CICLOS ARCANOS - En los Templ...

By davidlovewrite

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Al mundo le quedan solo 50 años antes de su destrucción. Las damas de cristal lo han predicho. Ari, un joven... More

Banda sonora
Mapa del mundo
El Animaquion
I - Introducción
II - La ciudad de los vientos - Parte I
II - La ciudad de los Vientos - Parte II
III - A medio camino hacia el mar - Parte I
III - A medio camino hacia al mar - Parte 2
IV - Informe de investigación - Aribell Deodriellis
V - Lexadur - La Ciudad del Templo
VI - La Taberna de Lluvia
VII - Las cuevas de Lexadur
VII - Las Cuevas de Lexadur, Parte II
VIII - El Páramo de Roinn Pobail - Parte I
VIII - El páramo de Roinn Pobail - parte II
VIII - El Páramo de Roinn Pobail - Parte III

I - El señor del los templos

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By davidlovewrite

            La luz de una mañana incierta se derramaba sobre Collivet. La señora Tud detuvo los trabajos de construcción y, con amabilidad, pidió a todos sus clientes que salieran de la taberna. Los aldeanos, todavía conmocionados por la noticia, esperaban en silencio mientras se cerraban las puertas y comenzaba la reunión. Ocho de las principales cabezas de familia se congregaron alrededor de la mesa de comedor aquella tarde, para discutir el inminente peligro que les acechaba. Los soldados estaban a tan solo dos días de distancia, recorriendo aldea por aldea y llevándose tanto a niños como a niñas para engrosar las filas del frente de batalla. Una batalla que cambiaría para siempre el curso de la historia.


—La muerte toca nuestras puertas —dijo Festo, el sastre, con voz apagada.

—¿Y si reunimos a los niños en el granero y amurallamos la aldea? —sugirió Caley, hombre que aún fungía de guardia de la aldea a pesar de su avanzada edad.

—Eso no funcionará, si encuentran resistencia nos mataran a todos e igualmente se llevarán a los niños —dijo la señora Tud restregando sus ojos cansados con ambas manos—. Mis hijos ya están grandes, una la tengo conmigo y el otro ya debe estar enlistado como soldado. Hace un año que partió hacia la capital. Pero los mocosos que están allá afuera con el oído pegado a la ventana son el futuro de este lugar. Hay que protegerlos como sea.

—Usted que piensa, Sr. Aldred? —preguntó Lidia, la hija de la señora Tud, acercándose a Linna, la curandera, que se encontraba claramente afectada.

Aldred tenía las dos manos apoyadas sobre la gran mesa de madera y sin alzar la mirada, tomó la palabra.
—A menos de medio día de camino, en dirección noreste, se encuentra la "gruta del grito". Escondamos a los niños ahí.

Al día siguiente, a un costado de la cabaña que se utilizaba para el depósito comunitario de leña, Aldred le sacaba punta a una estaca, mientras el pequeño Luriel lo observaba con ojos curiosos.

—¿Qué sucede en la aldea que tiene a todos tan inquietos? —Por fin se atrevió a preguntar Luriel.

—Nada por lo que debas preocuparte —respondió Aldred

—¿De que hablaban todos a puertas cerradas en la casa de la señora Tud? —volvió a preguntar el niño, ansioso por encontrar la verdad.

—¿Nos estabas espiando? —preguntó Aldred sin apartar la mirada del filo del machete con su lluvia de hojuelas de madera que caía sobre la tierra con cada movimiento de su mano.

—Fue idea de Katrín. Me dijo que va a pasar algo muy malo.

—Nada malo va a pasar Luriel. Por qué mejor no me ayudas y traes otra pila de madera. Debemos terminar esta cerca antes que se termine el día.

—Si me dice que nada malo va a pasar quiere decir que es verdad que algo gordo está por pasar... Mi mamá tampoco me quiere decir —murmuró Luriel, con un tono de resignación en su voz.

—Lo único que necesitas saber, es que tu madre te quiere mucho. ¿Me vas a ayudar o no? anda, necesito otra pila de madera —terminó Aldred.

Luriel se dirigió al cobertizo donde almacenaban largas ramas de árboles recién cortadas, aún con su corteza. Se agachó y comenzó a apilarlas en sus brazos, como si estuviera cargando a un bebé. Al ponerse de pie, escuchó una acalorada discusión proveniente del patio de enfrente. Reconoció una de las voces al instante y un nudo casi le cerró la garganta. Dejó caer las ramas de golpe, regresó con Aldred y agarró por instinto de una estaca, empuñándola con manos temblorosas como si fuera una espada. En el centro del patio frente a la cabaña de la leña, un hombre alto y robusto, de espesa barba y cabeza rapada, apuntaba un hacha de mango corto hacia un grupo de aldeanos. Era Ivert, su padre, preparado para iniciar una confrontación.

