Cuestión de Perspectiva, Él ©...

By csolisautora

695 76 6

Solo bastó que la dulce Amalia Bautista se diera la vuelta para que mi corazón quedara flechado. Todavía susp... More

Mira que eres linda
Perfume de gardenias
Algo contigo
Toda una vida
Somos novios
Piensa en mí
Palabritas de amor
Noche de ronda
Si tú me dices ven
Amorcito corazón
Virgen de medianoche
Nereidas
La negra noche
Amar y vivir
Nuestro juramento
Bésame mucho
Contigo en la distancia
Bendita esposa mía
Sabor a mí
El camino de la vida
Sueño de amor
Chokani
Pálida azucena
En un rincón del alma
Soy lo prohibido
Pérfida
Cuando vuelva a tu lado
Dos gardenias
Te odio y te quiero
Fallaste corazón
Tu recuerdo y yo
Mi despedida
Sin un amor
Triste recuerdo
Flor de azalea
La petrona
Deja que salga la luna
No volveré - Epílogo
¿Nos tomamos un cafecito?

Dios nunca muere

7 1 0
By csolisautora

Sin ser invitado, Ciro caminó hacia nosotros, secundado de sus amigos. Fui directo a su cinturón y vi que colgaba un revólver. Chito también iba armado.

—Aquí no quiero sus desmadres —gritó don Mencho—. ¡Afuera!

Supongo que el cantinero se dio cuenta de lo inconveniente que era tener a dos familiares de enemigos jurados dentro de su pequeño establecimiento. Incluso vi a los dos meseros irse para la parte donde servían la cerveza.

—¡Ey, respete a su general! —amenazó Chito.

—Lo respeto, pero no quiero sus desmadres en mi negocio.

—Calmado, don Mencho. Solo vamos a platicar —dijo Ciro, sonriente, y se volteó para ver a sus acompañantes—. ¿Verdad, amigos?

Ellos rieron.

—Sí, sí —añadió Chito, indiferente—. Solo una platicadita. —En su cara brilló la maldad; esa que es de temer.

Rogelio continuó bebiendo su cerveza como si nada pasara.

Filemón seguía aturdido y sus pies comenzaron a moverse por los nervios.

A pasos seguros, Ciro llegó hasta la mesa y se quedó de pie, justo frente a Rogelio.

Por su parte, Chito se sentó en otra mesa de cara a nosotros, sacó su gran revólver y lo puso despacio sobre la madera. Sus dos acompañantes ocuparon las sillas a los lados.

Agradecí la terquedad de mi hermano de siempre salir armados. Incluso colé la mano hacia la mía por si era urgente sacarla.

—Como les decía —siguió Ciro, apuntándonos de forma burlona—, aquí anda el cornudo del pueblo. —Se quedó viéndome e hizo una mueca de lástima—. Pensamos que ya no regresarías por estos pobres rumbos, con eso de que eres todo un señorito de ciudad. Debes estar bien dolido por lo que hizo —lo último lo dijo como si me diera el pésame.

Sus palabras no hicieron eco en mí porque, después de todo, Amalia y yo ya no teníamos una relación.

En otros tiempos habría tenido terror ante la situación, pero después de tanto, ese terror desapareció.

No sé por qué, pero mi hermano se notaba demasiado relajado, hasta le dio un trago grande a la cerveza y se la terminó. Luego dejó caer el vaso con fuerza.

Yo no hice ningún comentario. Sentí que seguirle el juego era desperdiciar el tiempo.

—Según supe, Ciro —le respondió firme Rogelio—, el cornudo aquí eres tú.

A Ciro sí que le ardió aquello. Lo confirmé por cómo se le descompuso el semblante.

—¡Sh, sh! —Llevó a prisa un dedo a su boca—. A mí ni me interesaba esa zorrita. Nomás porque su papi me rogó para que dijera que sí. —Colocó ambas manos sobre nuestra mesa. Estaba tan cerca que lo consideré un tremendo atrevimiento. Su aliento a alcohol fue evidente en cuanto abrió la boca—. Pero no, seguro ya está bien abierta de tantos hombres que se la han cogido, incluido don Cornudo. —Volteó a verme con esa expresión que destilaba mofa—. ¿O a poco no te la chingaste? —Resopló con una sonrisa—. Pero va a regresar, y cuando lo haga haré que se hinque. —Su vista no se apartaba de mí—. ¿Y sabes qué voy a hacerle? Me la voy a coger una y otra y otra vez, hasta que se le olvide esa cara de pendejo que te cargas.

