Los Últimos Dragones

De E-de-Avellaneda

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Rhaegar Targaryen amaba a Lyanna Stark y miles murieron por ello. Pero, ¿qué habría pasado si Elia y su cort... Mai multe

𝕃𝕠𝕤 𝕌𝕝𝕥𝕚𝕞𝕠𝕤 𝔻𝕣𝕒𝕘𝕠𝕟𝕖𝕤
Capitulo 1.- La Sangre de la Antigua Valyria
Capítulo 2.- Confesiones de Medianoche
Capítulo 2.1.- Bajo la Luz de las Velas
Capítulo 3.- El Bosque Real
Capítulo 4.- La Hermandad del Bosque Real
Capítulo 5.- Rocadragón
Capítulo 6.- Carden de Braavos
Capítulo 7.- Una Princesa Targaryen
Capítulo 8.- Anhelos y Tormentos
Capítulo 9.- Una Princesa Perfecta
Capítulo 10.- El príncipe que fue prometido
Capítulo 11.- Querido Hermano
Capítulo 12.- Harrenhal
Capítulo 13.- Sueños y Encrucijadas
Capítulo 14.- Ojos Hechiceros
Capítulo 15.- La Llegada del Rey
Capítulo 17.- Amor de Torneo

Capítulo 16.- Deseos y Contradicciones

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De E-de-Avellaneda

Jon Connington

Con el inicio de las justas a tan solo un día de distancia, el ambiente en el castillo era jovial, casi idílico. En más de una ocasión creyó estar viviendo dentro de una canción.

El sol resplandecía con fuerza, las flores derramaban su dulce néctar impregnando el aire, las risas de las doncellas llenaban los rincones y los caballeros aguardaban impacientes.

Ser Harlan Grandison había fallecido un par de lunas atrás, y con ello un lugar en la guardia real quedó vacante. Jon consideró seriamente la posibilidad de presentarse. Se imaginaba con la capa blanca sobre sus hombros, con todo el honor que llevaría a su familia, el renombre que ganaría, la idea de ocupar el puesto del pesado de Arthur y convertirse en el guardia personal de Rhaegar, la cercanía que los uniría. Él lo protegería, se encargaría de que nada le ocurriese. Todo sería perfecto, incluso podría dejar de preocuparse por aquel matrimonio del que su padre tanto hablaba, la insulsa de Shyra Grandison quedaría en el pasado.

Saboreó la opción durante días, hacía girar la pluma recién entintada entre sus dedos. Pero, nunca se atrevió a llevarla al papel. Su padre no se lo perdonaría ni en el lecho de muerte. Tener un hijo sirviendo como guardia real era el mayor de los honores, a menos de que dicho hijo fuese el único heredero.

Por ello Jon no daba crédito a lo que sus ojos veían, una cosa era que el Nido del Grifo se quedara sin heredero, pero ¿Roca Casterly? Esa era una historia diferente.

El joven Jaime Lannister de tan solo quince años, un niño hecho caballero hacía un par de lunas por Arthur, estaba hincado frente al rey Aerys. Los otros seis miembros de la guardia real formaban un semicírculo detrás de él. Algunos sonreían, mientras que otros lo miraban con inquietud.

No quería ni pensar en lo que lord Tywin haría al enterarse.

Incluso Rhaegar se veía preocupado. Su apuesto rostro mostraba una expresión atormentada, unas pequeñas ojeras trataban de formarse debajo de sus ojos. Pero incluso así, seguía luciendo como el sueño de cualquier doncella, vestido de cuero negro y lana carmesí, con rizos platinados que brillaban al sol como si de una tiara se tratase.

Maldijo a Elia entre dientes, estaba de pie junto a Rhaegar con un vestido negro con brocados de oro, sonreía como una estúpida y se daba aires de reina, aunque jamás estaría a la altura. Su matrimonio con el príncipe había sido un grave error, pero ella se vanagloriaba como si él en persona hubiese desafiado a su padre por pedir su mano. No la soportaba. Ella era la culpable de todo. Desde su matrimonio Rhaegar no era el mismo, siempre estaba intranquilo por lo que ella pudiese hacer, temeroso de que su actuar lo dejara en vergüenza.

