TRILOGÍA DE NUEVA YORK - Capí...

Galing kay HollieDeschanel

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Capítulos de prueba de la trilogía de Nueva York. Ya disponible en todas las plataformas. Higit pa

SINOPSIS: EL DESPERTAR DE LA PASIÓN
EL DESPERTAR DE LA PASIÓN - 1
EL DESPERTAR DE LA PASIÓN - 2
EL DESPERTAR DE LA PASIÓN - 3
SINOPSIS: EL PODER DE LA TENTACIÓN
EL PODER DE LA TENTACIÓN - 2
EL PODER DE LA TENTACIÓN - 3

EL PODER DE LA TENTACIÓN - 1

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Galing kay HollieDeschanel


Nana encajó el pie en el pedal y calculó la velocidad indicada antes de deslizar el pedazo de tela bajo la aguja y contemplar, con cierta satisfacción, cómo se replegaba sobre sí misma. El dobladillo de aquella falda de vuelo solo fue el preludio; luego vino el turno de los encajes, y eso costó mucho más. Un tejido como ese, delicado a más no poder, necesitaba que lo tratasen con todo el cuidado del mundo. Y ella era experta en convertir retazos de paños en obras de arte.

Era su trabajo. Exigente, agotador, satisfactorio. Se pasaba las horas del día inmersa en su mesa de trabajo plagada de diseños de vestidos y ropa interior femenina que ella debía hacer una realidad. De las que se tocaban con los dedos y creaban una mueca de asombro en el afortunado o afortunada que lo llevase puesto.

Los rayos débiles de sol de mediados de marzo penetraban a través de los ventanales del taller donde agonizaba sin su café diario. Por el fondo se escuchaban los traquetos de las máquinas de coser, idénticas a la suya, y las risas o conversaciones de sus compañeras. Ese ambiente distendido le gustaba casi siempre, pero esa mañana, con la cabeza embotada y un vestido lleno de volantes entre manos, solo quería mandar callar a todos mientras se aferraba a cualquier bebida con cafeína.

¿Por qué se había estropeado la máquina de café de esa planta? Y aún más importante... ¿por qué nadie había llamado con urgencia al técnico para que viniese a arreglarla? Dios, le iba a salir un tic en el ojo a esas alturas, y no le apetecía nada alcanzar la hora de comer con la energía por los suelos.

Nana terminó la parte más complicada del vestido —que solía ser la falda— con una melodía repitiéndose en su cabeza como un mantra. A veces le ayudaba a concentrarse en lo que se traía entre manos y no saltar a la mínima. Estaba siendo una semana terrible y el que no hubiese café le había rematado.

¿Cuántas desgracias más le aguardaban? No tenía muchas ganas de averiguarlo.

Abandonó el taller con la idea de escaquearse a cualquier cafetería de la manzana en la que estaban, pero intuía que no llegaría a la puerta sin recibir, al menos, dos llamadas de atención para que les ayudara con algo.

Solía ser su rutina, le gustara o no.

Dio cortos pasos hacia el final del pasillo sin muchas esperanzas de probar una gota de café esa mañana.

Uno, dos, tres, cuatro...

—Nana —la voz de Marisa Deison, su jefa, la paró en seco—, necesito que vengas un momento.

Conteniendo un suspiro y las ganas de soltar un «mierda» en veinte idiomas diferentes, compuso su mejor sonrisa y giró sobre sus talones. La cabeza de su jefa y la dueña de ese imperio de la moda asomaba a través de las puertas dobles que daban al salón de preparativos.

—De acuerdo.

Subida a una tarima y con expresión de hastío, la nuera de Marisa y futura señora Deison, contemplaba su reflejo en el inmenso espejo que cubría parte de la pared que tenía frente a ella. Con movimientos algo torpes, Amanda Fox trataba de encajar aquel corsé de pedrería hecho a mano a sus caderas amplias y cintura estrecha. Pero como le quedaba algo grande, todo lo que mostraba eran caras de disconformidad.