Fue inevitable imaginar a mi amada en brazos de otro, pero no fue Ciro a quien visualicé, sino una sombra, a aquel hombre sin rostro que disfrutaba lo que yo jamás toqué.

—Mejor cállate y déjanos en paz —le dije lo más tranquilo que pude.

—Sí, Ciro, estamos tomando sin molestar a nadie —añadió Filemón, más conciliador—. Haz lo mismo tú también.

—La lavandera del pueblo sí habla —respondió Ciro. En sus mejillas morenas corrió el rubor del coraje, pero sé que intentó calmarse, respiró, y continuó con su molesta interrupción—: Si nada más vine a hacerles una preguntita.

—Dila y luego te apartas de nuestra mesa —advirtió mi hermano. Sonó desafiante y hasta a mí me erizó la piel.

—Tardé mucho tiempo para poder hacerla. —Ciro cambió la forma de hablarnos. Se escuchó más concentrado en lo que iba a decir—, así que quiero que respondan con la verdad.

Volteé a ver a Filemón; estaba con la vista fija en nuestro interrogador. Luego fui a mi hermano; él, por su parte, parecía que ya sabía lo que venía.

—Si hay tanto misterio, debe ser importante —dijo Rogelio, despreocupado.

—¡Es importante! —Quiero saber quién mató a mi padre.

En ese instante tuve recuerdos de infancia involuntarios. Ciro Carrillo fue un niño introvertido que cumplía con sus tareas y era respetuoso con sus padres; al menos eso fue lo que pude ver el tiempo que estuvo en la escuela primaria. Comía solo y apenas y le hablaba a un compañero o dos. Cuando llegó a la adolescencia fue que cambió. Dicen que una vez lo vieron torturando a un borrego antes de llevarlo al matadero, otros cuentan que le gustaba ahogar gatos. Fuera como fuera, se convirtió en un adulto difícil de descifrar.

—¿Y por qué crees que nosotros sabemos? —le pregunté sin perderlo de vista. Quería saber para dónde se dirigían sus intenciones.

Él ni siquiera lo pensó y respondió:

—Estoy seguro de que fue un Quiroga quien le disparó. —Volteó a ver a mi hermano, y luego a mí—. Solo que no sé cuál de todos fue.

—Me tenías enfrente cuando eso pasó —proseguí—, ¿ya se te olvidó? —Levanté la mano sobre mi rostro—. Justo enfrente.

—Sí me acuerdo —confirmó—. Tú no disparaste, pero puede que sepas quién sí. Díganme y todo este asunto quedará terminado. —En ese momento el tono de su voz cambió, apenas imperceptible, pero lo hizo. Luchaba por mantenerla clara, trataba de seguir sonando igual, pero, a pesar de eso, se le rompió un poco por el peso de las palabras—. Tengo que saber.

Por fin mi hermano intervino:

—¿Crees que eso te dará paz?

—¡Me la dará! —Se apuntó y se le tensó la mandíbula—. Y a mi familia también; al menos a la que queda. —Su dedo se dirigió a Rogelio—. ¿Tú sabes quién lo mató?

Mi hermano se echó para atrás, la silla hizo un ruido chillante e incómodo, y se levantó. Todos concentramos la mirada en lo que iba a hacer.

De reojo vi que Chito tocó la empuñadura de su arma al mismo tiempo que le decía algo susurrante a sus compinches.

Sostuve el revólver por si acaso. El pecho me vibraba por los nervios.

—¡¿Fuiste tú?! —gritó Ciro al ver que no recibía respuesta.

Supongo que no me esperaba que mi hermano asintiera. Se me fue el aire cuando vi que su cabeza subió y bajó despacio. ¡Se suponía que él no sabía quién había matado a don Amadeo, se suponía que ninguno de mi familia conocía al culpable!

Rogelio se le acercó cuidadoso como si se tratara de un animal venenoso al cual hay que atrapar.

Los compinches de Chito salieron de la cantina. Allí me levanté y Filemón me secundó. Apreté el arma sin que fuera consciente. Solo podía ver a Chito observando meticuloso lo que pasaba.

Ciro dio un paso hacia atrás cuando mi hermano llegó a donde estaba.

—Lo primero que tienes que saber —le dijo sereno Rogelio—, es que ese día uno de los dos tenía que morir.

Un frío recorrió todo mi cuerpo. Simplemente me negué a creer lo que confesó. ¡Él no podía haber ocultado tal información!

—Tu padre me disparó primero —continuó—, yo solo me defendí. —Bajó la mirada hacia el suelo—. Lo siento.

Ciro dio otro paso hacia atrás y chocó contra una silla que se volteó.

En ese momento vi que don Mencho y los meseros se atrincheraron detrás de la barra.

