El Secreto del Agua

Door OrlandoCordero2022

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Marko fue forjador fortuito de un extraño secreto. Bosnio de nacimiento, húngaro de crianza, alemán por impos... Meer

Legado
Lapsos
Mitos
Katja
El Relato de Marko, Folio I
Katja Kinslenya
El Relato de Marko, Folio II
La Señora
El Relato de Marko Folio III
Sol de Invierno
El Relato de Marko, Folio IV
Katja y Viktor
El Relato de Marko, Folio V
Augustus y Katja
El relato de Marko, Folio VI
El Ansía de Sangre
Mahoma y La Montaña
Conversatorio
La Muerte de Leila
Epílogo - La Princesa de la Colina

Lemberg

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Door OrlandoCordero2022

DEDICATORIA

A Adriana, sin su impulso, sin su presencia, sin su sonrisa no hubiese podido escribir esta historia, ella es la figura principal, la Diosa de la Luna, Ixchel para algunos, Isthar para otros; es ella Katja, Leila, un poco de Jovanka, es la chica fuerte, la brillante fuente intelectual, es la danzante serpiente de luz, sangre fuego y dulzura. Mi luz, mi sangre, mi fuego, mi torpeza; dueña de mis letras y creadora de grandes sueños y una multiplicidad de detalles.



Ucrania, 26 de agosto de 1914, inicios de la Batalla de Gnila Lipa.

En las vicisitudes del destino nada se encuentra tan mal escrito como el comienzo de una guerra. Ya sea esta moderna, antigua, entre gobiernos, entre religiones, creencias o razas. Y no sucedía que la conflagración hubiera empezado en aquella tarde calurosa de finales de agosto en Europa. Marko se hallaba por entrar en un conflicto, no en la guerra que acabaría con todas las guerras, sino en una lucha más arcaica, silenciosa; subrepticia y de bajo perfil. Una de la cual nadie llevaba registro y cuya beligerancia, entre la vida y la muerte, discurría por una línea tan torcida que no se podía dilucidar sus matices, sus vueltas de tuerca, sus puntos de inflexión.

Marko sudaba, la temperatura era alta y si alguna vez hubo brisa por aquellos parajes se había ido a otro lado; daba la impresión que había transcurrido milenios desde la última vez que había soplado el viento. El sol brillaba fuerte, pero, a pesar de ello, se cernían algunas nubes de tormenta en el horizonte. La batalla estaba por venir, el cielo juntaba sus propios batallones de vaporosas sombras, su estrepitosa artillería de truenos, rayos y centellas; toda esa metralla acuífera que era capaz de desatar si se le antojaba. Sin embargo, no era contra los elementos la disputa. Hombres contra hombres, seres humanos sacrificados en pos de intereses diversos que en nada los representaba. ¿Quién les había convencido que la guerra era divertida y justa? Carece de sentido para un observador agudo.

Caminando hacia el combate, orgullosos, con la frente en alto, sonriendo y lanzando improperios contra el Zar Nicolás se encontraban aquellos jóvenes. En sus mentes no había cabida para el horror, sangre, muerte, agonía; solo para la valentía y la justicia. La guerra significaba aún, la oportunidad para resarcir afrentas e invocar el fervor de las nacionalidades. Algo que se suponía irónico para los integrantes del 12avo batallón bosnio-herzegovino, luchando bajo las banderas y estandartes de Austria-Hungría. Marchaban ufanos, con órdenes de ocupar las estribaciones boscosas que se encontraban cruzando un riachuelo. Las colinas se veían a lo lejos con su cabellera de árboles y matorrales, despuntando los rayos solares que todavía luchaban, con algún éxito, contra las ennegrecidas nubes.

Marko Jarkovic, marchaba al lado de sus compañeros, tranquilo, no había de que preocuparse, la banda del batallón les acompañaba. Esta tocaba un ligero aquelarre en honor a la muerte; muerte que los esperaba frotando sus manos y contando cabezas y corazones, afilando la guadaña. Música marcial y acompasada marcaban el ritmo, era la disciplina impartida, un golpe de tambor y unas notas bien cuidadas eran sus pasos, un redoble de semicorcheas era euforia instantánea, una negra acentuada era el brazo levantado y un silencio de blanca, una pausa. Junto a él, su amigo Slatan Zvonimir, un chico de unos 20 años, fornido como un roble centenario, alto como él mismo, de hecho, eran los dos soldados más altos de la 36ava compañía, los demás componentes eran como peones y ellos las torres y alfiles. Era una persona afable y de buen carácter, algo extraño para un gigante. Un lobo dormido con los colmillos afilados que no convenía despertar. Fueron rivales en un principio, se hicieron amigos al ver que era mejor tener la fortaleza del otro cerca para apoyarse. Eran los más fuertes, unidos nada podría en contra de ellos.

Había confianza, la guerra terminaría antes de navidad. Era la ilusión de millares de jóvenes contendientes. La victoria sería rápida en todos los frentes; eso animaba a las tropas. Nadie imaginaba el inútil derroche de vidas que estaba por suceder. La gloria prometida ocupaba cada mente y borboteaba en la sangre, en cada latido, en cada uno de esos futuros cuerpos moribundos.

