Cuestión de Perspectiva, Ella...

Oleh csolisautora

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Han pasado veinte años desde la última vez que lo vi. Esteban Quiroga fue el hombre a quien lastimé cuando ér... Lebih Banyak

Veinte años
Enamorado
Solamente una vez
Las tres cosas
Camino de espinas
Reminiscencias
Si nos dejan
Piel canela
Novia mía
Cuando el destino
Nocturnal
Una copa más
Cruz de olvido
La martiniana
La muerte del palomo
Fresa salvaje
Ódiame
Tres regalos
Debut y despedida
Mi último fracaso
Viejos amigos
Rondando tu esquina
Adoro
El feo (Nanga ti feo)
Niégalo todo
Contigo
Poquita fe
Caminemos
Cielo rojo
Por amor
Me duele el corazón
Perdón
Que lo nuestro se quede en nuestro
EPÍLOGO - 30 años después
¿Nos tomamos un cafecito?

Flor sin retoño

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Oleh csolisautora

Tenía en el calendario marcadas varias fechas que no podía olvidar. Una de ellas era el catorce de julio, el día en que le arrancaron la vida mi tío Evelio. Su único delito fue el ser un Bautista porque en el apellido llevaba la penitencia. Desde el momento en que lo supe, una parte de mí se apagó para siempre. Fue gracias a su protección y constante atención que logré terminar al menos la primaria e hizo que me liberaran de tareas imposibles para una niña. Cuando se fue, la endeble barrera que me protegía se partió en cachitos.

Por desgracia no contaba con una fotografía de él, pero en su segundo aniversario luctuoso, Nicolás me dio un regalo con el que le puse rostro a mi pena.

En el altar de mi casa, puesto sobre un pequeño nicho de cemento a un lado de la cocina, junto a otros retratos, se encontraba mi tío, pintado a mano y decorado con un marco de madera.

¡La fecha llegó! Lo tuve presente desde la madrugada. Aunque traté de evitarlo, recordé a detalle su pálido semblante sin vida, sin el brillo inconfundible de sus ojos, sin su voz que me decía que yo no era su sobrina, sino su hija.

Prendí la veladora, cambié el vaso de agua y volví a acomodar las flores que compré el día anterior. El calor de la llama calentó mi frente, así como el beso que me daba antes de irme de su casa.

Quise hablarle a su retrato, pero no fui capaz. Se cerró mi garganta y las palabras quedaron agolpadas ahí, lacerándome por dentro.

Bajé la cabeza, uní las manos y empecé a rezar.

Rememoré la frialdad con la que mi madre me dio la noticia, como si se tratara de la muerte de un ternero o un polluelo. Cuando lo supe entré en una crisis de la que solo pude salir cuando dos de mis hermanos: Leopoldo y Lisandro, me echaron agua encima. Ambos estaban tan asustados con los gritos de odio de mi padre que nos abrazamos en cuanto reaccioné. Tuve que esconder a todos mis hermanos en el gallinero para que no siguieran viendo aquello.

Todavía faltaba media hora para irme a trabajar, así que lo aproveché para terminar el rosario. Sujeté firme las perlas y puse toda mi fe en cada palabra.

Pasé así unos minutos.

—Sigo creyendo que al artista le quedó igualito —escuché que dijeron detrás de mí.

Supongo que estaba tan ensimismada que no me percaté de que tocaron la puerta. Seguro alguno de mis hijos abrió. Fue mi prima Erlinda quien me encontró hincada frente al altar.

Por la forma en la que lo dijo, sabía que ella también experimentaba la misma sensación de ausencia; quizá peor porque era su padre biológico.

—¡Prima! —chillé cuando me levanté para verla.

Nos dimos un fuerte abrazo, tan apretado que no fue necesario decirnos más sobre la pérdida que, después de tantos años, seguíamos sufriendo.

—Llegamos antes porque le calculé mal —me informó con un gesto pícaro.

—Ni te preocupes, tú puedes llegar a la hora que quieras. —Sujeté sus rosados dedos—. ¿Y tu esposo?

—Está afuera volviéndose loco con el toronjo. Si te descuidas, cortará todas y te va a dejar pelón el árbol.

Mis labios se curvaron en una enternecida sonrisa.

—Se las pondré en una bolsa. —Llevé a mi prima hasta un sillón tejido con forma de huevo que usaba cuando quería relajarme—. ¿Qué tal el viaje?