—¡¿Lo sientes?! —volvió a gritar Ciro y sus ojos se llenaron de lágrimas—. ¡Era mi padre!

Rogelio trató de tocarlo, pero Ciro lo esquivó.

—Y yo también soy uno, tengo hijos por los que debo velar. Amadeo iba por cualquier Quiroga, quería "mandar un mensaje". Por eso les ordenó que le dieran un sustito a Esteban. ¡Di que no fue así! Iba a cazarlo como chivo.

—¡Mientes! —Se le desgarró la garganta y le sobresalieron las venas de la frente cuando soltó aquella palabra. El dolor que sentía se reflejó en cada músculo de su rostro.

Jamás me detuve a pensar en las coincidencias de aquel día en el teatro. Amadeo Carrillo murió detrás del recinto y sus hijos andaban adentro, amedrentándome. Era sencillo descifrar las intenciones de don Amadeo. Quizá no buscaba acabar con mi vida, pero sí herirme, ¡o peor!, herir a Amalia para culparnos y que el alcalde se fuera contra los Quiroga.

—Tu mismo padre me lo dijo cuando lo enfrenté cerca del teatro. —Mi hermano tocó su pecho—. Yo solo trataba de proteger a mi gente, y Esteban, que andaba de noviecito de la Bautista, era el blanco perfecto. Siento mucho tu pérdida —bajó la voz—, pero no tuve otra alternativa.

En ese punto, Ciro ya estaba llorando, con el odio y el desconsuelo librando una batalla entre sí.

—¡Vas a pagar por lo que hiciste? —chilló e intentó sacar su revólver.

Mi hermano se lo impidió al sujetarlo de la muñeca.

Yo sí saqué la mía y apunté directo a Ciro.

—¡Bájala! —me ordenó Rogelio con el brazo extendido.

No podía comprender por qué pedía tal cosa y no obedecí.

—¡Qué la bajes te digo! —volvió a exigir, esta vez más tosco. Solo hasta que accedí a regañadientes fue que regresó a ver a Ciro. Trataba de mantenerlo lejos de su arma, aunque tenía que aplicar bastante fuerza para lograrlo—. ¿No te parece que ya fue suficiente? —le dijo sincero—. Tu familia murió y también la mía. Estamos a mano. Dejemos las cosas así. Fue demasiada sangre derramada, ¿no crees?

—¡Tienes que pagar! —murmuró entre dientes, pero en su semblante reconocí la duda y dejó de luchar.

A pesar de lo que mi hermano pidió, seguí con el arma bien agarrada y la oculté en mi espalda.

—¿Piensas que si me matas ganarás algo? —Rogelio estaba empeñado en convencerlo—. Solo te volverás un asesino. Tus manos quedarán manchadas. Quienes me quieren te buscarán por el resto de tu vida. Vivirás con el miedo de ser encontrado cada día. No podrás dormir, sin pensar en cuándo te llegará la hora. —La conmoción se apoderó de su garganta—. Lo sé porque eso me pasa a mí.

Esa frase me dolió tanto como seguro le dolía a él.

—Eres joven —prosiguió—, tienes mucho tiempo por delante, aprovéchalo para bien. Estás a tiempo de recomponer el camino.

Ciro pareció contrariado. Ya no lucía como el hombre decidido y valiente que pretendía ser. Ahora se asemejaba más a aquel niño que comía solo y se alegraba cuando llegaba la hora de salir de la escuela.

—Tiene razón —añadí—. Que con nosotros se termine este infierno. Ya hay demasiadas viudas y huérfanos de padre. Con eso basta y sobra.

Rogelio lo sostuvo del hombro. Lo tenía justo como quería. Ciro solo pudo inclinarse y se soltó a llorar.

Sentí que el aire corrió mejor en mis pulmones. Estábamos a punto de conseguir esa tregua que tanto necesitábamos. ¡Pero pasó lo que más temía!

Dejé de cuidar a Chito solo unos segundos, no fueron ni tres, y el los usó para levantar su arma y disparó.

El fuerte estruendo me dejó medio sordo. Comencé a ver todo distorsionado y mis piernas temblaron.

—¡Acabemos de una buena vez! —escuché que ese infeliz dijo.

Pensé que caería uno de los tres, pero, para mi sorpresa, fue Ciro quien lo hizo. La herida fatal le dio en la nuca. Él ya estaba muerto cuando azotó.

Todo avanzó despacio. Levanté mi revólver para contraatacar, mi dedo se encontraba a punto de presionar el gatillo. Esta vez no iba a titubear.

Por desgracia, Chito fue más veloz y, sin pensarlo, disparó una vez más.