—¿Quién ha cosido esta parte del vestido? —Preguntó Marisa.

No era un reproche, solo una duda.

Nana se acercó con un cojín pequeñito lleno de alfileres y se arrodilló de manera que pudo empezar a trabajar en el corsé cuanto antes.

—Yo, guiándome de las medidas que dejasteis sobre mi mesa.

—Pues es evidente que no han acertado —se quejó Amanda.

Nana le echó un vistazo rápido desde abajo. Aquella mujer agitaba la soberbia como una bandera en mitad del campo de batalla. Todos en Nueva York la conocía como el terror de los juzgados. Pero si le preguntaban a ella, la tomaba por lo que era: una niña rica y caprichosa que se crio en el Upper East Side y no soportaba que le ocurriesen cosas malas.

Lo único que la salvó en ese instante de una respuesta mordaz fue el hecho de que Marisa estaba delante y era su suegra. Pero ganas no le faltaron. Nana pensaba de verdad que la gente como Amanda se merecía bajar los pies al fango de vez en cuando y aprender algo de humildad.

—Tal vez la chica que te tomó las medidas se equivocase al apuntarlo —sugirió Nana con una sonrisa que pretendía aliviar el ambiente cargado a su alrededor—. A veces ocurre.

—Supongo que para eso están las cientos de pruebas previas al día de la boda, ¿no? —Exageró a propósito la futura novia—. Subsanar cualquier error y de paso frustrar aún más a los diseñadores.

«Querrás a decir a las costureras», pensó Nana, clavando uno de los alfileres en el delicado tejido color beis que se adhería a las caderas de esa mujer irritante. «Los diseñadores solo esbozan cuatro dibujos y luego se llevan el mérito».

Exhaló un profundo suspiro y siguió con su trabajo. Prefería no ir por ese camino o empezaría a replantearse su vida, tal y como Ginebra, su mujer amiga, hizo años atrás. Y no estaba entre sus planes tirar todo lo que había conseguido con el sudor de su frente por el retrete. Aún no había perdido la cabeza. Pero le faltaba poco.

—A lo mejor es culpa mía —dijo Amanda al cabo de unos segundos, sobresaltándolas—. He estado a dieta las últimas semanas, pero no pensé que hubiera surtido efecto.

«¿Y ahora lo dices? Maldita prepotente», pensó, apretando los labios con el único fin de controlar la burbujeante rabia que se acumulaba en su interior. Nana era de todo menos una histérica, y de normal poseía la paciencia de diez personas juntas. Pero la falta de cafeína, su coche estropeado y la última discusión con Jordan le habían dejado por los suelos, y no le apetecía lidiar con nada más. Se sentía al límite.

—¿Entonces qué hago? ¿Ajusto el corsé o lo dejamos así? —Preguntó con toda la dulzura de la que disponía.

Los grandes y expresivos ojos castaños de la fiscal más temida se posaron en ella, hizo un puchero y finalmente encogió los hombros.

—¿Qué harías tú?

«Decirle a papá que suelte el talonario, comprarme un vestido de Dior y ahorrarle un dolor de cabeza a las costureras», estuvo a punto de decir. Menos mal que el superpoder de leer la mente solo existía en las películas de ciencia ficción.

—No efectuaría ningún cambio y dejaría la dieta. Si la semana que viene sigue quedándote grande, entonces modificaremos el corsé, pero si no es el caso...

No pretendía ofenderla al insinuar que engordar era una posibilidad. Algunas mujeres como Amanda Fox se tomaban a la tremenda que opinasen de sus cuerpos. Y eso que ella era espectacular en todos los sentidos. El pelo perfecto, la piel sin un solo granito, el maquillaje impecable y unas curvas de infarto. ¿Para qué hacía dieta? Solo ella sabría. Tampoco la iba a juzgar por sus elecciones. Pero si hablar claro le ayudaba a que no marease la perdiz, entonces lo soltaría todo a borbotones.

—¿Tú qué opinas, Marisa? —Le preguntó la futura novia a su suegra.

