El arte de romper un corazón...

By JeanRedWolf

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[Autoconclusiva] [Novela Corta] Dicen que hablar de amor es cliché, y también aquellos que amamos genuinament... More

P R E F A C I O
1. Los primeros nudos
2. Las primeras razones
3. Los primeros intentos
5. Los errores se pagan
6. Los finales decididos

4. Los más intensos

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By JeanRedWolf

De alguna manera, los seres humanos estábamos atados al tiempo —conteniéndonos y moldeándonos—, pero nunca queríamos comprender la importancia del mismo porque lo considerábamos un dolor de cabeza innecesario. Sin embargo, a veces el pasado era una buena forma de recordarnos que el "hoy" está en constante cambio debido al "mañana"; implacable, cíclico y diverso. Asimismo, el "ayer" jamás volvería a repetirse aunque intentaras repetir los mismos pasos.

Ese era uno de los mayores errores que obtenías cuando te enamorabas. El pensar que todo lo que habías cumplido, más adelante, sería recordado por tu pareja para que ambos os perdierais en ese tipo de recuerdos. 

El tiempo ordinario, cotidiano, el que los relojes de pared y pulsera se aseguraban de decirnos constantemente que todo minuto era importante y no queríamos verlo hasta que era demasiado tarde. ¿Existía algo más irónico que representarte por las dos agujas del reloj? Una moviéndose demasiado lento, mientras que la otro estaba en constante cambio.

Las emociones eran parecidas al movimiento y la reacción —o sensación experimentada— del reloj: algunas se aceleraban, otras lo enlentecían; de vez en cuando no parecían fluir correctamente, hasta el punto de desaparecer de verdad y preguntarte si algún día iba a volver. Todos suponían en sus vidas que eso no ocurría, que formaba parte de la ficción y en la vida real sólo era puntual e irrelevante. Del mismo modo que ver el atardecer borracho, o entrar al baño, o incluso lanzar una confesión a una persona en un momento muy concreto. 

Unos de los primeros sentimientos que experimenté cuando mi relación comenzaba a deteriorarse fue la amargura. Todo comenzó con esa emoción, el recordar que por un momento que a lo mejor no era lo bastante bueno para él ni aunque me esforzara hasta el extremo, dando lo mejor mí. Algunos recuerdos atados a ello, con el paso de los años se fueron transformando y deformando conforme mi mente iba tomando diferentes caminos. De hecho, a veces no tenía la seguridad de que muchos de esos momentos fueran reales, al menos los que sólo fueron breves.

No fue el anillo que lo detonó, y tampoco el hecho que Narciso se quedara demasiado tiempo en el trabajo.

No. Fue mi propia madre, justo cuando se enteró por otras personas que estaba saliendo con Narciso Olderg, un tipo de clase media-baja que se la pasaba perdiendo el tiempo con los niños del barrio y, cuando no, dibujando en hojas como si aspirara a ser un dibujante mediocre que viviría de subvenciones. No negaré que las palabras de mi madre dolieron más que una bofetada, especialmente porque nosotros no es que fuéramos ricos. 

—Ébano, tu madre siempre sabe más que cualquier otra persona —me cada vez que hacía algo en contra de sus deseos y pensamientos, ya que daba por hecho muchas cosas—. No estoy sorprendida de que te gusten los hombres, pero te aseguro que no vivirás con ese tipo más allá de los treinta. 

—Pero... madre —la mire con bastante descontento porque sin siquiera haber tratado con él en persona, ya estaba vaticinando malas noticias; y sólo porque no me atraían las mujeres—. A mí... me gusta mucho ese chico. Es divertido, sociable....

—Los chicos como él, cariño, sólo aceptan a aquellos que tiene dinero para impulsarlos como un trampolín en el futuro. Y tú caerás porque eres tonto, Ébano.

—¡E-eso es mentira, madre!