Al principio no hubo dolor, lo único que sentí fue que mis jugos gástricos ansiaban salir. El calor en la clavícula empezó a quemarme. Traté de confirmar si fue allí donde la bala dio, pero, pero no pude mover el brazo derecho.

—¡No! —alguien gritó.

La vista me comenzó a fallar, solo vi entre nubes blancas que Rogelio desenfundó su arma, antes dejarme caer al suelo.

Cuando yo tenía seis años, mi padre le regaló a Rogelio un caballito con remolque de madera pintado a mano en su cumpleaños número doce.

Rogelio le tomó tanto cariño que teníamos prohibido tocarlo. Yo ansiaba jugar un poco con él, pero mi hermano lo cuidaba tanto que se tomaba el tiempo de esconderlo de todos nosotros.

No sé por qué, pero cuando abrí los ojos me encontraba de vuelta en casa, en la que fue años atrás. El suelo era todavía de tierra, se cocinaba con leña y la crisis económica del pueblo era alarmante. Aun así, mis padres hacían lo posible para que sus siete hijos no se dieran cuenta de aquella triste época.

Allí estaba yo, en medio del comedor jugando con piedras y palitos que apilaba.

Mi madre bordaba despreocupada y tarareaba una dulce canción en zapoteco. Mi padre bebía una taza de café a su lado.

Gerónimo, Jacobo y Anastasio se entretenían con el pan que robaron de la mesa.

Sebastián y Paulino se encontraban dormidos en el catre que teníamos cerca para que nuestra madre pudiera ocuparse de sus quehaceres y al mismo tiempo cuidar de los más pequeños.

Me mantenía tan concentrado en aquellos palitos y piedras de distintos tamaños que no vi que Rogelio se sentó a mi lado.

Lo noté solo porque levanté la cabeza y choqué con su brazo que descansaba cerca de mí.

—¿Qué haces? —preguntó, interesado de verdad.

—Un nido de pájaros. —Le mostré mi risible trabajo.

—Se ve bien —me animó y luego se puso serio—. Quiero pedirte un favor.

—Sí —le dije, todavía concentrado en que los palitos se apilaran bien.

Mi hermano escondía algo detrás de él, y cuando escuchó que acepté, se volteó un poco para levantarlo.

—¿Me lo cuidas? —Me entregó su amado caballito—. Debo salir y no quiero que lo vayan a maltratar.

Enseguida abandoné el proyecto del nido solo para admirar el juguete. Era blanco y la montadura pintada iba en rojo. Las llantas de la carreta de carga se podían girar. El sueño de poder tener entre mis manos aquel tesoro se hacía realidad.

—Sí, sí, te lo cuido. —Ni siquiera lo dudé.

Él, con su cara que estaba dejando de ser de niño, me señaló pensativo.

—¿Lo prometes? —Tocó su pecho—. Vale mucho para mí.

—Lo prometo —confirmé feliz por tener tan importante tarea.

Mi querido hermano se levantó, me revolvió el cabello, sonrió, y después se fue.

El caballito era tan bello que me quedé embobado admirándolo.

Lo que pensaba que era la realidad, una cálida realidad, se disipó de golpe y el dolor sobrevino.

Grité tan fuerte que la boca me ardió debido a la sequedad. Mis labios se partieron con ese alarido. Podía sentir la humedad de la sangre que salía de ellos.

Dos frías manos sostuvieron uno de mis brazos. Traté de saber quién era, pero no podía ver con claridad. Sentía que la cabeza iba a explotarme en cualquier momento.

—¿Dónde... dónde estoy? —pregunté con la respiración cortada.

Traté de moverme, pero fue inútil, el cuerpo no respondía.

Tenía una manta cubriéndome y el rostro de la persona que se encontraba a mi lado poco a poco se iba delineando.

Quería que fueran sus ojos marrones y su largo cabello que se ondulaba cuando se atrevía a dejarlo suelto.

—Ama... lia —murmuré esperanzado. Un segundo más tarde comprobé que cometí un error. No se trataba de ella, sino de Celina Ramírez. Su piel más clara y su cabello tan crespo la delataron—. ¿Dónde estoy? —quise saber porque no reconocía el lugar.

Pude ver que estaba en una amplia habitación que tenía un ventanal grande frente a la cama.

Poco a poco mi vista se clareó.

Celina se mantenía sentada en una silla a un lado de mí.

—En mi casa —dijo en voz baja.

Solo logró confundirme más.

—¿Qué hago aquí? —Necesitaba respuestas urgentes.

—¿No... te acuerdas de lo que pasó?

