Los Últimos Dragones

By E-de-Avellaneda

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Rhaegar Targaryen amaba a Lyanna Stark y miles murieron por ello. Pero, ¿qué habría pasado si Elia y su cort... More

𝕃𝕠𝕤 𝕌𝕝𝕥𝕚𝕞𝕠𝕤 𝔻𝕣𝕒𝕘𝕠𝕟𝕖𝕤
Capitulo 1.- La Sangre de la Antigua Valyria
Capítulo 2.- Confesiones de Medianoche
Capítulo 2.1.- Bajo la Luz de las Velas
Capítulo 3.- El Bosque Real
Capítulo 4.- La Hermandad del Bosque Real
Capítulo 5.- Rocadragón
Capítulo 7.- Una Princesa Targaryen
Capítulo 8.- Anhelos y Tormentos
Capítulo 9.- Una Princesa Perfecta
Capítulo 10.- El príncipe que fue prometido
Capítulo 11.- Querido Hermano
Capítulo 12.- Harrenhal
Capítulo 13.- Sueños y Encrucijadas
Capítulo 14.- Ojos Hechiceros
Capítulo 15.- La Llegada del Rey
Capítulo 16.- Deseos y Contradicciones
Capítulo 17.- Amor de Torneo

Capítulo 6.- Carden de Braavos

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By E-de-Avellaneda

Melian Gargalene


—Solo debe pedir un juicio por combate... —dijo Ascar en un susurro. Su esposo tenía la mano sobre el pomo de la espada, listo para intervenir en el momento en que lo pidiera.

Los Gargalen eran así, tenían el corazón de oro y la sangre demasiado caliente, vivían sin miedo, haciendo frente a todo aquello que llegaban a considerar injusto. Era al mismo tiempo su mayor virtud y su más grande defecto. El propio padre de su esposo, lord Devron se había enfrentado a la ira del entonces príncipe Maekar para desposar a la princesa Daella Targaryen, solo la intervención de los príncipes Daenerys y Maron Martell consiguió apaciguar las aguas.

"Ya eres demasiado viejo para eso, morirías y lo condenarás a él también" le hubiera gustado decirle, pero en vez de eso Melian negó con la cabeza. Conocía a su hermano demasiado bien, Carden era incapaz de pedirle a alguien que arriesgara la vida por él.

En el centro de la sala se erigía el trono de piedra con forma de dragón.

Era el trono en el cual Aegon el Conquistador se había sentado antes de proclamarse rey de los Siete Reinos. Medía más de tres metros de altura y había sido tallado de tal forma que su ocupante parecía montar en el lomo del dragón.

En esta ocasión el príncipe Rhaegar era el jinete.

Más de tres decenas de hombres, todos ellos leales al príncipe, se habían reunido para juzgar a Carden.

Melian no sabía quién había orquestado aquella mentira, pero quién sea que hubiera sido, no había dejado ni un hilo suelto.

Sembraron frascos con veneno y cartas falsas en la habitación de Carden, y pagaron a niños, mercaderes y criados para que se presentaran ante el príncipe y su corte, y lo culparan de haber aceptado sobornos para acabar con la vida de Elia. Aunque convenientemente ninguno podía recordar quién había sido el hombre que había pagado para que se cometiera semejante crimen.

Si no fuera por la seriedad del asunto, Melian se habría reído.

Carden de Braavos, el hijo natural que su padre había engendrado con una cortesana durante un viaje diplomático, el hermano dulce y atento con el que había crecido en Campoestrella, el hombre sin ambiciones, el que había rechazado entrenarse en batalla pues rompía en llanto al ver el sufrimiento de los hombres, quien había pasado años aprendiendo de sanadores en las ciudades libres, aquel que se despertaba a la mitad de la noche a atender a niños enfermos cuyos padres no podían pagar ni una moneda de cobre por los servicios de un sanador. Era absurdo pensar que él, el que había servido por más de una década a la casa Martell, el que había visto crecer a Elia y la amaba como si de a una hija se tratase, sería capaz de hacerle daño.

Carden moriría antes de lastimar a Elia, moriría antes de hacerle daño a cualquier persona.

Su hermano estaba de pie frente al trono, sus manos esposadas con grilletes de hierro. Su postura era firme, y aunque estaba rodeado por guardias, no mostraba señales de temor o preocupación. No, en su rostro había algo muy diferente una mezcla de profunda tristeza y resignación. Había tratado de defenderse, pero nadie que no fuera dorniense parecía estar dispuesto a escucharlo.

A pesar de su bondad, Carden jamás había sido ingenuo, seguramente él también se había dado cuenta de que no importaba qué dijera, ante los ojos de los presentes, ya era culpable.

