Cuestión de Perspectiva, Ella...

By csolisautora

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Han pasado veinte años desde la última vez que lo vi. Esteban Quiroga fue el hombre a quien lastimé cuando ér... More

Veinte años
Enamorado
Solamente una vez
Flor sin retoño
Camino de espinas
Reminiscencias
Si nos dejan
Piel canela
Novia mía
Cuando el destino
Nocturnal
Una copa más
Cruz de olvido
La martiniana
La muerte del palomo
Fresa salvaje
Ódiame
Tres regalos
Debut y despedida
Mi último fracaso
Viejos amigos
Rondando tu esquina
Adoro
El feo (Nanga ti feo)
Niégalo todo
Contigo
Poquita fe
Caminemos
Cielo rojo
Por amor
Me duele el corazón
Perdón
Que lo nuestro se quede en nuestro
EPÍLOGO - 30 años después
¿Nos tomamos un cafecito?

Las tres cosas

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By csolisautora

Quedaba tan poca gente que era inminente un acercamiento con ella, con Celina Ramírez. Todavía recuerdo cuando nos hicimos amigas. Yo tenía seis años. En nuestro salón se impartían tres grados, por eso coincidimos. Era una niña tan tímida que las demás no se le acercaban, comía solita en un rincón, durante el recreo jugaba sus matatenas sin nadie que le hiciera compañía. Su madre se esmeraba con sus peinados, hacía que luciera su rizado cabello tan bien cuidado y le ponía elaborados moños de listón que cambiaba a diario.

En una ocasión me caí mientras corría. Fui a dar cerca de donde esa niña silenciosa solo miraba hacia el patio a la hora del recreo. Me eché a llorar porque vi raspada mi rodilla. Fue ella, Celina, quien me consoló. Ni siquiera lo dudó y me ayudó a levantarme, observó la herida y dijo que nada malo me pasaba, hasta le echó de su agua para lavarla. De ahí no nos soltamos. Erlinda e Isabel la recibieron en nuestro pequeño círculo sin hacer preguntas porque se volvió fácil incluirla. Jamás imaginé que la amistad terminara como terminó.

Mi fiesta de cumpleaños cuarenta y uno estaba por terminar. Decidí que evitaría a Celina para no recibir aquella invitación y así poder tener una excusa. La vigilaba a lo lejos mientras la gente se despedía. Estaba sentada en una mesa en pláticas con mi hija. Cuando me percaté de que se levantó, emprendí una huida. No sé por qué actué así, pero lo hice. Fui hacia un lado del salón y la puerta que me salvaría estuvo frente a mis ojos: el cuartito donde mis hijas me maquillaron. Giré la perilla para entrar. Argumentaría que de pronto me sentí mal y por eso desaparecí. Moví la puerta lo más normal posible con el objetivo de sortear a los fisgones, pero ¡fue un gran error entrar ahí!

¡Ojalá hubiera prestado más atención! El lugar no estaba desocupado como supuse. Los sonidos debieron alertarme, pero estaba tan inmersa en el plan de escape que no los oí.

Moví la puerta lo más normal posible y me encontré con una... situación que ruego eliminar de mis memorias. Mi prima Erlinda estaba sentada en la silla donde antes estuve yo, con las blancas y frondosas piernas abiertas y elevadas. Su vestido levantado le llegaba a la cintura, y el cuerpo masculino que se encontraba hincado tenía la cabeza hundida en su entrepierna. Esa cara de gozo de Erlinda disparó toda mi vergüenza. ¡Su esposo no exactamente estaba acomodándole la falda!

—¡Virgen santísima! —grité enseguida y cubrí mi boca para acallarme. Lo que menos deseaba era atraer más mirones a tremendo espectáculo.

—¡Ay, no! —soltó Erlinda después de abrir los ojos de golpe y con la voz igual de alta, pero terminó con una exasperante risotada.

Salí con un largo paso y cerré la puerta. Me toqué el pecho, respiré hondo y traté de mantener la compostura.

Todo lo que tramé se vino abajo al reconocer a tres personitas: Celina, Alfonso y Constanza. Venían directo hacia mí.