—Cansado. —Resopló y se dejó caer sobre el sillón. Su cuerpo ancho abarcó una importante parte de la estructura y su falda larga morada se extendió—. Ya te imaginarás. Flore no quiso manejar y nos venimos en el tren. Por poco y escoge venirse a caballo.

—Genio y figura. —Entonces me preocupé porque seguro no habían comido nada—. Pero dile que se venga a desayunar.

Erlinda movió un dedo de lado a lado.

—Sé que debes ir a trabajar. Ni te apures, yo me encargo. Ándale. —Manoteó—, vete. Cuando regreses nos ponemos al día con los chismes. Tengo unos del pueblo buenísimos.

No terminaba de entender por qué Erlinda, quien vivía mucho más lejos de nuestro lugar de origen, sabía más cosas que yo.

Decidí hacerle caso porque tenía el tiempo encima. Tomé dinero, saludé a prisa a su esposo y me fui hacia la fábrica. Don Francisco era un hombre comprensible, pero aborrecía la impuntualidad.

Encontré sobre mi lugar una caja envuelta en un papel de color rojo y un bonito moño del mismo color.

—Por si mañana no te vemos —me dijo Juanita cuando me vio inspeccionándola.

—Regalo adelantado —añadió María—. De parte de las dos.

Abrí la envoltura y descubrí los seis jabones que contenía la caja, todos cubiertos por papel dorado. El exquisito perfume inconfundible confirmó que se trataban de mis favoritos. Ellas sí que me conocían.

—Huelen riquísimo —dije emocionada—. Gracias. ¡Pero nada que mañana no me ven! No se olviden que haré una comidita y están invitadas.

Ambas me abrazaron.

Amaba festejar mi cumpleaños. Me hacía sentir especial. Desde mi niñez era de los pocos eventos en los que mi madre se alegraba por mí. Este año ella no iba a estar, me lo avisó meses antes de irse. Aunque, para ser sincera, tampoco la extrañaría tanto. Mientras estuviera contenta donde sea que anduviera, me conformaba.

Planeé cocinar lomo relleno que tanto les gustaba a mis hijos. Supuse que seguro Erlinda me ayudaría en las compras de los ingredientes. También tenía que asear muy bien la casa, rentar unas mesas y sillas, recordarles a los vecinos... Pronto sentí la angustia usual previa a las celebraciones.

Don Francisco me dio de regalo un bono que sería de mucha utilidad en los gastos que estaba a punto de hacer, y también me pidió retirarme a las tres de la tarde.

Quizá si don Francisco no tuviera quince años más que yo, le habría hecho caso a la invitación que me hizo unos años atrás y que cada cierto tiempo volvía a renovar. Él era un hombre viudo de estatura media, piel apiñonada, cabello encanecido y ojos color verde que me recordaban a los de mi padre. Feo no era, ¡pero no! Por más que planteaba la idea y las muchachas me incitaban a intentarlo, era incapaz de verme a su lado.

Llegué apurada a casa. Tenía invitados a los cuales atender.

Encontré a mi primo político en la sala, leía concentrado un periódico de la semana pasada.

Lo observé rápido porque Florencio y yo solo nos hablábamos lo necesario. Creo que él jamás olvidó lo sucedido con su buen amigo. Pienso que la verdadera amistad puede convertirse en un muro con fuertes cimientos.

Si bien mi prima jamás fue una mujer interesada o preocupada por las apariencias, eligió con sabiduría a su esposo, o tal vez solo tuvo suerte. Pero Florencio Fernández era un caballero digno; trabajador, a pesar de su cuantiosa herencia; humilde, aunque su apellido era de importancia; entregado a sus obligaciones; y, hasta ese momento, no se le conocía ningún resbalón con alguna otra mujer. Sentado ahí, en uno de los sillones con una pierna puesta sobre la rodilla, confirmé que la edad no había disminuido su atractivo físico; por el contrario, él podía decir sin problema que tenía cinco o seis años menos y nadie dudaría de eso.

«Ojalá tuviéramos una mejor comunicación», pensé sin externarlo.

Lo saludé a lo lejos y seguí mi camino directo a la cocina. Allí encontré a mis cuatro hijos que seguro reían con alguna historia de su tía. Angélica y Uriel estaban sentados en la mesa y todavía tenían puesto el uniforme de la escuela. Esmeralda picaba jitomate y Onoria rebuscaba en la alacena.