—Lárgate, borracho de mierda. Si no pretendes ayudar tampoco estorbes —dijo uno de los hombres mientras le apuntaba al leñador con una pala.

—Deberíamos lincharlo aquí mismo —añadió otro, con un tono mordaz, mientras movía un azadón con gestos amenazadores.

—¿Lincharme? —respondió Ivert, con una sonrisa burlona—. Vengan todos y veamos que pasa.

—No tientes a tu suerte, maldito —dijo un tercero, cuya paciencia parecía llegar a su fin.

—Ninguno de ustedes merece ser ciudadano de este reino. —respondió Ivert, al tiempo que le daba vueltas con destreza, a su hacha, con la mano izquierda.

—¡Y quien carajo quiere ser ciudadano de un reino que manda niños al frente de una guerra que no es nuestra! —gritó un cuarto hombre—. Puede que a ti no te interese lo que le pase a tu hijo, pero nosotros no permitiremos que se los lleven.

—Él será el primero en estar al frente.

Ivert lanzó una mirada siniestra hacia donde estaba Luriel

—Dicen que los soldados están a dos días de camino. Yo mismo se lo entregaré cuando lleguen. ¿Qué mejor manera de volverse hombre que en la guerra? ¿Verdad mocoso?...

Luriel apartó la mirada de su padre, mientras apretaba con fuerza la estaca y lo invadían pensamientos horribles.

—Acércate. Rápido, sabes que no me gusta repetir las cosas dos veces. —dijo Ivert sin quitarle los ojos de encima a su hijo.

—Para su desgracia, mi señor leñador, eso no será posible. —interrumpió Aldred—. Todas las cabezas de familia de la aldea han acordado en pleno que se ocultarán de los soldados a todos los niños y niñas sin excepción —la voz del mercader resultaba seca y su semblante duro.

—¿En la maldita cueva? Yo no decidí nada —respondió Ivert

—Usted no estaba consciente cuando se llevó a cabo la reunión. Su esposa votó a favor y eso es más que suficiente. —aclaró Aldred.

Ivert frunció el ceño y apretó la mandíbula. Caminó hasta su hijo y lo arrastró a la fuerza tomándolo por el brazo. Luriel aún no había soltado la estaca. Miraba el costado descubierto de su padre y se preguntaba ¿Cómo sería su mundo si ese hombre ya no existiera? ¿Qué se sentirá usarla? ¿Cuál será mi divino castigo?

Luriel sintió que el tiempo se detuvo y tentado por la oportunidad que el destino le presentaba, dirigió con rabia la estaca hacia su padre pero el mercader se interpuso tomando la punta de la estaca con la mano desnuda antes que hiciera contacto con la carne de su padre. El pequeño Luriel miraba a su viejo amigo con los ojos llorosos.

—Suéltala. No hagas cosas de las que después te podrías arrepentir —dijo Aldred sosteniendo con fuerza la estaca

—Qué intentabas hacer, maldito niño. —rugió Ivert y en un rápido movimiento de muñeca, golpeó a su hijo con el mango de su hacha en la cara. El impacto hizo que el pequeño cayera al suelo, derramando un hilo de sangre que salpicó de rojo intenso el aire. Su padre había reabierto una vieja herida que partía en cuatro su boca, atravesando desde el labio inferior hasta el superior.

—¡Basta! —Aldred se volvió a interponer. No lograba disimular su ira.

—¿Quién carajos te crees para darme órdenes? Yo hago lo que me dé la gana —dijo Ivert, altanero.

Los aldeanos se acercaron con premura y rodearon a Ivert.

—Malditos gusanos, me las van a pagar. —dijo Ivert y luego, se llevó el hacha al hombro y se marchó por el sendero que llevaba a las afueras de la aldea, despotricando improperios.

Los aldeanos sentaron a Luriel en un banco. Aldred ordenó traer agua tibia con sal para que pudiera hacer gárgaras y limpiar su boca. El sabor a sangre siempre le provocaba arcadas. Cuando su madre llegó, lo envolvió en un cálido abrazo. No necesitaba que le explicaran lo que había sucedido; sabía que era culpa de su marido. La señora Linna se sentó junto a su hijo en una gran pila de madera en medio de una aldea llena de agitación por lo que estaba por venir, y compartió su pena.

Al día siguiente, por la mañana, Aldred se reunió con los líderes de las familias en la taberna, para repasar el plan que habían ideado con el objetivo de impedir que los soldados se llevaran a los niños y niñas de la aldea.