Ella, terminando de pintarse las uñas de escarlata, me preguntó sin mirarme:

—Eb, ¿cuál crees que es la emoción que sientes cuando te rompen el corazón, y perdura por un largo tiempo? —Iba a responderle que no quería pensar en cosas tan terribles, pero ella levantó un dedo para adjuntar—: Ahora eres joven, débil, tonto y ciego... pero tu madre te asegura que ese tipo con nombre de flor preciosa, sólo te traerá desgracia y dolor. Te amargarás, y tu madre no estará ahí para decir "te lo dije" en cuanto lo vivas.

Yo pensaba que era una mujer soberbia e injusta cuando se trataba de estos temas, ya que no le gustaba el hecho de que yo comenzara a hacer cosas distintas a las esperadas. Pero es que él y yo éramos un quipo muy extraño que encajaba bien: Éramos el sí versus el no, el elogio contra la culpa, la inocencia anticipada versus la culpabilidad rígida... hacíamos siempre situaciones en las que ambos terminábamos en una victoria o derrota, jamás un empate.

Supongo que un cáncer de lengua por ser una fumadora empedernida hizo que su vida fuera más corta de lo que ella misma esperaría, sufriendo como cualquier persona a la que le dirías que posee cáncer. Su personalidad no cambió en exceso, pero ese elitismo que la caracterizaba fue controlándose a medida que su vida se marchitaba como lo harían las flores durante el invierno. 

Una persona normal que supiera mi historia y se enterara de esto, seguramente daría por hecho que no hubiera visitado a mi madre cuando murió. Esa persona se equivocaría. Fui, lloré y sufrí como ninguno aunque yo y Narciso sólo lleváramos dos años juntos por aquel entonces; incluso muchos de mis recuerdos con ella se amargaron. Supongo que la quería de un modo diferente a lo que querrías a una madre convencionalmente. 


Por supuesto que esta emoción también se extrapoló hacia Narciso con el paso del tiempo. Desde el momento que supe el nombre de uno de sus líos, en sentimiento de amor se volvía cada vez más amargo y doliente, como meterte en la boca un pedazo de carne asquerosa y mal cocinada que revolcaba tu estómago.

Cuando volvió de su viaje de Inglaterra —donde obviamente Ever lo acompañó—, preguntarme si "le eché de menos" mientras estaba con otro dolía más que clavarme un cuchillo en la mano. Había un tono de descaro en su tono al escuchar mi negativa, tomándolo como un juego tonto para hacerme el difícil. Lo cual no era algo falso, pero el resquemor todavía se sentía en mi pecho desde que tenía un nombre invadiendo mi cabeza como una sombra en un laberinto de focos parpadeantes.

Esa noche, como si nada, quiso que nos acostáramos, y mi respuesta sólo fue decirle que apagara la luz. ¿Por asco? ¿Por venganza? No. La razón era que mis brazos estaban llenos de pinchazos por las pruebas médicas, y no quería que Narciso trastocara toda su vida por una pareja que no viviría más de un año incluso con la quimioterapia. Yo lo sabía desde hacía tiempo, de que las cosas llegarían a un punto de no retorno; y como un parche, tarde o temprano la adhesión terminaría desapareciendo. 

Yo sólo estaba ahí a su lado, intentando que mejorara sus malos hábitos y se trasformara en una buena persona, alguien que estaría orgulloso tener como pareja una vez yo me fuera para siempre.

¿Cruel? ¿Estúpido? Por supuesto que lo era, y mucho más también. Pero eso ya era problema mío, y no iba a cambiarlo pese a que supiera lo que me diría la gente en situaciones como esta.

Narciso aceptó mi petición de acotarnos a escondidas, aun sabiendo que no era una buena idea tener relaciones sexuales con él dado mi aspecto y resistencia. Sin embargo... si yo no le daba esto, quizás sus ausencias se alargarían cada vez más hasta que me dejara olvidado como un mueble en un desván. 

Él no podía olvidarme, sin que tendría que recordarme hasta el fin de sus días; ya fuera con una sonrisa brillante o un torrente de lágrimas.

