Cuestión de Perspectiva, Ella...

By csolisautora

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Han pasado veinte años desde la última vez que lo vi. Esteban Quiroga fue el hombre a quien lastimé cuando ér... More

Veinte años
Enamorado
Solamente una vez
Flor sin retoño
Las tres cosas
Camino de espinas
Reminiscencias
Si nos dejan
Piel canela
Novia mía
Cuando el destino
Nocturnal
Una copa más
La martiniana
La muerte del palomo
Fresa salvaje
Ódiame
Tres regalos
Debut y despedida
Mi último fracaso
Viejos amigos
Rondando tu esquina
Adoro
El feo (Nanga ti feo)
Niégalo todo
Contigo
Poquita fe
Caminemos
Cielo rojo
Por amor
Me duele el corazón
Perdón
Que lo nuestro se quede en nuestro
EPÍLOGO - 30 años después
¿Nos tomamos un cafecito?

Cruz de olvido

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By csolisautora

Después de tanto tratar de dar con ella, ¡por fin regresó!

Mi madre todavía no tenía ni los sesenta años, pero envejeció rápido. Subió en exceso de peso y la diabetes que le diagnosticaron dos años antes le empeoró el semblante. Eso sí, jamás la gente la iba a encontrar mal vestida, despeinada o sin su característico perfume. En esa noche llevaba puesto un bonito vestido típico color verde brillante. La principal preocupación con ella era que cuidara su alimentación, se volvía todo un reto que muchas veces terminaba en una desagradable pelea en que jamás salía ganando yo o alguno de mis hermanos.

—¡Mamá! —dije apenas la vi. El aire me faltó en la segunda sílaba.

Angélica, Uriel y ella se encontraban en la sala como si fueran las dos de la tarde.

Sus grandes ojos negros me observaron.

—Hasta te espantas de verme. —En los labios no le lucía ninguna sonrisa—. Sí no vengo, tú ni te tomas la molestia de buscarme.

Me acerqué para besarle la mano.

—Te busqué por semanas. ¿Dónde estabas?

—Andaba en un crucero precioso. —Fue ahí donde por fin le vi un poco de alegría.

—¿Un crucero?

Por supuesto que no me impresionó que se subiera a un barco. De haber podido, se habría subido hasta en un pájaro con tal de recorrer el mundo. Le encantaba viajar y conocer nuevos lugares. Desde que enviudó comenzó, primero poco a poco, a salir. Con los años fue tomando más confianza, y entonces tuvimos que vivir con la preocupación porque se desaparecía por periodos que se fueron alargando mientras más independientes se hacían mis hermanos. No se volvió a casar a pesar de que los pretendientes llegaron. Por el contrario, rechazó todo tipo de cortejo porque decía que eso volvería a atarla a una casa y a un hombre.

—¡Ah! —Suspiró complacida—. Anduve disfrutando del mar. —Extendió los brazos—. ¡No sabes, está hermoso! Deberías ir a uno.

«Si me invitaras, lo haría», pensé en mis adentros.

—Un día iré.

Mi madre se levantó y se acomodó la falda.

—Pero me quedé sin dinero y tuve que regresarme.

¡Por supuesto! ¡Sin dinero de nuevo! Siempre hacía lo mismo. Ese fue uno de los motivos por los que más discutía con Nicolás. Tras la muerte de mi padre, mi madre heredó terrenos, casas, animales, oro y pertenencias de valor, pero todo eso se lo gastaba en ella y solo en ella. La comida y demás gastos de mis hermanos salía del bolsillo de Nicolás. A él no le molestaba ayudarlos porque los apreciaba, lo que le irritaba era que mi madre se diera una vida de lujos que no compartía ni con sus hijos.

—¿Tan rápido te acabaste lo que te pagaron por dos terrenos? —pregunté con poca emoción.

—Todito —sonó burlona—. Apenas y pude regresarme en el camión. —Resopló—. Tengo hambre. Sírveme de cenar y aprovecho para hacerte unas preguntas. —Se adelantó a la cocina.

Les indiqué a mis hijos que se fueran a dormir porque la escuela era temprano y luego no querían levantarse.

Encontré a mi madre sentada en la mesa, esperando.

Me apresuré a calentar pollo, arroz, y preparé la masa para las tortillas. Me sentía cansada, incluso bostecé dos veces, pero no iba a dejar a mi madre sin cenar.

—Uriel dice que Constanza se casó. ¿Es verdad? —comentó ella mientras yo me daba prisa. En su voz no noté que le causara felicidad que su nieta se uniera en santo matrimonio.

