Cuestión de Perspectiva, Él ©...

By csolisautora

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Solo bastó que la dulce Amalia Bautista se diera la vuelta para que mi corazón quedara flechado. Todavía susp... More

Mira que eres linda
Perfume de gardenias
Algo contigo
Toda una vida
Somos novios
Piensa en mí
Palabritas de amor
Noche de ronda
Si tú me dices ven
Amorcito corazón
Virgen de medianoche
Nereidas
La negra noche
Amar y vivir
Nuestro juramento
Bésame mucho
Contigo en la distancia
Bendita esposa mía
Sabor a mí
El camino de la vida
Sueño de amor
Chokani
Pálida azucena
En un rincón del alma
Pérfida
Cuando vuelva a tu lado
Dos gardenias
Te odio y te quiero
Dios nunca muere
Fallaste corazón
Tu recuerdo y yo
Mi despedida
Sin un amor
Triste recuerdo
Flor de azalea
La petrona
Deja que salga la luna
No volveré - Epílogo
¿Nos tomamos un cafecito?

Soy lo prohibido

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By csolisautora

Pasé más de una semana en la casa que rentaba, solo y malcomiendo, ni siquiera bebí alcohol porque se nos terminó y no tenía ganas de levantarme de la cama. Apenas y me bañé solo cuando lo creí en extremo necesario.

Ermilio tardaría en regresar a la ciudad, así que volverme un mueble más de la casa me pareció una excelente idea.

¡Solo quería saber por qué ella no llegó, por qué no parecía importarle nuestra separación, por qué dolía tanto perderla y cómo iba a ser capaz de soportarlo!

Creo que transcurrieron dos semanas o quizá tres, ya no lo sé, cuando tocaron a la puerta. Pensé que se trataba de la señora que vendía tamales puerta por puerta, y como ella ya sabía que le compraba, levanté del suelo la primera ropa sucia que vi y salí con calma.

De nuevo tocaron y allí supe que no se trataba de la señora porque ella no insistía.

Avancé sigiloso porque Ermilio tenía llave, no quería toparme con algún vendedor de algo que no fuera comida porque no contaba con la paciencia necesaria para despacharlo de forma educada. Pasados unos segundos escuchando murmurios afuera, decidí abrir y me topé con una sorpresa inesperada. ¡Eran Isabel, Celina y Nicolás!

—Te dije que si era aquí —le reclamó Isabel en voz baja a Nicolás.

Mi corazón latió veloz porque nació en mí la esperanza de que Amalia también los acompañara. Imaginé que fue a buscarme a mi casa para decirme que siempre sí quería irse conmigo.

Asomando un poco la cara, giré primero a un lado de la calle, luego al otro, ¡pero nada! Mi amada no fue.

Hice un esfuerzo para reponerme de la decepción, creo que ellos lo notaron porque guardaron silencio.

Apreté la boca para que mi barbilla no temblara y aguanté las ganas de liberar un par de lágrimas.

Luego puse mi atención en mis amigos.

La pareja se veía muy linda, con sus ropas limpias y planchadas. Celina portaba un vestido rosado con falda acampanada y larga que acentuaba su delgadez, y en su cabeza llevaba puesto un amplio sombrero; muy a la moda citadina. Nicolás iba de traje azul, sospecho que por insistencia de su eterna prometida.

Isabel, por el contrario, llevaba puesto un vestido típico de la región en color verde.

—Pero ya lo encontramos —hizo hincapié Nicolás ante las quejas de ambas señoritas.

—Sí, después de ocho puertas —se quejó entre dientes Celina. Creo que se encontraba molesta, o tal vez abochornada porque hacía calor ese día.

Nicolás era paciente y dejó pasar el evidente malhumor que cargaba.

—Amigo, ¿te encontramos indispuesto? —preguntó Nicolás al inspeccionarme.

Sentí una gran vergüenza porque mi ropa apestaba y tenía manchas de comida en varias partes.

En ese instante deseé haber elegido otro atuendo.

—No, no, adelante.

Abrí bien la puerta y me hice a un lado. Confieso que tenía pocas ganas de conversar con ellos, o con quien fuera. Hablar para mí era... difícil, y en medio de mi pérdida, se volvía peor. Pero me visitaron de lejos y hacerles el desaire sería imperdonable.

Celina y Nicolás se sentaron en el sillón grande, cada quien en una esquina, Isabel en uno pequeño y yo ocupé el más lejano.

—Es muy bonita tu casa —dijo Celina para romper con la tensión.

—Esta es rentada, la que es mía está en otra ciudad.

—¡Oh! Pero sí es muy bonita. —Dio un rápido recorrido con la mirada y sonrió—. Tuviste buen gusto al escogerla.

—Gracias. —Me sentía demasiado incómodo porque no contaba con aperitivos para invitarles. Traté de relajarme. Después de todo, las visitas eran mis amigos—. Y, díganme, ¿qué les trae por acá? ¿Están de paseo?