"Debió de haber escuchado a nuestro padre" pensó Melian, si hubiera ido a la Ciudadela para convertirse en maestre nada de esto estaría pasando.

—Los maestres aconsejan, los sanadores sanan —le había dicho Carden antes de partir a Pentos para convertirse en aprendiz—. No me interesa saber la heráldica de todo aquel que posea un castillo, ni el nombre de todas las estrellas sobre el firmamento, no quiero saber las mejores tácticas militares para masacrar enemigos. No nací para eso. Quiero poder sostener la mano de los moribundos, poder decirles que todo estará bien y ser capaz de traer un poco de paz a su sufrimiento.

Melian hubiera dado lo que fuera por poder sostener la mano de su hermano y decirle que todo estaría bien, pero sería una mentira.

No necesitaba escuchar el veredicto del príncipe, podía ver lo que pensaba a través de sus ojos, brillaban con odio y desprecio.

Sabía que su hermano estaba condenado, y no podía hacer nada para salvarlo.

"¿A esto me trajeron los dioses a esta maldita isla? ¿A ver morir a mi sangre?" las lágrimas amenazaban con brotar de sus ojos, pero Melian las reprimía con todas sus fuerzas, luchando por mantener la compostura, era la única mujer presente en la sala, lo último que necesitaba era que la sacaran por "perder los estribos". Se sentía impotente y llena de rabia.

Ascar lo notó y le tomó la mano, la sujetaba con firmeza y ternura a la vez.

—Tienes que ser fuerte -le susurró tan quedo que ni siquiera el caballero que tenían al lado habría alcanzado a escucharlo.

"Si Arthur estuviera aquí..." pensó, pero de inmediato se arrepintió. No, era mejor que no estuviera. Era a Loreza a quién necesitaban, ella sabría qué hacer, encontraría la manera de arreglar aquel desastre, de salvarle la vida a Carden, de limpiar su nombre...

Pero Loreza estaba en Dorne, a más de 300 leguas de distancia, confinada a su cama en los Jardines del Agua, debatiéndose entre la vida y la muerte, pensar en ella era pensar en imposibles.

Un tumulto se formó a sus espaldas, entorno a la puerta del salón, desde adentro solo se alcanzaban a distinguir esbozos de la discusión, aunque Melian podría asegurar haber escuchado la voz de Alyse levantarse por encima de la de los hombres que hacían guardia ante la puerta.

Finalmente, uno de los hombres entró, se inclinó ante el príncipe y dijo:

—La princesa Elia de Dorne solicita su aprobación para ingresar a la audiencia.

—Déjenla entrar —respondió el príncipe sin pensárselo ni un segundo, y las puertas se abrieron de par en par, revelando la figura de Elia.

El corazón le dio un vuelco.

Elia había roto su confinamiento.

Su rostro lucía pálido y cansado, pero sus ojos ardían con una determinación feroz.

Acababa de entrar en su noveno mes de embarazo, y su barriga estaba tan hinchada que ninguno de sus vestidos le quedaba bien, por ello en su lugar había optado por vestir una holgada túnica blanca y cubrirse con una capa negra tan grande que por lo menos un palmo de ella se arrastraba por el piso.

Detrás de ella estaban sus cuatro damas, que también optaron por simples vestimentas.

Los caballeros del príncipe se hicieron a un lado para permitirles el paso, aunque ni siquiera intentaron esconder la sorpresa que les provocaba su presencia.

Elia y sus damas caminaron con pasos lentos y cuidadosos hasta situarse en el centro del salón a un lado de Carden, fue entonces que Melian pudo ver la espalda de la capa, y comprendió. Era la capa negra con dragones bordados en hilo de oro y rubíes, la que misma que el príncipe había colocado sobre sus hombros en el septo de Baelor cuando se convirtieron en marido y mujer.

El príncipe la miraba intranquilo, continuaba sentado en el trono, pero parecía estar a punto de saltar de él en el momento en que sintiera que Elia lo necesitase.

—Mi señora —dijo el príncipe—. ¿Cómo podéis estar aquí? Deberías estar descansando.

—¿Cómo podría descansar sabiendo que uno de mis más leales sirvientes, que ha pasado años prestando servicio a mi casa, ha sido acusado de traición? —la voz de Elia era dura, y en su mirada había una ira profunda—. Os suplico que me permitáis quedarme alteza, y escuchar tan viles acusaciones por mí misma.

—Su alteza —habló el gran maestre Pycelle—. Vuestro corazón es generoso y leal, incapaz de ver maldad en el mundo. Nadie os puede culpar por no haber visto las señales que tan claramente se posaron frente a vuestros ojos.