Un frío me erizó la piel de los brazos porque sí o sí debía darle el nombre del nieto político.

—Sí, se casó. —Eché la masa aplanada y redonda en el comal. El agradable susurro de la cocción relajó mis músculos—. Por eso te estaba buscando tanto.

No giré a verla ni por error. Fingí que me mantenía concentrada en el aplanado de las tortillas. Le eché un poco de tomillo al pollo y su aroma a sierra fue un breve recorrido por mi niñez, la niñez que sabía que mi madre jamás disfrutó.

—¿Y con quién fue? —Gruñó—. Espero que hayas investigado bien el apellido del hombre, sabes que no me gusta emparentar con cualquiera.

¡Ahí iba la peor parte! Me preocupaba su reacción por muchos motivos.

Deseé que mis hijos ya estuvieran durmiendo.

—No tuve necesidad —apenas dije.

—¿Por qué?

Aspiré, llené los pulmones de un aire que no fue suficiente y lo dejé salir:

—Porque se casó con un Quiroga.

Hubo un silencio perturbador, doloroso por todo lo que conllevaba.

—¡Lo que me faltaba! —Escuché que le dio un fuerte manotazo a la mesa y le siguió un tirón a mi brazo—. ¡Ahora la traidora es una nieta! Si bien dicen que la sangre podrida se hereda. ¿En qué chingados estabas pensando?

La palma de su mano amenazaba mi rostro y por su expresión de furia sabía que no dudaría en arremeter contra mí.

—¡En la felicidad de mi hija! —Pero las palabras no salieron con la suficiente fuerza como para pararla.

El perfume que usaba me asqueó al recordarme todas las veces en las que estuve igual de acorralada.

—¡Primero está tu familia! —Entrecerró iracunda los ojos—. ¡Que te quepa en esa cabezota hueca! —Con su dedo presionó mi cabeza—. Ahora sí, muy chingona, ya la entregaste y de seguro por eso ni me enteré.

La estufa detrás de mí calentó mi espalda y comenzaba a arderme.

—Ella fue quien lo escogió y yo lo respeté... «algo que tú no pudiste hacer» —pensé lo último.

Lo que le dije solo incrementó su incredulidad.

—¡Porque eres una pendeja, por eso! —Me observó fijo. La conocía lo suficiente como para saber que analizaba mi gesto. Sabía leerme mejor que nadie—. De seguro el hijo es del imbécil ese por el que tanto llorabas, ¿verdad? —Resopló de nuevo, más sonoro—. Plan con maña, calenturienta esta.

Ya no soporté el ardor y me hice a un lado, y también porque ansiaba alejarme.

—Ni siquiera sabía que eran novios.

Mi madre siguió hablando para sí:

—Pero Constanza me va a oír. Algo se podrá hacer.

De ninguna manera estaba dispuesta a permitir que se metiera en la vida de mi hija, por eso usé las armas con las que contaba.

—El matrimonio se consumó con pruebas y todo. Lo que te queda es conformarte, así como lo hice yo.

Ella no iba a ceder tan fácil.

—¿Sabe Constanza de tus amoríos con el padre de su marido? —Una media sonrisa sombría se asomó en sus labios—. A lo mejor eso la ayuda a pensarlo mejor.

Me desesperé con sus palabras.

—No tiene por qué, fue antes de que nacieran o él se casara —soné apresurada y las ganas de llorar llegaron—. Espero, mamá, que te mantengas al margen de esto, porque... —me callé. Si continuaba, la voz se quebraría sin dudarlo.

Mi madre avanzó hacia donde me encontraba.

Levanté los brazos y los mantuve cubriendo mi cara.

—¿Qué me vas a hacer? —Apretó una de mis muñecas, como si esperara un ataque de mi parte—. Ah, sí. —Brusca, me arrojó el brazo a un lado—, me imaginé.

Si buscaba que le suplicara, lo haría con tal de tener a mi hija libre de sus intromisiones.

—Déjala en paz. Constanza no tiene nada que ver en pleitos viejos. Encontró un esposo que la quiere y la mantiene muy bien, nada le hace falta. No vayas a romper su felicidad, no lo merece.

Un brillo cruzó por su mirada y noté que se le relajaron los músculos del rostro.

—Lo pensaré —dijo sin agregar más. Luego modificó el rumbo—: Además de eso, ya supe que mandaste a mi Esmeralda con el desubicado de Lucas.

—Porque se atrevió a faltarme al respeto... —No quise darle detalles.