—No —reconoció Nicolás, luego señaló discreto con la mirada a su novia y a Isabel—. Las señoritas aquí presentes insistieron en venir a visitarte y aproveché que tenía asuntos de trabajo para pasar. Disculpa que no avisamos, nos costó algo de tiempo convencer a la mamá de Chavelita y al final aceptó de último minuto.

Me preocupaba que mi dirección fuera de dominio público, pero no indagué el cómo la obtuvieron. Seguro Erlinda se las dio. Allí reparé en ella.

—¿Y Erlinda? ¿Cómo sigue?

Las dos mujeres se voltearon a ver.

—La verdad, pensamos que la encontraríamos aquí. No sabemos a dónde se la llevaron —confesó decepcionada Isabel.

—Dudo mucho que venga a esta casa. —Debido a mi parentesco con los homicidas de su padre, seguro Erlinda no querría volver a verme jamás—. Siguen sus cosas aquí, pero no, no ha venido.

—Lo único que espero es que se encuentre bien —dijo Celina—. Quedó destrozada con... lo que pasó.

—Solo pudimos platicar por poco tiempo antes de que se fuera, o se la llevaran, por eso nos preocupamos —añadió Isabel.

Celina se levantó y se acercó a mí. Por poco su mano sostiene la mía cuando se detuvo.

—¿Tú cómo estás? —Me miró conmovida y habló con voz baja—. Ya nos enteramos.

—Me encantaría decir que bien. —¡Pero no podía! Me sentía un asco, un derrotado, un despojo de mí—. ¿Cómo está ella? —A pesar de todo, seguía pensando en su bienestar.

Celina giró a ver a su amiga, como dudando.

—¡Dile! —la instó Isabel—. A eso veníamos, ¿no?

Un ligero mareo me atacó al imaginar que Amalia, mi amada Amalia, podía encontrarse en algún peligro.

Sentí la necesidad de levantarme y así lo hice.

—¿Le pasó algo? —me apresuré a preguntarle.

—Esteban. —Ella vaciló un poco y me tocó un poco el brazo—, don Cipriano ya anunció a los cuatro vientos que va a prometer a Amalia con un Carrillo. —No fue capaz de sostenerme la mirada—. To... todavía no se sabe con quién, y tampoco se ha llevado a cabo el compromiso, pero... es casi un hecho.

Tuve que apretar los dientes para no soltar un alarido de furia.

—¡Ese maldito! —solté apenas.

Nicolás e Isabel se levantaron para intervenir, supongo que notaron que a Celina le costaba trabajo expresarse.

—Pensamos que lo hace como una burla por lo tuyo con Amalia —añadió Chavelita.

—¡Con un Carrillo! —Por dentro maldije a don Cipriano. Y yo que lo creía un hombre sensato a pesar de las críticas que giraban en torno a él—. De seguro será con ese... tarado de Ciro.

Supongo que Celina sentía la misma frustración que yo porque se dio vuelta, giró una vez, se llevó una mano a la cabeza y se mantuvo así.

—¡Ese hombre es un violento! —se quejó Isabel y sus ojos se pusieron cristalinos—. Va a maltratarla si la casan con él, y ella no tendrá otra salida que aguantarse. ¡Debes hacer algo!

¡Tenía razón! Ciro Carrillo sería un horrible esposo para cualquiera. Con solo imaginar a mi amada estrella unido a él, me asqueé.

—Le pedí que se viniera conmigo —confesé cabizbajo—, pero no quiso.

—Es porque es una orgullosa que está poniendo primero a su familia, pero su familia no la pone primero a ella. ¡La quieren mandar al matadero! —Isabel amaba a su media hermana, aunque nunca se trataron como tal, la amaba y no solo por el lazo que mantenían; ese día lo confirmé.

—Es que no puedo obligarla... —Una parte de mí sí quería llevársela contra su voluntad porque presentía que después podía arreglar las cosas y tener una bonita vida.

—Eso mismo les dije yo —dijo Nicolás como si fuera obvio.

Creo que Isabel esperaba otra respuesta de mi parte porque sus ojos se abrieron de par en par y unas venas rojizas se marcaron en su blanca frente.

—Entonces, ¡¿te vas a quedar de brazos cruzados?!

Sentí como si Isabel quisiera sacudirme por decepcionarla.

Las miradas acusadoras de las dos mujeres me convencieron de lo que dije:

—Puedo pedirle que reconsidere mi ofrecimiento, insistirle. Es todo lo que está a mi alcance.

—¡Valiente ayuda! —dijo irónica Chavelita y manoteó en el aire. Después de unos segundos, volvió en sí—. Bueno, pero al menos ruégale todo lo que puedas.

Celina se mantuvo más relajada y me habló directo a mí.

—Que tus palabras sean las más dulces y entregadas, a lo mejor así la convences. Si te adora como no tienes idea, solo que...

—¿Qué? —La toqué del codo para que continuara.

—Nada, nada. —Dio media vuelta y noté que masajeó su frente—. No sé qué iba a decir. Es que me duele un poco la cabeza. Disculpa.