—Mamá —dijo Coni en cuanto estuvieron cerca—. La señora de Quiroga ya se va.

No podía encararla, así que dirigí mi atención a su hijo. Con cada encuentro que teníamos, le hallaba más parecido con su padre, hacía la misma mueca cuando estaba serio, y sí que su padre solía estar serio; al menos en el pasado. También descubrí en él la manera en la que su tío Rogelio se quedaba de pie, tan firme y seguro.

Pienso que las personas tenemos más de nuestro pasado de lo que imaginamos.

—Ha sido una velada encantadora —dijo amable Celina. En sus labios mantenía una sonrisa tenue que parecía auténtica—. Nos retiramos porque mi hijo debe manejar.

Las costumbres llegaron a mí en el momento menos pensado. Ningún invitado foráneo podía quedar desamparado.

—¿Se irán ahora mismo hasta la capital? —Enseguida comencé a ordenar en la mente los catres donde mis hijos dormirían con tal de darles el espacio a ellos dos.

—No, no —se apresuró a responder—. Nos hospedamos en una posadita muy cómoda. Pasaremos la noche ahí. Temprano tenemos que ir a ver unas propiedades que están cerca de las grutas. Después nos iremos a la capital. Constanza puede irse con nosotros si le dan su permiso.

Me quedé un instante callada porque pensé que había entendido mal.

—¿Propiedades? ¿En este estado? —Apunté hacia el sueño. Las grutas se encontraban a solo cincuenta minutos de distancia en autobús.

—Sí —respondió y su mirada brilló de felicidad—. Mi hijo escogió como regalo una casita y dice que le gustaron estos . —Colocó su mano sobre el pecho—. Es de mí para él.

Sentí que mis pies fallaban. ¿Por qué Alfonso Quiroga querría vivir así de lejos de su familia?

—Me falta un año para terminar la carrera, más todo lo demás para poder ejercer, pero quiero arreglarla poco a poco con lo que mi papá me paga. Le ayudo a administrarle unas cuentas.

Fue inevitable que naciera la admiración. El muchacho se veía decidido en sus proyectos.

—Eres inteligente. Tus padres deben estar muy contentos —lo dije desde el fondo de mi corazón. Extendí el saludo hacia Celina—. De ser así, que les vaya bien.

Ella aceptó la despedida. La palma de su mano era suave, al contrario de la mía que perdió esa cualidad después de tanto cortar telas.

Respiré mejor al pensar que me acababa de salvar, pero Celina tuvo un momento de claridad y enseguida rebuscó en su bolso.

—Antes de irnos, quiero darte la invitación a la celebración de nuestro aniversario de bodas. —Extendió un sobre blanco—. Son las de cobre. —De manera inesperada, tocó mi codo—. ¿Cuento con tu presencia, la de tu esposo y la de tus hijos?

El orgullo me invadió porque Constanza se portó discreta en sus convivencias y omitió contarles ese detalle.

—Nicolás y yo ya no estamos juntos. —Tal vez debí sentir vergüenza al confesárselo, ¡pero no! La separación con Nicolás fue para mí una liberación que no tramé porque fue él quien la decidió casi tres años atrás—. No puedo responder por él, pero mis hijos y yo estaremos ahí.

Sonaba como una completa locura aceptar, pero mi madre siempre se aseguró de dejarme claro que las cortesías se regresaban. Que ella y su hijo asistieran a mi fiesta sorpresa era suficiente para debérselo.

La expresión serena de Celina cambió por un segundo por una de asombro.

—¡Oh! Perdona, no estaba enterada. —Me dio un ligero apretón en el codo—. ¡Pero qué alegría que vayan! Allá los esperamos. Gracias por invitarnos. Y de nuevo felicidades.

Asentí porque la conversación había terminado, ¡por fin!

—Señora. —Alfonso se despidió con una breve reverencia.

—Pasen —dije antes de que avanzaran con mi hija acompañándolos.