—Los soldados están a un día de camino —dijo Aldred con semblante adusto—. En unas horas, la cerca estará lista, y comenzaremos a llevar a todos los niños y niñas de ocho a quince años a la cueva. Parece que solo necesitan a niños en ese rango de edad para enseñarle praedaquia de ataque y alterquia de defensa. Unas niñas serán enviadas a la vanguardia y otras al frente de restauración, para curar a los heridos. La guerra entre místicos y hechiceros toca nuestras puertas mi queridas personas de Collivet. Los tiempos de paz han terminado.

Luego de hablar, Aldred guardó silencio por unos segundos. Su mirada se llenó de misterio; no parecía el mismo. Sacó un frasquito de su bolsillo, que contenía un líquido acuoso de color verde. Lo bebió y respiró profundamente. Extendió su mano y exhaló con fuerza antes de pronunciar palabras que hicieron que los cristales de las ventanas, las botellas y otros objetos de la taberna temblaran ligeramente:

—Arte, Praedaquia: Flammaris parvi.

Los presentes sintieron un cambio repentino en la temperatura, y de repente, pequeñas llamas comenzaron a parpadear en la punta de los dedos de Aldred. Todos dieron un paso atrás, con la incredulidad reflejada en sus ojos que brillaban con el fuego. Con excepción de Muriel, el herrero, ninguno de los presentes había visto un hechizo en acción. Después de unos segundos, Lidia, la hija de la señora Tud, se atrevió a acercarse. Pasó la mano sobre las llamas para comprobar que eran reales.

—¡Auch! Queman —exclamó Lidia, dando un brinco del susto. Luego preguntó—: ¿Es usted un Praeda, señor Aldred?

—No. Solo conozco este hechizo. Me llevó casi dos años aprenderlo y es solo un hechizo básico. Dada la escasez de tiempo que tiene el ejército de nuestro reino antes de que inicie la guerra, es seguro que los hechizos que realizarán los niños serán como este, no tendrán suficiente potencia. Lo único que se me ocurre es que compensarán calidad con cantidad. Esa es la razon por la que deben estar reclutando a todos. No sé en qué estará pensando el Rey Alaric

—Un millar de niños podría hacer la diferencia... Podríamos ganar la guerra —dijo Mako, el joven ovejero, con voz de esperanza.

El enojo se dibujó en la mirada de todos los presentes.

—Tu no tienes hijos pequeños ni nietos —dijo el anciano herrero. Se acercó enfurecido—. No deberías estar aquí.

—Lo siento —se disculpó Mako, mirando hacia el suelo.

—Nada garantiza la seguridad de los niños. De hecho, si tenemos en cuenta a nuestro enemigo, es probable que todos mueran. El rey Alaric solo desea utilizarlos como peones para sacrificio y así hacer alguna jugada. No importa qué, no lo podemos permitir. —dijo Aldred.

—¿Por qué nos ayudas, Aldred? Por lo que sé, no tienes hijos. Ni siquiera vives en esta aldea —preguntó la señora Tud.

—No lo sé. Pero no hacer algo cuando puedo... no me sentaría bien, eso es todo. Además, esta aldea tiene la mejor cerveza de todo el reino. Se los dice un catador de cerveza profesional

—Todo se lo debemos a Cesair, el mejor cervecero del Geraia

—Gracias, Aldred —dijo Lidia con voz suave, y todos rieron al unísono. De Repente, el silencio llenó la habitación. Era un silencio incómodo. Como el preámbulo de una mala noticia.

—Puede que esta sea la última vez que riamos todos —dijo Lidia, con un tono lleno de pesadumbre.

—Ya verás que no mi niña. Todo saldrá bien... Como sea, ahora tenemos que escoger quiénes serán las personas que se quedarán con los niños dentro de la cueva. Los soldados se llevarán a todos los hombres, eso es seguro, pero no sabemos a cuántas mujeres también se llevarán —dijo la señora Tud

—Yo me quedaré —respondió Linna—. no podría dejar a mi niño con su padre, además soy la curandera de la aldea, lo mejor sería que estuviera ahí, ¿verdad?

—Yo también iré —dijo Lina—. soy su maestra después de todo, se sentirán más seguros si yo tambien voy

—¿Usted qué opina Sr. Mercader? —preguntó Rod, el encargado de los cultivos

—Me parece bien. La ventaja es que ninguno de los soldados sabe cuantos niños y niñas, en el rango de edad que ellos buscan, tenemos en la aldea. —dijo Aldred.

—Decidamos quiénes serán las otras personas que se quedarán, necesitaremos tu hija mayor, panadero, sin ti ya no tendríamos buen pan. ¿Que otra mujer no podemos permitir que se lleven?...