Hice un esfuerzo por recordar. Lo que me daba vueltas en la mente era lo del caballito de madera y nada más.

El malestar de la cabeza era insoportable.

—¿Podrías darme agua? —le pedí porque no podía ni siquiera sentarme sobre la cama.

Ella accedió y enseguida me ayudó a que tomara todo el vaso. Era solo agua, pero en ese momento fue como una dosis de vitalidad que acomodó mis pensamientos.

¡Ya podía recordar! No por completo, pero las imágenes volvían.

—Me dispararon. —Confirmé que fue entre el cuello y el hombro porque estaba inmovilizado. La repulsión vino a mí como una letal llamarada—. El tal Chito fue quien lo hizo.

—Los curanderos que te vieron dijeron que te salvaste de milagro, pero confiaban en que te recuperarías. —Una media sonrisa se dibujó en sus labios—. No se equivocaron.

—¿Curanderos? —me sentí confuso—. ¿Cuánto tiempo he estado aquí?

—Casi tres días.

¡Tres días! Todo ese tiempo para mí fueron apenas unos segundos en los que experimenté la felicidad de volver a mi memorable infancia.

—¿Por qué estoy en tu casa?

—Tu madre le pidió posada a la mía.

Era difícil comprender el por qué mi madre me enviaría a casa de una persona que ni siquiera era una familiar.

Fue en ese instante en el que contemplé bien a Celina. Se veía cansada, un poco ojerosa, y en esa ocasión dejó que su cabello negro se despeinara de más; algo que, según recordaba, ella no acostumbraba hacer.

—Mi hermano, Rogelio, ¿dónde está? —Traté de sentarme, pero fue inútil y solo conseguí avivar el dolor. Al no escuchar una respuesta, me alteré—. ¡Pregunté que dónde está!

A Celina se le llenaron los ojos de lágrimas y reconocí la angustia.

—Esteban —me nombró y por la manera en la que lo dijo supe lo que venía—, tienes que ser fuerte.

Negué con la cabeza, tan rápido que el brazo derecho me vibró terrible desde el dedo hasta el hombro. Por poco y me desmayo, volvía la mala visión, pero luché para mantenerme lúcido.

—¡No! ¡No! ¡No! —grité y la miré furioso—. ¡Estás engañándome, ¿verdad?! —la voz salía rota, así como estaba yo.

Ella liberó un suave llanto. No lo dudó, abrió sus brazos y con cuidado se acercó a mí. Acepté su amable gesto porque necesitaba comprenderlo, procesarlo, creerlo.

Permití que mi amiga viera cómo lloraba. Esa sensación de ahogo que se siente cuando se ha perdido todo me asfixiaba, así que respiraba con dificultad. Ya ni guardar la compostura era importante. Supongo que después me quedé dormido, o al final siempre sí me desmayé, porque una vez más mi mente se perdió.

Cuando regresé en sí, noté que la luz en el ventanal se había esfumado. A un lado la silla se encontraba vacía. Estaba solo y en completa oscuridad.

En el corto lapso en el que pasas del sueño a la vigilia no tenía presente la reciente pérdida que sufrí, pero cuando caí en la cuenta, sentí ganas de morir.

Ni siquiera podía moverme y romper lo que pudiera para calmar el coraje que envenenaba todo mi ser. Solo me quedé allí, siendo un inútil.

Media hora más tarde Celina entró a la habitación. Entre sus manos llevaba una taza con decoraciones en color azul.

—Te traje un té de tila. —Colocó la taza en la cómoda de al lado. Apiló dos almohadas detrás de mí, y con su ayuda pude sentarme para beberlo.

Al terminar el té, sequé mis ojos que sin tapujos dejaban escapar las lágrimas, y observé directo a Celina.

—¿Qué le pasó? —le pedí con la urgencia acelerándome el corazón—. Dímelo, por favor.

Quería tirarme a llorar hasta la muerte para dejar se sentir, pero di todo de mí para soportarlo, para mantenerme cuerdo y poder hablar.

Ella vaciló y desvió la mirada hacia otro lado.

—Creo que es mejor que sean tus padres quienes te lo digan.

Con la mano izquierda la toqué del brazo.

—Por favor —le supliqué.