—¿Crees que esto va a algún lado? 

Eso fue lo que dije una mañana en la que me encontraba terriblemente enfermo, después de haberme acostado con Narciso la noche anterior. Fue delicado al principio, pero bruto a la mitad y al final me sentí un poco valorado porque me abrazó antes de quedarse dormido. Por supuesto que esto último formaba parte de un sentimiento recurrente y encadena a otros.

—¿Y tú?

—Yo pregunté primero, Narciso.

Pensé —y puede que no fuera un pensamiento agradable—: ¿por qué cuando vienes me haces sentir especial, y cuando te vas parece que no existe o no soy tan relevante?

—¿Tiene que llevar eso a algún sito? —me devolvió la pregunta con una ceja arqueada, mientras buscaba una pastilla para bajarme la fiebre en el cajón de su mesita de noche—. Es decir... ¿no es algo que pasa en las relaciones?

—No estoy seguro, ya que no he tenido suficientes más allá de ti.

Aquello le arrancó una sonrisa de suficiencia.

—Escucha, Eb —me la tendió en la mano, seguido del vaso de agua—. Yo no me estanco, porque el agua siempre fluye en busca de otras salidas.

En un principio, en lo que me medicaba, pensé por un rato en ello para intentar darle un significado concreto. Pero seguía viendo nuestra imagen dentro de un charco de agua estancada, cada vez más cubierta de una espesa capa se suciedad y sobrevolada de mosquitos. Yo no podía estar todo el rato limpiando ese charlo, ahuyentando a los bichos y esperando que él hiciera lo mismo cuando yo no lo viera. Las relaciones debían de cuidarse constantemente, como las flores, y el autoengaño no duraría para siempre.

Él tomo una pequeña respiración cuando no respondí a ello.

—¿Crees que nos estamos estancando? —preguntó, y yo sabía la respuesta aunque no se la solté en la cara—. ¿No hay nada entre el estancamiento e ir hacia alguna parte?

—¿Qué quieres decir con ello?

—Disfrutar el presente y todo eso.

Esa una frase muy osada para alguien que se metía en la cama de otro, estando en una relación desde hacía una década. Pensar en eso, ciertamente, se sentía demasiado confuso porque era algo que yo hacía muy de vez en cuando sin pensar demasiado en ello, pero Narciso no parecía interpretarlo de la misma manera. ¿Lo estaba haciendo en realidad? ¿O simplemente lo malinterpretaba?

—Por esa forma de mirarme, Eb —acotó—, tengo la impresión de que estás volviendo cada vez más cobarde.

Dolió. Vaya si ese dardo hizo daño.

—Me gustaría decir que soy plácido y cauteloso.

Entonces Narciso se levantó después de darme un beso en mi frente sudorosa, y antes de desaparecer de la habitación dijo:

—Entonces tu estanqueidad, Eb, es bastante cuestionable en nuestra relación.

Cerró la puerta y mi mirada bajó a mis manos delgadas, todavía sosteniendo el vaso con agua. Estancada. Con poco movimiento limitado. Sucia por gotitas de sangre que habían embrutecido el tono natural de la misma. 

Para mí, aquella conversación fue el principio del fin en más de un sentido si sabías leer entre líneas. ¿O quizás sólo rememoraba estas cosas para que pareciera todo culpa suya? Si me preguntaran en un momento concreto de mi vida, yo sólo ratificaría las palabras «adonde»,«estancando» y «plácido». Hasta entonces nunca me había consideradoplácido, o su opuesto. También juraría que era cierto que el autoengaño se sentía como meter galletas dentro de una lata y olvidarte de ellas, descubriendo tiempo después al abrirla que no se habían conservado bien, sino que se había llenado de moho y eran incomibles.