—¡Qué bueno que llegaste antes! —dijo mi prima cuando me vio parada admirando su convivencia—. Ya hice la comida. —Se mostró orgullosa, sosteniendo la palita de madera. Estaba parada frente a mi vieja estufa—. ¡Amorcito! —gritó fuerte—, ¡vente a comer!

Me apresuré a ponerme el mandil y fui hacia Erlinda.

—Si tú eres mi invitada, no al contrario. —Le arrebaté la palita y la hice a un lado con la cadera.

En el comal encontré cecina y chorizo preparado.

—Ya te volviste bien norteña —hice hincapié, pero con tono relajado.

Erlinda comenzó a acomodar los platos y Onoria terminó de preparar un agua fresca de sandía.

—Después de que terminemos de comer, vamos a ir a que escojas tu regalo —se dirigió a mí—. Pienso en un vestido, zapatos y una bolsa que combine. —Se detuvo y alzó un dedo antes de que yo pudiera argumentarle—. Y ni se te ocurra decirme que no porque vine hasta aquí solo para verte bonita.

—¡Bonita! —Suspiré desanimada mientras partía la carne—. Dejé de serlo hace tanto —murmuré. Cada mañana el espejo me lo confirmaba.

Erlinda me escuchó.

—¿Qué dices? —Hizo un gesto de desaprobación—. ¡Para nada! —Colocó sus manos sobre mis hombros—. Estás guapa. Acuérdate de que las Bautista jamás nos ponemos feas.

Ella sabía cómo arrancarme una sonrisa, pero no logró convencerme.

—Acepto, acepto. —No pensaba discutir—. Debo pasar a comprar algunas cosas para mañana. ¿Te parece si después vamos al mercado?

—De mañana no te preocupes. —Manoteó—. Aquí mis sobrinos y yo ya nos pusimos de acuerdo. Tú olvídate.

—Pero...

—Hazle caso, mami —se apresuró a decir Onoria—. Confía en nosotros.

—Está bien —dudé en pronunciarlo porque necesitaba tener el control para poder sentirme segura.

—No se diga más —continuó Erlinda—. ¿Quién de ustedes quiere acompañarnos? Les compraré un helado.

Que mis hijos, que estaban cerca de la adultez, se emocionaran con el mismo ofrecimiento que su tía les hacía de niños me tocó fibras sensibles. Confirmé que si yo llegaba a faltar, ellos no se quedarían desamparados.

Mandé a Uriel a armar otra mesa de plástico que teníamos.

En cuanto Florencio se sentó, empezamos a degustar lo que mi prima preparó.

La carne no estaba tan mal como pensé. Cambiar de vez en cuando no era tan malo después de todo.

Erlinda ni siquiera esperó a que lavara los platos, hizo que me quitara el mandil y me sacó de la cocina para que nos fuéramos. Esmeralda, Onoria y Angélica nos acompañaron. Florencio y Uriel se quedaron a jugar cartas.

Tomamos un taxi. Un lujo que solo me daba en emergencias, pero mi prima insistió y después le indicó al conductor que nos llevara a la plaza donde estaba la única tienda de ropa de alta costura para damas. Solo una vez me atreví a comprar en ese lugar y no fue para mí, sino para Esmeralda porque hizo su primera comunión y mi hermano Lucio y su esposa, sus padrinos, quisieron agasajarla como tanto le gustaba. Sitios como esos dejaron de encajar con mi bolsillo desde hacía varios años.

La tienda tenía una fachada de piedra gris y un bonito arco en la puerta. En el interior todo era blanco y alumbrado. Solo había cuatro maniquíes con pomposos vestidos de distintos colores, pero todos con bastas lentejuelas brillantes. Al fondo se alcanzaba a ver un gran zapatero empotrado y percheros con bolsas acomodadas.

En cuanto entramos, fuimos atendidas por una joven señorita que estaba muy bien arreglada y portaba un traje sastre negro. De inmediato nos invitó a sentarnos en una cómoda banca forrada de piel.

Logré reconocer el aroma a coco que seguro esparcían.

Erlinda revisó los modelos del catálogo que le entregaron, luego pidió que le mostraran varios vestidos y conjuntos, todos a su gusto.

Mientras que la señorita regresaba, aproveché para hablarle:

—Erli, te agradezco porque siempre me tomas en cuenta.

Ella se apresuró a sujetarme las manos.

—Más que primas, somos hermanas. No lo olvides.