—Nana es siempre muy objetiva y me fío de su criterio. Haremos otra prueba en unos días y ahí ya decidimos qué hacer.

Amanda miró a la mujer que tenía de rodillas justo al lado y sonrió. Y a Nana le sorprendió que lo hiciera de forma tan sincera y amable.

—Estupendo. Así me da tiempo a ir a comer con mis amigas —concluyó, y tiró de la cremallera para sacarse el vestido cuanto antes.

Nana se encargó de colgarlo en una de las perchas junto al armario y agradeció al universo no tener que soportar a más niñas ricas ese día. Para muchos era una tontería, pero ella acababa agotada de lidiar con famosillos y ricos de todo tipo que acudían a una de las marcas más prolíficas de Nueva York en busca del vestido o el traje perfecto. El dinero no te daba la felicidad, pero tampoco te hacía respetuoso con los demás, al parecer.

Esperó con calma a que aquella mujer se terminase de vestir antes de darse la vuelta. Había visto a muchísimas modelos en ropa interior y como sus madres las había traído al mundo, pero una cosa era la confianza que tenía con ellas y otras la que compartía con Amanda Fox. Es decir: ninguna. Y prefería no tentar a la suerte o hacerle sentir incómoda con miradas indiscretas.

—¿Llevas mucho tiempo trabajando con Marisa? —Cuestionó nada más abrocharse la falda de tubo—. Nunca te había visto por aquí.

—Trabajo en el taller. Apenas me dejan sacar la cabeza de allí —bromeó Nana.

Amanda pestañeó, sin saber muy bien cómo tomarse sus palabras.

—¿Te gustaría ocuparte de mi vestido para la pedida de mano? Es una fiesta informal, con la familia y los amigos, pero me gustaría estar deslumbrante. Y Marisa me ha enseñado algunos diseños que me encantan. —Se acercó a la mesa más cercana y rebuscó hasta dar con el que le había robado el aliento—. Será en dos semanas y te lo pagaré como un favor personal —aseguró—. Si es que puedes tenerlo listo.

Nana lanzó una mirada a su jefa, a la espera de un reproche o una mala cara. Pero aquella mujer la alentó a aceptar con un gesto de la mano.

«¿Qué pretende empujándome a vestir a su nuera como si fuese la última Barbie?» pensó, con el ceño fruncido. Agarró la lámina que le ofrecía y contempló el diseño. Se trataba de un vestido sencillo, de corte frontal y escote cerrado. No le llevaría más de una semana dejarlo terminado.

—Claro, será un placer —dijo con una sonrisa que no le llegó a los ojos.

—Estupendo —Amanda dio una suave palmada—. Mis medidas te las dará Marisa, ¿de acuerdo? Ahora me tengo que ir.

Nana estuvo a punto de hacerle un saludo militar para despedirla. Menos mal que tenía las manos ocupadas.

Se marchó de allí sin estar muy segura de por qué le delegaba algo tan importante como un vestido para la fiscal más famosa de la ciudad, pero no se quedó a preguntarlo. A veces, Marisa hacía cosas muy extrañas. Lo mismo se frustraba y les apretaba las tuercas, que se desentendía de lo que llevasen a cabo en su horario laboral y fuera de él.

Con el diseño a cuestas, se dedicó buena parte de la mañana en sacar los planos del vestido y elegir la tela idónea para que se la trajeran al día siguiente. Sus compañeras se asombraron al ver cómo Amanda la había elegido para semejante tarea. No era envidia, ni mucho menos. Quien más y quien menos, allí dentro todas aceptaban encargos. Pero estaba más que claro que Nana era la afortunada de recibir lo más importantes.

Unas horas más tarde, y con todo listo para empezar cuanto antes, dejó su mesa para dar por finalizada la jornada. Los viernes le gustaban precisamente por eso: le daba tiempo a comer en casa y pasarse toda la tarde viendo realities show en la televisión mientras se pintaba las uñas o se mimaba con mascarillas para la cara.