Vi a Nicolás un poco tenso, como incómodo.

En cuanto las chicas se callaron, él intervino como si estuviera esperando a tener un espacio.

—Amigo, hay algo más —me dijo directo, y en sus ojos reconocí la lástima.

¡Sí, siempre tenía que haber algo más! Así de complicada fue esa época.

—Vamos, dilo —le pedí, más resignado.

—Tal vez tu familia ya te informó, espero que sí. Pero si no, tienes que saberlo. —Hizo una pausa. Pocas veces vi a Nicolás dudar, y esa fue una de esas especiales ocasiones—. Boris Carrillo regresó al pueblo. Dicen algunos chismosos que ha retado a tus tíos y a tu padre a un duelo a muerte. Será uno a uno.

—Lo sentimos mucho, Esteban —Isabel sonó sincera.

Por dentro me maldije. Había tratado de convencer a mi padre de que se vinieran conmigo, pero fui incapaz de lograrlo. Tal vez iba a morir en ese duelo si era él el que se enfrentaba, y yo cargaría la penosa culpa de no haberle insistido.

—Ya... lo sabía. —No quería que se ahondara más en el tema porque era un asunto familiar.

Los tres me contemplaron como si fuera un pájaro con el ala rota que necesitaba ser curado.

—Tenemos que irnos ya —les informó cortés Nicolás a las muchachas.

Celina volvió a dirigirse a mí.

—Íbamos a pasar a comer, ¿vienes con nosotros?

—¡Ándale!, vamos a que te dé el aire fresco —Chavelita fue más efusiva al pedirlo.

—Otro día será. —Tuve que negarme porque mi aspecto y ánimos eran reprobables—. Debo trabajar en una importante de la escuela y ya estoy retrasado. Si gustan, pueden quedarse aquí. —Señalé rápido la casa—. Estoy solo y hay camas suficientes.

—Lamentablemente vamos a tener que rechazar la invitación —me respondió Celina y noté que se avergonzó porque se le ruborizaron las mejillas—. Nos mandaron con una chaperona a la que convencimos para que se distrajera comprando un vestido que le regalamos. Tenemos que ir por ella. Debemos viajar por la noche.

—Entonces, tengan cuidado. —Me levanté después que ellos—. Y gracias... por venir a verme.

Llegamos a la puerta.

Me despedí de todos y Nicolás fue el último:

—Cuídate mucho —dijo, con un tono que sentí preocupado.

Aquella fue una visita rápida que seguro les costó más de lo que confesaron. Una visita que jamás olvidaré porque no volvió a repetirse.

Por la noche tomé el valor para levantarme y empezar una nueva carta para hermosa estrella. La promesa de mi entregado amor llegaría hasta agotar todas mis energías.

Pasarán días, meses, años, varias vidas y serás tú en quien piense. Imaginaré que estás a mi lado para poder conciliar el sueño. Te prometo, Amalia Bautista, que siempre, ¡siempre!, te amaré como la primera vez que te vi en esa calle con las estrellas adornando tu presencia...

Ya no pude terminar, ardía el lápiz entre mis dedos y lo arrojé a un lado del escritorio. Lo que en realidad quería decirle era que me dolía su desinterés, su frialdad al ignorar mi súplica. Ni siquiera fue capaz de decirme que no iba a irse conmigo. No tuvo la intención de dar una excusa o un motivo que me convenciera del porqué de su desprecio.

Si yo era su salida fácil ante un matrimonio infortunado, estaba dispuesto a ofrecerme, pero esa noche las amorosas palabras se negaron a salir.

Ante el desconocido paradero de Erlinda, decidí visitar a mi amigo Florencio tan solo dos días después. Seguro se estaría preguntando por ella, e imaginé que esas preocupaciones en su situación eran agotadoras.

Detestaba pisar ese horrible lugar. Las caras de coraje de esos cuidadores encendían mi instinto de supervivencia y las ganas de salir corriendo de allí luchaban por controlarme las piernas.

Esperé por más de media hora a que me llevaran con Florencio, y cuando entré a su celda me sentí feliz de verlo.

—¿Y la barba? —le pregunté antes de saludarnos porque me tomó por sorpresa verlo todo rasurado.

Esa era la primera vez que lo veía así. Incluso pensé que un poco de su atractivo se perdió con el cambio.

—¿De qué sonríes? —Se tocó un lado de la cara—. ¿Tan mal me veo?

—Pareces dos horas más joven —me atreví a burlarme.

Los dos sonreímos y luego nos sentamos en el catre donde dormía.

Era fácil charlar con él, a pesar de estar rodeados por paredes que a muchos encerraban quizá para siempre.

—¿Te comiste a Ermilio? —Levantó mi mentón y siguió sonriendo, pero se puso pensativo de un momento a otro—. A todo esto, ¿no se supone que ya salieron de la escuela?

—Sí. Es que... vine a la ciudad a entregar unos papeles.

Florencio me contempló por casi un minuto.