Había llovido antes y la zona se hallaba anegada. La carretera discurría por encima de un terraplén, impidiendo que se convirtiera en parte del pantano. La extensa depresión no era muy profunda, unas decenas de centímetros, si se exceptuaba el lecho del riachuelo, más que un obstáculo era una pequeña y húmeda molestia. Al otro lado del inundado llano, se observaban las colinas boscosas, objetivo de su marcha. Estas se elevaban por encima del nivel medio de la pradera, apenas de manera suave, como el lomo de un jorobado que recién se encorva. Lo que debía ser un prado otoñal, lleno de colores, se hallaba convertido en un alargado charco de aguas someras. El 12avo. Batallón avanzó en línea recta, dado que no existía otra opción. Cualquiera que les observara pensaría que se trataba de un ejercicio de maniobras y no una operación de combate. Sin embargo, no era así, la vanguardia dio la voz de alerta. Soldados rusos se hallaban ya en las alturas, ocupando posiciones defensivas, cavando trincheras y colocando sus ametralladoras. Una vez que las tropas del Zar se percataron de la presencia del enemigo, abrieron fuego.

Sin dejar de tocar, para animar a las tropas, la banda marcial del Regimiento, buscó refugio. La 36ava compañía fue barrida por el fuego de las ametralladoras rusas; 34ava y 35ava compañía lograron desplegar sus unidades, cruzaron el riachuelo, desparramándose por los campos inundados, buscando cobertura y tratando de hacer una línea de defensa. Los rusos, agrupados y amparados por el fuego de metralla desde la colina, le plantaron cara al 12avo batallón.

Por instantes el combate se desarrolló de manera incierta. Un grupo de cosacos que patrullaban cerca, al observar a sus camaradas bajo ataque, cargaron a todo galope en contra de sus enemigos. Esto terminó de inclinar la balanza a favor de las tropas zarinas. Marko, había sobrevivido a la primera descarga que destrozó a la 36ava compañía y ahora se cubría lo mejor que podía, disparando de cuando en cuando, sintiendo las balas silbar por encima de su cabeza. Era 1914 y para esas fechas aún no se instituía el casco de hierro reglamentario, su Fez voló por los aires, un hilillo de sangre escurrió de sus cabellos. Suerte, había sido un rasguño apenas, cosa de unos centímetros más o de menos y no la hubiera contado. Zvonimir yacía a su lado, aún estaba vivo, aunque esa cuestión ya estaba decidida. Una herida en el cuello drenaba su destino, muy a pesar del esfuerzo que hacía para taponar la herida. Ambos lo sabían, no había esperanza, solo estaba rasgándole un poco de vida a la muerte que, tranquila y sin prisas, lo arrastraba al abismo de la oscuridad, desconocida y eterna. Esa eternidad de la que todos huyen.

Se estableció entonces un combate cuerpo a cuerpo, los rusos pasaron a la ofensiva. Pero, así como la suerte de Zvonimir se hallaba ya resuelta, el combate tenía ya a su triunfador. Marko disparó una y otra vez, de manera desesperada, sobre sus atacantes, por cada ruso derribado tres ocupaban su sitio. La 34ava y 35ava compañías retrocedieron ante el empuje de sus hermanos eslavos. Marko pudo observar de reojo como se retiraban de la batalla, aunque sin desorden ni dejar de combatir. Lo que quedaba de la 36ava compañía se vio pues absorbida por aquella marea rusa. Él había prometido a Zvonimir acompañarlo hasta el final, siempre habían sido ellos dos contra el mundo, pero él aún no moría. El pobre le veía vehemente y suplicante a la vez. No se sabe que es lo que podía pasar por la mente de aquel infeliz; un infeliz como él mismo, condenado a morir. Quizás creía que no lo abandonaba por amistad y camaradería. La triste verdad era que no podía moverse de donde se encontraban. Una pequeña y pantanosa depresión en el terreno, le proporcionaba una decente (pero efímera) protección. Desde hacía ya buen rato que no se oía la dichosa banda marcial y solo tenía la compañía de aquel moribundo. Rio amargado, él también era un moribundo. Seguro estaba de morir.