—¿Y cuáles fueron tales señales? —preguntó Elia.

Los años habían pasado y Elia había dejado de ser una niña, pero su espíritu no había cambiado ni un poco. Seguía siendo terca y obstinada, tenía el corazón de los Gargalen, que siempre la hacía dar un paso al frente para defender a los suyos con uñas y dientes.

Pero en esos momentos no era la valentía de Trystane lo que necesitaban, sino la astucia de Loreza.

—Ese canalla la ha engañado para que depositara su confianza en él, alteza —dijo el joven maestre—. Pero desde el momento en que lo conocí, hubo algo en él que me hizo dudar de su actuar. Por lo que dispuse a uno de mis criados para que lo siguiera de manera discreta. Siempre supe que encontraría algo, aunque jamás hubiera podido prever algo tan vil.

—Sé que es difícil confiar en la palabra de dos extraños, alteza —dijo Pycelle—. En especial cuando nuestras voces acusan a alguien con quién ha compartido tantos años, pero la verdad habla con demasiada fuerza como para negarlo —El maestre le hizo una seña a uno de los pequeños criados que habían declarado en contra de Carden—. Habla niño, cuéntale a su alteza lo que has visto.

Al príncipe no le quedó más opción que acceder ante la petición de Elia, y mandó traer un asiento para que su esposa pudiera escuchar sin que ello supusiera un esfuerzo para ella.

El príncipe Lewyn regreso con una pequeña banca de madera blanca, la colocó a un costado de los pies del dragón, de manera que ella también encaraba a los asistentes. El príncipe la miraba de reojo con la mirada tensa.

—Su Alteza debería mantener un ojo abierto, —masculló el hombre que Melian tenía delante, era Richard Lonmouth, antes escudero del príncipe y ahora uno de sus amigos más cercanos—. De lo contrario, lo próximo que verá es a ella sentada en su lugar.

El chiquillo que no debía de tener más de ocho años, se mordió los labios al sentir la atención de toda la sala sobre él. Era un niño delgado y nervioso, con ojos grandes que parecían siempre estar buscando algo.

El pequeño criado repitió el discurso que ya había recitado para el príncipe, en esa ocasión Melian alcanzo a divisar como los hombres del príncipe tensaban las mandíbulas y apretaban los puños. De habérselo permitido le habrían cortado la cabeza a Carden en el acto.

Pero Elia se limitó a escuchar mientras todas las pruebas eran presentadas una vez más, aunque con cada testigo que se presentaba ante ella, su seguridad fue menguando. Ella también lo notó, habían ejecutado la trampa a la perfección. Tras oír todas las pruebas que tenían en su contra, nadie en su sano juicio se atrevería a llamar a Carden inocente.

—Y supongo que mis señores asumen que planeaba usar ese veneno en mi —dijo Elia a un mercader que aseguraba haber escuchado en los muelles como un hombre presumía de haber vendido un frasco de lágrimas de Lys a Carden por diez dragones de oro.

—Sabemos que es difícil de creer, alteza, pero...

—No, no lo es —Elia lo interrumpió, su rostro estaba rojo de coraje. Se levantó de su asiento y caminó hasta quedar frente a los maestres—. Sé perfectamente que estoy rodeada de enemigos que aprovecharían la menor oportunidad para deshacerse de mi —dijo mirándolos a los ojos, primero al joven y después al anciano—. Les agradezco por vuestros servicios. —Las palabras de Elia estaban cargadas con veneno. Después caminó al centro de la sala y se colocó delante de Carden, sus manos estaban cerradas en puños con tanta fuerza que los nudillos se le tornaron blancos-. Los peores traidores siempre son los que se esconden a simple vista, los que juran lealtad y atacan cuando se está más débil. —Las lágrimas cayeron por sus mejillas sin que Elia hiciera algo para evitarlo.

Los maestres hacían su mejor esfuerzo por esconder sus sonrisas, aunque en sus pechos se notaba la satisfacción que sentían. "Son unos imbéciles si creen que Elia les ha creído una sola palabra" pensó Melian, pero son unos imbéciles que estaban por conseguir su cometido.

No había nada que pudieran hacer para salvar a Carden.

—El castigo por el crimen del que lo han acusado es la ejecución. —La voz de Elia temblaba—. Mis señores tienen razón, tengo el corazón demasiado débil, pues me declaro incapaz de ver morir al hombre que tantas veces salvo mi vida. —Elia se giró hacia su esposo—. Sé que no lo merece, pero aun así os suplico piedad, alteza.

—¿Piedad por el hombre que trató de acabar con vuestra vida? —el joven maestre preguntó desconcertado.