Elia destruía lo mejor de él.

Jaime recitó los votos de la guardia real en voz alta y Aerys hizo su nombramiento oficial. El Lord Comandante, Ser Gerold Hightower le colocó la capa blanca sobre los hombros y Ser Oswell Whent le ofreció una mano para ayudarlo a levantarse. Sus nuevos hermanos le aplaudieron y se acercaron a felicitarlo, pero no fueron los únicos, la multitud estalló en vítores, el ruido era ensordecedor. Podría jurar que el pecho de Aerys se infló con arrogancia, ¿acaso creía que lo aclamaban a él?

—Toda esta ceremoniosidad duró demasiado. Necesito un trago. ¿Vienes? —Myles le preguntó a sus espaldas, había aparecido de la nada. A su lado venía Richard Lonmouth, ambos aún tenían los ojos hinchados y el rostro desencajado.

—¿Acaso no fueron suficientes los que compartieron ayer con el tarado de Robert Baratheon? —Jon les dedicó una sonrisa burlona.

—Si recuerdas que tu casa es vasalla de la suya, ¿verdad? —señaló Myles, se tocó el hombro adolorido e hizo una mueca—. Deberías tratar con más respeto a tu señor, podría oírte —Jon no estaba seguro de si se trataba de una advertencia o una burla. La multitud comenzaba a disiparse a su alrededor.

—¿Es señor de una tierra un hombre que no la ha pisado en años? —respondió Jon—. Los Baratheon se irán a la ruina bajo su mando, lord Steffon debe estar revolcándose en su tumba al ver a su hijo acostarse con prostitutas y beber hasta perder el conocimiento.

—¿De qué estás hablando? ¿Acaso lo viste? —le preguntó Richard con el ceño fruncido—. Ese hombre es un animal, tomó el doble que nosotros y míralo, luce tan fresco como una lechuga —se quejó llevándose la mano a los ojos para cubrirse del sol. Parecía estar al borde del vómito, la mirada perdida en la nada.

Era cierto, cualquiera que viera al imbécil que ostentaba el título de señor de Bastión de tormentas jamás se imaginaria la cantidad de alcohol que había ingerido la noche anterior durante el banquete. Reía a carcajadas con Eddard Stark a su lado.

—Sea como sea, necesito tomar algo o me explotará la cabeza —Myles aseguró—. Puedes seguir despotricando el nombre de tu señor en la taberna, los siete saben que necesito un trago para seguir soportando tus malditas quejas, ¿vienes o no? —Jon asintió, a él tampoco le vendría mal tomar algo, los siguió hasta una de las tabernas.

El sol del atardecer bañaba el campamento en tonos dorados, proyectando sombras alargadas y creando un espectáculo de luces y sombras entre las tiendas y los estandartes.

El aroma del fuego de campamento y la carne asada se entrelazaba en el aire, mezclado con la fragancia fresca de las flores silvestres que crecían en los alrededores. Los caballos relinchaban en sus cercados, mientras los caballeros y escuderos se ocupaban de preparar sus armaduras y monturas para las justas del día siguiente.

La taberna a la que se dirigían estaba enclavada en el corazón del campamento, un refugio rústico y acogedor con los muros de madera gastados por los años y cubiertos de una capa de hollín. El interior estaba lleno de actividad. Las mesas de madera estaban ocupadas por caballeros y escuderos de todos los rincones de Poniente, algunos aún en sus armaduras, otros ya relajados en sus asientos. El aire cargado de risas, conversaciones animadas y canciones entonadas por un juglar que tocaba una vieja lira en un rincón.

