TRILOGÍA DE NUEVA YORK - Capí...

By HollieDeschanel

48 4 0

Capítulos de prueba de la trilogía de Nueva York. Ya disponible en todas las plataformas. More

SINOPSIS: EL DESPERTAR DE LA PASIÓN
EL DESPERTAR DE LA PASIÓN - 1
EL DESPERTAR DE LA PASIÓN - 2
EL DESPERTAR DE LA PASIÓN - 3
SINOPSIS: EL PODER DE LA TENTACIÓN
EL PODER DE LA TENTACIÓN - 1
EL PODER DE LA TENTACIÓN - 3

EL PODER DE LA TENTACIÓN - 2

2 0 0
By HollieDeschanel


—Los hombros cerrados, Jack —le instó Reyes al chico que tenía subido al ring e intentaba aprender las poses básicas del boxeo—. Las manos deben ir pegadas a los pómulos, sí. Pero el pie derecho va un poco más atrás.

Observó con cierta satisfacción cómo el muchacho obedecía al instante, sin apartar la mirada de su contrincante. Bajo los intensos focos que iluminaban todo el gimnasio, los dos chicos, de más o menos la misma edad, trataban de encajar un gancho al otro. Pero para eso había que adoptar la postura correcta y Reyes los supervisaba con una sonrisa.

No recordaba cuándo fue la primera vez que acogió a adolescentes como ellos en ese lugar. ¿Diez años? Le agradaba muchísimo que el ambiente en su gimnasio no se apagase casi nunca. Y también le inflaba el pecho de orgullo saber que eran las madres de esos chicos quienes les pedía el favor de acogerlos bajo el ala.

Todos ellos provenían de los barrios más pobres o conflictivos de Nueva York. En los colegios ni se preocupaban por ellos, la policía hacía oídos sordos y los adultos los menospreciaban con miradas y palabras. Solo tenían dos opciones: delinquir o intentar salir de ese ambiente. Así que Reyes les tendía la mano con gusto. Tenerlos allí les aliviaba bastante. No necesitaban más niños echados a perder en una ciudad que debería ser de progreso.

—Para dar un gancho —siguió diciendo— es necesario que rotes un poco la cadera, así.

De un momento a otro, Reyes se puso en posición de ataque, lejos del ring, y les mostró cómo lanzar dos golpes seguidos. La idea era que observaran con atención el movimiento de su cadera, pero los chicos silbaron, emocionados, y le obligaron a repetir.

Riéndose, Reyes se subió finalmente con ellos y les ayudó a aprender un poco más de boxeo en su primera clase. Los viernes como ese los dedicaba íntegramente a los muchachos que tenía bajo su cuidado, pero había quedado para ir a un partido de béisbol y el tiempo se le echaba encima.

Cuarenta minutos después, los chicos salían del gimnasio con una sonrisa en la cara y Reyes se quedó por allí, contento por los resultados. A veces ocurría lo contrario; se largaban a mitad del entrenamiento con una expresión de fastidio y la idea errónea de que solo intentaban retenerlos a la fuerza. Eran una minoría, pero a Reyes siempre le apenaba.

Se metió en las duchas y se vistió con ropa cómoda. Pasar tanto tiempo en su puesto de trabajo le obligaba a tener prendas de recambio, un despacho provisto de café y otros tentempiés, y un botiquín para cuando se hacían daño. Le gustaba mucho su gimnasio. Era algo suyo. Pero también llegaba a agobiarle la cantidad de horas que le exigía.

La puerta principal se abrió y se cerró justo cuando él empezaba a apagar las luces. Sus ojos castaños se entrecerraron al percatarse de quién era. Mark Spell era uno de sus viejos amigos. O conocidos. Toda confianza entre ellos desapareció en el mismo instante que se la jugó en una apuesta.

Reyes no era rencoroso, y por ello le permitió pasearse por sus dominios.

—Sabía que aún estabas por aquí —Mark sonreía con esa expresión de eterno triunfador—. ¿Cómo te va, eh?

—Bien, supongo. Igual que siempre.

—Has ampliado el sitio, por lo que veo.

—Tanto espacio muerto me ponía nervioso —encogió uno de sus hombros—. ¿A qué debo tu visita?

—Me encanta lo directo que has sido siempre —soltó una carcajada—. Necesito proponerte algo. Hay un chico nuevo que está ganando todos sus combates. No puede competir en serio porque arrastra un par de condenas por violencia y eso. Pero los chicos van a apostar por él y habíamos pensado que podría celebrarse el encuentro aquí, como en los viejos tiempos.

Reyes enarcó una de sus cejas.