La diferencia entre ese viernes y otro cualquiera era que lo pasaría en el restaurante de su mejor amiga, Ginebra. Con todo el revuelo de los últimos pedidos en su tienda y las obras en casa, no se habían visto demasiado. Pero allí estaba por fin, admirando el cartel de letra cursiva que parpadeaba en un sutil dorado: Moretti's.

¿Cuánto hacía que lo inauguraron? ¿Tres años? El tiempo pasaba muy rápido y ella se sentía igual de anclada que ese verano donde su amiga se quejaba por todos lados de lo injusto que era que su abuelo la obligase a hacer algo que no quería. Y ahora solo había que verla, claro. Feliz y viviendo su sueño.

«¿Y cuándo podré hacer yo lo mismo? Supongo que al jubilarme», pensó con fastidio, empujando la puerta y saludando al metre. Ese hombre era una estatua que permanecía junto al mostrador de las reservas sin que le temblaran las piernas. Algunas personas eran admirables.

Pasó de largo entre las mesas y bajó directamente a las cocinas. Era allí donde solían reunirse, para no molestar a los clientes, y donde ya la esperaban sus amigos.

—¡Es una niña! —Gritó Ginebra nada más verla aparecer.

Nana retrocedió un paso y se llevó una mano al pecho, asustada.

—¿De qué hablas?

—El bebé —su amiga le mostró aquella diminuta imagen que siempre les daban a las embarazadas después de un ultrasonido—, es una niña.

Parpadeó por la sorpresa y luego abrió ligeramente la boca. ¿Había oído bien? Pasó la mirada de su abdomen pronunciado a su sonrisa resplandeciente, y de forma automática se acercó a darle un abrazo.

—Jesús, vas a matarme de un susto un día de estos —dijo cerca de su oreja antes de separarse.

—Al final tenía yo razón —repuso Tabita, sentada en la mesa mientras jugueteaba con una de sus pulseras.

Nana gruñó por lo bajo y se acercó a la pancita de Ginebra.

—Me acabas de hacer perder cincuenta pavos, traidora. Se suponía que ibas a ser un niño.

—Y que se iba a llamar Rodolfo —la voz de Massimo, ronca y al mismo tiempo preñada de orgullo, se alzó por encima de todo el ruido que hacían sus camareros—. Por lo visto hice algo muy malo en otra vida y me han castigado con dos mujeres de armas tomar.

Ginebra le dedicó una mueca de desdén.

—El castigo me lo llevé yo al conocerte, Doctor Bacterio. Y todavía me estoy arrepintiendo de darte una hija —le señaló con el dedo índice, sin poder esconder una sonrisa divertida.

Nana puso los ojos en blanco. Tres años después, esos dos seguían igual. Un poco más enamorados, pero con la clara idea de mantener la chispa a base de reproches ficticios.

—Menudo día llevo —se quejó, soltando su bolso y sacando del interior cincuenta dólares que tuvo que entregarle a Tabita—, no me sale nada bien.

La rubia le lanzó un beso coqueto gracias al dinero que estaba recaudando con sus apuestas. Vivía por y para ellas.

—¿Marisa ha vuelto a doblarte el turno la semana que viene? —Cuestionó Iván.

—No, no. Pero su querida nuera me ha pedido que le haga un vestido para su pedida de mano. En serio, ¿quién pierde el tiempo con esas cosas? ¿No es mejor que se coman una ensalada y le dé el anillo?

—A la gente que tiene dinero le encanta gastarlo con cualquier excusa —apuntilló Tabita. Ese día se había recogido la larga melena rubia en un moño súper alto y lucía unos pendientes típicos de Ariana Grande—. Supongo que es algo que la clase media nunca comprenderemos.

—Qué mala eres, por favor —bufó Iván—. Las bodas solo ocurren una vez en la vida, en teoría, así que apetece alargar el ambiente festivo todo lo que se pueda y más.

—Chorradas —dijo la rubia, haciendo un aspaviento con la mano para restarle importancia—. Son ganas de hacerte el importante y punto.