Sus ojos sobre mí provocaron que me comenzara un movimiento en el párpado derecho que por más que trataba de calmar no se iba.

—No te creo —sentenció y se inclinó para susurrarme—. Cuéntame la verdad ya, tenemos poco tiempo.

Estaba convencido de que nadie le había informado sobre los sucesos recientes. Él era un hombre preso que sus seres queridos ignoraban porque era mejor así.

Me costaba trabajo hablar, sabía que causaría preocupación o hasta enojo en él, pero era un mal necesario.

Traté de sentarme derecho y lo observé a la cara lo más que pude.

—Sé que no debo ser yo quien te traiga estas noticias... —Cerré los ojos porque así era más fácil.

—No me digas —interrumpió con voz más baja y en su mueca vi la resignación—, ¿mi esposa por fin se dio cuenta de que pierde el tiempo conmigo? Por eso no ha venido, ¿verdad?

En serio que me irritó que creyera que Erlinda Bautista se dejaría vencer tan rápido. La subestimaba, y mucho.

—Florencio, ¡deja de pensar estupideces! —le reclamé y vi cómo él se contrarió. Unos segundos después recobré la calma y fue más fácil seguir—: Lo que pasó es que tu suegro falleció.

—¡¿Cómo que falleció?! —en su voz se sentía una auténtica sorpresa.

—Le dispararon afuera de su casa. —Allí iba la parte que quería que no llegara.

Mi amigo empezó a mover una pierna y su frente se arrugó.

—¿Y mi mujer? ¿Dónde está? ¿Está bien?

Necesitaba sonar convincente para calmar su ansiedad:

—La última vez que la vi se encontraba muy triste, pero sana. No sé a dónde la mandaron, pienso que por seguridad la tienen resguardada. Estoy seguro de que vendrá a verte en cuanto le sea posible.

Creo que él no podía procesar bien lo que le dije porque se notaba confundido y hasta incrédulo. Llevó ambas manos a la cara, se la tapó y se la restregó un poco.

—Pero ¿cómo pasó? —quiso saber ya más centrado.

—Esa es la peor parte para mí.

¡La era! En ese mismo momento podía perder al único amigo con el que podía hablar con libertad, al amigo que más quería.

—Ya... —Lo comprendió sin que yo lo pronunciara—. Fue tu familia, ¿cierto?

—¡Todo por un pinche pleito! —me quejé y el sabor de la derrota amargó mi lengua—. Fueron... fueron unos primos, yo mismo los reconocí. Tú... —Ahí iba la difícil pregunta que robó el aire en mis pulmones—, ¿me juzgarás por eso?

Florencio se quedó en silencio, solo me observó y su boca se mantuvo entreabierta. Sin la barba cubriéndole la mitad de la cara, fue sencillo verle las líneas de expresión, sutiles, pero presentes.

—¿Qué? —soltó por fin—. ¡No! ¿Cómo se te ocurre? Si no fuiste tú quien apretó el gatillo. ¿Por qué te juzgaría?

Hasta ese punto fue que logré sentirme en calma; al menos con él. Otro en su lugar me habría corrido enseguida.

—Pues Amalia piensa diferente —confesé apenado, aunque me urgía sacar la aflicción—. Ella... ella me dejó.

—¡Aah! Por eso te ves tan maltratado. —Se inclinó hacia atrás para verme mejor—. No creí que pudieras estar más flaco, necesitas comer bien o vas a desaparecer.

—Es que no me da hambre.

Pensé que ahí se terminaría la conversación, además de que escuché el grito del guardia donde informaba que se había terminado la visita.

Antes de que me levantara, Florencio me sujetó del brazo para que volviera a sentarme.

Solo así pude regresar a la realidad, y recordé que estaba en un lugar que en el pasado jamás hubiera considerado pisar. Ese sitio carente de comodidad y limpieza.

—Escucha —me habló serio—, dale tiempo, ¿sí? Está viviendo su duelo. Lo poco que conviví con ella me di cuenta de que tenía un gran apego con mi finado suegro. Deja que se haga más llevadera su pena y luego búscala.

—Tomé malas decisiones —reconocí con dolor y agaché la cara—. Si hubiera pedido su mano desde que la conocí. —Resoplé—. Ahora ya soy un pretendiente prohibido.

—A veces elegimos, y esas elecciones nos traen consecuencias. —Dio un rápido vistazo a su actual "hogar"—. Solo nos queda aprender a vivir con ellas y buscar la manera de estar mejor.

—¿Sabes? Ella tenía malos presentimientos, y se terminaron cumpliendo. Yo siento lo mismo. Temo por toda mi familia, por mi padre que está metido en grandes líos. Traté de sacarlos del pueblo, pero no pude —mi voz se quebró un poco con lo último, el aliento me traicionaba—. Tal vez lo maten a él también.

El solo hecho de pensar en perder a mi padre en manos de Boris Carrillo me provocó un mareo y sobrevinieron las náuseas.