—Piedad —respondió Elia, sin apartar la vista de su esposo.

Los hombres del príncipe se miraron los unos a los otros, Rhaegar se quedó en silencio por un momento, contemplando a Carden con un semblante serio y firme. Sus ojos lucían inquietos, evaluando todas las posibilidades. Después de un par de minutos, finalmente, habló:

—Has traicionado mi confianza y la de mi señora esposa. Has puesto en peligro su vida, y por ello mereces la muerte. Yo mismo te cortaría la cabeza para hacerte pagar por tus crímenes, pero mi señora tiene un corazón demasiado misericordioso. —El príncipe miró a Elia y su rostro pareció suavizarse por unos momentos, antes de volver a su usual severidad—. Un corazón capaz de perdonar al hombre que intentó asesinarla. Solo por su bondad vivirás —sentenció el príncipe y el peso de los hombros de Elia pareció disiparse—. A partir de este momento, te destierro de los Siete Reinos. Si alguna vez vuelves a poner un pie en estas tierras, serás considerado un enemigo del reino y serás tratado como tal.

Melian cerró los ojos y exhaló con pesadez. Una lágrima se escapó de su ojo derecho.

Vivirá, eso era lo importante.

Los caballeros del príncipe expresaron su inconformidad y trataron de hacerlo cambiar de opinión, pero él los mando callar. Su sentencia ya había sido dictada, Carden partiría al atardecer a bordo del Dragón de Costa Salada, la carraca de Ascar, con dirección hacia las ciudades libres, ser Myles Motoon, uno de los caballeros del príncipe se había ofrecido para servir de guardia y asegurarse de que Carden desembarcara en Pentos.

El príncipe Rhaegar tomó a su esposa del brazo y la escoltó de regreso a sus habitaciones, Lewyn los siguió un par de pasos atrás.

Ascar se movía inquieto a su lado. Tenía el ceño fruncido y los dedos nerviosos se paseaban por el borde de su espada. Era un hombre alto y fornido, de una complexión fuerte y ojos purpuras afilados como el acero, la miraba preocupado.

—Deberías ir a hablar con el capitán Vogo Vaholis, —le dijo Melian a su esposo, sabiendo que no captaría la indirecta—. Has ofrecido el barco para partir en tan solo un par de horas sin antes consultarlo con él.

—Hay buen viento, —respondió Ascar confundido sobre él porque a su esposa le importaba la opinión del capitán—. Será un viaje corto, no deberá de tardar más de una semana en ir y venir.

—Aun así, —replicó ella—. Es necesario que tenga listo todo para partir. Vamos te acompañaré, me hará bien la brisa marina.

Lo tomó del brazo y se apoyó sobre él para no darle tiempo para que siguiera poniendo excusas. Salieron de la sala del trono, el pequeño Carth Arena, hijo bastardo de lord Trebor Jordayne y escudero de su esposo se acercó a ellos. Melian lo envío a buscar al capitán Vogo y avisarle que lo verían en los muelles. El niño asintió y salió corriendo.

Se apoyó del brazo de su esposo y juntos recorrieron los pasillos del castillo, pasaron al lado de las cocinas y Melian escuchó los murmullos femeninos que su esposo causaba en las criadas. Ascar había envejecido a su lado, pero se conservaba en buena forma, había madurado como un buen vino, seguía siendo muy atractivo, lucía de la forma en que las novias deseaban que sus esposos se vieran al envejecer. Había corrido con suerte.

Una vez que salieron del castillo y emprendieron el camino escalera abajo, Ascar se acercó a su oído y le preguntó:

—¿Por qué tengo la sensación de que me estoy perdiendo de algo? —en su voz no había ni una pizca de molestia, solo curiosidad.

—Pídele al capitán que lo encadene, —dijo Melian, y el rostro de Ascar se contrajo—. Dile que lo trate mal, que le dé de comer las sobras del resto de la tripulación y que le hable con rudeza, quizá incluso debería de maldecirlo en un par de ocasiones.

—¿Acaso te has creído lo que han dicho? Carden no es capaz de matar ni en defensa propia. —Ascar la miraba incrédulo—. Además, Vogo lo conoce, o te has olvidado de aquella vez en que su pequeña Dora cayó enferma de escalofríos un par de años atrás, Carden la cuido cuando el resto la desahucio, la niña vive solo gracias a él, ahora está por cumplir once años, ¿cómo puedes creer que será capaz de maltratarlo?

—Lo hará si tú se lo pides —dijo Melian.

—¿Y por qué haría algo así? —Ascar tenía las cejas fruncidas y la mandíbula apretada.