La reunión se prolongó hasta el mediodía, terminando con miradas pesarosas y un profundo silencio, que de pronto, se vio interrumpido por lejanos gritos. Malik, el hijo del carpintero salio en seguida a ver lo que estaba pasando.

—Es Bakari, había ido hace unos días a la aldea vecina a poner en aviso a su hermana —dijo Malik, al ver al hombre que gritaba desesperado mientras avanzaba a tropezones por la pendiente de la colina de la posada.

—Qué sucede —Preguntó Aldred con preocupación.

El hombre llegó cansado y con dificultad para respirar. Se inclinó, apoyando sus manos en las rodillas, mientras Lidia le acercaba un poco de agua. Tomó el vaso con manos temblorosas, bebió y, finalmente, recuperó el aliento para exclamar con una mirada de terror en el rostro:

—¡Los soldados ya vienen, escondan a los niños!

La expresión del hombre les dejó claro que el peligro había llegado antes de lo esperado. Al instante, todos se pusieron en acción. Lidia había reunido a los niños en la casa de Linna, bajo el cuidado de Cielo, una de las dos mujeres que se ofrecieron para acompañarlas hacia la cueva. Una vez afuera, en el patio cerca del muro de madera improvisado, Aldred colocó a todos los niños en fila y fue atando una cuerda alrededor de la cintura de cada uno.

—La cuerda es para que no se pierdan —dijo Aldred—. Solo es medio día de camino. Agárrenla con fuerza.

Aldred ató a Cielo y le pidió que fuera con su compañera hasta el final de la fila. Con cada paso que la chica daba, el nudo en su garganta se apretaba más, mientras veían a los padres y otras madres despedirse de sus hijos, sin saber si volverían a verlos. Luriel estaba allí, detrás de su madre al frente, con un temor palpable. Aldred se le acercó y le regaló una sonrisa tranquilizadora mientras le despeinaba el cabello.

—Mi querido amigo, ya eres todo un hombre. Protege a tu mamá y a tus amigos —dijo Aldred. Luego, le dio a Lidia una espada y terminó de atar la cuerda a Linna. Entonces, entre gritos y sollozos, niños, niñas y sus tutores atravesaron el último espacio por cerrar en la cerca y avanzaron en fila, con un miedo inquietante, camino hacia la cueva.

Los aldeanos retornaron a sus moradas y continuaron con sus quehaceres, en un esfuerzo notable por no llamar la atención. Apenas habían transcurrido unas pocas horas cuando aparecieron los soldados, avanzando en una marcha desordenada, algunos a pie y otros a caballo, seguidos por tres carretas repletas de niños. Se estacionaron en el amplio llano al pie de la colina donde se erigía la posada, en cuya entrada, se había plantado la señora Tud, como guardia de palacio, altiva y con los brazos cruzados. El capitán, un hombre de dorada cabellera, se detuvo frente a ella. Durante un instante, sus miradas se encontraron, pero la presencia del capitán era tan poderosa que la tabernera sintió la necesidad de agachar la cabeza y abrirle la puerta. El capitán entró, seguido de uno de sus guardias a quien ordenó que notificara a todos los hombres de entre ocho y cuarenta años para que se presentaran ante ellos, así como a ocho mujeres que estuvieran dispuestas a ofrecerse como voluntarias. Después, ordenó a la señora Tud que les sirviera cerveza a él y toda su gente.

—Capitán —dijo la señora Tud—, permítame notificar personalmente a todos los aldeanos sobre sus órdenes. Una de mis empleadas les servirá cerveza mientras esperan.

—¿Eres tú la gobernadora de este lugar? Ah, cierto, estas aldeas carecen de tal título. ¿Eres la jefa? —preguntó el capitán con voz altanera.

—Aquí no tenemos nada de eso, pero soy una persona respetada en todo Collivet, mi señor.

—Eris, regresa. Esta mujer se encargará —dijo el capitán al soldado que había enviado a realizar el recado.

Entonces, se sentaron a beber, con la advertencia de que la gente debía presentarse rápidamente y reunirse abajo, cerca de las carretas.

La señora Tud obedeció sin titubear. De puerta en puerta, comunicó a sus vecinos lo que ya era de conocimiento común. Todos, en silencio y con solemnidad, se despidieron de sus seres queridos antes de reunirse, como exigían los soldados, cerca de las carretas. Ivert, el leñador, vestía uniforme de guerra y, sin vacilación, se unió a sus compañeros, recorriendo la fila de los reunidos con paso pesado. No vio a su hijo ni a los demás infantes, lo que le hizo soltar una carcajada sombría. Luego, sin titubeos, se dirigió hacia la posada, donde aguardaba el capitán.

Los aldeanos temían lo peor. Si Ivert les revelaba el escondite de los niños, estarían perdidos.

