son visibles y los reflejos dolorosos. El problema llega cuando cierras los ojos y te encuentras con la oscuridad no deseada. Ahí solo deseas que haya luz. Y cuando la hay, vuelta a empezar.

No hay quien entienda al ser humano.

A lo lejos veo a un chico rubio con aires despeinados, una camiseta ancha de color blanco con estampados de tablas de surf y unas bermudas vaqueras que distan de ajustarse a su cuerpo. Zack siempre lleva la ropa una talla o dos más ancha.

—¿Qué haces aquí? —pregunto, sin saludar.

—Estaba dando una vuelta.

—¿Te ha llamado Dylan?

—Por lo que puedo comprobar, tú no tenías intención de hacerlo.

Pongo los ojos en blanco y sigo caminando, sin rumbo. Zack parece no saber dónde vamos, pero le da igual. Al fin y al cabo, si nos tenemos que perder, que sea juntos.

—Si fuera un hombre no tendría este problema.

—¡Es injusto! —grito, con la voz aguda—. Esto no debería de ser así. Yo debería de poder salir de noche sola, sin necesidad de que un chico me acompañe o... avisar a alguien para que se aseguren de que he llegado sana y salva a casa. Aunque en mi caso... bueno —me atraganto con mi propia saliva—, no creo que el peligro estuviera en las calles.

—La vida en sí es injusta, Natalia. No te esfuerces en entenderlo. Ojalá todo fuera diferente y no hubiera personas comportándose como verdaderas bestias con las mujeres, pero tú sabes mejor que nadie que en esta sociedad todavía queda mucho camino por recorrer.

—Sigo sin entenderlo —suspiro—. Sigo sin entenderos, a vosotros. A Dylan y a ti —Zack se ofende, porque alza una ceja y frena en seco sus pasos. Volteo para verle y me encojo de hombros—. ¿Qué? Aquí no me siento indefensa.

—Define ese aquí.

—Aquí, en Nueva York. Nadie me conoce más allá de ser escritora o un intento de actriz fracasado porque un director de pacotilla la tomó por tonta y jugó con sus sueños. He caminado ¿Cuánto? ¿Quince minutos? Y no me ha pasado nada. No me he encontrado con nadie. Me he sentido en paz. Aquí, lejos de Madrid y de Vancouver, todo es diferente, no existe el monstruo de las pesadillas, ni Tyler. Las personas se dividen en buenas y malas. Tengo las mismas posibilidades de sufrir que el resto de la población.

Zack abre la boca y la cierra. Le observo. Lo vuelve a hacer. Se rasca la nuca. No me mantiene la mirada.

—No necesito que digas nada, Zack. Pero, ya que estás aquí, podríamos buscar un sitio en el que poder tomar algo. No me apetece volver a casa tan temprano.

Él me sonríe y me pasa el brazo por los hombros con aires chulescos.

—Cuidaré de ti, enana. Aunque tú no quieras.

A veces, las personas que, por circunstancias de la vida nos hemos acostumbrado a pensar más en el resto que en nosotros mismos, tenemos el superpoder de medir nuestras palabras. En ocasiones está bien. No todo el mundo filtra lo que dice. Hay gente que habla y después piensa. La mayoría de enfados en relaciones, amistad y familia empiezan ahí. No lo digo yo, lo dice la ciencia... bueno, sí, lo digo yo. Personas que se meten en temas que no deberían, opiniones innecesarias y verdades que, sea por la circunstancia que sea, no queremos escuchar. Tienen la facilidad de, entre cientos de miles de palabras, elegir las más hirientes. O así lo sentimos nosotros... ¿Quizás todo es cuestión de perspectiva? No lo sé.

Zack es la única persona del planeta Tierra con la que no mido mis palabras. Tan sólo de pensarlo, sonrío. Y no es que con Dylan, Lara y el resto de personas que me rodean tenga una relación diferente, sino que él, Zack Wilson, bajo esa coraza de tipo gracioso y ligón, posee una forma de ver la vida que los demás, por lo que sea, no tenemos.

Lo que con Dylan sería abrir mis sentimientos y quizás llorar hasta deshidratarse entre sus brazos, mientras empapo su camiseta de lágrimas y me ahogo con mi propio llanto sobre su pecho, con Zack es una mirada amiga y vuelta a lo que estábamos haciendo.

Lo que con Lara sería enlazar un tema con otro y acabar boca abajo en el sofá comiendo helado hasta ver el amanecer mientras se reproduce música triste, vemos películas de desamor y nos ponemos en el peor de los casos una sobre el hombro de la otra, con Zack es una media sonrisa, un plan absurdo y risas aseguradas.