—¿Y por qué haría algo así? Dejé esa mierda y lo sabes.

—Solo es un combate. Uno —recalcó—. Se va a mover mucho dinero y estamos dispuestos a darte un buen pellizco. ¿Le dirás que no a eso? —Insistió él—. El gimnasio está increíble, pero dudo que te dé miles de dólares al mes.

Eso estaba claro. Reyes no trabajaba allí dentro con el fin de llenarse los bolsillos o subir los ceros de su cuenta corriente. El boxeo lo era todo, profesionalmente hablando. A pesar de no haber sido campeón profesional, tal y como soñaba de joven, al menos le había sacado rendimiento. No iba a ponerlo en riesgo por un combate ilegal donde algo saldría mal.

Porque siempre ocurría alguna desgracia.

Echó un vistazo a Mark y se cuestionó su amistad con él. En el pasado se habían apoyado mutuamente y compartieron incontables batallitas. Todas ellas prohibidas. Apuestas, partidas de póquer amañadas, combates clandestinos... En fin, cualquier trabajo que les permitiera vivir de forma holgada sin hacer mucho esfuerzo. Pero Reyes no pensaba volver a ese tipo de existencia.

—Lo siento, Mark. Tendréis que buscaros a otro.

Él no borró la sonrisa de su cara. Si acaso, la potenció.

—Danos la oportunidad. No es por ser pesado, Reyes, pero nosotros te ayudamos siempre y jamás te hemos exigido algo a cambio.

—Mira, si estás intentando chantajearme, te puedes ir por donde has venido —espetó Reyes, con las manos sobre las caderas. La paciencia con ese tipo de gente no era su punto fuerte—. En mi gimnasio no se van a volver a celebrar combates ilegales.

—Tu amigo Massimo nos dejó una deuda de cinco mil dólares que tú mismo asumiste.

—Sí, hace cuatro años. Ha llovido mucho desde entonces.

—Precisamente, Reyes. Jamás te he exigido el pago porque sé que eres buen tío y que sabrías devolver los favores. ¿Me he equivocado?

Un músculo palpitó en su mandíbula. Mark le clavaba sus ojos azules encima como dos dagas de hielo. ¿Qué le iba a decir? ¿Que se metiera las amenazas por el culo? Sí, sería lo suyo, pero no cambiaría nada. Ese tipo era experto en lograr lo que quería sin importar el precio a pagar.

Reyes decidió que lo mejor era aceptar, saldar su deuda y sacarlo de su vida a cajas destempladas. Desde que Massimo, su mejor amigo, abandonó ese estilo de vida, los problemas habían bajado exponencialmente. Pero estaba claro que el karma aún le pisaba los talones y le tocaba dar la cara.

«Que así sea», decidió, tragándose el enfado.

—Muy bien. Uno solo —recalcó— y se acabaron las gilipolleces. ¿Entendido?

Mark suavizó su expresión y le dio un golpecito en el hombro, como si fueran colegas cercanos en lugar de viejos socios que compartían un pasado oscuro.

—El combate se celebrará en tres semanas. Viernes noche, y con entrada cerrada. Tú ganarás tu parte, indiferente del resultado, y nosotros nos dedicaremos a lo de siempre —explicaba con cierta excitación en la voz.

Él asintió con la cabeza y Mark se despidió de él con un guiño.

Nada más quedarse a solas, Reyes sopesó sus opciones. Aunque le pagase los estúpidos cinco mil dólares o le contase el asunto a Massimo, no cambiaría nada. Los hombres como Mark siempre exigían los favores, de una u otra forma.

Solo esperaba que ese combate ilegal no fuese el punto de inflexión en su vida y los pillaran con las manos en la masa después de años esquivando la ley.

Apagó todas las luces, cerró todas las puertas y conectó las alarmas antes de abandonar el gimnasio. Su templo y el único edificio de aquella ciudad que le daría muchísima pena perder.

Conducir en Nueva York a esas horas era un completo infierno, pero no le quedó de otra si pretendía llegar rápido al estadio donde jugaban los New York Mets contra los Phillies. Ver cómo los primeros les daban una paliza a los visitantes le pareció el mejor plan para liberar ese enfado encajado entre sus costillas.

Además, si le explicaba a Massimo lo que acababa de pasar con Mark y le pedía que cuidase de Enid mientras se ocupaba de zanjarlo todo, tal vez se tranquilizaría.

Pero el destino estaba juguetón ese día y le iba a trastocar todos sus planes de la peor forma.