Supongo que la conmoví, o me tuvo lástima, porque a los pocos segundos empezó a contarme con bastante vergüenza y casi susurrándolo:

—Lo que sé es que el general Lorenzo estuvo gritando en medio de la calle que tú habías matado a Ciro Carrillo, y que Rogelio lo atacó a él y a sus compañeros. Aseguró que se vio orillado a terminar con sus vidas. —La frustración fue evidente—. Algunos empezaron a creerle y hasta planeaban ir contra toda tu familia, pero Filemón lo alcanzó, él también iba herido, aunque solo fue un rozón. Filemón le contó a la gente que el general le disparó primero a Ciro, luego a ti, y después sus compinches se fueron contra tu hermano... —Suspiró y de nuevo vi que sus ojos se volvían a humedecer—. Fue buena suerte que Filemón tuviera fama de decir siempre la verdad. Rogelio... —Hizo una pausa—. Rogelio recibió cuatro tiros. A pesar de eso, los aguantó. En cuanto los auxiliaron, llamaron a dos curanderos de pueblos vecinos, y junto con los locales hicieron todo lo que podían. Al ver que empeoraba, trataron de llevarlo a la capital para ver si allá les daban esperanzas, pero... —Su barbilla tembló y se tapó un poco la boca— falleció en el camino. —Con un movimiento vacilante colocó su mano fría sobre la mía—. Lo lamento mucho.

Escuchar cómo le arrancaron la vida a mi hermano me lastimó en lo más profundo del alma. Lo único que quería era abrazarlo y pedirle perdón por no haberlo salvado. Ni para eso servía.

—¿Dónde lo tienen? —Me sentí tremendamente nervioso al pensar que él ya estaba bajo tierra—. ¿Ya... ya lo enterraron?

—Todavía no. Su cuerpo llegó al pueblo en la mañana. Ahorita lo están velando. Toda tu familia se encuentra en la que fue su casa. Tu madre mandó decir que te quedes recuperándote. —Sus dedos acariciaron con torpeza los míos—. Ella estuvo rezando mucho por ti. Durante estos días despertabas por ratos, decías algunas cosas, luego te volvías a dormir.

—Yo tengo que estar ahí. ¿Puedes prestarme tu carreta? —Incliné la cabeza del lado derecho—. Es que no puedo montar.

—Pero... —trató de rebatirme.

La interrumpí enseguida. Nada ni nadie iba a detenerme. Si era necesario ir a rastras, estaba dispuesto a hacerlo.

—¡Debo despedir a mi hermano! —Apreté sus delgados y largos dedos—. Ayúdame, por favor.

Supongo que Celina comprendió mi apremio porque asintió una vez y se levantó de su asiento.

—Pediré que la traigan. —Dio la vuelta a la cama para llegar a la puerta—. No tardo.

—Te agradezco —le dije en la distancia.

Tan solo unos minutos después, ella regresó. Cargaba consigo unas prendas que, reconocí, eran mías.

—Paulino trajo ropa tuya ayer. Me tomé el atrevimiento de escogerla para ti. —Las dejó sobre la silla—. Hortensia —su empleada doméstica— va a venir a preparar una ducha de asiento. —En su piel el rubor le pintó todas las mejillas. La carreta tardará un poco, pero avisé que me urgía.

Yo llevaba puesta ropa de dormir holgada y apestaba como a hierro y a orines. Pensar en moverme me provocaba un espasmo en el párpado, pero debía soportarlo con tal de ver a mi hermano.

—¿Está Nicolás por aquí? Me vendría bien su ayuda porque tengo que quitarme esto. —Levanté un poco la tela que cubría mi pecho.

Celina se quedó tan quieta que pareció una estatua y sus ojos se abrieron de par en par.

—No... —apenas dijo—, no está.

—¿Hay algún otro hombre que pueda ayudarme?

—Solo estamos Hortensia y yo. —Ella le daba vueltas a una pulsera de oro que tenía puesta—. No sé si quieras esperar al cochero.

—No. Está bien así. Trataré de hacerlo solo. —Dentro de mí sabía que sin apoyo, tal vez terminaría inconsciente una vez más.

De reojo observé que mi amiga buscaba decirme algo. Al final se decidió, aunque su frente se cubrió con finas gotas de sudor.

—Si no te incomoda —se escuchó inquieta—, yo puedo hacerlo. Veré para otro lado, no te preocupes.

En la posición en la que me encontraba no podía darme el lujo de despreciar su propuesta. Era tremendamente embarazoso, pero acepté sin más.

Con minucioso cuidado pudimos quitar la camisa. Cada movimiento me regalaba un golpe de dolor indescriptible, y cuando por fin la tela salió, respiré aliviado.

Mientras, la señora Hortensia llenaba con agua la tina que había dentro de la habitación. Una vez lista, tocó el turno de quitarme el pantalón.

Supuse que sería más sencillo, pero el tiempo en el que no moví las piernas pasó la cuenta. Me llevó un rato lograr desentumirlas.