—¡Eso no me importa! —me interrumpió—. Mañana mismo se regresa. —Tronó los dedos—. Como la señorita que es, debe estar en esta casa. —Dio vuelta hacia la salida de la cocina—. Arréglame mi cuarto, tengo sueño. —Apuntó hacia la estufa—. Hasta el hambre se me quitó con tantas babosadas tuyas.

Solo así me di cuenta de que las tortillas que puse ya eran dos círculos humeantes negros y el olor a quemado del arroz picó mi nariz. Terminé por correr a apagar todo.

Esmeralda regresó a casa al día siguiente tal como mi madre exigió. Fue ella quien la trajo.

Lucas se molestó conmigo, pero no quería más pleitos.

A pesar de todo, la navidad pasó sin contratiempos. Incluso mi hermano Lázaro aceptó ir a mi casa para pasarla ahí. Se mantuvo distante, pero ese fue un primer acercamiento después de haberse enojado conmigo. Onoria llegó el mismo día y para mí fue un hermoso regalo. Que la familia estuviera reunida de nuevo, aunque Coni solo asistió un rato y luego se fue con su marido, me dejó fascinada. Esa noche cantamos hasta el amanecer, y bebimos tanto que los cartones de cerveza terminaron vacíos.

El veintiséis en la mañana lo primero que hice fue llamar a Erlinda y a Isabel para felicitarlas. Con Chavelita no se pudo lograr por no la encontré, pero le envié un telegrama. En casa de Erlinda no demoré en ser atendida por ella misma.

—Prima —me dijo con una voz rara—, ¿cómo te va? ¿Cómo la pasaron en la Navidad?

—Muy bien, pero me hiciste falta.

—Lo sé. Se te extraña mucho también.

De pronto, se quedó en silencio. Algo tan inusual que me alertó.

—¿Qué me quieres decir? No le des rodeos —le pedí enseguida. Lograba oír su respiración medio acelerada.

—Ay, prima —ahora sí dejó salir a la Erlinda mortificada que le conocí tantas veces—, pues es que no sé ni cómo decirte.

El corazón me empezó a latir veloz. Lo primero que me vino a la mente fue que Florencio tuvo un accidente, o que Celina se encontraba muy grave y ella lo sabía.

—¡Con la boca, mujer! —Imaginé que la sacudía para que se apurara—. Dime de una buena vez.

—Nada malo pasó, no te alteres.

Logré sentir alivio con eso, pero su tono seguía alertándome.

—¿Entonces?

—Pasa que... —Suspiró, pausando su comentario—. Pasa que en la boda de Coni y Poncho estuve platicando con Anita. Ella, como sabes, es enfermera.

Me confundió la manera en la que comenzó.

—Sí, no tiene mucho que terminó. —Tuve una nueva idea que alimentó más los nervios—. ¿Estás enferma?

—Nada de eso. —Una vez más se quedó callada—. ¡Ah! —Soltó un quejido.

Recobré el control de mí y tuve la iniciativa de darle confianza. Si estaba demorando así para decirme, es porque se trataba de algo importante.

—¿De cuándo a acá te da pena hablar?

—Tengo miedo de que me juzguen.

—¿Y quién lo haría? —Resoplé—. ¿Yo?

Se escuchó un chillido.

—A lo mejor...

—Ándale, ¡dime! Soy tu prima consentida, ¿que no?

Las dos reímos un poco.

—Bueno, ¡ya!, que pase lo que tenga que pasar. —Tomó aire despacio, hasta que tuvo valor de sacar lo que la atormentaba—. Anita me platicó que la mandaron a un pueblito refundido en la montaña alta. Eso hacen con las nuevas. Una cosa fue a otra y me preguntó por qué no fui mamá. No le conté detalles... Total que dijo que le ha tocado enterarse de que mujeres que recién paren, abandonan a sus hijos en los sanatorios o los regalan a los mismos trabajadores. Fui débil y le comenté que si le llegaban a regalar uno me llamara. Le conté a Flore y él está de acuerdo. Al principio no le creí del todo, pero la semana pasada lo encontré ojeando una revista de nombres de bebés.

Lo que salió de la boca de Erlinda era lo que menos esperaba escuchar. A su edad yo pensaba que ya no sentía deseos de ser madre, y mucho menos una madre adoptiva.

En mi caso, ni bajo amenaza de muerte tendría otro hijo. Después de que Angélica nació empecé a beber tés de lengua de vaca para no volver a quedar embarazada, y lo mismo hacía después de cada encuentro con Joselito. Algunas decían que el té les falló, pero a mí me funcionaba excelente, tal vez porque también le rogaba a Diosito que no me mandara otra bendición.