Nana aguardaba en la puerta del estadio con el pelo recogido en una coleta alta, unos vaqueros muy ceñidos y un jersey de punto enorme que ocultaba sus notables curvas de miradas indiscretas. Al ser otoño aún, el frío se adueñaba de la ciudad sin piedad y oscurecía muy pronto. Si lograba ver las caras de los que ya entraban al estadio a esas horas era gracias a los inmensos focos fluorescentes que apuntaban directamente hacia allí.

Quizá por eso pegó un respingo cuando alguien le dio un toquecito en el hombro y escuchó su voz. Esa voz.

—Hola, Nana.

Un escalofrío bajó por su espina dorsal y se giró a tiempo de ver la sonrisa más bonita del mundo. Por mucho que le pesara. Reyes era un hombre tan atractivo que dolía hasta mirarlo. El pelo rizado, los ojos castaños, la piel oscura y unos músculos definidos gracias al boxeo que conseguían que cualquier tipo de prenda —literalmente— le quedase bien. Y no al puro estilo hombre cruasán, de los que tanto se reía Tabita. Todo en él guardaba armonía; desde la anchura de sus hombros y la estrechez de sus caderas, a los labios carnosos, la barba de tres días salpicando su mentón y la nariz ancha.

Le costó varios segundos reaccionar igual que una persona en sus cinco sentidos y no como una mujer sobrepasada por el atractivo de un hombre que le caía mal. En teoría.

—Hola —saludó por cortesía.

Él no dejaba de sonreír. Rara vez se presentaba frente a ella con una mala cara. Reyes se aferraba al buen humor como los políticos a las mentiras en plena campaña electoral. Y no le culpaba. Si ella tuviese ese cuerpazo y esos dientes tan blancos, también caminaría por la vida con la seguridad de merecer todo lo bueno.

—¿Tienes tu entrada a mano? No queda demasiado para que empiece el partido y no me apetece darme empujones con la gente.

—Sí, claro —sacó del bolsillo de sus vaqueros la entrada impresa—. Pero faltan Gin y Mass.

Reyes frunció el ceño.

—Ellos no vienen. ¿Acaso no te han avisado?

—¿Cómo? —Nana pestañeó, sorprendida, y negó con la cabeza—. No, no. Creí que vendríais juntos.

—Mass me ha escrito mientras conducía para decirme que Ginebra se sentía muy mal y no lograba sacar la cabeza del inodoro, así que preferían quedarse en casa.

«No me jodas», pensó Nana, inspirando con profundidad. Echó un vistazo a su teléfono móvil y vio cómo, efectivamente, su amiga le había escrito un rato antes. El mensaje era escueto: las náuseas me han dejado fuera de juego, lo siento. Pásalo bien en el partido, cariño.

No, no, no. ¿Qué iba a hacer ella a solas con Reyes? ¿Empujarlo de las gradas? ¿Usarlo de escudo si uno de los borrachuzos se dedicaba a lanzar cerveza cada vez que los New York Mets completaran una carrera? Sonaba tentador, pero no le apetecía enfrentarse a sus emociones. Ese día no, al menos.

—De acuerdo, supongo que nos tocará disfrutar del partido a solas —encogió uno de sus hombros y se dirigió hacia la entrada, donde la gente ya casi no hacía cola porque estaban todos dentro—. Hacía mucho que no te animabas a acudir a un partido.

—He estado ocupado con algunas cosas.

La tensión entre ellos se podía cortar con un cuchillo. Reyes contemplaba su espalda con la certeza de haber hecho algo imperdonable. ¿Esa mujer preciosa jamás volvería a mirarle como si se alegrara de tenerle al lado? Echaba de menos sus largas conversaciones y sus carcajadas.

Se sentaron en la fila correspondiente, con dos huecos vacíos al lado, y se empaparon de la emoción que burbujeaba en el ambiente. Que el equipo local jugase por fin en ese campo, después de varios meses, hacía inmensamente feliz a los hinchas más acérrimos.

—¿Crees que Jhon McCaster conseguirá un homerun esta noche? —Preguntó Reyes por encima del ruido.

—Está en su peor época. Apuesto más por Henry Lawrence. En el partido anterior se marcó uno impresionante y ganó el partido.

—Pero Jhon es líder en correr de base en base —le recordó él.

Nana esbozó una sonrisa juguetona y señaló el campo.

—Siempre que juega en casa, se viene abajo. ¿Estás dispuesto a apostar por él?

Él fingió pensárselo unos segundos antes de asentir.

—Si consigue un homerun, cenas conmigo esta noche.

—¿Y por qué haría eso?

—Porque es una apuesta —la sonrisa que curvaba sus labios carnosos la descolocó un poco—. ¿Qué quieres a cambio?