Aun pese a que hubiéramos tenido esa conversación que me dejé con un sabor agridulce debajo de la lengua, al igual que la pastilla para bajar la fiebre, el día no mejoró demasiado. A la hora de comer, su teléfono no dejaba de sonar todo el rato: Al principio eran compañeros de su empresa que yo ya había conocido en el pasado, ya que Narciso tenía un puesto más o menos importante y por eso tenía que mantenerse en constante trabajo y viajes en nombre de su empresa. Sin embargo, después comenzaban a llegar llamadas con el nombre de "Ever Empresa", y supuse que mi manera de mirar la pantalla con el ceño fruncido le hizo ver más de una bandera roja. 

Apagó el móvil, se excusó de que hoy estaba un poco estresado de tanto trabajo, y decidió tomarse unas cuantas horas libres salvo si lo llamaban para verdaderas emergencias.

Era una excusa. Esa misma noche, cuando descubrí que la cama estaba fría y vacía, al salir de la habitación lo pillé fumando en el balcón. Narciso no era un fumador habitual, y tampoco fumaba tanto como algunos pensaban. Él únicamente fumaba cuando su cabeza se llenaba de problemas, hasta el nivel de no saber como solucionarlas lo más rápido posible. 

Su defensa era el trabajo cuando le pregunté, lo cual no le creí. Al insistir, sólo me dijo en un tono cortante.

—No se te puede contar nada negativo, o terminarás enfermándote.

A diferencia de las anteriores veces que me autoengañaba, creyendo que él lo hacía por mi bienestar, esta vez sabía que no era cierto. Sabía que sospechaba de Ever, de los viajes de empresa, de las semanas desaparecido, de las escasas llamadas que me aceptaba, de sus ropas nuevas que nunca había visto... y eso lo reflejaba con el tabaco.

Sin embargo él tenía razón en algo: No es que no pudiera contarme nada negativo, es que el simple hecho de saber todo lo que había detrás de su ensayada sonrisa y su exigencia matrimonial —sexo—, me afectaba a cualquier hora del día y se reflejaba en una sola cosa.

Sangre. 

Por eso, en lugar de mostrarme enfadado con él, sólo le respondía con una sonrisa amable; pues sabía que, tarde o temprano, ese gesto le dolería al recordarlo.

Como cada día, desde que inicié la quimioterapia, tenía que visitar al Dr. Heich siempre que ocurriera algo que pudiera parecer preocupante a él, y no a mí ya que me volví bastante apático al sufrimiento físico. Un mareo, un dolor de estómago, náuseas, febrícula, sudoración, escalofríos, debilidad muscular... cualquiera de esas cosas debía de memorizarlas para comentárselas y, sin falta, debía de contárselas cuando llegara a por mis pastillas —cosa que él recogía por mí porque no quería que me congelara por el frío invernal—. 

Henry, como ya dije muchas veces, era un hombre íntegro y bueno que era muy querido por la mayoría de las personas. Prácticamente cualquiera le encantaba tenerlo como doctor: Era dulce con las enfermeras, incluso las que se mostraban más maleducadas o gruñonas; calmaba a los niños que tenían miedo de los pinchazos; calmaba a los padres que se preocupaban excesivamente de sus hijos; relajaba a los borrachos que solían ser agresivos con mucha gente...

Pero también era envidiado. Henry Heich era un hombre muy atractivo de metro ochenta, espalda ancha y un cutis tan hermoso que envidiaría hasta la mujer más vanidosa; una suave perilla decoraba suavemente su mentón redondeado y sus gafas le daban un toque intelectual más allá del hecho de ser un doctor. Su aspecto, amabilidad, trabajo y devoción por el prójimo provocaba muchos suspiros entre las mujeres, las cuales más de una vez las escuchaba decir que no sabían la razón de su soltería si parecían tan perfecto.

Henry era un hombre gay, pero al mismo tiempo profesional y agradable con el trato hacia los hombres que podrían parecerle atractivos en algún momento. Nunca daba un contacto excesivo, ni insinuaba nada,  mucho menos te intentaba ligar descaradamente como llegarías a ver en los programas de la televisión o las novelas. Su único pecado era ser lo más cercano posible a los pacientes, casi rozando el ser un amigo de toda la vida sin importar tu nacionalidad, género o edad.