No está mal poder elegir qué necesitas en cada momento. Supongo que ahí empieza una de las bases del amor propio ¿No? Escuchar tu cuerpo, tu mente y tu corazón.

Y me siento muy afortunada de haber encontrado una familia fuera de los moldes. Aunque eche de menos las madrugadas de helado y melancolía. Aunque eche de menos a Lara y desee poder abrir mi corazón en su plenitud a Dylan, sin temor a que pueda sufrir por verme así, rota.

Al fin y al cabo, siento que Zack, sin conocerme del todo, me conoce muy bien. Pero yo no le conozco más allá de las olas, el rubio natural de sus largos y ondulados mechones, las risas y la mirada pícara a la hora de ligar con una tía.

Esta vez sin que sea parte de mi ansiedad, intuyo que está dispuesto a abrirse con una sola persona. Quiero arriesgarme. Saber si se trata de mí. Servir de apoyo como él lo es para mí.

El camarero nos sirve un cóctel sin alcohol a cada uno. El suyo es de arándanos. El mío es de limón. Antes de que pueda degustar el sabor que él se ha pedido, meto mi pajita en su copa y absorbo. Zack me tira del pelo, divertido. Y yo me río. Es asqueroso. Arrugo el morro y experimento un escalofrío. Demasiado ácido. Él rechaza la propuesta cuando le ofrezco probar el mío.

Lo miro con atención, con los codos sobre la barra y la cabeza ladeada hacia él.

—Cuéntame de ti —digo.

—¿Qué quieres saber?

—Todo cuanto quieras que sepa.

Zack duda por unos segundos. Le da un sorbo a su cóctel de sabor repugnante, se relame y suspira. Tengo comprobado que cuando hace esto último, es porque va a decir algo profundo. Siempre lo hace.

—¿Te acuerdas aquel día en la playa cuando irrumpimos todos por sorpresa en tu cita romántica con Dylan? —pregunta y asiento, con obviedad. Él ríe—. Durante un rato desaparecí. Ninguno se dio cuenta, menos tú. Lo supe porque, sin decir nada, me agarraste el dedo meñique y me lanzaste una mueca con sabor a "¿Todo bien?". Yo asentí con la cabeza y te revolví el pelo. No volvimos a hablar de lo sucedido, pero lo cierto es que sí que lo hice con Lara. Creo que, siendo honesto, ha sido lo único que he sido capaz de contarle sobre mí. Aron acababa de mencionar a su hermano, su muerte... se me removieron cosas por dentro, me reencontré con sentimientos que daba por extinguidos. Y tuve la tentación de agarrarte de la mano y llevarte hasta mar adentro y explicarte entre lágrimas cuánto dolor me producía hablar sobre la muerte en esos términos, pero no lo hice. Entonces te entendí, me puse en tu lugar. Todas esas veces que has huido. Te decía que sí, que lo entendía, pero lo cierto es que no, hasta que lo viví en mis propias carnes. Entonces ahí cambió todo. Mi relación contigo, conmigo, con la muerte, con mi hermano.

—¿De qué murió? —me atrevo a preguntar. Zack vuelve a sorber su pajita, esta vez con menos ganas.

—Una ola. La resaca del mar. La inocencia de unos mellizos que solo quieren surfear porque sus padres no les dejaban. Mis padres asociaban el surf con ideas hippies. Para ellos el mar era el lugar perfecto en el que hacerse fotos en familia y así tener tema del que hablar durante todo el año con los compañeros del bufete de abogados. Mis dos hermanos mayores, también mellizos, seguirían sus pasos, pero nosotros... joder, si cuando nacimos teníamos un remolino en el pelo con forma de ola. Para nosotros el mar era una jodida maravilla. Ellos no lo entendían, nunca lo entenderán. Siempre me culparán de la muerte de mi hermano.

»Aquel día nos escapamos para surfear. Había bandera roja, pero no entendíamos de colores y reglamentos, sólo teníamos nueve años. No recuerdo mucho. Había mucha agua y tragué tal cantidad que lo poco que comí esa semana me sabía a pura sal. Escuché gritos. Habíamos cogido la ola de puta madre. Él me vio ponerme de pie encima de la tabla y yo lo vi a él. Y de repente, todo fundido a negro. La tabla me golpeó varias veces en la cabeza y no conseguía salir. Apenas podía nadar y cuanto más lo hacía, más ganas ponía y más fuerza empleaba en llegar hasta mi hermano, que se hundía a mayor velocidad que yo, más lejos nos arrastraba el mar.

Seco la lágrima que cae por mi mejilla.

—Es horrible, Zack. Lo siento.

Zack ríe con sarcasmo.