«Que dejes de ablandarme las neuronas», pensó, apretando los labios. «No logro pensar con claridad si te tengo tan cerca».

Le daban ganas de deslizar las yemas de los dedos por el contorno de su mentón y descubrir si su barba pinchaba tanto como parecía.

—Una explicación —soltó de sopetón, y se arrepintió al instante.

—¿De qué? Sabes lo que es un homerun de sobra, Nana.

—Me refería a... nosotros. Aún no sé por qué me mandaste a paseo sin un simple motivo.

Reyes borró de inmediato la sonrisa de la cara. Si antes ya se encontraban incómodos el uno con la otra, se potenció después de sus palabras. «Mierda, Nana. Nunca consigues callarte», se reprendió a sí misma, frotándose las manos con nerviosismo.

—Vale —fue todo lo que él dijo—, me parece bien.

Ella trató de no ponerse pesada con el asunto y dirigió la mirada hacia el campo. Por allí ya se colocaban en posición los jugadores después de una apertura de lo más animada donde las mascotas de los New York Mets y los Phillies se paseaban de un lado a otro, bailando y alzando los brazos para que los gritos de las gradas se potenciaran aún más.

El partido se desarrolló como siempre. Dos equipos reconocidos que se jugaban pasar a la siguiente fase de la liga por encima del otro. Y Nana terminó por olvidarse de con quién compartía el evento para disfrutar de las carreras, los chillidos, las bolas que cruzaban el campo a gran velocidad y la emoción de ver la puntuación del equipo local.

Hubo un par de ocasiones donde Jhon McCaster casi consigue una carrera en tiempo récord, pero uno de los bateadores del equipo de los Phillies se la jugó y la decepción se adueñó de las gradas.

—Me va a dar un puto infarto —se quejó un hombre delante de ellos, en camiseta corta a pesar de ser invierno y con la cara pintada de los colores de su equipo—. ¿Cómo puede jugar tan mal?

—¡Eh, retira eso! —Dijo alguien a dos filas de distancia, levantándose para señalarle con el dedo—. Jhon es el puto mejor jugador de béisbol de la historia.

—¿Y eso quién lo dice? —Espetó el borracho semidesnudo—. ¡Ven y me lo dices a la cara!

—¡El tipo tiene razón! —Se escuchó un grito a pocos metros—. ¡Jhon! —Puso las manos alrededor de su boca, como si fuese una bocina, y se dirigió al campo con la estúpida idea de que alguien podría escucharle desde allí—. ¡Tienes menos salida que Michael Jackson de su tumba!

—¡Con Michael Jackson no te metas, hijo de puta!

—¡Los Beatles eran mejores que ese cabrón!

—¡Ven y me lo dices a la cara! —Repitió el mismo tipo de antes, avanzando por el pasillo en dirección al que insultaba al rey del pop—. ¡O mejor voy yo y te la parto!

—Si tienes huevos, que veo que te faltan.

Empezaron a llover insultos, empujones y cerveza. Nana, asustada de tenerles tan cerca, se acercó a Reyes por inercia. Notó cómo le rodeaba con el brazo y no perdía detalle de la disputa que acontecía frente a ellos sin ningún tipo de sentido. Más gente se unieron a ellos; algunos para discutir y otros para separarles. Al final desembocó en que el tipo semidesnudo se cayó de boca, el que defendía a los Beatles le pisó la mano y un tercero empezó a grabarlo todo con el móvil.

Por culpa de ellos, Nana y Reyes se perdieron el último homerun del partido que les daba la victoria al equipo neoyorquino, y con honores. Todo el estado explotó en aplausos, saltos y celebración, y el suelo empezó a temblar.

—¿Hemos ganado? —Preguntó Nana.

—Eso parece.

—Pero no ha marcado Jhon.

—¿Y en qué nos deja eso?

—¿Ganamos los dos? —Sugirió ella.

Reyes, con una sonrisa divertida, asintió con la cabeza.

—Ahora vamos a celebrarlo, anda.

Se levantó y ella hizo lo mismo, y tras mirarse un par de segundos de forma intensa, rompieron a chillar también. Que los New York Times se llevasen una victoria en casa siempre era digno de festejo. Los dos se tomaron de las manos, gritaron, se rieron y al final ella se lanzó a abrazarlo por el cuello, empujada por el sentimiento de euforia que la recorría.