Por ello, Henry, tenía un error en sí mismo pese a que para muchos era algo admirable: Preocuparse en exceso por los demás.

Una de esas mañanas, en lo que quería devolverle la bufanda que me prestó el otro día —pero que con las prisas la olvidé en la mesita del salón—, Henry me abrazó y lloró de rabia mientras lamentaba darme una mala noticia: El donante que podría ofrecerme un cambio de vida, si Dios o la deidad que fuera quisiera, había sido interceptado por el hijo mayor de una persona muy influyente de la ciudad. Creo que era el hijo de un diputado o algo así. 

Lamentaba no haber sido tan rápido en pedirla, y sentir sus lágrimas filtrase en mi jersey blanco sólo reforzaba la idea de que este hombre merecía encontrar una pareja que le colmara de afecto y hermosas palabras. Alguien como él no merecía vivir solo.

Mi enfermedad no tenía una cura exacta, o al menos no se conocía en este tiempo; ignoraba si en un futuro cercano, tras mi muerte, fuera aquello posible. Así que la mejor opción era encontrar un donante que me ofreciera aquello que mi cuerpo ya no generaba por sí mismo, y que sólo entorpecía el funcionamiento de mis órganos.

Nuestro cuerpo debía de ser un tempo al cual, aunque ensuciáramos un poco, debíamos de conservarlo para que en ningún momento las roturas se volvieran irreparables. Sólo tenías uno. Una oportunidad. Y yo no supe apreciarlo por ser alguien demasiado ciego en más de un sentido. 

—Haré lo que sea por conseguirlo, Ébano.

Eso fue lo que me dijo, justo unos segundos antes de tomarme de los brazos e inclinarse hacia delante para besarme en los labios. 

No fueron más de cinco segundos. 

Tras ello, empujé al hombre y le di una bofetada que literalmente le puso la mejilla roja como el color de su corbata, como si la sangre se hubiera agolpado en gran medida en esa zona pese a no haberle dado tan fuerte. 

—¡Me gustas! 

Gritó justo cuando me di la vuelta y estuve a nada de irme de inmediato, sintiéndome asqueroso e infiel por un acto que yo no acepté. Que yo le gustara era un problema, porque yo no creía en las rupturas o el divorcio. Yo era de esas personas que única y exclusivamente se enamoraban una vez en la vida, como se hacía antiguamente en la época de nuestros abuelos, y aprendíamos a aceptar que las parejas no siempre eran perfectas ni tenía  buenas rachas eternas. Yo era un romántico empedernido.

O quizás un cobarde sin remedio.

—Esto no es correcto, Dr. Heich —respondí con una mirada directa y molesta, o quizá la palabra correcta debería de ser dolida—. No haga que este hospital pierda a un buen doctor, sólo por deslizarse hacia un error que podría costarle todo su esfuerzo. 

No me fui en el transporte público como tenía planeado ese día, sino que él mismo me pidió hablar conmigo sobre esto en su coche mientras me llevaba. 

Henry no debía de destruir su vida con una persona como yo, la cual no tenía salvación. Nada garantizaba al cien por cien que un trasplante me fuera a cambiar la vida por completo, sino que sólo tenía un sesenta porciento de que las cosas fuera bien, pese a que la recuperación sería excesivamente lenta si seguía todas las instrucciones al pie de la letra. Y sin embargo, yo ya sabía que no sería buena idea, pues aunque sólo fuer aun cuarenta por ciento de fracaso, no cumplía realmente el requisito más esencial: Estar en un buen entorno.