El leñador entró a la posada, se detuvo frente al capitán y se inclinó con una leve reverencia.

—Mi capitán, efectivamente, los niños y niñas no se encuentran abajo. Si lo desea, iré yo mismo a buscarlos a la cueva y daré una lección a todos los aldeanos que osaron engañarlo. Estoy seguro que...

—Ya envié a tres hombres —interrumpió el capitán con voz firme—. Odio el alboroto y ya hemos tenido suficientes muertes en la aldea anterior... Lo que necesitamos son soldados. Los muertos no pueden pelear. ¡Lárgate ya!

—Sí, capitán —respondió Ivert con gesto hosco.

El leñador salió de la taberna presuroso. Miró hacia el descampado a los pies de la colina, donde la gente, obligada a formar una fila, aguardaba con temor. Con una risita siniestra, recorrió con la mirada la cerca de estacas, hasta que encontró un acceso creado a la fuerza en dirección hacia la cueva.

Fue detenido por uno de los soldados que revisaban las casas en busca de personas ocultas. Mintió al afirmar que el capitán le había dado órdenes de explorar los alrededores. Entonces, cruzó la cerca complacido de que el esfuerzo dedicado por los aldeanos hubiera sido en vano y avanzó por la sombra de un sendero dibujado sobre la hierba, que crecía hasta sus rodillas.

Si hubiera demorado un poco más, no habría conseguido divisar, desde lo alto de una colina, a los soldados que había enviado el capitán, adentrándose en un bosquecillo y, más adelante, un formidable muro de gigantescas rocas oblongas, engalanado con cientos de árboles en su cima, y que tenía a sus pies, una oquedad sombría que, como las fauces de un lobo, aguardaba la llegada de los tres soldados.

Brasra encabezaba el grupo. Era un hombre corpulento enfundado en una cota de cuero que se abría paso entre los matorrales con su gran espada. Lo seguía de cerca, Cario, apodado "Medio Hombre" y Criss, conocido como "El Sabueso"

—Según la información que le dió el leñador al capitán, en la cueva deben estar unos dieciocho niños, custodiados por un par de jovencitas —dijo Brasra.

—Sacarlos de ahí no será el problema. Aún no hemos decidido lo más importante —intervino Cario. Luego, se mordió los labios con fuerza, ansioso, y con un tono burlón preguntó—: ¿quién se quedará jugando con ellas?

Los tres soldados se detuvieron y arrojaron una moneda de cobre al aire para dejar al azar quien recibiría la recompensa.

—Hoy la suerte está de mi lado —dijo Criss, con gesto triunfal. Soltó una breve carcajada, entrelazó los dedos hasta hacerlos crujir y retomó el camino.

Al salir del bosquecillo encontraron la cueva. Era una cavidad tan alta como una torre, que les recordó un rostro con la mandíbula desencajada, gritando de dolor. Aquella garganta oscura hecha de roca, expelía un hedor a deposiciones de murciélagos y fango putrefacto que se aferraba a las fosas nasales con persistencia desagradable. Cario desenvainó su espada y esperó a que Criss y Brasra encendieran las antorchas.

Avanzaron hacia el interior, por un angosto sendero rocoso cubierto de guijarros, arena y charcos de lodo hediondo. Al cabo de un rato, llegaron a una hondonada, un amplia y profunda depresión que se bifurcaba en varios caminos. Criss acercó la antorcha al suelo, desvelando las marcas de un sendero recorrido con regularidad. Se incorporó con altivez, y señaló con el dedo la dirección a seguir.

En las profundidades, el eco de los pasos de los hombres llegaba hasta la cámara. Era una pequeña sala rocosa, fría y oscura, ampliada con premura por los aldeanos para albergar a las veintitrés almas que se ocultaban de los soldados. El acceso estaba tapiado casi por completo, con una pared de rocas apiladas que simulaba un derrumbe.

Las jóvenes intentaban tranquilizar a los niños, pero aquellas pisadas toscas los tenían inquietos, les erizaban la piel y hacían que se les revolviera el estómago. Linna buscaba a su hijo a tientas, apenas distinguía algo en la oscuridad. De repente, todo se iluminó con un resplandor de antorchas tembloroso, que entró por encima del montículo de rocas que se alzaba a varios metros del suelo y tocaba casi el techo de la bóveda. La mujer abrió los ojos hasta que casi parecieron salirse de sus cuencas. Lidia sujetó con ambas manos la empuñadura de su espada y se colocó delante de todos, haciendose la fuerte, aunque sus piernas temblorosas la delataban.

—Moriremos todos —dijo una niña de la edad de Luriel que yacía en el piso con las piernas orinadas.
—Levántate, cariño —susurró Linna y la tomó por un brazo—. Debemos ir al fondo.