Cuando salieron del salón, abrí el sobre. ¡Sí!, estaban sus nombres escritos junto la fecha, la hora y la dirección. Qué irreal me parecía todo eso. Qué difícil de asimilar que iba a volver a ver a los Quiroga.

Charlar con Erlinda y Florencio se volvió una tarea... complicada. Solo podía pensar en ella aprisionándolo del cuello con sus piernas... ¡Ah! ¿Por qué tenía que ver eso?

Fuimos los últimos en retirarnos. De Nicolás no supimos ni a qué hora se fue.

Uriel montó al otro caballo porque su tío terminó mareado, no a un grado inconsciente, pero tampoco seguro para que cabalgara. En el taxi iría más seguro.

El otro lo volví a montar yo. Quise aprovechar la oportunidad. Las calles alumbradas por los faroles me dieron confianza. Fui más rápido de lo normal. Necesitaba sacarme las ansias que recorrían cada parte de mi cuerpo y el aire de la noche ayudó a calmarlas.

En cuanto todos llegamos a la casa, mis hijas se fueron a dormir; estaban agotadas. Mi hijo ayudó a Florencio a acostarse. Erlinda y yo nos fuimos a la cocina para acomodar la comida que sobró.

Nos encontrábamos a punto de terminar de meterla en el refrigerador, cuando mi prima decidió hablar:

—Sobraron cuernitos de pan. —Alzó una bolsa—, ¿y si nos tomamos un cafecito?

Yo habría preferido ir directo a dormir, pero no quise hacerle el desaire.

—Ya pongo el agua.

Preparé el café, serví las tazas y me senté en la mesa a beberlo. Tenía la idea de terminar rápido para poder descansar. El calor de la taza que chocaba contra mi cuello sirvió para adormecerme.

—¿Cómo estás después de lo de hace rato? —Erlinda quiso iniciar con la embarazosa conversación. Era incapaz de resistir la sonrisa.

—Ni me recuerdes. —Resoplé—. ¿No te podías esperar?

—¿Qué te digo? —Se encogió de hombros—. Nos gustan las emociones fuertes.

Le clavé la mirada, incrédula por su poca compostura.

—Pero a mí no. ¡Dios! —Masajeé mi frente—. No sé cómo voy a borrarlo de mi cabeza.

—Ya, ya. Relájate, espantada. No viste nada que no conozcas.

«¿No vi nada que no conozca?», me pregunté sin externarlo. La realidad era que no, no lo conocía, y jamás pensé en conocer esa clase de... experiencias.

—¿O estoy equivocada? —Se quedó un instante boquiabierta cuando se percató de que evité su inspección—. Por favor, Amalia, tuviste cinco hijos y nunca te... —Inclinó dos veces la cabeza hacia un lado y abrió más los ojos—. Ay, pobre de ti. —Su tono de voz cambió por uno compasivo—. Con razón se separaron. Ya decía yo que por qué solo tuvieron cinco retoños. Todas nuestras amigas tienen más. Ahí está la Chavelita que se aventó once, por eso se vuelve loca con los gastos. —A través de la mesa, tomó mi mano que mantenía sobre la madera—. Prima, lo siento por ti. Nico debió ser un marido muy aburrido.

Ignoré su último comentario porque no entraría en detalles sobre mi intimidad.

Seguimos bebiendo calladas el café por un rato.

Casi lo terminaba, pero, aprovechando la oportunidad, traje a colación un tema que hasta ese día consideraba intocable.

—Erli, sé que desde que pasó, jamás hemos platicado sobre aquella visita a la que Nicolás y yo te acompañamos hace años. No nos dejaste entrar ni nos contaste nada. ¿Qué... qué pasó?

Toda mueca de alegría o diversión se esfumó de su rostro. Incluso puedo asegurar que su mirada se ensombreció.

Antes de responderme, suspiró.

—Solo te puedo decir que hice lo que tenía que hacer. —Apretó los labios al terminar.

Ya lo sospechaba porque luego de ese viaje escondido mi prima tuvo un cambio repentino. Después de tanto tiempo al fin tenía una confirmación.