Además, yo no era un chico atractivo mientras esta enfermedad seguía avanzando en mi cuerpo. No era una falta de amor propio, sino de objetividad. Nadie se veía hermoso estando enfermo, ya fuera por las ojeras, por ser demasiado delgado hasta casi parecer cadavérico o por una inflamación estomacal. También yo era despiadado conmigo mismo. Tuve que aprender a serlo para que mi manera de ocultar mis emociones fueran mucho más creíbles, porque al final la realidad era que yo iba a terminar en una caja de pino mientras los demás seguían respirando más allá del cementerio.

Por ello, mi amor únicamente era fiel hacia un hombre... aunque al final tuviera que darle una lección antes de partir.

El sentimiento de la ira era, desde lejos, unos de los sentimientos más peligrosos que conservaban los seres humanos, pero al mismo tiempo aquel que tardaba poco de disiparse de tu ser antes de dejarte con una sensación de vacío. Cuando te enfadabas, normalmente actuabas sin pensar porque tu mente trabajaba demasiado rápido para procesar las cosas de un modo racional, y por ello el cuerpo actuaba meramente por impulso atado al deseo de ese momento; correcto o no. 

Lo que pasó cuando llegué a casa después del hospital formaba parte de ello.

Narciso había llegado a casa a una hora completamente inusual, llevando todavía la típica ropa elegante que se ponía cuando se marchaba por la puerta bajo su abrigo. El cabello ondulado a un lado, la corbata ahora desanudada, el jersey negro apretando un poco su torsos sobre la camisa blanca de cuello de pico, y el pantalón de pinza negro que siempre le sentaba bien. 

Me vio entrar en la puerta con una expresión severa, sosteniendo en sus manos una bolsa sencilla. Era la que tenía la bufanda de Henry.

—¿No vas demasiado desabrigado para ser invierno, Eb? —preguntó con aspereza. Sin esperar mi respuesta siguió preguntando—: ¿A dónde estabas? ¿Por qué no me avisaste de que fuera a por ti? ¿Con quién estabas?

Claramente la bufanda dentro de la bolsa era la razón por la que se estaba poniendo de ese modo, aun cuando él seguía acostándose conmigo e intentando que las cosas salieran bien para que yo y él no nos diéramos un tiempo separados para calmarnos. Era como vivir en una relación de hacía cincuenta años atrás, lo cual yo conocía bastante bien por todas las conversaciones que me daba mi abuela materna mientras despotricaba de su difunto esposo en el salón. Nunca se llevaron bien por su tipo de personalidad, pero de alguna manera el amor de ella hizo que la relación siguiera adelante pese a las diversas dificultades como peleas, infidelidades por parte de su marido y castigos crudos por parte de ella para dejarlo en su lugar.

Como no respondí, ya que hablarle a una persona enfadada siempre podría empeorarlo más todavía, recibí el impacto de la bolsa contra mi cabeza. Ésta cayó al suelo, dejando una parte de la bufanda salirse por el papel de la bolsa.

—¡Respóndeme! —ordenó en un grito alto.

—Estaba en el hospital —me limité a decir al principio, aunque no iba a ser suficiente—. Y olvidé mi chaqueta por las prisas en casa, así que sólo demoré un poco por el transporte público.

Por la forma en la que Narciso me miraba, yo ya sabía que esto no iba a relajarse. Sus ojos ardían entre las llamas de una ira contenida, la cual iba a ser difícil de erradicar sin salir mal parado. 

—Así... la bufanda intuyo que es de tu amigo el doctor, y te has ido al hospital bastante ligero de ropa e incluso sabiendo que te ibas a enfermar después, ¿eh? —Resopló airadamente, juzgándome con sus ojos—. Y dime, Eb... ¿te gusta más que te folle en la consulta, en la camilla o prefieres que él venga a casa cuando yo estoy trabajando como un burro?

Aquel ataque era terriblemente ofensivo, e incluso me sentí enfadado por insinuar que había sido infiel y mentiroso en más de una ocasión. Qué descaro. Pero no le daría el gusto de recibir una bofetada mía pese a faltarme el respeto, ya que todas mis buenas obras valdrían la pena contra este hombre que seguía siendo ciego de una manera negativa.

