Cauterio #PGP2024

By XXmyfutureXX

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Alexia lucha por superar el fracaso y convertirse en una bruja cuando una muerte inesperada pone en peligro s... More

Sinopsis
Capítulo 1: Un cadáver sin ojos
Capítulo 2: Frustración
Capítulo 3: La desconocida del espejo
Capítulo 5: Sin salida
Capítulo 6: La conspiración
Capítulo 7: Evocaciones
Capítulo 8: El grupo de investigación de Elisa
Capítulo 9: La advertencia
Capítulo 10: Los que esperan
Capítulo 11: Antepasados
Capítulo 12: Las pruebas en contra
Capítulo 13: El almuerzo
Capítulo 14: Amigos del pasado
Capítulo 15: El fracaso negro
Capítulo 16: Sospechosos
Capítulo 17: Nacyuss solo hace intercambios
Capítulo 18: Conversaciones espirituales
Capítulo 19: Los días felices
Capítulo 20: La moneda
Capítulo 21: La venganza
Capítulo 22: Peso muerto
Capítulo 23: Repercusiones
Capítulo 24: Lo que pudo haber sido y lo que es
Capítulo 25: Vi mi futuro y te vi a ti
Capítulo 26: Gatos
Capítulo 27: Asfixia
Capítulo 28: La confesión
Capítulo 29: El tercer subsuelo
Capítulo 30: Los tres caminos
Capítulo 31: Las memorias de Aradis
Capítulo 32: Aquello de lo que no se habla

Capítulo 4: El Inked

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By XXmyfutureXX

Los viernes iba al Inked, su tienda de tatuajes y la tapadera del negocio de la tía Julia: la magia negativa. Alexia no sabía a detalle qué hacía ella en el discreto cuartito de la parte trasera. Se limitaba a ver desfilar los tétricos desconocidos que iban a visitarla. Los observaba entrar con la cabeza gacha, algunos con gorras o los cabellos tapándoles la cara. Antes de entrar, miraban de un lado a otro para asegurarse de que no hubiera nadie prestándoles particular atención, acción que repetían al salir. Si no fuese porque toda la ciudad sabía que eran brujas, más de uno hubiese pensado que eran las dealers más descuidadas del país.

La tienda era la única cosa que la enorgullecía. Había sido el resultado de su negociación con Julia, cuando ella la obligó a abandonar la secundaria y entrar en la Academia. Casi se agarran por los pelos, pero al final ambas terminaron cediendo. Julia le dio el lugar donde había tenido una librería, una dietética y un bazar —todos negocios fracasados—, para que hiciera lo que le plazca; y Alexia terminó por entregarle su vida al Círculo. Visto en perspectiva no fue un buen negocio, pero era el mejor que podía conseguir.

Antes de dejar Mistrás, puso en marcha el negocio y recibió a sus primeros clientes, que más que clientes eran conejillos de india. Los resultados no eran los mejores, pero la gente se iba más o menos contenta. Considerando que había aprendido a tatuar con tutoriales de YouTube y que hasta la abuela temía que arruinara a alguien, le fue bastante bien.

Al terminar el verano, Julia la ayudó a buscar una empleada para que se encargara de todo lo que ella no podría hacer. Así conoció a Martina que se presentó en el Inked tímidamente con su portfolio bajo el brazo, pero que, ni bien empezó a hablar, resultó ser cualquier cosa menos tímida. Era nueva en la ciudad y no conocía demasiada gente aún, por lo que Julia decidió que la contrataría en el acto.

—No está contaminada con las supersticiones de todos estos estúpidos —le había dicho su tía después de que Martina se fuera con la promesa de que Alexia la llamaría luego de tomar una decisión.

—Ya debe de saber lo que eres, y si aún no lo ha escuchado por ahí, se enterará pronto —puntualizó Alexia.

—Somos —la corrigió Julia—. Entonces, voy a asegurarme de que lo olvide.

Alexia no replicó. Estaba cansada de soportar a Julia y de pelear con ella. No valía la pena iniciar una disputa, que de todos modos, perdería.