Los rusos se multiplicaban, habían recibido refuerzos, aparecían por doquier, persiguieron a los bosnio-herzegovinos, cazándoles uno a uno. Aquellos pocos con vida rindieron sus armas. No era más que un puñado de hombres. Marko también pensó en rendirse, pero cuando se aprestaba a hacerlo, tres soldados del Zar asaltaron su refugio. Sin esperar respuesta y mucho menos intentar una rendición del soldado imperial, le atacaron con furia y decisión. Marko, apenas tuvo oportunidad de disparar una vez, un golpe preciso de culata le despojó de su arma, al tiempo que uno de los rusos caía, mostrando una mueca de dolor ciego en su rostro herido. Un segundo ruso le apuntó directo a la cabeza, pero algo pasó y el arma no disparó. Marko, por puro instinto, sacó su cuchillo de compañía y lo hundió en el pecho del tercer ruso, aquel que le había despojado de su rifle. El tipo cayó encima de él, forcejearon un poco, hasta que este dejó de luchar. Aprovechando su corpulencia, se lo quitó de encima lo más rápido que pudo. El soldado restante maldijo su mala suerte, a la madre del fabricante del fusil y a aquel soldado al servicio del Imperio Austro-húngaro, ajustó la bayoneta a la boca del cañón y arremetió contra él. El frío metal penetró su abdomen, Marko, sin saber muy bien qué hacer, el dolor llegó unos instantes después, perdió el equilibrio, cayendo cerca de su rifle. Con la desesperación, la adrenalina y el miedo como únicos aliados, tomó la referida arma de fuego y disparó a quema ropa sobre el pecho de aquel joven soldado zarista, al mismo tiempo que este clavaba por segunda vez la bayoneta en su cuerpo.

Con lo que le restaba de fuerzas se ocultó lo mejor que pudo. No tardó mucho en perder el conocimiento.

Los rusos continuaron con el avance, recogieron a los heridos, dejando atrás las boscosas colinas; hubo una retirada general y el frente se corrió varios kilómetros adelante.

Había llegado la noche cuando volvió en sí. Aún no moría, la bayoneta rusa no había penetrado ningún órgano vital. Sin embargo, había una realidad incontestable, perdía sangre y la muerte le sonreía mientras acariciaba el alma de Zvonimir. Desde donde se encontraba y bajo la luz de la luna solo podía ver la silueta de su amigo. Los cuerpos rusos habían sido retirados y la fría humedad de la noche lo ocupaba todo.

En el medio de aquel avasallante silencio, escuchó unos pasos, alguien o algo chapoteaba en el pantano. Él no disponía de armas, se las habían llevado, aunque tampoco tenía fuerzas para defenderse. Si se trataba de un soldado enemigo estaba perdido. Se quedó tendido y quieto en la ciénaga, sin cerrar del todo sus ojos. Llámenlo curiosidad o morbo, necesitaba saber quién rondaba esos campos llenos de muerte y dolor. Contra todo pronóstico observó que Zvonimir todavía vivía. Presentía su muerte, luchaba contra ella. ¿Con qué fuerzas? Jadeaba, gemía. ¿No se percataba de aquella presencia caminando hacia ellos? ¿O quizás llamaba la atención para que alguien acortara su sufrimiento de una sola vez?

No era mucho el jaleo que podía provocar, pero en el mutismo que reinaba en el ambiente, era un escandaloso grito de alerta para quien quiera que estuviese merodeando por allí. Ahora su futuro dependía de la benévola o macabra intención de la persona que se acercaba. Marko no podía hacer nada, así que resolvió, una vez más, mantenerse en su rígida posición, vigilando de manera disimulada, lo que su disminuida visión le permitía.

De aquella oscuridad, muda e inflexible, surgió por fin, la figura del ente que caminaba hacia ellos. La brumosa imagen se fue haciendo cada vez más grande, nítida y cercana, era una mujer. Le vio revisar, uno por uno, los cadáveres, chequeaba los signos vitales y luego procedía a vaciar sus bolsillos. Estaba profanando a sus compañeros caídos, pensó. Era una saqueadora, que no mostraba respeto alguno por la juventud y los ideales sacrificados en la batalla.

Algo en sus movimientos le pareció familiar. Era pequeña. Vestía de blanco, lo cual le hacía más visible en la oscuridad. Observó cómo llegó a donde estaba Slatan, con su enagua recogida, este emitió un gemido, ella se llevó un dedo a la boca, pidiendo silencio, supuso. Lo que sucedió a continuación, lo atribuyó al principio a una mente febril, una alucinación por falta de fuerzas. La chica se inclinó sobre su amigo y lo levantó como si fuera un chiquillo. Limpió la herida del cuello y acercó su cara a la nuca. Para qué, no lo entendía. Slatan, reaccionó, le estaba haciendo algo, pataleó un poco, hizo un amago de lucha, le propinó algunos débiles golpes y trató, desesperado, de deshacerse de la acción. No duró mucho aquello. Entre espasmos y convulsiones dejó de moverse. Cuando por fin murió, ella lo depositó en el sitio con suavidad. Había delicadeza en sus movimientos, algo conocido. Luego ella comenzó a caminar hacia donde se encontraba Marko. Él, no quería hacerlo. Deseaba hacerse el muerto. Pero igual lo hizo. Empezó a jadear, a gemir, a tratar de huir. Se arrastró en el pantano o por lo menos intentó hacerlo. Ella, lo asió por el pantalón y le volteó con una facilidad pasmosa. Vio su rostro, cara a cara. La chica esbozó una sonrisa, le peinó el cabello y le besó en la frente. Ya sea por el pánico o por la pérdida de sangre, se desmayó, quedando a merced de aquella criatura. No sin antes decir el nombre de ese rostro que había olvidado por mucho tiempo:

-¡Katja!

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