Al atardecer siguiente paseaste por la ribera
en compañía de Romelia.
Paseamos por la ribera, sí,
y al llegar a ella se tumbó Romelia
a la sombra de una enredadera.
Posó, sí, para que la retrataras a ella,
a la prima Romelia...
-Mandey, ¿no prefieres que me quite el sombrero? (te preguntó risueña)
-No, así estará bien. No te preocupes, Romelia (respondiste a tu prima bella)
¿Por qué, Mandey?
¿Por qué no querías descubrir los atributos de su belleza?
Su piel nívea moteada de pecas...
Su mirada celeste de pupilas refulgentes...
No quería, no,
descubrir su belleza,
ni su piel nívea moteada de pecas...
¿Por qué no, Mandey? ¿Por qué no?
Fue porque de pronto sentí temor
de que también ella fuera una ninfa
que viniera a colmar mi dolor...
Una musa, sí, descendida del firmamento
enviada para seducirte y prolongar tu tormento...
Para seducirme, sí, y yacer con ella,
con la prima Romelia...
Y escuchar después sus burlas y menosprecios
por mi escaso talento,
por mi incapacidad como artista,
como me hiciera creer aquella arpía.
Como te hiciera creer aquélla de nombre Dolores, sí,
Aquélla que te engaña y te susurra mentiras al oído.
Aquélla que se ha empeñado en hacer de tu vida
un soberano castigo...
La prima aún así se despojó de su sombrero
y apartó su sombrilla.
Se quitó su sombrero, sí,
y apartó su sombrilla...
Y su hirsuta melena negra
agitó a los resplandores de la primavera.
Así hizo, sí,
la prima Romelia,
y su piel nívea salpicadas de pecas
se hizo evidente a tu mirada inquieta.
Y su mirada celeste de pupilas refulgentes
a tu espíritu hirió como flecha candente.
Su piel nívea,
su mirada celeste, sí,
a mi espíritu traspasó como flechas hirientes.
Romelia te miraba, sí,
te miraba y no pestañeaba,
y por ti suspiraba y sólo a ti deseba
al hallarse al fin ante ti a solas mirada a mirada,
lo que tanto ansiaba.
Me deseaba, sí, la prima Romelia,
la de la mirada indulgente
y el porte sereno y alegre...
Y su pecho se inflamaba,
y sus senos por el escote ya asomaban...
-Mandey, ¿no prefieres que me desabroche el corpiño? (se expresó con demasiado cariño)
¡Ni pudiste responder a aquel cumplido!
No pude, no, responder ni decir palabra...
Aún así ella se desabrochó la lazada...
Y el deseo suyo se contagió y trepó
hasta el corazón tuyo.
Pero tu mano prosiguió firme su misión,
y continuó dibujando con entereza,
sin rendirse ante la flaqueza.
Mi mano continuó dibujando, sí, con entereza
a pesar de que ya sólo deseaba yacer junto a ella,
junto a la prima Romelia.
La muchacha se despojó del corpiño con sutileza,
¡de soslayo viste con qué delicadeza!
Se despojó, sí, del corpiño,
sin atender a mi descuido,
y del papel fueron brotando sus delicadas formas y
sus contorneados muslos,
sus senos desnudos...
y la musa fue cobrando forma con disimulo,
hasta que caí en la cuenta de que también ella,
la prima Romelia,
era una musa de mirada hechicera.
Caíste en la cuenta, sí,
cuando de ella apartaste tu mirada
y viste su reflejo sobre las aguas.
Su reflejo, sí, contemplé sobre las aguas...
Un cisne ahogado que me miraba y me culpaba.
-Mandey, deja el cuaderno y ven junto a mí (te suplicó Romelia) ¿Es que no me deseas?
Deseabas, sí, abrazarla y estrecharla
y sentir su aliento sobre tu espalda,
y la forma de su seno
aplastarse contra tu pecho,
y tus besos recorrer
su delicada tez...