Linna hizo retroceder a todos a tropezones, hasta donde la luz no los alcanzara. Un frío horror le recorría la espalda y apretó su puño con firmeza al darse cuenta de que temblaba. Entonces, escuchó un gimoteo a su lado, que le estrechó el corazón: su pequeño se deshacía en un llanto silencioso, secando sus lágrimas con el antebrazo, esforzándose por ser fuerte, pero nuevas caían imparables. Se aferraba a la ropa de su madre y, cuando el eco de los pasos se detuvo, ya no pudo más. Su miedo se materializó en un chillido que resonó por toda la cueva. Linna, instintivamente, le tapó la boca, pero ya era demasiado tarde.

Los soldados empezaron a celebrar desde el otro lado del muro.

—yo iré primero —dijo Criss. Envainó su espada y dobló una rodilla para iniciar la escalada—. No olviden de quién es el premio.

Cario y Brasra sostenían las antorchas. Una suave brisa se colaba desde fuera, haciendo que las llamas temblaran, creando una luz intermitente que danzaba sobre las húmedas paredes. El soldado continuaba ascendiendo. Las rocas crujían, se resbalaban de sus manos y se deslizaban bajo sus botas, mientras las burlas de sus compañeros lo hacían perder la paciencia. Entonces, se dió vuelta y antes de que pudiera lanzar algún improperio, una flecha encontró su objetivo en una costilla, derribandolo al instante. El hombre cayó muerto a los pies de los soldados con un sonido grave, pesado. Cario y Brasra no tuvieron tiempo para revisar el cuerpo, desde las sombras, salió disparada otra flecha haciendo que se pusieran a resguardo. Cario preparó su arco y respondió, pero su flecha se adentró en la negrura sin encontrar objetivo. Los soldados, hábiles en la batalla, acortaron distancia zigzagueando entre rocas y columnas, resguardándose y devolviendo el ataque. Las flechas seguían silbando en el aire. Al llegar a la hondonada, descubrieron a quienes estaban dando caza: Aldred, el mercader, junto con otro aldeano que se habían escabullido de la vigilancia de los soldados. Cario dirigió su arco hacia los hombres que avanzaban con pasos ágiles, disparó otra flecha pero la punta impactó contra las piedras, generando chispas. Vik, el compañero de Aldred, miró hacia atrás con un gesto de temor y redobló esfuerzos para ascender por la pendiente. Cuando los dos alcanzaron la cima, la luz que llegaba desde la entrada de la cueva delineó la silueta de un hombre alto a contraluz, que caminaba hacia ellos con una rapidez aterradora. Aldred no supo de quién se trataba hasta que vio la espada de su compañero abanicar en falso al tiempo que la cabeza se desprendía de su cuerpo con un corte limpio de un hacha.

El mercader no disimuló el horror al ver caer, sin vida, al hombre que lo acompañaba y luego, la sonrisa maníaca del verdugo: Ivert, el leñador.

De repente se escuchó el eco de la voz de Brasra:

—¡No lo mates! Necesitamos más soldados y este perro tiene los huevos grandes. Seguro el capitán lo querrá con vida. Tráelo y terminemos con esto de una vez por todas.

Ivert sacó una cuerda y ató con firmeza las manos de Aldred, forzandolo luego a descender hasta la hondonada, bajo la amenaza de su hacha.

Aldred quería rescatar a los niños, pero la cruda realidad nublaba su juicio. El tiempo apremiaba; en menos de una hora, los soldados conducirían a todos de vuelta a la aldea. Necesitaba idear un plan cuanto antes.

Pronto llegaron al montículo. Brasra trepó con Ivert y abajo quedó Cario junto a Aldred a la espera. La luz de la antorcha iluminó la cámara desde arriba del muro, revelando a los 18 niños y niñas con sus guardianas. Estaban de espaldas, encajonados contra las paredes húmedas de la galería. A los ojos del hombre, parecían ratas a la espera de ser devorados por una serpiente. Le encantaba la sensación de dominio que tenía sobre esas personas, una sensación de poder irresistible que lo igualaba, en sus locos pensamientos, a un dios.

—Oye, leñador, me dijeron que una de aquellas mujeres es tuya. Dime cúal. Que a las otras les voy a destrozar todos los agujeros —dijo Brasra con voz ronca y maliciosa. Luego, miró a las muchachas y tiró un beso al aire, con un hilo de baba escurriendo por su boca.

—Te diré cual es —respondió Ivert con una risa tan grotesca como oscura—. Pero no tienes que contenerte. Es más, quiero verte jugando con ella.