Se sentaron y ordenaron una jarra de cerveza cada uno. El joven mozo que atendía las mesas se apiadó de ellos y se ofreció para conseguirles un poco estofado de rábanos y pimientos calientes, por un par de monedas. Jon pagó por ellos, era lo menos que podía hacer ya que no podía evitar reírse de los gruñidos de queja que emitían cada vez que alguien alzaba la voz para ordenar un trago más.

—Lucen ridículos, ¿qué clase de honor puede tener un hombre que bebe hasta terminar en este estado? —dijo Jon, contemplándolos con repugnancia. Le dio un sorbo a su bebida.

—Ya cállate, Jon —se quejó Richard recargando su cabeza sobre el tarro de cerveza, cerró los ojos y por un momento creyó que se había quedado dormido en esa posición, pero la mueca que hizo al escuchar un hombre gritar le demostró lo contrario—. ¿Sabes qué clase de honor tenemos? El honor del deleite. —Richard levantó los brazos en señal de victoria, pero acto seguido se arrepintió volviendo a apretarse las sienes por el dolor—. ¿Cuándo fue la última vez que te divertiste? Aún eres joven y has logrado esquivar los planes de tu padre para comprometerte, disfruta. No todo en la vida es el honor. Dime, cuando estés en tu lecho de muerte y tu maestre te de la leche de amapola, ¿qué extrañarás más, las caricias de una mujer o tu estúpido honor?

—¡Una mujer! —Myles asintió en complicidad. Jon ni siquiera pensó en debatir con ellos, ¿qué sentido tenía sino podían mantenerse en pie? Se limitó a mantenerse en silencio mientras ellos seguían alegando, cada argumento volviéndose más absurdo que el anterior.

El mozo regresó con una charola en las manos y les sirvió sus respectivos tazones con estofado. Jon nunca los había visto más emocionados, olvidaron por completo la conversación que estaban teniendo y se dedicaron a comer. Él estuvo por irse, pero la llegada de los sureños lo interrumpió.

Derron y Tyral cruzaron el umbral de la taberna. A pesar de que el lugar ya estaba abarrotado, la esposa del tabernero sacó una nueva mesa y la instaló cerca de una de las orillas. Agradecidos, tomaron asiento y solicitaron una jarra de vino dorniense, acompañada por un par de copas. Minutos después, se les unió la Víbora Roja, el hermano de la insulsa Elia.

Lucían tan diferentes como el día y la noche. Derron poseía una piel ligeramente tostada por el sol, pero sus ojos violetas y rizos plateados dejaban en claro su linaje Targaryen. La sangre del dragón corría por sus venas sin importar que se hubiera criado en el sur. En cambio, Oberyn tenía la piel olivácea y sus ojos eran más oscuros que la noche. A simple vista era impensable que compartieran sangre.

Él también escuchó los rumores. Corrían historias sobre como ninguno de los tres hijos de la princesa de Dorne compartía el mismo padre. Se hablaba de marineros, comerciantes, esclavos de las casas de placer en Lys, e incluso había quienes incluían el nombre de un príncipe de las islas del Verano en la lista. Había variedad para complacer hasta las más absurdas teorías, el único nombre siempre ausente era el de Ser Trystane Gargalen.

Jon estaba de acuerdo. No había manera de que estuvieran emparentados.

Oberyn Martell no tenía nada en común con el gran Ser Trystane Gargalen. El dragón de Costa salada era el tipo de hombre del que se cantarían canciones aún con el pasar de los años. El caballero que salvó la vida de su rey, honrado y respetado por todos aquellos que tenían el privilegio de conocerlo. En cambio, Oberyn era un canalla común que sonreía con desprecio.

Pero Derron, él era diferente...

Peleaba al estilo dorniense, aunque Jon tenía que admitir a regañadientes que era un formidable combatiente. Derron lo había dejado tan magullado que si se reía con demasiada intensidad el dolor regresaba a él.