—No.

—¿No? —Punzó con una sonrisa arrogante que potenció su enfado—. ¿Acaso me estás diciendo que eres una buena persona?

Soy una buena persona dentro de lo que cabe.

—¿Acaso estás tomándome como un hombre estúpido que no sabe ver lo obvio? —insistió. 

—Entiendo... —murmuré—. Al parecer se ve que tengo que seguir siendo estúpido para que puedas acostarte con otras personas a mis espaldas, ¿verdad, Narciso? Es decir... tiene que ser muy difícil eso de trabajar tantas horas, soportar a un esposo débil que se enferma todo el rato, y cuando no estás en la casa que compartes con él, estás calentando la cama de otro. ¿No es eso un completo descaro por tu parte? ¿Acaso te crees mejor que yo, sólo porque soy más amable, tolerante y paciente?

La naturaleza de una persona imbuida por la ira se volvía violenta y destructiva en segundos, como estaba pasándole a Narciso mientras mis palabras tranquilas lo golpeaban con crudeza. Intentaba ponerlo en sus sitio. Sin embargo, era más perturbador verlo que aguantarlo porque daba la impresión y la sensación de que en cualquier momento ocurriría un error silencioso, como si alguien hubiera agarrado una palanquita del universo y allí, durante aquellos segundos que parecerían una eternidad, se invertía el curso de la naturaleza misma y el tiempo de mejora.

Fue justo cuando él me pegó una bofetada peor que la que me dio la última vez. Literalmente me movió un diente del sitio, y la boca se me plagó de ese metalizado y amargo sabor de la sangre que conocía por desgracia. 

Narciso me tomó del cuello y dijo en un tono profundo:

—Te follaré hasta que tengas miedo de que te toque cualquier hombre.

Él preso de la ira y yo del pánico, me arrastró hasta la habitación, cerró la puerta de un portazo, y supe que en ese punto su corazón iba a sufrir en exceso cuando yo ya no estuviera a su lado tolerando todo eso.

No es necesario decir lo que pasó esa noche durante todo ese momento fulgoroso y ciego, pero sí diré algo: La ira, al igual que el veneno, hacían un daño terrible en la mente de las personas; pero el perdón y la tolerancia no eran medicinas.

Sólo un parche.

Cuando las cosas malas terminaban de afectar por completo, sin siquiera tener la oportunidad de evitarlo, te dabas cuenta que pensar en el pasado era un rasgo muy común. La melancolía te empujaba hacia atrás, dándote las cosas buenas que viviste durante tu vida, y ahora no poseía nada de eso por unas u otras razones.

Yo lo recordaba constantemente. Pensaba en el pasado, durante la secundaria, mientras Narciso sólo era un chico impulsivo, sociable y distinto a los demás que me trataba diferente. Su impulsividad se convertía en alegría y constante enseñanza, su sociabilidad en relatos interesantes con un toque de humor, y su distinción en un brillo único. Aun siendo de una familia poco agraciada por el dinero, la gente no los odiaba y sólo pensaban que eran "tolerables" por su manera de agitar el ambiente aburrido o demasiado calmado.

A veces Narciso sacaba su mal temperamento frente a los demás, gritando y quejándose en voz alta; hasta que llegaba yo y la tempestad se convertía en calma. Lo mismo ocurría con sus nervioso o esa manía nerviosa de moverse en todo momento en cientos de direcciones, consiguiendo que una persona demasiado activa decidiera por sí misma sentarse tranquilo a mi lado aunque no nos moviéramos por un largo rato. 

Diecisiete años tenía él cuando me dijo que le gustaba, junto a mi libro favorito con una firma de un actor que jamás había tenido la oportunidad de encontrarme en una librería. Me prometió amor eterno, muchas risas, momentos divertidos, y sobre todo que me ayudaría a ser una persona que no le tuviera miedo a nada. Cuando murió mi madre, dos años después, supe que estar con él era la decisión correcta pese a lo que diría la gente al respecto; ignorando por completo que me dijeran "ciego" o se burlaran de que creyera en el amor verdadero. 