Alexia regresaba al Inked cada vez que podía. Era su respiro de la Academia y lo más parecido a una vida normal que podía tener. Todavía le gustaba. Había sido feliz allí, en algún momento anterior, pero ya no se encontraba a sí misma en ese lugar. Ahora solo era una obligación más que le costaba sostener.

Su expulsión de la Academia y su regreso a Mistrás le permitían, por primera vez, pasarse todos los días en el Inked, si quería. Sin embargo, elegía no hacerlo. Martina se las arreglaba bien sola, no la necesitaba para nada. Alexia solo la visitaba los viernes, y en general, todo lo que hacía era oír los chismes de los últimos días que ella le relataba agregándole toda la intriga que le era posible. Alexia la escuchaba con toda la atención que podía y luchaba por darle respuestas coherentes sobre aquellas historias de vidas que le eran completamente ajenas. Que no se malinterprete, ella disfrutaba de charlar con Martina, la sacaba de su mundo por un rato; pero la mayoría de las veces no conseguía dejar de pensar en sus tragedias personales para atender al relato de la empleada.

Por lo general, esa era su única salida de la semana, lo que la forzaba a despertar temprano. Cada mañana en que la alarma sonaba y la obligaba a dejar la cama, se replanteaba por qué insistía en hacer aquello. ¿Para qué iba a molestarse en ir si sin ella todo estaba bien? No era necesario que abandonara la casa.

La convencían de salir los golpes de la abuela en su puerta, diez minutos después de la alarma, y su voz diciendo: «Alix, despiertate», que en su cabeza sonaban ambos como un chirrido insoportable. La apatía la obligaba a autoprometerse que esa semana iba a ser la última, que ya no lo haría más, mientras le llegaba desde el pasillo la predicción de Halia: «Cualquier día vas a morir de inercia».

Aquel día, repitió la rutina de luchar consigo misma para ponerse en movimiento. Arrastró los pies hasta la planta baja. Se le cruzó por la cabeza la posibilidad de comprar el desayuno de camino al Inked, pero lo descartó enseguida. Se tomó de un trago el café que la abuela le había dejado sobre la mesada, buscó su carpeta de dibujos y salió.

No iba a cafeterías en Mistrás tampoco a tiendas de ropa, supermercados, nada de eso, a menos que fuese estrictamente necesario. Prefería mantenerse distante, tal como lo hacía al caminar por los espacios públicos. Si veía venir a un grupo de personas por la misma vereda que ella, cruzaba la calle hacia la vereda contraria, apenas levantando la mirada del piso para evitar que la arrollara un auto. Si ellos notaban que los miraba, podían decir que les había echado el mal de ojo o algo por el estilo. Aprendió a las malas que si no molestaba a la gente, ellos no la molestaban directamente y que se incomodaban hasta con su mera presencia. Lo más alejada e invisible que se mantuviera, mejor.

En el camino se cruzó con un compañero suyo de la secundaria. No recordaba el nombre del chico. La última vez que lo había visto fue antes de abandonar la escuela. Él pertenecía a su vida anterior y por ello le era irrelevante.

Pasó a su lado como si fuese un completo desconocido y él hizo lo propio. La recordaba, claro está, no porque destacara en sí, Alexia creía ser una persona olvidable. La recordaba porque era la bruja que vivía en la casona encantada de los Graf; la recordaba por las historias que se inventaban los niños, y muchas veces también los adultos, sobre las cosas que hacían ella y las demás brujas que se ocultaban en aquella casa. Él la recordaba, pero no le temía, era imposible después de haberla visto agachar la cabeza ante las burlas de sus compañeros. Él como el resto estaba seguro de que el padre de Aurora De Luca perdió toda su pequeña fortuna, hasta quinientas hectáreas de campo, después de que su exesposa pagara una macumba; o que la mamá de Emilio Delgado perdió su último embarazo por un gualicho que le hizo alguna mujer envidiosa. Alguna bruja había sido responsable de esas desgracias, no había duda, pero esa no era Alexia. Ella solo era peligrosa en las historias que solía contar el tal Emilio antes de proceder a tirarle con su cerbatana pedazos de papel bien remojados en su saliva, que se le quedaban pegados al pelo.