Sé que sonará egoísta, pero pensaba que, si tenía que elegir entre mi padre o mis tíos, aceptaría de inmediato y sin vacilar que fueran mis tíos los que murieran en aquel duelo del que todavía no era informado formalmente.

—Cumpliste como hijo —dijo él—. Si no quisieron hacerte caso, nada puedes hacer. Solo pídele a Dios que lo proteja.

Oímos gruñidos y supimos que ya no podíamos esperar más.

Me puse de pie y le di un abrazo.

—Gracias, amigo. Debo irme o van a sacarme a patadas. Lo siento por tu familia política, y por Erlinda.

Sé que los dos pensamos enseguida en ella, en la ruidosa y amable Erlinda, que era tan sincera que llegaba a incomodar, pero así se ganaba a las personas.

—Si la ves, dile que la voy a estar esperando. —Sus ojos brillaron al decirlo.

Me hubiera gustado haberle podido ayudar, pero era difícil y arriesgado para mí dar con el paradero de su esposa y así darle tranquilidad.

—Lo haré —le prometí y después fui hasta la puerta que se abrió de un ruidoso tirón frente a mis narices.

Detrás apareció el guardia que estaba tan enojado que sentí que en cualquier momento me daría un buen golpe por no acatar de inmediato.

—¡Ya! —gritó y señaló al pasillo que daba a la puerta principal—. Fuera de aquí, señorito, o lo voy a detener por imprudente.

Salí veloz porque sabía que hombres como esos no hablaban por hablar.

Esa noche logré terminar la carta para Amalia y la envié a primera hora. Después siguieron más. Una tras otra por casi dos meses. A veces las hacía a diario, a veces cada dos días, pero no fallaba. Dejé la desesperación en ellas, plasmé el amor que me contaminaba hasta ser dañino. Cartas que se mantuvieron sin una sola respuesta.

Durante esos dos meses debía avanzar en la tesis, pero ¡no lograba concentrarme! Solo podía pensar en dos cosas: en ella, en mi hermosa estrella. Tenía tantas preguntas sobre su reacción ante mis súplicas.

También ocupaba mis pensamientos el rumbo que seguía el duelo de Boris Carrillo que Nicolás mencionó.

Mis hermanos guardaban un inusual silencio, mis padres no pidieron hacerme llegar una carta con la noticia, la hermeticidad alrededor de aquello era aterradora.

Era como si las personas que más me importaban ignoraran mi existencia.

Ermilio llegó a la casa un mes y medio después que yo. Teníamos que entregar avances y el mediocre trabajo que llevé con el profesor solo me trajo desaprobación.

—¡Ya me harté de verte así! —se quejó Ermilio un viernes por la tarde.

—No voy a salir contigo —le dije desde mi cómodo sillón que daba hacia la ventana.

—¿Por qué no? —Se acercó a mí por detrás—. Tú lo que necesitas es a una buena mujer que te enseñe a ser hombre.

Sentía su voz en mi hombro, como la serpiente que ofrece insistente la manzana.

Ni siquiera volteé a verlo.

Él ya había pedido tantas veces que lo acompañara a una de sus juergas que era increíble que siguiera pidiéndolo.

—Mañana quiero ver al Flore. Te recuerdo que soy el único que lo visita —le recriminé porque solo lo había visitado una vez en todo ese tiempo.

—¿Todavía nada de su esposa?

Florencio preguntaba en cada visita lo mismo, y mi respuesta seguía siendo igual:

—Nada. —Era preocupante que Erlinda no hiciera ni un esfuerzo para comunicarse con su marido.

—A lo mejor ya hasta la mandaron a otro país —mencionó mi directo amigo. Le dio la vuelta a la silla para verme cara a cara. Se movía ansioso y sonrió—. Pero bueno, ya, olvídate por una noche de las desgracias ajenas. ¡Vamos! —
Hizo su voz más aguda y ladeó la cabeza—. ¡Ándale! Te voy a llevar a conocer a unas muchachas muy bonitas. —Dibujó un cuerpo curvilíneo en el aire—. En cuanto las veas se te va a olvidar la mujercita esa que te botó. Vas a ver que ni te vas a acordar de su nombre. Ya sabes lo que dicen: no hay mal que dure cien años.

Él estaba en un error. Mi mal duraría la vida entera si no lograba volver con ella.

—No, gracias. —Me volteé para ignorarlo.

Ermilio no desistió. Supuse que se quedó sin otro compañero para salir y por eso estaba tan empeñado en convencerme.

—¿A poco sigues siéndole fiel a alguien que no te quiere? Porque veo cómo le rascas al buzón y ¡ni te responde! ¿No te das cuenta? Ya no te quiere.

Sus palabras fueron como dardos disparados directo hacia mi pecho herido.

—¡Tú no sabes nada! —le recriminé sin encararlo.

Mi amigo sonó serio esta vez y sentí su cercanía.

—Sé que estás perdiendo el tiempo pensando en una sola mujer, cuando hay muchas afuera que esperan a un hombre, así como tú. ¿O qué?, ¿piensas morir virgen?