—¿Crees que estoy loca? —me preguntó después de que me mantuviera sin añadir nada.

—No sé, Erlinda. —Tenía que ser sincera—. Es peligroso lo que piensan hacer.

—Siento... —su voz tembló—, que me haría feliz. Estaba resignada, Amalia. Muy resignada. Pero la casa es tan grande y tu niña vino con su encanto a volver a encender la llama, me recordó los días en los que soñaba con ser madre.

Aquellas palabras me llegaron a lo más profundo. De mujer a mujer, comprendía su necesidad de volcar el amor en un ser indefenso al que tienes que proteger y amar, y que fuera alguien a quien quería tanto, lo hizo todavía peor.

—Lo sé. Te entiendo bien, créeme, pero puedes meterte en problemas graves con la justicia. Temo por ti, por Anita y por Florencio.

—Valdrá la pena, estoy segura. Además, se harán las cosas muy discretamente y con firmas de la madre biológica.

Sonaba tan convencida que no pude rebatirle.

—Lo que decidas, prima, cuenta con mi apoyo. Te daré ánimos cuando te toque desvelarte preparando biberones.

En su caso, seguro quien lavaría los biberones sería la empleada. El bebé al que le tocara ser hijo de Erlinda sería la más afortunada.

—Gracias —noté que lloriqueaba—. Ojalá que sí se me cumpla.

—Verás que sí.

Terminé la llamada renovándole mis mejores deseos y les envié a los dos un fuerte abrazo.

Para no perder la costumbre, Celina nos invitó a mí y a mis hijas el treinta de diciembre a reunirnos con las señoras y señoritas de su familia. El motivo era para celebrar el año que se iba y el venidero, y para darle la bienvenida a la cuñada de su esposo. Era sábado e intenté zafarme con la excusa del trabajo en la marisquería, pero Constanza insistió y hasta cambiaron la hora por la mañana para que pudiera estar presente. De esa manera ya no me quedó de otra que aceptar.

—Si su abuela pregunta, nos fuimos a ayudarle a tu padre —les dije a las tres.

Onoria se iría después de la celebración de Año Nuevo.

Tener a mis cuatro hijas juntas me ayudó a dejar de lado que una vez más iba a ir a la casa en la que vivían Celina y Esteban.

Cuando llegamos, Coni nos avisó que la reunión sería en uno de los dos ríos de las grutas, pero por la parte de afuera, justo detrás de ellas.

—Se les olvidó decirnos que nos bañaríamos —se quejó Esmeralda, quien volvió con los humos menos intensos.

—Lo que pasa es que fue una idea de último minuto porque el clima está precioso, pero yo les presto ropa, no se preocupen —dijo Coni.

Le agradecí, aunque sabía que la ropa de mi hija no me quedaría ni aunque me esforzara en entrar. Estaba a dieta y hacia un poco de ejercicio para llegar al concurso lo mejor presentable posible. La última vez que me pesé con el viejito del centro, la báscula dio sesenta y ocho kilos, pero ni así lograría el cometido de meterme en sus pequeñas prendas.

Alfonso nos hizo favor de acompañarnos. Él y su padre se irían después a las siembras de los terrenos que compraron. Demorarían unas horas, según nos informó.

Llegamos a al río y fue sencillo ubicarlas. Eran más o menos dieciocho mujeres. Fuimos recibidas con un simple saludo. En algunas noté el desencanto en cuanto nos vieron, por ejemplo, en doña Esperanza que evitaba verme a toda costa.

Celina se encontraba recostada en una colchoneta a la orilla. El agua mojaba sus pálidos pies y la cubría una amplia sombrilla color blanca que consideré innecesaria porque el sol estaba ausente.

Mis hijas se unieron a las Quiroga. Se notaba que su amistad crecía con cada encuentro y en las jóvenes no percibía la misma incomodidad que con las adultas.

En unas mesas a un lado había abundante comida y bebidas. Por hambre, sed o ganas de embriagarse no pararíamos.

Silvia de Quiroga fue la que se animó a acercarse para platicar conmigo.

El sonido del agua corriendo era relajante. Tanto, que Celina dormitaba por ratos y elegí no importunarla. Llevaba puesto un vestido holgado y largo color gris. Noté que sus brazos estaban tan delgados que las azuladas venas se le marcaban más de lo normal.

—Pía ya se tardó —comentó Silvia.

Las dos sosteníamos una margarita que ella misma preparó. A mi parecer, una bebida simplona, pero no quise hacerle el desaire.