Alexia se alejó de aquel chico y alejó los terribles recuerdos de la secundaria. Una etapa más de su vida que prefería enterrar cien metros bajo tierra. A veces fantaseaba que podría ceder las penosas e intrascendentes memorias de su adolescencia a cambio de que le regresaran las de su infancia que parecían haberse esfumado por completo. Aunque probablemente sería una mala idea. Mejor quedarse con los recuerdos conocidos, que arriesgarse a encontrar algo peor.

No todos en Mistrás se comportaban de modo rechazante. Había también otros, los extranjeros y los descreídos, para los que era una persona normal. Algunos hasta llegaban a detectar que ella era una persona y tenía sentimientos humanos. Todo un milagro.

Podría ubicar a Martina en este último grupo, de no ser porque ella estaba un poco confundida. Julia metía todos los días un poco de la poción del olvido dentro del dispenser de agua. La pobre chica, sin saberlo, se intoxicaba con el brebaje cada vez que tomaba un vaso. Eso es lo que pasa cuando firmas un contrato con una bruja, en cierto sentido se pierde la voluntad.

Alexia no sabía muy bien hasta donde llegaban los efectos de la poción. Sospechaba que esa era la razón por la que le caía tan bien a Martina. Debía ser por la magia que ella se alegraba cada vez que iba al Inked y, también por eso le parecía una persona interesante. ¿Era por eso también que admiraba su trabajo? Sus dibujos no eran los mejores, sus líneas menos. No le encontraba otro motivo. Le hubiese gustado que no fuera así, pero no podía engañarse.

Martina era lo más parecido a una amiga que tenía en Mistrás y era el resultado de la manipulación que Julia ejercía sobre su mente. Alexia podía hacer lo que quisiera con ella, no tardó mucho en descubrirlo, incluso sospechaba que Julia disponía de la pobre para algún que otro trabajo de magia negativa durante su ausencia. A Alexia le daba pena usarla para su conveniencia. También sentía pena por sí misma. Tener que hechizar a una persona para que se quedara a su lado, cuando nadie más quería hacerlo, le resultaba patético.

Y allí estaba Martina en el Inked. Alexia pudo verla arqueada sobre el escritorio, entre el ploteado del vidrio que rezaba: «Inked, adictos a la tinta». Estaba calcando la cara de Angelina Jolie sobre el tablero led. La luz blanca era demasiado intensa por lo que miraba su trabajo con los ojos entornados. De tanto en tanto paraba a refregárselos o a darle un trago al vaso de agua y luego volvía a tomar el lápiz.

El ruido de la puerta cuando Alexia entró la sacó de su ensimismamiento. Levantó la cabeza y sonrió efusivamente como siempre lo hacía.

—¡Hola! Que bueno que llegaste. —Fue hasta donde estaba Alexia y le dio un abrazo.

—Hola —le devolvió el saludo sin tanta efusividad—. ¿Cómo has estado?

—¿Yo? De maravillas...

—¿Alguna novedad? —la interrumpió Alexia antes de que ella comenzara a contarle sobre su recaída en las harinas, cuanto gritaba su vecina en las mañanas, su semana en el gimnasio, o la nueva pelea que había tenido con su ex.

—Varias. por fin se dignaron a enviar la factura del wifi. ¿Podrías pagarla tú? Hace un par de días que Julia no aparece por aquí.

Alexia asintió, y sin detenerse a explicar la ausencia de su tía, preguntó:

—¿Alguna relevante? —Buscaba el punto importante de la conversación que había aparecido en una de sus visiones.

—Oh sí. El martes vino Lucas... El de los expansores —indicó Martina cuando se dio por vencida en su intento de recordar el apellido del chico.

—Sí, ya me acuerdo —fingió Alexia.

—Quiere una lechuza hiperrealista con una serpiente enroscada. Le dije que yo no hacía eso, pero que te preguntaría si puedes inventarte algo bueno, y que le enviaría fotos para ver si le gustan los bocetos.