Derron poseía un atractivo inexplicable, tenía una personalidad encantadora, por donde pasaba encontraba la forma de hacer que todos lo adorasen. Era ferozmente orgulloso y no permitía que nadie hablara mal de las cosas que en verdad le importaban: Dorne, su familia y Elayne. Pero de ahí en más, no había tema que no le causara gracia. Iba por la vida con una sonrisa perpetua y radiante. Una sonrisa que hacía su rostro radiar, lo hacía lucir como un sueño de verano, y la compartía con todos por igual, a Rhaegar y a Elia, a Elayne y a las doncellas que le servían en las tabernas, a Tyral e incluso a él, a todos les sonreía con la misma calidez.

Levantaba suspiros por doquier, doncellas de alta y baja cuna peleaban por hacerle compañía por las noches, siendo Janyce, ingenua como era, la que lideraba la carrera. Él las ignoraba, y ellas lo adoraban aún más, soñando con ocupar el lugar de Elayne. Si tan solo supieran que no habían intercambiado más que contadas palabras en más de un año, no se procuraban y en ocasiones parecía que incluso ellos mismos se olvidaban del compromiso.

En cambio, Derron y Tyral eran inseparables. Su compañía era constante, desde el amanecer hasta que se retiraban a su cámara compartida. Su inquebrantable cercanía, acompañada de sonrisas perpetuas, era innegable.

No era ningún secreto que en Dorne en ocasiones los hombres tomaban a otros hombres como amantes, y compartían lecho como si de un hombre y mujer se tratase.

Jon no pudo evitar preguntarse si Derron...

—Disimula —susurró Myles sin apenas levantar la mirada de su comida.

—¿De qué hablas? —preguntó Jon sin comprender. Una ráfaga de aire helado lo golpeó por la espalda.

—Los estás mirando como si desearas degollarlos —explicó Richard, tomando otro sorbo a su bebida—. Disimula. Si provocas una pelea, serás tú contra los tres. Te darán una paliza, ¿qué no recuerdas lo que pasó con Derron?

—Estás exagerando —se quejó Jon.

—¡Claro que no! —replicó Myles—. El maestre dijo que había sido un milagro que no te rompieras ningún hueso.

—Si me venció fue porque peleó sucio, sin honor. —Jon los miró con desdén.

—¿Y qué te hace creer que hoy será distinto? —dijo Myles, ni siquiera sonaba molesto, solo cansado—. Además, son tres contra uno. Ni Ser Duncan el alto podría ganar esa batalla.

—Somos tres contra tres —les recordó Jon.

Los ojos de Richard se abrieron con sorpresa, y casi se atragantó con el trozo de rábano que tenía en la boca.

—¿Ya eras así de imbécil o es que Derron te golpeó demasiado fuerte la cabeza? —Myles preguntó con asco, mientras golpeaba la espalda de Richard para ayudarlo a pasar el trozo de comida—. ¿Que no nos ves? Dos sacos de papas te serían más útiles.

—Ya déjate de estupideces, Jon, no hacen más beber un trago. Ni siquiera están buscando problemas. —Richard se incorporó con el rostro rojo por el esfuerzo, carraspeó para limpiarse la garganta—. Además, apostamos por ti para la justa de mañana, así que por lo menos trata de tener la gentileza de llegar con vida.

—¿Apostaron por mí? —preguntó Jon, el orgullo crecía dentro de él.

—Tampoco te emociones —se apresuró a aclarar Myles—. Apostamos porque vencerás en la primera ronda, dijiste que te enfrentarías a Hugar Whent ¿no? —Las gotas de sudor corrían por sus mejillas, los ojos cada vez más hinchados, Richard miraba a la distancia tratando de contener las náuseas. Lucían demacrados—. Lo vimos ayer en el banquete. Será un milagro si logra subir a su caballo, debería ser una victoria sencilla para ti, pero la justa final será la misma de siempre, Rhaegar contra Arthur.

—Quizá Barristan si consigue despegar los ojos de la chica esa de la princesa sureña... —añadió Richard sin molestarse en mirarlos.

Jon frunció el ceño y se levantó. Dejó sobre la mesa un par de monedas y salió de la tienda.