—No soy virgen. —Giré a verlo de nuevo porque me molestó su afirmación.

—¿Crees que soy ciego y pendejo? —En sus labios vi esa curva que se resistía a elevarse—. Eres más virgen que la miel. —Allí cambió la expresión y el tono de su voz se suavizó—. Te propongo que salgamos, tomemos una copa con un par de chicas, y, si te convence, cada quien se va a divertir por su lado. —Dibujó una mueca pícara.

—¿Y tu prometida?

—En su pueblo. —Resopló como si fuera algo obvio—, ¿por qué?

—¿Para qué pregunto? —me dije. Para ese punto yo ya no me impresionaba con la facilidad con la que los hombres que conocía eran infieles o faltaban a sus promesas, pero ser descarado era el colmo.

—Entonces —siguió con lo mismo—, ¿vamos?

Sabía que no iba a poder quitármelo de encima. Ermilio era un acosador experto si de parrandas se trataba.

—Una copa y me voy —cedí al final, convencido de que no me persuadiría de ir a alguna casa de citas que frecuentaba.

—¡Eso! —Dio un pequeño aplauso después de que me levanté—. Para que veas lo buen amigo que soy, hoy yo voy a pagar. Vístete bien que iremos a un lugar de gente pudiente.

—Tú no tienes remedio. —Le di una palmada en la espalda antes de irme a la habitación para alistarme.

Una hora más tarde, ya listos con ropas limpias y un poco de colonia, salimos de la casa.

En ese momento pensé en lo mucho que me encantaría tener a Genovevo allí. Solo tendría que subirme y conducirlo a mi destino. Pero esa era una ciudad con automóviles y ferrocarril. Sin duda, me encontraba lejos de casa.

Caminamos varias cuadras y en cuanto nos detuvimos en una calle cercana a la iglesia supe que Ermilio me llevó a uno de sus "lugares favoritos".

Lo detuve de forma abrupta antes de que diera otro paso.

—Dijimos que una copa —le reclamé lo más discreto que pude porque más de un caballero con ropas de buenas telas pasaba por ahí—. Dime que vamos a un nuevo bar que descubriste.

Por el gesto que mi amigo hizo, adivine sus intenciones.

—Te dije que sería una copa y dos bellas chicas. —Sonrió malicioso.

Llevé una mano a la frente.

—¡Debí imaginarme que sería un putero!

—No es un putero. Más bien es un lugar para conocer lindas mujeres.

Él de verdad creía que yo era distraído o demasiado ingenuo.

—¡Es un putero! —mencioné con voz firme.

Estaba dispuesto a regresar a mi agradable sillón, pero Ermilio me detuvo, poniéndose frente a mí.

—Bueno, sí, es un burdel, pero uno decente —sonó desesperado—. Allí no entra cualquiera. —Señaló hacia una casona señorial situada justo en medio de la calle. Demasiado refinada como para ser un burdel del nivel de La Casa Martínez.

Respiré profundo.

—¡¿Cómo dejé que me arrastraras hasta aquí?!

—Mira, entremos —instó con el brazo extendido hacia el burdel—. Lo conoces, pedimos de beber, y si no te gusta, nos vamos en cuanto lo digas.

Ya había tenido ese tipo de tentaciones en el pasado, así que imaginé que sería capaz de soportarlo una vez más con tal de complacer a mi terco amigo.

—En cuanto lo diga, ¿entendido? —le sentencié para que no hubiera duda.

—Sí, sí, lo que mande el señor. —Con su mano me empujó despacio por la espalda—. Vente, pasemos.

Tocó dos veces la dorada aldaba de la ancha puerta tallada.

Fuimos atendidos dos segundos después.

El picaporte se movió y un mayordomo nos abrió paso.

Si no supiera que se trataba de una casa de citas, hubiera jurado que aquel era un elegante hogar de un acaudalado. Dentro solo había mueblería de la más alta calidad, de esas a las que yo solo podía aspirar si trabajaba por años y sin cesar. Olía a fresas y a tabaco mezclados. Imperaban los colores fríos y las suaves cortinas se mantenían cerradas. Gracias a la abundante luz eléctrica es que existía claridad.

—Señor Sepúlveda. —Una mujer mencionó a Ermilio—, veo que trae compañía.

Se trataba de una señora de más o menos cuarenta años. Llevaba puesto un vestido color beige entallado del torso y amplio de la falda. Sus manos se mantenían cubiertas por unos guantes blancos y en su cabeza reposaba un gracioso sombrero pequeño.

—Es mi buen amigo. —Ermilio señaló hacia mí y la forma en la que habló fue más formal—: el señor Quiroga.

La dama extendió una mano para que la saludara, y así lo hice. Pude sentir la textura de sus guantes y supuse que eran de seda.