—Toma. —Alexia abrió la carpeta que usualmente llevaba y traía de la tienda a casa y la arrastró sobre la mesa hasta Martina—. Este último le va a gustar. —Su dedo trazó un círculo invisible sobre el dibujo—. Agéndale un turno para el próximo viernes.

Había visto el pedido de Martina dos semanas atrás, mucho antes de que el tal Lucas se pasara por la tienda. Reunió toda su inspiración, que no era mucha, para hacer un par de dibujos. Cuando consiguió terminar el último, lo supo: ese era el que Lucas aceptaría encantado. Lo llevaría en el muslo hasta que un guarray le cercenara la pierna en un accidente con su auto once o doce años después. Aquello también le costaría la vida luego de un par de días de agonía en el hospital de la Capital.

—Tan eficiente como siempre. —Martina la aplaudió—. Está muy bien. ¡Excelente!

«Si supieras que tardé una semana en terminarlo, no dirías lo mismo», pensó Alexia, pero, en lugar exteriorizarlo, se limitó a decir:

—Me alegra.

Martina sacó la hoja con el dibujo del folio, hizo una pequeña cruz al lado del modelo definitivo y se disponía a guardar el papel cuando Alexia agregó:

—¡Ah! Cuando venga ese Lucas asegúrate de decirle que maneje con cuidado, ¿si?

Antes de que Martina pueda siquiera abrir la boca para decir «Ok», un golpe sordo en la vidriera hizo que ambas voltearan en el acto. Lo que había chocado contra el vidrio quedó pegado a él en una mancha marrón sobre la palabra «Tinta».

Vieron el instante justo en que un nuevo proyectil daba de lleno contra el vidrio, y un segundo después, otro.

—Mierda —gritó Alexia a tiempo que corría hasta la puerta y la abría de sopetón.

Martina siguió sus pasos para no perderse nada.

—¡Estúpidos! ¿Qué mierda tienen en la cabeza? —Mientras gritaba Alexia gesticulaba con las manos de forma exagerada.

Tres niños estaban estratégicamente posicionados en el cordón de la calle desde el que lanzaban los paquetes de excremento de caballo que habían juntado de un campito a las afueras. Ninguno se movió de su lugar al ver salir a Alexia. No era la primera vez que hacían una travesura en sus diez años de vida, por lo que no se les pasó por la cabeza salir corriendo, ninguno quería quedar como un miedoso ante los demás.

A dos de ellos, Gael y León se les borró la sonrisa de la cara al ver la expresión descolocada de Alexia. El tercero, Enzo, de apariencia más idiota que el resto, levantó uno de los paquetes y lo revoleó en dirección del cuerpo de Alexia. Ella dio un salto hacia el costado y el proyectil explotó en la vereda. Una onda expansiva de gotas marrones alcanzó sus pies, manchándole las zapatillas blancas y la pernera baja del pantalón.

—Maldición —se lamentó Enzo—. Casi le doy a la bruja. Por poco, por muy poco.

—Tirale otro —lo alentó León nuevamente envalentonado.

Alexia soltó un grito de espanto al descubrir el contenido de los proyectiles. Sentía arder la cólera en su cara roja como un tomate. Sus músculos se tensaron y cerró sus manos en un puño como si estuviese apunto de sacarle los dientes de un puñetazo al niño de cara burlona que calculaba un nuevo tiro. La impotencia la estaba consumiendo.

—Desaparezcan de aquí o les haré tragar limpiavidrios —los amenazó entre dientes.

El niño se detuvo, bajó el brazo pero no volvió a dejar el paquete en la bolsa.

—¿Cómo, bruja? —inquirió.

—¡Que te vayas! Saca tu culo de mi vereda o sino...

—¿Sino qué? ¿Vas a embrujarme?

Uno de los otros chicos, el que había permanecido en silencio, tomó del brazo a Enzo y tiró de él.

—Ya está. Deberíamos irnos.

—No. —Enzo sacudió su brazo para liberarse del otro—. Tú, mierda, ¿vas a hechizarnos?