El sol de la tarde derramaba una luz dorada sobre el campo del torneo, creando sombras largas y atractivas. En ese instante, Jon sintió que estaba viviendo una escena de una canción de los bardos. La belleza y la emoción del torneo le llenaban de un anhelo por la aventura y la gloria.

Entonces la vio, no podía apartar la mirada de ella, a pesar de la amargura que sentía en su interior.

Era una escena fascinante. Las damas rodeaban a Elia como un séquito, sus vestidos exquisitamente bordados y sus cabellos peinados con esmero. Cada una intentaba destacar, ya fuera con halagos, risas o gestos de coquetería. Se inclinaban ante la princesa, agachaban la cabeza para escuchar sus palabras, se esforzaban por hacerla reír, le sostenían el vestido, le ofrecían sombra con sus abanicos y le susurraban palabras halagadoras al oído. Era una danza de cortejo y adoración hacia la mujer más codiciada en el torneo.

Elia siguió caminando, sin mostrar preferencias evidentes por ninguna de las damas que la rodeaban. Parecía distante, como si su mente estuviera en otro lugar.

Una mezcla de emociones se acumulaba en su interior.

Sentía un profundo odio por ella, y, sin embargo, sabía que no tenía motivos para hacerlo. Tan ocupada como estaba, se había dado el tiempo para irlo a visitar a la carpa del maestre, le había deseado una pronta recuperación con una sonrisa en el rostro. Rhaegar no se había molestado en tan siquiera preguntar por su estado.

Cada vez que Jon intentaba alejar a Elia con brusquedad o con palabras cortantes, ella respondía con una gentileza que solo servía para aumentar su propia irritación. Sabía que debía esforzarse por ser amable y cortés, como dictaban las normas de la cortesía, pero no podía evitar sentirse herido y resentido.

Se sentía atrapado entre la etiqueta de la corte y sus propios sentimientos encontrados. Odiaba el hecho de que, incluso en su debilidad y vulnerabilidad, la princesa parecía irradiar una gracia que Jon anhelaba secretamente. Era una lucha constante entre sus emociones y su deber, y eso solo servía para atormentarlo aún más.

Un par de pasos detrás la figura de Jaime Lannister caminaba con la mirada perdida, la capa blanca de la Guardia Real, que debería haber sido motivo de orgullo, parecía pesar sobre los hombros del joven caballero.

Jon se acercó a él, aún no había tenido oportunidad de hablar con él.

—Ser Jaime, felicidades por su nombramiento en la Guardia Real —dijo Jon con entusiasmo, estrechando la mano del joven caballero.

—Gracias, Ser Jon. Es un gran honor. —Su voz tenía un atisbo de pesar.

—¿Está listo para el inicio de las justas? Será emocionante ver a un nuevo miembro de la Guardia en acción.

—Me temo que no podré presentarme —respondió Jaime con una sonrisa forzada—. El rey me ha enviado de regreso a Desembarco del Rey. Tendré que dejar el torneo antes de que comiencen las justas. Me han encomendado cuidar de la reina y del príncipe Viserys.

Jon frunció el ceño ante la noticia.

—Lamento mucho oírlo. Supongo que es la carga que viene con el puesto.

—Sí, supongo que tiene razón —Jaime Lannister dijo con una leve sonrisa, pero sus ojos verdes reflejaban una tristeza inusual—. Me disculpo, pero tengo que retirarme.

A pesar de su tristeza, Jaime trató de mantener la compostura y el orgullo que se esperaba de un caballero de la Guardia Real.

Jon lo miró alejarse. Pese a su armadura brillante, su capa blanca y la socarronería propia de la casa Lannister, seguía siendo un crío de 15 años, seguramente se había dejado embelesar por el honor y la fama que traía el ser un miembro de la Guardia Real, pero Jon tenía el presentimiento que recién había comprendido todo lo que ello suponía.

Servir bajo las ordenes de Rhaegar era una cosa, pero seguir ciegamente los deseos de Aerys era otra muy distinta.

Sintió pena por él. 

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