A los veintitrés mi padre murió por un accidente de tránsito mientras iba a un viaje de negocios con su empresa. El golpe fue devastador. Había perdido a mis dos padres, mis abuelos estaban demasiado lejos en residencias de ancianos que requerían algunas horas de trayecto en coche, y mi única red de apoyo fue Narciso. 

Los que decían que sería un artista pobre y mediocre, terminaron cerrando sus bocas y cambiando su actitud cuando descubrieron que amasó una pequeña fortuna. Dinero que, al igual que el clima que no podías controlar, terminó resintiéndose cuando un día le pegó una paliza a un cliente que intentó ligar conmigo con demasiada insistencia en un restaurante. 

Fueron años difíciles al principio, pese a tener un trabajo y una casa que terminó siendo distinta tras mudarnos juntos para mejor nuestra calidad de vida. Aun con las dificultades adheridas a nuestro camino, pensé que nuestros sentimientos serían suficientes para luchar contra todo. No me gustaría referirme únicamente al amor sino a varias: la paciencia, la perseverancia, la calma, la alegría, la empatía, la sensación de unión... Estar en una pareja era vivir en equipo, y si él sufría yo también debería de experimentarlo para así poder ayudarlo.

Entonces, de repente, Narciso comenzó a cambiar. 

Los desayunos y comidas juntos se transformaron en cenas incómodas, las vueltas a casa de día a la noche, y los días de ausencia en semanas. La compañía dio paso a la soledad, la calma en tempestad, un baño de espuma en una ducha rápida... y aun así, pese que él cambió, yo siempre intentaba ser el de siempre aunque me sintiera débil y enfermo. Verlo tan alterado, agitado y cansado era suficiente para aceptar que ahora yo tendría que apoyarlo del mismo modo que lo hizo él cuando lo hizo con la muerte de mis padres.

Sin embargo... llegaron los perfumes adheridos a la ropa, los pañuelos con números mal escritos, las corbatas apestando a alcohol y vómito, el sexo de madrugada sin ningún tipo de consideración por mí... Y así creó discordia en mí mismo, transformando mis esperanzas en una vana melancolía cuestionable.

¿Ya no me amaba?

¿Ya no era atractivo?

¿Era porque siempre estaba enfermo?

¿Era mi cuerpo, cada vez más delgado, que le causaba asco?

¿Cocinaba mal?

¿Era malo en la cama porque me cansaba rápido?

¿O quizás era porque se había cansado de lo viejo y ahora quería cosas nuevas como su ropa?

Pensar que tu pareja de diez años cambió era algo que daba verdadero miedo. El temor de que tú te fueras con otra persona, cortaras con él o decidieras ordenarle que se fuera para nunca más volver era algo que te hacía preguntarte cosas. ¿Cuánto podrías aguantar en algo así? ¿Realmente quedaba amor? ¿Tenías que revivirlo? ¿Era culpa tuya? ¿Qué falta para volver a como todo antes parecía perfecto?

Mi venda cayó después de que Narciso me violara en la cama de una manera atroz, haciendo que sangrara por más de un lugar, y su ira se transformara en culpa. Las disculpas no eliminarían mi enfermedad, como tampoco aliviaban el dolor que generaba cada vez que me tenía que acostar con él para mantenerlo satisfecho.

Narciso no me amaba, y yo lo sabía pero no quería aceptarlo porque yo era un cobarde.

No me fui de su lado cuando me abofeteó en la cara.

No me fui cuando pronunció el nombre de su amante mientras me follaba.

No me fui cuando supe que él estaba con Ever en Inglaterra cenando juntos.

No me fui cuando él me violó por su rencor y mi rechazo.

No me fui por haber sido golpeado por sus celos.

Y no me fui, porque sólo yo conocía el arte de romper un corazón sin tocarlo; sin importar el precio.

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