—Entiendo. —Para mí se había terminado el tema.

Erlinda fue quien eligió seguir.

—¿Quieres saber si me arrepiento? —su pregunta sonó más grave y personal.

Asentí sin estar segura de querer averiguarlo.

Su taza vacía se movía en círculos entre sus dedos.

—No, no me arrepiento. —Hizo una rápida inhalación—. Sé que hubo consecuencias, pero de no hacerlo habría terminado casada con un desconocido. Quizá sí con diez o quince hijos, pero sin mi Flore. —Negó con la cabeza—, ¡y eso si no!

—Pero ¿tu esposo jamás se quejó por no tener hijos?

Ella levantó el dedo índice.

—Una vez, y nunca más. Lo habíamos intentado demasiado y sabíamos que no se podría. Estábamos pasando la edad para ser padres cuando cayó en la desesperación. Lloramos juntos, nos despedimos de esas ilusiones y aceptamos lo que teníamos. —Su semblante se fue recomponiendo—. Decidimos que íbamos a aprovecharlo todo lo que se pudiera. Y así ha sido desde entonces. —En ese punto la sonrisa le había regresado a los labios—. Por suerte contamos con muchos sobrinos para consentirlos.

Llegó mi turno de tocarle la mano.

—Admiro tu valentía.

Nos observamos, como las cómplices nocturnas que fuimos muchos años atrás.

—Gracias, prima. ¿Y tú? —Levantó ambas cejas—. ¿Cómo vas con el asunto de Coni?

—Bien —le dije para evadirla.

Mi prima tronó la boca.

—Ya que estamos en el momento de las confesiones, ¿cuándo me vas a decir la verdad sobre tu fuga con Nico? Es que hay cosas que no termino de entender. Te veía tan enamorada de Esteban que no me cabe en la cabeza que hayas elegido a Nicolás. Él era un buen hombre, al menos en ese entonces, pero jamás les creí eso de que nació el amor entre ustedes.

—Era demasiado joven y estúpida, solo eso. —Sentía ganas de irme de allí con tal de evitar que me siquiera cuestionando.

—Ay, Amalia, no te digas así. Lo bueno es que el pasado se quedó en el pasado, ¿verdad?

Tragué saliva sin que ella lo notara.

—Sí, claro que sí —respondí, sabiendo que en cierto porcentaje era mentira.

La semana que separaba mi cumpleaños del dichoso aniversario pasó como un relámpago. El tiempo jugaba en mi contra cuando menos debía hacerlo.

Por suerte para mí, tenía unos ahorros destinados a las enfermedades que nunca perdonan. Tuve que usarlos en el pago de los pasajes de nosotros cinco. Nicolás también fue, pero él consiguió el dinero por su cuenta.

Por supuesto, Erlinda y Florencio también estaban invitados.

Onoria llevó sus maletas porque ella ya no regresaría con nosotros a casa. Sus tíos pensaban llevársela al día siguiente de la celebración.

Viajamos los ocho juntos; algo que jamás habíamos hecho.

La gran capital, conocida por tener las mejores tiendas, los restaurantes más refinados, los más sofisticados medios de transporte y la mejor tecnología del país, nos recibió con un ruidero digno de una ciudad tan llena de gente.

Siempre preferí las ciudades pequeñas o los pueblos; me parecían más sencillos de tolerar. En definitiva, ese estilo de vida no era para mí.

Florencio guio a los taxistas porque se sabía de memoria el camino hacia la casa de su amigo. La cita era a las cinco de la tarde, nosotros estuvimos frente a la puerta a las cinco y media.

Para mi sorpresa, llegamos a una casa y no a un salón de fiestas. Se trataba de una propiedad grande de dos pisos. En el tercero me di cuenta de que tenían una gran palapa que abarcaba todo el techo. Por la música y el cuchicheo, supe que la celebración sería ahí.