—Tiene gracia que cuando cuento esto, la gente me diga las dos mismas palabras que yo me pasé diciendo a mis padres y mis hermanos durante años cada puta mañana y cada puta noche: lo siento.

—No fue tu culpa.

—Lo sé —dice, mientras siente con la cabeza—. Pero ellos nunca lo entenderán. Por una parte lo entiendo, nadie está preparado para enterrar a un hijo. Por ley de vida, desde niños se nos enseña que los padres, los abuelos y en sí, los adultos, siempre morirán primero. No debería de ser así ¿sabes? En el mundo muere gente todos los días por mil causas. Nadie queda al margen del dolor, tú lo sabes —me mira, con tristeza en su mirada—. Y mucho menos de la muerte.

Sin previo aviso me abalanzo sobre él y lo abrazo. Lo hago con tanta fuerza que me pide, por favor, que le dé un respiro. Pocas son las veces que he abrazado así, sin medida, sin miedo a que la barrera del contacto físico cero se vea alterada. Zack me rodea con sus brazos y al separarnos me da un beso en la mejilla, demasiado cerca de la comisura de los labios. No llega a rozarla, pero ha cruzado la línea.

Me aparto de golpe. Noto la boca seca y sus ojos sobre mis labios.

¿Por qué el corazón me va más lento de lo normal?

¿Qué acaba de suceder?

—Lo siento, no he medido distancias. Pensé que tu mejilla estaba más cerca, que tu boca quedaba lejos... —se frota la cara con desesperación y se levanta del taburete. No me da tiempo a decir palabra—. Voy al baño un momento, no tardo.

Mentira. Sí tarda. Ya lleva ocho minutos dentro y, teniendo en cuenta que es un hombre y sólo tiene que bajar la cremallera de su pantalón y acercarse al urinario, que el baño de hombres como el de mujeres está vacío y que me ha asegurado que no tardaría, una de dos. O le ha abducido una nave nodriza. O se acaba de rayar igual que lo estaba yo hace ahora mismo nueve minutos por algo que, sin más, no tiene mayor trascendencia en nuestra vida y queda lejos de ser un evento canónico.

Me distraigo jugando con la pajita de mi cóctel, viendo como sube el contenido de la copa por el interior. Es curioso en realidad. Nunca me había parado a verlo con detenimiento, por lo menos no después de cumplir seis años.

Mi móvil comienza a vibrar sobre la barra. Lo miro con esperanzas de que sea Dylan, se haya aburrido de estar con sus amigos y se reúna con nosotros para aliviar tensiones, pero para mi sorpresa es un número de teléfono desconocido. Y el prefijo es de España. En lo que dudo entre si cogerlo o no, los pros y los contras y el noventa por ciento de posibilidades que existen de que sea cualquier cosa relacionada con el monstruo de las pesadillas, cuelgan.

—Mierda —mascullo.

—¿Todo bien? Si necesitas llamar a alguien puedes usar el teléfono del bar —dice el camarero, con una sonrisa. Parece amable, pero no suelo fiarme de la gente que parece amable—. De verdad, puedes usarlo. Sin compromiso. Aquí todo el mundo lo usa, la factura corre a cuenta de un ricachón que vive dos casas más adelante, tiene tanto dinero que ni se molesta en consultar las facturas. Mi compañero le robó la línea.

Me vuelve a sonreír y le imito el gesto.

Eso es justo lo que diría un asesino en serie. Como Zack no esté de regreso en treinta segundos, entraré en ese baño y le traeré de vuelta hasta la barra para que se beba su asqueroso cóctel de arándanos hasta que el cerebro se le vuelva un cubito de hielo de lo frío que está. Como venganza.

Mi teléfono vuelve a vibrar, esta vez en mi mano. No es una llamada, sino un mail. A estas horas. De madrugada. Qué raro. Y qué miedo. Mi cuerpo se tensa y mi mente comienza a elaborar futuros hipotéticos. ¿Para qué querría el monstruo de las pesadillas mandarme un correo? Y... ¿Si no es el monstruo de las pesadillas y se trata de Tyler? Le tengo bloqueado de cualquier red social existente, incluidas las llamadas, pero... ¡Joder! ¿Cómo no se me había ocurrido antes? Mi mail de trabajo. A él tiene acceso todo aquel que quiera ponerse en contacto conmigo. ¿Cómo he podido ser tan estúpida?

Los dedos me funcional mal, muy mal. Me siento una adulta disfuncional que odia las tecnologías, internet y el nuevo mundo. No encuentro la aplicación para abrir el correo. Me estoy poniendo muy nerviosa. Echo la cabeza hacia atrás. ¿Dónde demonios se ha metido Zack? Hace dieciséis minutos que se ha marchado.

Pulso en el mail, sin leer el emisor.

¡Hola!