Nada más sentir los férreos brazos de Reyes a su alrededor, se sonrojó un poco y luchó por bajar nuevamente los pies al piso. Pero él remoloneó un poquito, e incluso acercó la nariz a su mejilla y aspiró su aroma con total descaro. El escalofrío que se adueñó de Nana no fue nada comparado con el retumbar de las sillas de plástico ante una nueva pelea que se desató junto a ellos.

—Se está poniendo feo esto —murmuró ella.

«A mí me parece que tú eres muy bonita», pensó Reyes.

La bajó y asintió, porque en cierto modo hacía bien en preocuparse. Cuando dos equipos se enfrentaban en un partido tan importante, no faltaba quien empezaba a romper el mobiliario, quemar contenedores y empujar a los guardas de seguridad. Y a él no le apetecía llevarse un par de empujones a cambio de disfrutar de una velada más o menos tranquila.

Sin más preámbulos, atrapó la mano de Nana y se llevó de allí con algo de prisa. Aun con esas, tardaron casi diez minutos en llegar al parking del estadio. Un montón de gente seguía celebrando, intentando colarse en la zona donde los jugadores descansaban o simplemente lanzando petardos como si estuvieran en el cuatro de julio.

—Mi coche está allí —señaló con el dedo Nana.

—El mío está en la otra punta.

—¿Y si conduzco yo y luego te acerco? —Sugirió ella—. Ya que me toca pagar la cena, por lo menos déjame elegir el sitio.

Reyes notó un revoloteo en el estómago digno de estudio.

—Espero que al menos esté buena.

—¿La cena o la camarera que nos sirva?

—Ambas, por supuesto —guiñó un ojo y se encaminó hacia el coche—. No me jodas —soltó él—. ¿Es un puto Jaguar E-Type? Y en color rojo brillante, claro.

Nana y ese color iban de la mano en casi todos los ámbitos, así que no le sorprendía en absoluto. Lo que sí le había dejado con la boca abierta y cara de idiota fue el modelo. Llevaba años sin ver una joya como esa.

—Mola, ¿a que sí? Es mi pequeño tesoro —le dio un golpecito en el lomo—. Lo pagué con mi sueldo de un año.

Ella subió y aguardó a que él la imitase. Afuera hacía un frío intenso capaz de congelarle hasta las pestañas.

—Es una obra de arte. Mi sueño siempre fue tener uno, o un Cadillac del setenta y tres —le explicaba a medida que se colocaba el cinturón.

—Los Cadillac son un clásico al que todos pueden aspirar, pero un Jaguar... Da algo de problemas a veces, pero le sigo queriendo. Lo recogí del taller antes de venir porque el martes me dejó tirada a dos manzanas de casa.

Arrancó el motor y se puso en marcha, dispuesta a pasar el resto del día con el hombre más peculiar que alguna vez se hubiese cruzado. Y eso que la semana ya estaba siendo extraña de por sí. Solo le pasaban cosas malas.

—Eres afortunada, desde luego —Reyes toqueteaba el forro de los asientos, y no perdía detalle de las manillas, las ventanas y el volante—. ¿Dónde me llevas?

—Al restaurante donde todos cenan después de ver ganar a su equipo favorito: HomeRun's Pizza.

—No lo conozco.

—Tanto mejor, esas pizzas hay que probarlas una vez en la vida. Son un orgasmo culinario.

—Que no te escuche Mass o no te deja entrar en el restaurante nunca más —bromeó Reyes.

Ella se rio y encendió la radio. Solo con escuchar la canción que sonaba de fondo se le encogió el corazón. Era una de tantas que en el pasado le habían recordado a ese hombre que se sentaba a su lado y le rompió todos los esquemas... en el peor sentido. Pero por una vez pensaba ceder y no se aferraría a ese rencor que le quemaba por dentro, y le hacía mucho menos objetiva.

Pasar página era algo muy sano, y lo pondría en práctica aunque se muriese de curiosidad de entender qué se le pasó por la cabeza a Reyes dos años atrás.

Continue Reading

You'll Also Like

301K 19.6K 35
[SEGUNDO LIBRO] Segundo libro de la Duología [Dominantes] Damon. Él hombre que era frío y calculador. Ese hombre, desapareció. O al menos lo hace cu...
81.3K 18.2K 41
La mano del rubio se coló bajo la máscara del anbu acariciando su rostro suavemente, los azules lo veían con debilidad y un gran amor, Itachi se dejó...
1M 88.3K 44
Emma Brown es una chica que desde niña supo que todos los hombres eran iguales. Cuando creció se permitió salir con ellos pero dejando los sentimient...
46.6K 2.6K 10
Para lenna el solo era el mejor amigo de su hermano aún si ella quería que fueran más. Para alessandro ella era más que que la hermana de su mejor a...