—Un gusto. —Su voz era agradable—. Me llamo Victoria y hoy seré su anfitriona. —Sonrió con coquetería. A pesar de su edad, esa mujer era llamativa. Sus grandes ojos oscuros y sus armoniosas facciones me hicieron pensar en lo terriblemente hermosa que seguro fue en su juventud—. Esperamos poder cumplir con sus deseos. Adelante, por favor, está lista su mesa. Hoy tenemos descuento en coctelería. —Giró a vernos por un breve instante para hacer un pequeño guiño, —solo para clientes consentidos.

—Esto es clase, amigo mío —se jactó Ermilio cuando la señora Victoria se adelantó.

—Es la misma gata, pero revolcada —susurré. Pero en realidad, si era notorio el cuidado que pusieron en cada decorado y acomodo de los muebles.

Fuimos hasta el fondo de la casa. De reojo vi a varios caballeros acompañados de señoritas que reían como si la conversación fuera graciosa. Después de todo, su trabajo era el de entretener.

—Discreta tal como lo pidió. —Hizo un ademán para mostrarnos la mesa redonda destinada a nosotros. En una esquina y con una división en madera ideal para no ser vistos—. ¿Tienen especificaciones para considerar?

—¿Qué? —No comprendí la pregunta de la señora y actué sin pensar.

Para mi buena suerte, Ermilio salió en mi auxilio.

—Me gustaría ver de nuevo a Cherry, y para el señor Quiroga, una extranjera, de ser posible.

¡Allí comprendí! Tan personalizado el asunto que te podías dar el lujo de escoger con detalles a la dama que acompañaría tu velada.

—Es posible —dijo complacida Victoria—. Aquí todo es posible. En un momento vienen. Pónganse cómodos. —Luego se retiró con un andar delicado sobre sus altas zapatillas.

—¿Qué haces? —le recriminé entre dientes.

Yo no le había autorizado pedir una mujer para mí y me incomodó que se tomara tal libertad.

—Siéntate. —Se acomodó en una silla—. La vamos a pasar muy bien y hasta me vas a agradecer.

Le hice caso porque ya estaba metido hasta el cuello y también porque se sentía cómoda la estancia.

Pasaron tan solo cinco minutos, cuando dos mujeres llegaron a nosotros.

¡Me quedé boquiabierto al ver a una despampanante rubia frente a mí! Ermilio se quedó corto al decir que las mujeres allí eran bonitas. ¡No! No solo era bonita, era impactante. Una exótica belleza con piernas largas y estilizados hombros se sentó a mi lado.

Mi amigo no perdía el tiempo y cuando volteé a verlo ya tenía a Cherry, como dijo que se llamaba, sentada sobre él y le toqueteaba la cintura.

—¿Cómo te llamas, guapo? —preguntó mi acompañante con un marcado acento, pero su español era claro.

—Es... Esteban —le respondí dudando hasta de mi nombre.

—Mucho gusto, Esteban. Yo soy Mesalina.

—¿Mesalina? —pregunté como tonto.

—Sí. —El intenso rojo del labial decoró su hechizante sonrisa—. Como la tercera esposa del emperador Claudio. Se dice que era conocida por ser una mujer muy bella que disfrutaba de cualquier hombre que deseara. —Ella tenía ese tipo de voz aterciopelada que me fascinaba y que sabía usar para seducir—. Por eso me gusta llamarme así.

El amplio escote era un importante distractor que me impedía pensar bien.

—Yo... este. ¿Quieres tomar algo? —le ofrecí porque no sabía qué más hacer para distraerme.

—Pídeme un vermut cassis, cariño. —Mientras le hacía señas a un mesero, ella aprovechó para colar su mano en el primer botón de mi saco—. Te ves nervioso. Estamos aquí para pasarla bien. —Soltó el botón, luego fue hacia el siguiente—. Te prometo que lo haremos.

Fue inevitable que la admirara, allí, sentada a tan poca distancia. Llevaba puesto un vestido negro corto, entallado y que dejaba poco a la imaginación. Quizá no pasaba de los veinte, pero no logré adivinar su nacionalidad.

—Nos vemos al rato —avisó de pronto Ermilio, quien ya se había levantado de su asiento y llevaba colgada de su brazo a la mujer que solicitó.

No quería que me abandonara y lo detuve de la muñeca cuando pasó a mi lado.

—¿A dónde vas? —Con la mirada le supliqué que se quedara.

Como era de esperarse, él me ignoró.

—No sea chismoso, y mejor atienda a la dama. —Antes de desaparecer de mi vista, esbozó una media sonrisa.

Nos quedamos solos Mesalina y yo.

Confirmé que sus piernas eran un importante atractivo, y ella lo sabía porque las cruzó con tal sensualidad que me quedé anonadado. Despacio, acercó una de esas torneadas piernas y la mantuvo entre mis rodillas. No se andaba con rodeos. Confiada, rozó una de sus manos en mi entrepierna.

La tenía tan cerca que me incliné a oler su cuello. ¡Fue inevitable! Su cabello suelto se deslizó por mi cara y percibí ese dulce perfume.