—Eso lo dices porque tú no crees en el amor, Tabi —la voz de Iván era mucho más suave que la de su amiga—. Pero que tú seas el Grinch no quiere decir que los demás también.

Nana agradeció con una sonrisa que Ginebra le ofreciera una Coca cola a rebosar de cafeína. Su mente y su cuerpo se activaron al instante. Llevaba toda la mañana suplicando por eso. Se regodeó en las burbujitas explotando en su lengua y apoyó la mejilla en su mano.

—Deja a Tabi en paz —decidió intervenir—. ¿No ves que no quiere una pareja estable? Es tan lícito como casarse y tener veinte hijos.

—Por fin alguien lo dice. Creía que iba a ser el anticristo toda la vida —exageró a propósito la aludida.

—Eso no, pero un poco amargada sí que estás —dijo Iván.

Era un tema delicado que no pretendía tocar en una comida entre amigos, así que Nana salió al rescate, como venía siendo costumbre.

—¿Al final vais a venir al partido de hoy? —Cuestionó a Gin y Mass.

Siempre acudían a los eventos más importantes. Y los New York Mets jugaban en casa esa tarde. No quería perdérselo por nada del mundo.

—Sí, pero... —Gin frunció el ceño—. Tenemos un acoplado más.

—¿Silvia?

—No, no —se apresuró a negar su amiga—. Se trata de...

—Reyes se ha apuntado —intervino Mass, que era más directo a la hora de decir las cosas. Como todo el importaba una mierda, no tenía filtros en la lengua—. Así que estaremos los cuatro en la misma fila.

Apretó los labios y contuvo un suspiro. Sí, definitivamente podía ir a peor esa semana. Y es que no le apetecía ni un poquito compartir espacio con Reyes. No era nada personal, pero... Sí, joder. Sí era personal. Después de lo ocurrido dos años atrás, la relación cordial entre ambos pasó a ser un campo de minas donde ninguno posaba los pies, por si acaso.

Le había esquivado bastante bien durante meses, solo cruzándoselo un par de veces, pero al parecer el destino era caprichoso y los New York Mets habían hecho saltar por los aires el muro de contención.

—¿Cómo habéis podido? —Soltó de sopetón—. ¡Se supone que teníamos solo tres entradas!

—Venga, Nana —pidió Gin—. Solo es un partido. Ni siquiera os sentaréis juntos.

—Pero tendré que verle la cara y no me apetece.

—Son los New York Mets, ¿te lo vas a perder por algo que pasó hace tanto tiempo?

Nana gruñó. ¿Por qué siempre usaba en su contra ese argumento? «Suelta el pasado, no te hace bien». ¡Claro que no! A nadie le favorecía anclarse a situaciones que ya se habían quedado atrás, pero ella era rencorosa, y más si le habían hecho ilusiones para nada. ¿No le daba eso derecho a enfurruñarse un poquito?

—Anda, porfa —insistió la italiana, posando una mano sobre su hombro—. Los New York Mets —repitió, a sabiendas de que conseguiría lo que se proponía.

—Jesús —explotó Nana—, vale. Tú ganas. Iré. Pero que no se atreva a dirigirme ni una sola mirada —le advirtió a Massimo. Él era su amigo, después de todo, y no Gin—. Se lo dices de mi parte.

El chef se acarició la barba de varios días con el único fin de esconder una sonrisa burlona. Nunca entendería a las mujeres en ese aspecto. Cualquier mínimo error lo convertían en una guerra que librar durante décadas.

—Como tú digas, principessa.

Ginebra la abrazó muy fuerte y besó su mejilla de forma sonora. Nana solo pudo suplicar porque esa semana acabase ya y dejasen de ocurrirle desgracias. Por algún extraño motivo que se escapaba a su comprensión, el karma se estaba ensañando con ella y no le daba ni un respiro.

«Un poco de paz, universo. ¿Tanto pido?», pensó.

Al parecer, sí.

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