¡Sí, sí éramos hermanas! Erlinda también tenía varios hermanos de sangre, pero nosotras nos criamos juntas desde que yo nací. Mi tía Antonia fue mi nodriza porque mi madre dijo que no le salía leche y mi prima dejó el pecho hasta los cuatro años. Durante mi primera infancia estuve más tiempo en casa de mis tíos que en la mía. Curioso, porque con Lucas, el hermano que me seguía, la leche sí apareció.

La señorita de la tienda llegó con ocho prendas, todas puestas en ganchos forrados de terciopelo. Se quedó parada, sosteniéndolos para que los revisáramos.

—Ella se los va a probar. —Me apuntó y después se dirigió a mí—. Vienes para que te veamos.

—Sígame, por favor —me indicó la muchacha.

Obedecí y llegamos a un vestidor. Dejó las prendas colgadas en un tuvo que se encontraba adentro.

Uno a uno, fui probándome cada modelo. Debo reconocer que eran lindos, pero demasiado atrevidos para mi edad.

—¡Esto está muy apretado! —me quejé con el último vestido azul oscuro estampado de flores. Era de mangas hasta el codo, de largo me llegaba debajo de las rodillas y en la cintura quedaba muy poco espacio.

Erlinda se levantó, acomodó la tela de los hombros y me dio una palmadita.

—Las curvas no se esconden, prima. El tercero y este me encantan. Señorita —le dijo a la joven—, nos vamos a llevar esos.

Seguimos con los zapatos y las bolsas.

Estuvimos ahí casi más de dos horas, pero ninguna de mis hijas se fue con las manos vacías porque a ellas también les compró ropa.

Pronto llegó la preocupación. Oscurecía y no sabía nada de los preparativos.

Al llegar a casa encontré a Constanza charlando cómoda con su tío.

—Mamita, ¡por fin! —dijo entusiasmada al verme.

Fue hacia mí y me abrazó.

—Tu tía nos secuestró. —Resoplé a modo de burla.

—Sobrina, ¿cómo estás? —Erlinda estrechó a Coni, luego la contempló cautivada—. Por lo que veo, cada vez más bella. Retoñas tan bonito. Mira, te compramos esto. —Le entregó la bolsa de papel que cargaba.

—Agradéceme —intervino Esmeralda—, yo la escogí.

Constanza sacó de la bolsa una blusa dorada de mangas acampanadas y escote pronunciado. Nada que ver con su estilo.

—Sí, ya lo veo —pronunció entre dientes.

Todos reímos, hasta Florencio.

Les pedí a mis hijos que desocuparan la recámara en la que dormíamos porque ahí se quedarían sus tíos. Esmeralda, Onoria, Uriel y Angélica dormirían en la otra habitación. Constanza quiso quedarse conmigo en el petate de tule que puse en medio de la sala.

Dieron las diez. Solo merendamos porque estábamos agotados.

Yo me encontraba a punto de dormir, pero mi hija se removía tanto que me lo impidió.

—¿No puedes dormir? —le pregunté, somnolienta—. ¿Te sientes mal?

Ella se volteó para verme.

A pesar de la poca luz, noté que tenía los ojos enrojecidos y me preocupé en serio.

—No, mamá. Solo que no tengo sueño.

No le creí. Por eso decidí sentarme con dos objetivos: indagar más en lo que le pasaba, e iniciar con una conversación que tenía reservada para después de mi cumpleaños.

—Ya que sigues despierta, voy a aprovechar para pedirte un favor.

—Sí, dime. —También se sentó.

La casa estaba tan silenciosa que supe que solo nosotras seguíamos despiertas.

Despabilé, me acomodé y volví a taparme las piernas a pesar de que ni siquiera hacía frío.

—Coni. —Aclaré la garganta—, necesito que antes de que sigas con tu noviazgo, Alfonso les cuente a sus papás sobre ti... —Bajé la vista hacia el petate—, con eso me refiero también a que les dé detalles sobre quiénes somos.

—Eso ya lo saben —confirmó mi hija—. Su mamá me preguntó en un desayuno al que me invitaron. Fue hace tres días. Es que me comentó que mi cara le recordaba a alguien y todo se dio. —Hizo un gesto de confusión—. ¿Por qué no me dijiste que se conocían?

En ese instante sentí la boca amarga y un escalofrió recorrió mi espalda.

—¿Qué te contó la señora? —Temía conocer la verdad.