Linna quedó petrificada, con los ojos desorbitados y los dedos engarfiados, ocultos bajo su larga cabellera de azabache. Lidia, por su parte, se envalentonó y dio un paso hacia adelante, a la espera de sus captores. Brasra e Ivert bajaron sin problemas del montículo, encontrando la espada de la mujer abanicó en el aire sin alcanzar su objetivo, la punta toco tierra, Lidia no sabia si la hoja se habia vuelto más pesada o si el miedo le habia arrebatado todas sus fuerzas.

—Ven, corta aquí —dijo Brasca, inclinándose hacia adelante con un gesto sobre su yugular.

Lidia levantó la espada con determinación, corriendo hacia el hombre con la firme intención de borrar esa ridícula sonrisa de su rostro. Pisó firme el suelo pedregoso y, con todas sus fuerzas, descargó el golpe hacia su cuello. Pero se encontró con la mano de Ivert, que detuvo su ataque su gruesa palma desnuda, como si fuera una niña jugando con un palo de madera. Le arrebató la espada y la tomó del cuello y la lanzó contra las demás mujeres, quienes estallaron en gritos desesperados. Ivert se quedó de pie, disfrutando de la escena, con una sonrisa amplia y la mirada siniestra puesta sobre los ojos de su esposa.

—Nunca fuiste la mujer que yo esperaba. Mírate, me das asco —dijo Ivert con voz de hielo, mientras miraba a su esposa que ayudaba a la joven mujer a levantarse.

—Esto no puede ser verdad, esto no puede estar sucediendo —se repetía Cielo, en una esquina, con insistencia mántrica

—Ayúdame a sacar a los niños primero —dijo Brasra a Ivert—. Escuchen mocosos, Levanten la mano los que utilicen su mano derecha para comer.

Todos los niños levantaron la mano, con excepción de Luriel, que se encontraba a la sombra de su madre, pálido como un cadáver y con la respiración acelerada.

—Esa mierdita come con la mano izquierda, siempre ha sido un rarito —dijo Ivert con voz tosca

—Voy a contar hasta tres, el que no comience a trepar las rocas le cortaré el dedo meñique de su mano izquierda, excepto al niño ese. —dijo Brasa y miró a Luriel —a ti te cortaré el de la derecha.

El hombre empezó a contar... Finalmente, solo quedaron gemidos de pánico, gritos ensordecedores y alaridos desesperados resonando por la estancia. Cario arrastró al mercader junto a los niños al pie del bosque y los obligó a sentarse en el suelo con las manos atadas a la espalda, como una manada de corderos a punto de ser sacrificados. Sus llantos se mezclaban con los gritos agónicos de las jóvenes que estaban siendo abusadas en las entrañas de la cueva. Luriel se sentía impotente, desprotegido, los soldados les habían arrebatado a todos la esperanza.

Aldred se recostó contra el tronco de un gran árbol. Aún sentía por todo su cuerpo la energía que obtuvo del pequeño frasco en la reunión. Estaba alerta, preparado para aprovechar cualquier oportunidad que tuviera para actuar. Había estado ideando un plan desde que cruzaron la hondonada. Recordó las palabras del viejo Praeda que le enseñó el único hechizo que conocía: "Tu mano no se quema cuando manipulas el fuego porque está protegida por el propio hechizo" El mercader esbozó una sonrisa llena de arrepentimiento. Por qué no le preguntó a su maestro si sucedía lo mismo con el resto del cuerpo. Pero ya era demasiado tarde, entre sus manos tenia el plan perfecto y debia llevarlo a cabo antes de que los soldados regresan. Alzó la mirada al cielo por un momento; las nubes se movían lerdas, sin signos de lluvia, y los pájaros cantaban, ajenos a lo que sucedía. Aldred agachó la cabeza en un gesto de resignación pero lleno de valentía. cerró los ojos y respiró profundamente para luego pronunciar aquel hechizo.

—Arte, praedaquia: Flammaris parvi

Pequeñas llamas brotaron de sus dedos y, en cuestión de segundos, quemaron la cuerda que lo apresaba. Sentía el calor recorrer todo su cuerpo y una especie de nerviosismo, como un hormigueo, provenir desde lo más profundo de sus entrañas. El soldado comenzó a olfatear el aire; el olor a humo era evidente, al igual que los destellos crepitantes y las brasas flotando detrás de Aldred.

Cario se le acercó, arrastrando violentamente a Luriel, y lo señaló con su espada, casi tocando su frente pálida. Antes de que pudiera pronunciar palabra, Aldred se levantó en un rápido movimiento, tomó la hoja de la espada con la mano desnuda y la apretó con fuerza para halar al soldado hacia él. Luego, estampó una llamarada en su rostro, acompañada de un grito de rabia. El soldado quedó en el suelo, con las dos manos en la cara revolcándose de dolor, mientras Luriel veía cómo su viejo amigo se prendía en llamas mientras exclamaba con un grito que se extendió más allá de lo que podía soportar su garganta:

—¡Escapen!