Soy Samantha, te escribo desde la editorial de la que formo parte del equipo de editoras. ¡Enhorabuena, antes de nada! Recibimos tu manuscrito, La magia de dos corazones rotos hace un tiempo y queríamos comunicarle nuestro interés por la publicación y distribución a nivel internacional de la historia que has creado. Hemos seguido tu recorrido en el mundo literario de cerca y ahora queremos hacerlo desde dentro.

Me gustaría hablar contigo y explicarte ciertos aspectos del acuerdo que pudiera surgir. Tengo entendido que actualmente resides en Canadá, por lo que la reunión podría darse por vía telemática o, si lo prefirieras presencial. La editorial pondría a tu disposición los gastos de transporte. Estaría encantada de recibirte en Madrid, conocernos en persona y charlar de una manera más cercana.

Siento las horas en las que te he llamado, no he tenido en cuenta la diferencia horaria.

Perdona las molestias. Espero tu respuesta.

¡Un abrazo!

La mandíbula se me cae al suelo. No puedo cerrar la boca. Tengo ganas de llorar. Gritar. Saltar. Tengo ganas de morirme, sí. Siento una extraña atracción porque la tierra me engulla en este mismo momento. Y desaparecer. ¿De qué manuscrito hablan? ¿Cuándo he mandado nada?

—¿Qué ocurre? —es la voz de Zack. Por fin.

Quiero tirarle del pelo, pero no tengo fuerzas físicas ni mentales. Lo miro con los ojos muy abiertos. No, no tengo fuerzas. Lo confirmo. Le pongo el móvil en la cara, incluso, acaricio la punta de su nariz con la pantalla. Zack frunce el ceño y me quita el teléfono. En su rostro se dibuja una sonrisa a medida que avanza leyendo el contenido del mail. Y me mira, feliz. Muy feliz. Suelta el móvil sobre la barra del bar y me alza unos centímetros del suelo. Después me abraza. Yo... yo no tengo capacidad de reacción

—¡Esto es genial!

—¿Qué? ¿Has leído el mismo mensaje que yo? ¡Es horrible!

Zack enarca una ceja.

—¡No es un buen libro! —grito, alterada. Zack pone los ojos en blanco y vuelve a ocupar el taburete. Le da un sorbo a su todavía asqueroso cóctel—. ¿Has sido tú quién lo ha enviado? ¡Es un documento privado, podría denunciarte!

—Eh, eh, eh baja esos humos, enana. Yo no he enviado nada.

—¿Y quién sino?

—Salgamos de dudas —Zack agarra mi móvil con decisión y comienza a teclear. Quiero preguntar qué se supone que está haciendo, pero no es necesario. Si lo hiciera, quizás pensaría dos veces el contenido del mail que está a punto de enviar y entendiera que es una mala decisión. Y necesito respuestas—. Enviado.

—Vale.

—Vale —le da un sorbo a su cóctel. Señala el mío—. Bebe, se te va a enfriar —bromea.

—¿Ahora qué se supone qué es lo que tenemos que hacer?

—Esperar.

—Vale —digo.

El tiempo es relativo. Transcurre muy deprisa cuando quieres que pase lento y los minutos se convierten en interminables horas cuando necesitas que pase rápido. Entre Zack y yo se forma un silencio absoluto. No he olvidado que se ha tirado más tiempo de lo normal dentro del baño, pero justo eso, ahora, ha pasado a segundo plano. Zack se ha terminado su bebida hace unos minutos, pero yo sigo en la misma posición que adopté cuando, después de enviar el mensaje, introduje la pajita en mi boca y comencé a aspirar su contenido. Siento el cerebro más frío de lo normal, pero no le daré mucha importancia. Con suerte, consigo hacer enfriar la parte de mi mente más impaciente y así disfrutar del ácido sabor del limón que baja con suavidad por mi garganta.

El móvil suena y vibra sobre la barra.

El corazón deja de bombear sangre. Y comienzo a toser. Me atraganto.

Zack y yo nos miramos y, como si pudiéramos leernos la mente, alargamos el brazo a la vez para coger el móvil antes que el otro. Zack me gana la jugada, pero yo no me rindo. Comienzo a forcejear con él, pero consigue alejarme, poniéndome la mano en la cara y estirando el brazo. Sería tan sencillo como rodearlo y arrebatarle mi teléfono, pero no lo hago. En el fondo, no quiero ser yo la primera en leer la respuesta.

—¿Y bien? ¿Puedes decirme ya qué es lo que ha escrito?

Zack se gira hacia mí con los ojos muy abiertos. No dice nada, me tiende el móvil y leo en voz alta:

«El nombre de su representante es Dylan Brooks ¿Verdad?»

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