Coni se encogió de hombros.

—Que el pueblo era tan pequeño que todos se conocían. Nada más. Dime, mamá, ¿te preocupa que se enteren que... no tenemos dinero?

—¿Y qué más pasó en ese desayuno? —Ignoré su pregunta porque en la mente estaba recreando el momento.

—Nada más. —De pronto, se inclinó y se quedó callada un segundo—. Bueno, sí, a su papá le empezó a doler la cabeza y pidió disculpas para irse a descansar. Después comimos un postre riquísimo. —Suspiró lento—. De todos modos, no importa. Ya no estoy segura de ser novia de Alfonso.

Solo en ese punto caí en la cuenta de que su malestar no era físico, sino emocional. Estábamos yendo en direcciones distintas, pero al final se terminaban uniendo.

—¿Por qué? ¿Fueron groseros contigo?

Mi hija lució confundida.

—¿Quiénes?

Para mí era más que obvio.

—Sus padres.

—No. ¿Por qué lo serían? Hasta ahora solo he recibido atenciones de su parte.

—¿Entonces?

—Es que...

La vi vacilar. Sus ojos se volvieron a enrojecer.

En mí nació la interrogante de si tal vez sufrió maltrato o alguna agresión. ¡Tenía que sacarme la duda de inmediato!

— Tenme confianza —soné convincente—. ¿Es un mal novio?

Coni no me miró.

—Todo lo contrario, mamá. Lo que pasa es que... siento que... —Suspiró y al continuar, habló con voz más baja—. Es que siento que no estoy a su altura.

Lo que salió de su boca me pegó duro y sentí que mis ojos se humedecían.

—¿Por qué piensas eso? —Seguía con la idea de que los Quiroga tenían que ver en ese pensamiento de Coni.

—Alfonso ya me presentó con su familia y me di cuenta de que es... diferente. —Por fin me encaró—. ¿Sabes? Tienen de todo. Uno de sus tíos administra un gran circo, otro es dueño de un gimnasio que ha ganado premios, otro cuenta con una cadena de zapaterías... Hasta una de sus tías es actriz y está de gira en Francia promocionando una película donde salió. ¿Te imaginas? Sus tres hermanos mayores viven en Estados Unidos y su hermana Catalina también está por empezar con eso de la actuación. —Movió la cabeza de lado a lado—. Sus padres tienen dinero. —Resopló—. Y yo apenas y puedo seguir con la carrera.

Sentía ganas de echarme a llorar, pero fui fuerte y lo evité.

—¿Crees que por eso vales menos? —la interrogué firme.

Constanza asintió, avergonzada.

—Me pregunto, ¿por qué me quiere? —Ahí fue donde le rodó lento la primera lágrima—. No soy la número uno en mi clase. Tampoco soy tan bella como su hermana. Ni tan talentosa como su tía. O tan elegante como su madre.

La tensión del mentón me traicionaba, tuve que hacer un gran esfuerzo para detenerla.

Acaricié su cabello trenzado y la observé.

—Mi niña, si lo que pretendes es ser la mejor en todo, solo vas a darte contra la pared. Fallar, equivocarse, tomar malas decisiones... son parte de la vida. Deja de querer subirte a un pedestal del que después no vas a saber cómo bajarte. Si el muchachito te pidió que fueras su novia, es porque vio lo inteligente, lo hermosa y talentosa que ¡tú eres!

Coni liberó más lágrimas.

—¿De verdad lo crees? —pronunció afectada.

Ella no podía verme flaquear, así que usé toda mi concentración para permanecer estoica.

—Estoy segura.

Los brazos de mi hija me rodearon.

Juntas nos recostamos y se abrazó más a mí. Era mi pequeña después de todo.

—Feliz cumpleaños, mamá —murmuró antes de quedarse dormida.

Desperté temprano con la finalidad de poner manos a la obra. Constanza ya no estaba. Acomodé la sala para no estorbar y fui a tocarle a mis hijos. Pronto descubrí que la casa estaba vacía. ¡Me dejaron sola! No hallé una nota y supuse que fueron a comprar lo de la comida. Desayuné rápido y comencé a limpiar la casa para que cuando llegaran encontraran todo limpio. Dieron las once, las doce, ¡pero nada! Ninguno apareció. Estaba por salir en su búsqueda cuando tocaron a la puerta. Se trataba de Florencio.