Por más que traté y traté de estar controlada, no logré parar el acelerado latir de mi corazón y el temblor de los dedos de las manos. Mi cuerpo entero me confundía. ¿Por qué experimentaba tales alteraciones? ¿Por qué me exponía ante los demás? ¿Por qué simplemente no se quedaba quieto y acataba mis órdenes? Hice lo posible por ocultarlo todo. Solo tenía que soportar dos o tres horas, y luego nos iríamos de regreso a la casa para hacer como que nada pasó.

Mis hijos se esmeraron en su apariencia. Esmeralda como siempre fue la más llamativa con su vestido de falda amplia color rojo con lunares blancos. Onoria eligió uno más discreto con el mismo estampado, pero en negro. Angélica usó un conjunto de falda y blusa más tradicional. Uriel y su padre no fallaron con el típico traje negro. Yo, por mi parte, aproveché los regalos de mi prima y opté por el vestido azul de estampado de flores que se empeñaba en asfixiarme. Tuve el cuidado de pintar mi cabello y me hice un chongo con trenzas.

Era el turno de entrar y fue Erlinda quien no vaciló en tocar un botón que se encontraba a un lado de la puerta. Los timbres eran un lujo que solo los de clase media alta y clase alta solían darse.

Un señor con uniforme de empleado doméstico atendió y nos condujo por unas escaleras. Durante el trayecto, en el muro, vi colgadas decenas de fotografías familiares enmarcadas. Las inspeccioné de reojo. En varias se encontraba un niño que seguro era Alfonso. En otras el mismo niño salía junto con sus padres. Y en otras solo ellos dos. Era increíble como una pared podía contar tan rápido toda una vida.

Llegamos al segundo piso donde todo estaba tan limpio y bien ordenado que pensé que ahí no habitaba gente. Las escaleras seguían, pero para recuperar el aliento me detuve y quedé hasta el último. Sin pensarlo, alcé la vista y descubrí tres pistolas suspendidas a menos de medio metro.

«¡No! ¡¿Por qué a mí?!», pensé al mismo tiempo que maldecía mi suerte. Esa horrible sensación del cañón apuntándome me atacó. Quise llorar, abalanzarme a los brazos de quien lo permitiera. Todo el cuerpo se me estremecía una y otra vez y mis ojos se humedecieron.

¡Era necesario reaccionar ya!

Enseguida sacudí los brazos y la cabeza. Urgía que se esfumara el recuerdo de la impiedad de las dos personas que sostuvieron sobre mi cabeza un arma similar.

Si de algo estaba segura, era de que ningún Quiroga iba a verme flaqueando.

Continué subiendo los escalones. Con cada paso la música se volvía más fuerte. Supe que un trío era el que ambientaba.

Las risotadas y las charlas cesaron de forma descarada cuando mi familia y yo cruzamos por el arco que daba a la palapa.

¡Esa no era la fiesta que imaginé! Apenas y podía considerarse una reunión por lo íntima que lucía. Saludé solo con la voz porque noté el recelo en los presentes. Recibí una débil respuesta.

Constanza y su novio fueron los primeros en acercarse a nosotros. Alfonso tuvo la amabilidad de conducirnos hasta la mesa que en el centro tenía un cartón blanco que decía "Familia Moreno".

Recorrí el lugar con la vista. Debo aceptar que la decoración era bastante admirable. En las adornadas mesas había cristalería fina acomodada de forma milimétrica, y en el techo colgaron una gran esfera de espejitos con largos pedazos de tul que iban del centro a los lados. Respiré la fragancia que esparcieron, era de lirios del valle y tal vez jazmines; seguro se trataba de un perfume extranjero.

Seguí observando y pronto confirmé que allí solo había Quirogas y Ramírez, y tal vez uno que otro amigo de ellos, pero nada más. La idea de pasar desapercibidos entre las masas quedó descartada.

Celina fue la siguiente en ir hasta la mesa. Me levanté para felicitarla y entregarle el rebozo bordado a mano que le llevé de obsequio. Se veía tan bella con su vestido largo color marfil con hombros descubiertos. La tela era tan delicada que se movía a la menor brisa. En su estilizada cintura portaba un cinturón de monedas de oro. A pesar de todo, ella no había olvidado a nuestro pueblo.