Quedé en ropa interior. Quizá no estaba por completo desnudo, pero sí lo bastante vulnerable ante dos mujeres que no eran ni mi madre ni mi esposa.

Luego de un esfuerzo descomunal, logré entrar a la tina. El agua caliente fue un bálsamo casi mágico. Cerré los ojos un instante.

Doña Hortensia fue por un brebaje que tenía un olor desconocido.

—Tómate esto —pidió Celina al entregármelo.

—¿Qué es? —Lo bebí, aunque no lograba ubicar la planta.

—Algo que solo debe consumirse cuando es muy, muy necesario —añadió misteriosa la señora Hortensia—. Servirá para que puedas aguantar, solo que tarda en hacer efecto. Ten paciencia.

—¿Crees poder enjabonarte? —preguntó Celina, cambiando el tema.

Asentí avergonzado.

Ambas mujeres me dieron espacio para poder lavarme.

La herida que el balazo dejó se encontraba cubierta por una venda que cubría gran parte de mi lado derecho del torso.

Sabía que debía cambiarla porque esa ya tenía unas cuantas manchas de sangre. Al levantarla un poco, la costra se pegó a la venda y liberé un bufido. Un frío me corrió de la cabeza a los pies, pero continué, despacio, hasta quitarla toda.

Lloré cuando aventé la venda a un lado. Se sintió como una especie de triunfo.

Así, me mantuve aproximadamente una hora en la tina, rememorando los mejores momentos con Rogelio. Saber que perdí a mi hermano mayor era una verdad que se negaba a instalar en mi mente.

Justo en ese encuentro con la muerte, con la breve conversación que tuve con Dios, vino a mí la respuesta que días antes ansiaba tener, y pasé del lamento al coraje. Uno que se encarnó y me perforó, igual que lo hizo la bala.

Sin abrir la puerta, Celina preguntó si todo estaba bien.

—¿Tienes una navaja de afeitar? —le pregunté porque la escasa barba estaba haciendo acto de presencia.

—Ahora la traigo.

Ella regresó en menos de un minuto. Le pedí que pasara porque con la mano izquierda y la debilidad iba a terminar cortándome la piel.

Con el pulso controlado, para mi sorpresa, comenzó a afeitarme.

—A mi papá le gusta que yo lo rasure. Dice que soy buena haciéndolo.

—Tiene razón —confirmé porque lo hacía tan bien que se sentía como una caricia—. Lo eres.

A pesar de que no tenía grandes ánimos, el desagradable cuestionamiento debía ser realizado o terminaría por gritar como un loco.

—Chule —inicié sereno—, ¿por qué no está contigo Nicolás? ¿Se fue por trabajo?

De pronto, Celina dejó de mover la navaja.

—No... —musitó y vi que su frente se arrugaba—. Es que... él...

Cerré los ojos un instante para lograr controlarme.

—Él, ¿qué? —La observé derrotado.

Estoy seguro de que para ella era demasiado embarazoso hablar sobre su vida privada. Se quedó pensativa, hizo un gesto de desasosiego, y por fin confesó:

—Nicolás decidió romper el compromiso.

Allí se me aceleró el latido.

—Sé que es indiscreto, pero ¿podrías decirme por qué? —Ya sabía la respuesta, a pesar de eso, se lo pregunté.

Celina hizo una larga pausa. Por el rojo del contorno de sus ojos confirmé que resistía las ganas de llorar.

—Él dijo que se había enamorado de otra mujer, y por eso ya no podía cumplir con la promesa que me hizo. —No fue capaz de mirarme cuando lo soltó.

—¿Esa mujer es?

—No sé. —Pero su cara decía otra cosa.

—Dilo —le pedí como si mendigara por sus palabras—. Ya nada puede herirme más.

—Perdóname por darte solo malas noticias. —Dio un paso hacia atrás y movió la cabeza de lado a lado—. Creí que ya lo sabías.

Sentí un fuerte mareo.

—Necesito que lo digas. Si no lo haces, no voy a poder creerlo. —Perdí el aliento y lo último salió como un suspiro—: Te lo suplico.

Ambos nos observamos y percibí la profunda decepción que nos atacaba.

Supongo que Celina comprendió mi apuro y se irguió, levantó el mentón y entrelazó las manos.

—Nicolás se enamoró de Amalia. —Por fin dio la lacerante estocada—. Ellos coincidieron en la capital, aquella vez que el hermano de Amalia enfermó. No conozco detalles, pero él tuvo el valor para decirme que ahí nacieron sus sentimientos por mi amiga.