Sin quitarles los ojos de encima, Alexia arrancó la lapicera de la mano a Martina que estaba observando estupefacta desde la puerta. Compuso una expresión de seguridad y le echó una última mirada de odio a sus atacantes. Colocó una mano en cada extremo de la lapicera e imaginó que lo que tenía entre sus manos era la pierna del chico. Repasó en su mente el conjuro rompehuesos. Pese a recordarlo, no estaba segura de que eso funcionara, pero deseaba con todas su fuerzas que así fuera.

—A veces la magia se trata de saber hacer, otras solo de creer en ello —murmuró para convencerse.

El sonido de su voz fue tan bajo que los niños lo interpretaron como una conjuración. Gael comenzó a retroceder hacia la calle, esta vez sin intentar arrastrar a su hermano.

—Confractus os —dijo Alexia y dobló la lapicera con más fuerza de la necesaria para que se rompiera y esta se partió en dos mitades asimétricas.

Vio como al niño se le aflojaba una pierna y trastabillaba a tiempo que profería un grito de dolor exagerado.

—¡Ahhh! La bruja me lastimó —chilló e hizo que la atención de todos los que pasaban por allí se concentrara en él.

Antes de que el chico pudiese terminar la frase, Gael ya estaba al otro lado de la calle.

—Vámonos de aquí —le dijo León asustado y con expresión penosa al ver a su amigo derramar lágrimas en público. Tiró de la remera del otro y ambos echaron a andar tan rápido como se los permitía la pierna herida.

Corrieron desesperadamente hacia el centro de la calle.

—¡Cuidado! —les gritó Martina.

Ninguno de los dos llegó a ver a tiempo el auto que pasaba por la calle. En un milisegundo de lucidez, los reflejos de León se accionaron. Soltó a su amigo y apresuró el paso. El viento, producto de la velocidad del auto al pasar rozándole la espalda, le erizó los pelitos de la nuca; y el sonido del impacto del auto en el cuerpo de Enzo, lo hizo estremecerse.

No volteó a ver hasta encontrarse en la seguridad de la vereda. El cuerpo flacucho de su amigo estaba tirado, inmóvil, a unos metros del auto que había frenado en seco en el momento justo en que lo embestía. El cuerpo del chico había salido volando e impactado de lleno en el suelo. Su sangre saltó sobre el pavimento como la mierda en el vidrio del Inked. Un par de personas, que corrieron hacia él, estaban ahora dispuestos en un círculo observándolo.

El tipo que manejaba el auto se bajó e intentó hacerse un lugar entre la gente amontonada a tiempo que le pedía a su Dios que el chico no estuviese muerto o en coma. Le pegó un empujón a dos mujeres y se puso en puntas de pie para ver sobre el hombro de otra. El chico no se movía y su cabeza yacía sobre un charco de sangre. El conductor se llevó las manos a la cabeza. «Está muerto. De verdad está muerto. Me van a hacer pagar por este chico. Me quiero matar.» En un segundo, se lamentó mil veces de no haber pisado el acelerador y huido, por más que eso significara aplastar todos y cada uno de los huesos del niño en el intento. Ahora ya había perdido la oportunidad.

Fuera del foco de atención, parada junto a Martina bajo el marco de la puerta, con medio cuerpo dentro de la tienda, por si acaso, Alexia contemplaba atónita la escena.

—Creo que ahora sí tiene algo quebrado —le dijo a Martina.

Alexia se debatía entre una culpa nimea y la satisfacción. Se había decepcionado al ver al chico andar después de su hechizo improvisado. Ciertamente no consiguió romperle una pierna, aunque era posible que le haya fisurado el hueso o esguinzado una articulación. Eso no era suficiente. Verlo tirado en el piso, inerte sobre un charco de sangre era más justo para ella. Al final, el hechizo no había salido tan mal.

—Pobrecito —dijo Martina con compasión—. ¿Qué los habrá espantado así?

La magia se había borrado de la mente de Martina en el acto, dejando una laguna que ella estaba tratando de completar con algo racional. A veces Alexia se preguntaba qué le sucedería si la hiciera levitar y caminar por el aire. Lo más probable sería que la chica igual creyera estar dando pasos por el suelo firme y ni siquiera se inmutara.