—Prima —me dijo serio, como de costumbre—. Erlinda quiere que le compre unas especias, ¿me acompañas?

—¿Dónde están?

—En casa de Lucas. Se ofreció a prestar su cocina, ya ves que tiene hasta horno de pan. Es toda una locura por allá. ¿Vamos?

Permanecí pensativa. Mi hermano vivía en el otro extremo de la ciudad, más al sur, pegado a un pueblito pequeño. Sí, era verdad que su casa estaba mucho más espaciosa, pero él no solía tener ese tipo de atenciones con nadie porque era un poco apático. Incluso nos visitábamos una vez cada dos o tres meses. Erlinda seguro tuvo mucho que ver en eso.

—Por cierto, mis felicitaciones. Te compré esto. —De su bolsillo sacó una cajita color rosada.

—No debiste molestarte. —La recibí. Dentro tenía una pulsera que parecía de oro.

—Ninguna molestia. Espero que te guste. —No hubo abrazo, y luego se giró—. Hay que tomar un taxi.

De pronto, tuve una repentina idea.

—¿Quieres ir a caballo? —le pregunté, juguetona.

Según sabía por las charlas con mi prima, después de salir del encierro, su esposo volvió a estudiar la misma carrera, pero en otra escuela menos reconocida en el norte. Estando allá, encontró en la equitación un escape de las pesadillas que a veces lo atacaban.

—¿Cómo? —Florencio parecía incrédulo.

—¿Que si mejor vamos a caballo? —volví a preguntarle. Después me le acerqué como si estuviera a punto de contarle un secreto—. Mi vecino tiene, sé que sí me los presta.

Él retrocedió. Era obvio que mi presencia le incomodaba.

—Pensé que... no te gustaban.

Me sorprendió saber lo poco que me conocía. Era el padrino de bautizo de Onoria, convivimos las veces que acompañó a mi prima en sus visitas, ella seguro le contaba de nosotros. ¡Pero no! No me conocía, o quizá no le interesaba conocerme.

—Pero claro que me gustan. Monto desde los once. —Tuve la osadía de tomarlo del brazo—. Vente, vamos. Sirve que se me desentumen las piernas.

En cuanto se lo pedí, don Adalberto ensilló dos de sus cinco ejemplares. Ninguno de raza pura, pero sanos y dispuestos.

Florencio conoció unos minutos al más grande antes de subirse.

Yo subí sin más. Me relajé en la silla con los hombros rectos, los talones hacia abajo en los estribos y los ojos enfocados hacia adelante. Sentí hinchado el pecho porque mi equilibrio seguía siendo bueno.

—Se siente bien, ¿no crees? —le pregunté a Florencio.

Él solo me miró de reojo, aunque su media sonrisa me dio satisfacción.

—Sí... sí, muy bien. —Vi que sujetó firme las riendas—. Sígueme.

Recorrimos diez u once calles. Aunque sabía bien que por esos rumbos no había ninguna tienda o mercado, no lo cuestioné.

Nos detuvimos frente a un saloncito de fiestas.

¡Claro! Debí suponer que un especialista en plantas no le pediría a una ignorante como yo que lo ayudara a comprar especias.

Amarramos los caballos afuera, en un poste de cemento, y él me dirigió a la entrada.

Pronto me invadió la emoción.

Adentro colgaron largas tiras de papel picado y grandes flores artificiales de distintos colores. Eran nueve mesas vestidas y en el centro tenían arreglos florales. Meseros iban y venían. Logré reconocer a Uriel batallando con una escalera para poner un adorno.

—¡Ya llegaron! —oí que gritó Erlinda desde la cocina.

Esmeralda se apresuró y me jaló. Fuimos juntas hasta un cuarto de espera.

—Aquí te van a arreglarte.

Ahí estaban Onoria y Angélica.

—Cabroncitas, con que tenían preparado esto —les dije sonriente.

—Yo la peino y maquillo —dijo Onoria—. Tú pásame lo que te vaya pidiendo —le avisó a Angélica.

Antes de irse, Esmeralda me entregó una bolsa uno de los vestidos que me regaló Erlinda junto con los zapatos. Ese era color beige de encaje, largo y de mangas anchas.

Me lo puse enseguida y agradecí que tomé un baño después de terminar de limpiar la casa.

Entre mis dos hijas me maquillaron. Onoria eligió un peinado alto.

Con el paso de los minutos oí voces, muchas voces, golpes de cosas que movían. El barullo fue en aumento.