Todos mis hijos también la felicitaron. Celina fue cortés con cada uno, incluso halagó la vestimenta de mis niñas, en especial la de Esmeralda.

—Nos venimos a meter a la boca del lobo —me dijo al oído Nicolás.

Noté el insistente golpeteo de su pierna.

—Y este lobo solo está esperando un error de cualquiera de nosotros. Así que limítate, aunque sea hoy —lo amenacé.

—Voy a saludar a mis tíos. Tiene muchísimo que no los veo. Solo espero que no me corran. —Después se fue hacia donde estaban sentados los señores Ramírez.

«Nada más un rato y ya», me recordé, convencida de que acortaría esas tres horas a máximo dos.

Dos mesas a la izquierda reconocí a Sebastián Quiroga. Tuve que contemplarlo más de una vez para cerciorarme.

«Y pensar que me gustaba tanto», dije para mis adentros al encontrarme con un Sebastián envejecido, obeso en extremo y con un semblante de hastío increíble. Ni siquiera Nicolás que era mayor que él lucía así de acabado.

Supongo que estaba tan ensimismada criticando a los demás que no me di cuenta de que se nos acercó alguien.

—Me disculpo por la tardanza —oí que dijeron.

¡Esa voz no podía ser de otra persona!

Todos los años, las experiencias, lo vivido... se borraron, y de un jalón fui azotada contra el suelo del pasado.

Fue difícil mover el cuello, pero lo logré.

Esteban Quiroga estaba ahí, parado a unos dos metros de distancia, quizá menos. Llevaba puesto un traje sastre del mismo color que el vestido de su esposa. Conservaba su complexión, su gallardía y en especial su singular personalidad.

Erlinda se levantó para abrazarlo.

Luego Florencio dibujó una enorme sonrisa y fue directo a darle una palmada en la espalda.

¿Qué estábamos haciendo en ese lugar? Nosotros no teníamos cabida allí. Pronto supe que debí inventar una buena excusa para evitar la vergüenza.

Sabía que todo invitado tenía la obligación de levantarse para presentar sus respetos al anfitrión, pero no lo hice. No pensaba hacerlo, aunque me lo exigieran, aunque me tomaran como una maleducada.

Por su parte, Esteban atinó a darnos la bienvenida en general, y después se alejó.

¡Ya estaba! Lo vi, me vio. Seguía siendo tan él. Que estuviéramos en su casa le desagradaba, lo supe de inmediato, lo pude sentir. Ahogué hasta el fondo la sensación de melancolía y mantuve los pensamientos ocupados en banalidades.

Pasados unos minutos más, anunciaron que los festejados bailarían su canción.

Un violinista se acercó a los caballeros que conformaban el trío y empezaron a tocar. En cuanto se escucharon los primeros acordes, la reconocí. La canción se llamaba "Las tres cosas", escrita por el compositor español Carmelo Larrea; lo sabía porque era fanática de leer cada palabra de los cancioneros.

Esteban sostuvo de la cintura a Celina y la condujo al centro del lugar.

La voz del prodigioso cantante comenzó a deleitarnos.

Una letra tan preciosa solo podía encajar con una pareja así de enamorada como se veían ellos.

La serpiente susurradora que se empeñaba en aparecerse a mi lado regresó.

—¿Te duele? —me preguntó tan bajito que solo yo logré oírlo.

—No —le respondí a Nicolás.

—Sí, como no —se mofó.

Entrecerré un poco los ojos.

—Tú que vas a saber.

—Más de lo que crees —finalizó antes de voltearse para pedirle al mesero un refresco.

Inspeccioné el torbellino de sentimientos que azotaban mi vientre. Uno a uno los fui desmenuzando al son del romántico violín. Y sí, en efecto, no existía el dolor; al menos no uno provocado por un matrimonio que perduró.

Volví a observarlos.

La niña de las matatenas creció y se convirtió en una mujer que mantenía oculta la fuerza de la que era dueña, pero que usaba para cuidar de los demás.

La niña de las matatenas lo hizo y lo seguía haciendo bien.

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