—Creo que les asustó mi cara. —respondió Alexia.

—Tampoco que estás tan desmejorada. —rió—. ¿Ya te recomendé alguna crema para las ojeras?

Alexia no respondió, lo que ella interpretó como una desestimación.

—Es muy buena, en serio. Mírame a mí.

Del otro lado, Gael y León se reunieron al margen de la muchedumbre alrededor del posible cadáver de su amigo. Ambos sabían que lo que habían presenciado era un acto de brujería maligno y que el hecho de que no lo creyeran del todo posible hasta ese momento los convertía en un par de idiotas temerarios. No hizo falta que dijeran ni una palabra para saber que ambos pensaban lo mismo.

Una de las personas que había sido atraída hasta allí por el accidente era la señorita Natalia, maestra de tercer grado de los tres niños. Ni bien los reconoció, la mujer fue hasta ellos.

—Chicos, ¿qué fue lo que sucedió?

—F-fue... fue la bruja —dijo Gael y apuntó con su dedo tembloroso hacia el otro lado de la calle.

La señorita Natalia echó un vistazo breve a Alexia y comprendió la mala suerte de Enzo. La bruja conservaba la misma expresión desencajada que por sí sola era suficiente para que los chicos, y ahora también la señorita Natalia, sintieran el odio que emanaba de ella.

—Bueno —la mujer puso su mano sobre la del chico y lo obligó a bajarla—. Mejor déjala ya. No llamen su atención y manténganse alejados de ella.

—¿Usted realmente lo cree? —preguntó Gael sorprendido de haber obtenido la validación implícita de un adulto.

La señorita asintió, aunque no estaba muy convencida de dejárselo saber a aquellos niños que ya estaban demasiado asustados.

—Creo que es peligrosa. Si no es bruja, como mínimo está loca.

El borde inferior del espejo empotrado en la puerta del ropero le llegaba a la altura de la cadera, no había forma que Alexia entrara en él salvo si se tiraba de cabeza, lo que sospechaba que sería una mala idea.

Fue hasta el otro lado de la habitación y se dispuso a arrastrar el sillón de un cuerpo donde habitualmente tiraba la ropa que no tenía ganas de guardar o lavar. La pila de cosas sobre él se empezó a caer al suelo dejando un camino de prendas hasta el espejo. Alexia terminó de tirar las cosas que aún quedaban en el sillón y se paró encima del asiento. Sacó el marcador de su bolsillo y repitió sobre la superficie espejada el símbolo que había perfeccionado durante el intenso trabajo con la abuela hasta conseguir reproducirlo sin líneas dubitativas y con las medidas exactas.

Volvió a guardarse el marcador, su boleto de vuelta a la casa, y visualizó con todo lujo de detalles su destino. Sosteniéndose del costado del ropero, con una mano, y de la manija de una de las puertas, con la otra; puso un pie en el borde, justo sobre los cajones que había abajo. La punta de su zapatilla se hundió en la superficie del espejo y se perdió en su interior. Alexia hizo fuerza sobre la madera para asegurarse de que sostuviera todo su peso y, acto seguido, se dio un impulso con la pierna que aún descansaba en el sillón. Todo su cuerpo se precipitó sobre el espejo que, en lugar de atraparla, la dejó sumergirse en su interior y lanzarse a través de la superficie de otro de su misma clase, pero en un nuevo lugar. Los pies de Alexia no pudieron mantener el equilibrio sobre el marco de este por lo que se cayó sin siquiera tener la oportunidad de tambalearse. Sus manos intentaron asir alguna cosa inexistente, sin embargo, solo consiguió hacer un ademán desesperado y que su hombro dé de lleno contra la alfombra del piso.

No hizo falta que levantara la cabeza para darse cuenta que se encontraba justo en el lugar donde quería estar. Conocía más que bien la alfombra gris bajo su cuerpo y el tenue olor a perfume de vainilla mezclado con la humedad. Había funcionado.

—¿¡Qué haces...!?

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