—¡Así que es Nicolás con el que se fugó! Todo es verdad —dije para mí, todavía un poco incrédulo por no haber visto las señales de la atracción que sentían uno del otro, y por haber dudado de mis hermanos—. En ese tiempo todavía estábamos juntos. —Una lágrima salada corrió por mi mejilla—. Pensé que él era un hombre de principios. Veo que me equivoqué.

—Los dos nos equivocamos —dijo ella como si con eso aligerara el impacto de la traición.

El camino más infernal que he tenido que vivir fue el que recorrí para asistir al funeral de mi hermano. No solo por el dolor físico que carcomía cada extremidad de mi cuerpo, sino por el espantoso duelo que tenía que enfrentar.

Cuando llegamos, porque Celina tuvo la cortesía de acompañarme para que pudiera sostenerme, noté que la sala se sentía vacía, aunque estaba llena de gente que solo fue a ver el desconsuelo de una familia hecha pedazos.

Los pésames no se hicieron esperar. Uno que recuerdo bien fue el de Isabel, quien iba del brazo de Filemón.

—Lo siento mucho, Esteban —dijo sin tocarme—. Tu hermano fue un gran hombre y será bien recordado.

—Gracias —le respondí. Luego volteé a ver a Filemón—. Y gracias también a ti por todo lo que hiciste por nosotros. Estaré siempre en deuda contigo.

—Ojalá hubiera podido hacer más —expresó cabizbajo.

Antes de que se retiraran a sus asientos, oí que Isabel se dirigió seria a Celina:

—Quien te viera, bien mustia.

—Nada más estoy ayudando a un amigo —aclaró la Chule.

—Eso espero —sonó amenazante y luego se alejó.

Sebastián se percató de que me costaba trabajo mantenerme derecho en la dura silla de madera, y se apresuró a poner un sillón amplio en el que pudiera acomodarme mejor.

Noté que los demás muebles fueron quitados para poder poner el ataúd. El cuerpo de Rogelio se encontraba rodeado de decenas de ramos de flores, iluminado con tantas velas que parecía que era de día. Olía a jardín y a copal, olía como olería la tristeza su tuviera aroma.

Cada miembro de mi familia lloraba, en especial mi madre, a ella la vi desmayarse dos veces.

—¡¿Por qué?, Dios mío, ¿por qué me quitaste a mi hijo?! —chillaba una y otra vez plantada a los pies del féretro.

Mi padre se encontraba detrás de ella junto con varias de sus amigas, vigilante por si era necesario auxiliarla. En su cara llevaba expuesto el tormento de un padre que ha perdido a su hijo más querido.

Pía se mantuvo callada durante toda la velada. Solo se quedó sentada en una silla a un lado del cuerpo de su esposo y con la vista perdida. Yo sabía que su pena era tan grande que ya no podía llorar, quedó seca porque el peso de su pena era inmenso.

Tuve el valor de acercarme a verlo cuando ya iba a amanecer y se aproximaba la hora de sepultarlo. Para poder dejarlo ir, tenía que confirmar que él estaba muerto. Temeroso incliné la cabeza, ¡y allí se encontraba él!, mi hermano, mi consejero, mi guía y protector. Parecía como si estuviera dormido. Celebré el impecable trabajo del funerario. Se veía sereno, libre, en paz.

—Su corbata está chueca, se la tengo que arreglar —me exigí, señalándola, aunque sabía que era incapaz de acomodarla yo mismo—. ¡Rogelio odia tener la corbata así! —Fue en ese momento en el que me puse a llorar. Ya ni siquiera prestaba atención al dolor de la herida, la interna era mucho más desgarradora.

Sí, la vida de mi hermano se apagó, y con eso quedéincompleto para siempre. Perderlo fue un golpe que pudrió un pedazo de mihumanidad. Con él se esfumó la inocencia de la infancia que compartimos, sellevó la alegría de toda una familia, arrastró consigo mi capacidad de creer enlos demás.

Continue Reading

You'll Also Like

120K 13.6K 60
Portada realizada por: Annie Morales Nunca fui de las chicas consideradas bellas o populares, yo vivía en mi propio mundo, y así era feliz. Mi mundo...
24.1K 1.4K 104
Ellos parecen ser dos seres completamente distintos, sus mundos no se asemejan en lo más mínimo, en medio de una confusión empiezan a conocerse, sin...
59.7M 1.4M 17
Sinopsis Kaethennis ha disfrutado de los placeres de la vida, mucho, casi se puede decir que demasiado. Un alma libre, al menos así se definiría el...
15.9K 627 13
Realmente puedes ocultar el sentimiento? te puedes quedar con el guardado? o necesitas gritarselo al mundo a traves de una simple *Confesion* #Los...