Habían compartido más de veinte años juntos y su esposo aún era incapaz de entender sus pensamientos si Melian no se los explicaba detalladamente. Pocos hombres en los Siete Reinos sabían más que él de caballos y batallas, pero cuando se trataba de sutilezas y perspicacia... eso era un tema aparte.

—El caballero que acompañará a Carden es uno de los mejores amigos del príncipe, el capitán Vogo tiene que convencerlo de que desprecia a Carden por lo que le hizo a Elia, esa será la única manera en la que bajará la guardia y el capitán podrá dejar entre las cosas de Carden una bolsa con dragones de oro. —Ascar asintió, pero Melian lo conocía lo suficiente como para saber que aún no lo entendía del todo—. Carden acaba de ser llamado traidor, si le extendemos la mano y lo ayudamos públicamente, nosotros también lo seremos. Ni siquiera Loreza podría ir en contra de la palabra del príncipe.

Ascar suspiró y bajó la mirada, comprendiendo.

Melian paso una mano por su mejilla, acariciándola. Él le sostuvo la mano, depositando un corto beso en ella.

—Esta estupidez ha sido cosa de los maestres —dijo Ascar—. No puedo creer que Elia haya permitido que se salgan con la suya, debió haber visto venir esto hace mucho tiempo. Si hubiera sido Loreza...

—Pero no lo es —lo interrumpió Melian—. Es su hija, pero son tan diferentes como el sol y la luna.

—Me preocupa, —asintió él—. Loreza podrá ser una víbora desgraciada, pero hasta yo debo reconocer que sabía moverse en la corte. La corrieron de Desembarco del Rey tres veces y volvió cuatro. Por los siete de haberlo querido hasta podría haberse convertido en reina, Duncan hubiera salido corriendo a buscar un septon si ella se lo pedía...

—Elia no es Loreza —le repitió Melian, aunque en el fondo concordaba con él.

Si tan solo Elia fuera un poco más como su madre...

No, Elia era ella, con su corazón gentil y carácter afable. Además, era evidente para cualquiera que había conseguido ganarse el corazón del príncipe. Quizás sería ahí donde radicaría su poder, en la sutileza de un consejo antes de irse a dormir.

Exhaló, tenía que hablar con ella.

Pensaron que estaría bien. La habían empujado a su nuevo papel pensando que su encanto, carisma e ingenio eran suficientes para compensar la falta de experiencia.

Pero ahora estaba segura de que se habían equivocado.

Si Elia se hubiera casado con cualquier gran señor dorniense, habría estado bien, incluso si la hubieran enviado a Braavos o a cualquier otra ciudad libre, habría prosperado por sí misma, pero en la fría y estricta corte del príncipe heredero, necesitaba alguien que la guiara.

Elia creció observando la forma en que las relaciones en Dorne se desenvolvían. Trystane y Loreza, Lewyn y Laena, incluso ella y Ascar. Creció viéndolos y aprendiendo de los pequeños juegos de poder, amor y seducción que ocurrían entre ellos.

Pero esas eran relaciones sureñas.

Nunca se esperó que ni ella, ni Laena y mucho menos Loreza se limitaran a ponerse a parir y permanecer en silencio. Sin embargo, para desgracia de Elia, eso no importaba, por mucha libertad para expresar su voz que hubiera tenido al crecer, ahora estaba casada con un norteño que veía el mundo, y más importante el matrimonio, de una manera diferente.

Pero ahora, tan lejos de Dorne, Melian temía las implicaciones que acontecerían si Elia replicara esos comportamientos. ¿Qué pasaría si un día el tranquilo príncipe decidía que estaba harto?

¿Cómo reaccionarían Trystane u Oberyn si alguna vez se atreviera a ponerle la mano encima?

Se le heló la sangre sólo de pensarlo.

Llegaron a los muelles y Ascar hizo lo que le había pedido, por suerte, el capitán Vogo ya había oído sobre el juicio de Carden y no tardó en entender el porqué de la orden de su esposo.

Conversaron durante un tiempo, pero Melian se aseguró de estar lejos del muelle cuando su hermano llego, lo observo desde la distancia. Iba escoltado por un miembro de la guardia real y al menos media docena de caballeros cercanos al príncipe.

El rostro de Carden estaba desencajado, caminaba con la mirada baja y los hombros caídos. Melian habría dado lo que fuera por poder correr a su lado y envolverlo en un abrazo, pero se contuvo.

¿Sería acaso esa la última vez que lo vería?

—Va a estar bien —le dijo Ascar a la par que la envolvía en un abrazo, sosteniéndola con fuerza. Las lágrimas corrieron por sus mejillas.

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