Sus ojos se cerraron despacio y luego, sin pedir permiso, me dio un beso. Pensé en alejarla, pero los húmedos labios enterrados en los míos lograron su cometido: me tenía donde quería.

—¿Gustas ir a otra parte más... privada? —susurró entre besos.

—Sí. —acepté enseguida. ¡Y vaya que si quería! Todo mi cuerpo gritaba que aceptara. ¡Necesitaba más!

Mesalina detuvo su ataque y se levantó.

Fui detrás de ella como un perrito entrenado.

—Sígueme, cariño. —Sujetó mi mano—. Vamos a pasarla muy bien.

Solo bastó que ella le hiciera una seña con la cabeza a un mesero para que mandara a otra señorita a abrir una de las tantas puertas del ala izquierda.

Entramos a una pequeña, pero agradable habitación.

En medio estaba la cama cubierta con edredón blanco.

Mesalina se recostó despacio sobre ella y después abrió lento las piernas, invitándome a explorarla.

Sabía que si le hacía caso y sus labios volvían a tocar los míos, terminaría cayendo en su lujuriosa trampa.

Sé que ella notó que vacilé porque se levantó y sus brazos rodearon mi cuello, como una encantadora sirena que buscaba llevarme a las aguas más profundas.

—Quítate esto. —Veloz terminó de desabotonarme el saco y luego continuó con la camisa.

Quedé con el torso al descubierto.

Ni siquiera podía detenerla y dio un paso hacia atrás para bajarse el cierre del vestido; este terminó hasta sus tobillos.

¡Oh!, ¡qué deleite sentí a verla desnuda!, con solo la ropa interior inferior puesta. Era la primera vez que veía unos pechos destapados, unos pechos que me invitaban a probarlos.

Solo tenía que avanzar un paso al frente y sería mía, solo un paso y ya. ¡Pero no lo di! Fue la cara de Amalia la que vino a mi mente, decepcionada por saberme seducido por una mujer de moral cuestionable.

—Perdóneme, señorita. —Temblando levanté mi saco del suelo y me lo puse como pude. Ni siquiera abroché la camisa—, pero... debo retirarme.

Si pensaba irme, debía ser a la brevedad porque con cada vistazo me tentaba a quedarme.

—¿Hice algo mal? —se apresuró a preguntarme, atemorizada o confundida.

—No. Fui yo —la tranquilicé de lejos y con la mano ya puesta en la perilla—. Siento haberle quitado su tiempo.

Sabía que Ermilio pagaría e hice uso de ese ofrecimiento porque solo pensaba en irme de ese lugar.

Parecía que huía porque, apenas toqué la acera de afuera, me eché a correr.

Corrí y corrí como un loco. El aire frío de la noche me ardía en la cara, pero no me detuve hasta llegar a la casa de la que no debí salir.

Tres horas más tarde llegó Ermilio y fue directo a mi habitación. No se molestó en tocar y me encontró todavía despierto, recostado en la cama.

—Pero ¿qué pasó? —me preguntó, tan alarmado que se veía pálido—. Victoria me dijo que te fuiste temprano. ¿Estás bien?

No, no estaba bien. No estaba ni un poco bien.

—Es que no pude. ¡No pude! —Liberé el llanto que contenía y vi que mi amigo se sorprendió—. Tenía a una preciosa mujer dispuesta a lo que le pidiera y ni así. —Me di un golpe en la frente—. Soy un imbécil por esperarla, por imaginar que será con ella. Dime. —Lo observé con los ojos mojados—, ¿es demasiado pedir? —A pasos lentos vi que Ermilio se acercaba a la cama hasta que se sentó a mi lado. Yo seguí quejándome, manoteaba y cada vez subía más el tono de voz—. Pero no me responde, no sé si ya hasta está casada con otro, no sé si todavía me ama. —Era incapaz de callarme, las palabras salían a montones porque las guardé por demasiados días—. Quisiera no haber cometido tantos errores, quisiera no haberme enamorado ¡nunca!...

Ermilio me escuchó atento por un rato más, hasta que por fin sentí la liberación que urgía.

—Perdóname, Esteban —pidió y percibí su sentimiento de culpa—. Creí que te ayudaba. Me equivoqué y lo siento.

—El problema soy yo. —Le di calma—. Te agradezco la buena intensión.

Él se retiró a dormir cuando lo creyó prudente. Le aseguré que descansaría solo para que se fuera despreocupado.

Después de todo ese frenesí y con el insomnio en su máximo esplendor, se me ocurrió escribir una vez más.


Querida Amalia:

Esta será mi última carta. Si lo que temo es cierto, quiero poder olvidarte, arrancarte para siempre, pero no puedo. Duele este silencio. Si tú estás de acuerdo, me tragaré el orgullo e iré a donde digas. Solo quiero escucharlo con tu voz, sea lo que sea que tengas que decir. No sé vivir sin ti, pero si es el adiós definitivo, tengo que convencerme para poder dejar de sufrir.

Responde, por favor, y libérame de esta cruz que cada día pesa más sobre mí.

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