Lo que sucedió después duró tan solo unos segundo, pero para Luriel el tiempo pareció detenerse. Observó cómo su padre emergió desde las profundidades de la caverna hacia Aldred, con intenciones asesinas. Vio a su viejo amigo acercarse, esquivar un hachazo y lanzarse contra él envuelto en llamas. Observó a su madre, ya sin fuerzas, abalanzandose hacia Brasa con una roca afilada. Presenció cómo el soldado respondió clavando un puñal en su vientre, mientras Linna repetía "huye" y recogía del suelo una espada. El grito de Luriel resono por todo el bosque, las aves volaron desde las copas de los arboles en bandada. Corrió, corrió lo más rápido que pudo, con el terror estampado en su rostro desencajado, lleno de lágrimas y perseguido por Cario, cuya cara estaba chamuscada, y más atrás, con un arco, Brasra.

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Luriel, con el corazón acelerado, la boca reseca y el rostro agitado por la carrera,
saltaba sin parar las raíces que, como tentáculos monstruosos, emergían serpenteando del suelo
del bosque. El miedo no lo dejaba mirar atrás. Cario y Brasra aún estaban a sus espaldas. Una sola flecha en la pierna sería suficiente para derribarlo, pero tenían órdenes de atrapar a todos con vida e ilesos. Luriel se agachó con rapidez para sortear una rama baja que se había cruzado en su camino. Los soldados la rodearon y, en un esfuerzo extra, reanudaron la persecución al reconocer que "su presa" estaba por escapar. Los árboles torcidos se erguían por montones. Desde sus copas, la luz roja del atardecer se precipitaba, como una lluvia de espadas hacia el suelo. Cario y Brasra recortaron distancia, lanzando flechas por delante del niño. Entonces, él viró a su derecha, en dirección a un punto que se hacía cada vez más claro a medida que avanzaba. La tibia luz de la tarde le dió de lleno en el rostro. Había llegado a un pequeño descampado en medio del Bosque. Los soldados lo alcanzaron. Sentía que no tenía escapatoria. Cario sacó su espada y Luriel dio dos pasos hacia atrás. Brasra preparó su arco mientras lo rodeaba. Luego, disparó una flecha que hizo caer al niño sobre sus nalgas. No supo lo que había pasado hasta que un dolor punzante le recorrió el cuerpo. La flecha entró por su tobillo y salió en diagonal por la planta del pie, perforando la suela de su bota. La miró horroizado, con los ojos que parecían a punto de salirse de sus cuencas, mientras poco a poco, el soldado con su larga espada, se acercaba.

—Nos diste muchos problemas mocoso —dijo—. Lo siento, pero corres muy rápido, no tuvimos elección. Por daños menores no creo que nos regañe el capitán

El niño le dio la espalda mientras chillaba de dolor y, tumbándose en el suelo, empezó a reptar por la hierba baja. El soldado permaneció de pie, viendo cómo se alejaba. Avanzó con pasos pesados hasta alcanzarlo y lo arrastró hacia él tomando su pierna por la flecha que tenía incrustada. Luriel lo miraba de reojo con la mirada horrorizada. De nada valieron sus forcejeos, sus patadas y sus fieros intentos por arrancarle un pedazo de carne de los brazos del hombre que lo apretaban a la altura del pecho, con tal fuerza, que sentía como su caja torácica crujía como crujen los huesos de una perdíz bajo las muelas.

Prepárate para morir en la guerra, mocoso —dijo el hombre

De repente, una sensación extraña se apoderó de ellos. Comenzaron a tambalearse, dar arcadas, la respiración les faltaba. Luriel logró liberarse y entonces, ahí, con el viento callado, en lo profundo de aquel bosque maldito que pareciera que estuviera en pausa, vio la más horrenda transformación. Los soldados poco a poco comenzaron a secarse hasta quedar hechos solo un manojo de piel y huesos. Más alla, al pie de los arboles de maple, un hombre de cabello negro de mediana edad y vestido de una forma extraña, se acercó a paso lento. El pequeño Luriel ya no podía gritar, ni llorar ni moverse. El hombre se puso de cuchillas y sus miradas se encontraron. Tenía los ojos de dos colores y una mirada fría. Aquel hombre lo había rescatado. Pero en su corazón, Luriel tenía la impresión de que le debería un favor el resto de su vida. El hombre lo levantó en sus brazos y mientras caminaba, le dijo

—Mi nombre es Aribell Deodriellis, señor de los Templos, forjador de maravillas. Bienvenido joven Luriel, a la aventura que cambiará el destino de este mundo.

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