Media hora después, vi a lo lejos a dos figuras estilizadas y femeninas que no podían ser otras que Pía y Catalina, a quien ya conocía.

Fueron recibidas con tanta algarabía que me sorprendió saber que las familiares de Celina sí podían ser efusivas.

Pía Márquez, viuda de Quiroga. O, mejor dicho, señora de Durand, porque a Silvia se le soltó la lengua demasiado rápido y por ella me enteré de que volvió a casarse con un hombre francés, y tuvo con él un hijo llamado Luc. En el momento más alto de su carrera se ganó un protagónico que la posicionó como una actriz cotizada.

—¡La admiro tanto! —le dijo Esmeralda a Pía—. Cuéntenos cómo fue que la descubrieron.

El resplandor en los ojos de mi hija me confirmó que su admiración era auténtica.

—Yo me sé la historia —se apresuró a responder Catalina—. Sucedió que un buscatalentos recibió una de las promociones que repartían con los vestidos de mamá Celi. El hombre fue a buscar a mi mamá a la tienda, de ahí no la soltó. Le ayudó a estudiar actuación y le aseguró que con su belleza conquistaría la gran pantalla, y así sucedió. Todavía sigue siendo su representante.

—Qué suerte tan increíble. —Esmeralda no dejaba de verla y suspiró—. Pero el buscatalentos tenía razón, su belleza es única.

—Te agradezco —le dijo ella con cortesía—. Tú también eres muy bonita.

Pía era tan llamativa que hasta los viejos la querían como esposa cuando apenas tenía catorce años. Al menos eso supe por mi tía Antonia. Catalina fue su única hija y decidió seguirle los pasos. No se podía negar que le heredó demasiado a su madre. De Rogelio poseía solo unas cuantas características, como la sonrisa coqueta o el gesto serio que varias veces le vi. Características que fueron suficientes para traer de vuelta los tristes ayeres.

El río pasó a ser el centro de atención después de que el interrogatorio a la recién llegada durara más de dos horas.

Celina solo miraba sonriente a las bañistas. Yo me quedé contemplándolas con los brazos cruzados y las ganas de meterme en esas cristalinas aguas.

—Mami, vente —me llamó Coni—. La tía de Alfonso te va a prestar ropa. —Apuntó hacia Sancia.

—Sí, vente —Angélica le hizo segunda a su hermana—. Está bien fría, pero vale la pena.

Lo pensé solo un minuto y al final decidí entrar.

—Bueno, qué más da.

Apenas metí los pies, la temperatura del río me puso la piel de gallina. Me apresuré a meterme toda y me hundí para mojarme la cabeza. Antes, Onoria me avisó que tuviera cuidado con una poza. El agua impidió que siguiera escuchando y cerré los ojos. Por un fugaz instante pensé en ahogarme ahí mismo. Lo tomarían como un lamentable accidente y yo soltaría la pesada cruz que hería mi alma.

No podía dejar de pensar en Rogelio Quiroga, admirado por unos y detestado por otros, el que la gente señalaba como el más fuerte de los hijos de don Anastasio.

Después del funeral de mi tío Evelio, me topé con él cerca de mi casa. No sé si me siguió o fue mera casualidad, pero lo reconocí enseguida. Iba en su caballo y se bajó para saludarme.

Esa tarde me pidió que le regalara unos minutos y que nos fuéramos a otro lugar donde no pasara la gente. Accedí y me monté en su caballo. Escogió un claro pequeño a cinco minutos de mi casa. Teníamos bastantes árboles rodeándonos. Todavía recuerdo cómo olía el limonero de al lado. Ahí me interrogó sin tapujos. Al principio recibió pocas respuestas de mi parte, pero llegó un punto en el que me eché a llorar después de que me contara lo mal que Esteban estaba y lo preocupado que lo tenía. Yo me encontraba demasiado sensible por lo sucedido con mi tío. En medio de la crisis le confesé que Esteban y yo seguíamos juntos a escondidas. Pensé que me exigiría alejarme, no cruzar una palabra más con su pequeño hermano, pero, por el contrario, propuso que me fuera con él.

—Un rapto a cambio de la libertad de los dos —dijo convencido.

A cambio, se encargaría de que no nos faltara el dinero hasta que Esteban lograra estabilidad.

No tardé en aceptar y le prometí que no permitiría que volviéramos al pueblo, al menos en el tiempo en el que la hostilidad entre familias seguía.

Por desgracia, fallé. Rompí mi promesa. Pero fue por el bien de su hermano, porque corría gran peligro conmigo a su lado.

Si tan solo Lucas no me hubiera visto hablando con Rogelio ese día...

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