La sesión de belleza estaba a punto de terminar, cuando me percaté de que abrían la puerta. Supuse que Esmeralda estaba de vuelta.

—Mamá —era la voz de Constanza—, te vine a presentar a alguien.

Sudé frío. No quería voltear, no quería saber de quién se trataba, pero el traicionero espejo fue más rápido, ¡y la vi!

—¡Amiga mía!

Mi corazón de aceleró.

Los veinte años en los que no nos vimos no cambiaron su voz. Seguía siendo la misma aguda y agradable de cuando era joven.

Onoria dejó el peine. Poco a poco me giré sin levantarme para no arruinar el trabajo de mis hijas.

—Celi —la nombré con el aire faltándome. Forcé una sonrisa para ocultarlo.

¡Ahí estaba ella! Por fin nos reencontrábamos. Sus cuarenta y dos años le sentaban bien. Estaba igual de delgada y su vestido verde oscuro entallado con solapas y cinturilla negra lo hacían más notorio. Lo que dijo Coni era cierto, ella era elegante, no solo por la ropa, sino por la forma de moverse y expresarse. La edad la pulió todavía más.

—Muy buen trabajo, se ve hermosa. —Hizo un gesto de aprobación hacia Onoria.

Estaba consciente de que la gente me halagaba por mera cortesía. Yo era una flor marchita que ya no tenía posibilidad de retoñar, una flor con el tallo seco, sin aroma ni hojas, una flor muerta.

—¿Qué decir de ti? Sigues igualita.

Celi sonrió. Su mirada no había cambiado en absoluto, todavía mantenía ese brillo ingenuo inigualable.

—Eres muy amable. —Unió ambas manos y retrocedió—. Bueno, no deseo importunar. Solo quería saludarte. Ojalá podamos platicar más adelante.

—Será un placer. —Mentí. Si tenía la oportunidad de evitar esa charla, iba a hacerlo.

Cuando salí encontré sentados en las mesas a vecinos, compañeras de trabajo, mis hermanos con sus familias, Nicolás, que no podía faltar, y hasta mi jefe... Todos estaban ahí para acompañarme en el festejo sorpresa de mis cuarenta y un años. El mariachi me recibió con las mañanitas.

¡Fue tan emocionante!

Recuerdo que bailé, bebí de todo, me llenaron la cara de pastel, grité de alegría... Sí, ese día también pasó a ser una fecha marcada en el calendario como una inolvidable.

La fiesta duró hasta la media noche, en todo ese tiempo dejé de lado la presencia de los inesperados invitados. Constanza estaba cruzando una línea que me atemorizaba.

Poco a poco, los presentes se fueron retirando y observé con cuidado a cada pareja que se me acercaba para despedirse.

—Ya deja de buscarlo, no vino —susurró Nicolás cerca de mi oído en la primera oportunidad que tuvo—. Estás de suerte, esta vez.

Fruncí los labios. A pesar de que era hombre, no toleraba tanto el alcohol como yo. Podía presumir de ser mucho más resistente que él o que otros caballeros que salieron tambaleando.

—Párale ya —lo reprendí entre dientes—. Cuando empiezas no hay quien te detenga.

¡Demasiado tarde! Nicolás ya estaba bien encarrerado. Esa borrachera le duraría por lo menos dos días.

—Estoy festejando a la madre de mis criaturas, así que, ¡brindemos por ti! —Alzó su vaso mientras trataba de mantenerse de pie.

—¡Ash! Me voy.

Intenté alejarme, pero él me sostuvo del hombro.

—Espérate. ¿Tu consuegra ya te invitó? —De nuevo su expresión burlona.

Le di una corta patada en la espinilla.

—¡Cállate! No es mi consuegra. —Planeé dejarlo ahí, pero la curiosidad pudo más—. ¿De qué invitación hablas?

Él sonrió de oreja a oreja.

—A su aniversario de bodas. Va a ser en siete días. Estamos cordialmente invitados a su romántico evento. —De pronto su sonrisa se borró, dejando una seriedad que rallaba en la amargura—. Ahí sí que lo vas a ver. —Dio un paso hacia mí y antes me miró con sus ojos hinchados—. Espéralo paciente.

¡Me quedé muda!

Celina quería que yo viera su felicidad, un precio quetenía que pagar para no verme como una resentida. Un precio que no sabía cuántome iba a costar.

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