Pero por esta vez tuviste miedo de yacer con ella,
y te apartaste raudo de su vera.
Tuve miedo, sí, de que Dolores volviera
y el retrato de Romelia desluciera
como hiciera
con el de la niña aquélla.
Tuviste miedo, sí,
de que ella volviera
y te obligara de nuevo a asesinar la belleza.
Aprisa, abandonaste la ribera
y cruzaste hacia la pradera...
¡Mandey, Mandey! -gritó ella,
tu prima Romelia.
Grito, sí, pero no me detuve.
No quería que sus ojos descubrieran
a aquél que pudiera poner fin a su existencia...
A aquél que podía hacer que por fuera de sus venas
su sangre fluyera...
¡Quería, sí, apartarme de ella
y ponerla a salvo de mi condena!
-¡Aparta, Romelia, aparta!
No hagas que te hiera,
El cielo cárdeno presagiaba la desgracia
y los vellones de sus nubes
se amontonaron en abundancia,
y del color de la sangre tiñeron la galaxia.
Asustado buscaste a Leonora
para regresar junto a ella a la casa,
pero por más que su nombre pronunciabas
no ibas ya a encontrarla,
puesto que a Tormento con ansias cabalgaba,
y las 7 letras de su nombre
el viento huracanado devoraba.
Era la furia de Dolores,
que con tal saña se manifestaba
al ver que a otra te acercabas...
Eran sus celos, sí, de verme acercarme a ella,
a la prima Romelia...
Sus celos, sí
por descubrir mi deseo de remontar con la prima hasta los cielos
en vez de yacer con ella en los infiernos.
Ocurrió entonces algo impredecible,
tus ojos así lo vieron,
aunque fue algo que nunca antes percibieron.
Lo vieron, sí,
aunque nunca antes lo percibieron...
cómo de las nubes se formaban caballos
que se precipitaban por los cielos hacia los acantilados.
Y corrí después a casa sin ella,
sin mi pequeña princesa...
¡Leonora, Leonora!
Ojalá te halle ilesa.
-¡Mandey, Mandey! -te gritó Romelia, quien tras tus pasos siguiera.
-¡Vete, vete, Romelia! ¡Por lo que más quieras!
Tus pasos agitados te llevaron hasta la granja,
y por los peldaños ascendiste
hasta la alcoba de tu hermana,
a quien el propio caballo transportara,
de vuelta hasta la casa.
Silencio sepulcral en la morada,
la hallaste postrada en cama,
a tu hermana del alma,
y junto al cabezal a un doctor
a la cual examinaba.
La examinaba, sí,
a mi preciosa hermana,
y me pidió que me marchara
lejos de aquella estancia,
si en verdad deseaba,
que Leonora sanara...
-¿Qué ha pasado? ¿Qué ha pasado?
Preguntaste al salir por tu hermana,
a tu familia que te miraba.
-Se cayó del caballo por tu culpa, que debías de cuidarla.
Repuso tu madre enfadada, mientras Renato te observaba,
y te clavaba su mirada.
Abrió entonces la puerta el doctor
y por su semblante sin color
y su entrecortada respiración
percibiste su gran aflicción,
y el desenlace sin consolación.
-La hermana de usted está muy enferma.
Entre, si quiere, a despedirse de ella...
En brazos de la desesperación,
entraste sin dilación.
Entré, sí,
y me encontré con su dolor,
cercano ya al último adiós:
-Mandey, mi alma ya siento que se marcha y que mi cuerpo queda en tierra.
-No digas eso, Leonora, por lo que más quieras.
-Mandey, fue el caballo el que me arrastró para que me matara.
-Mi querida hermana. ¿Por qué te dejaste seducir por su melancólica mirada?
-Mandey, ven conmigo. Ven, no me dejes sola.
-No puedo ir adonde tú vas, ya lo sabes Leonora.
-Mandey, me prometiste que no me abandonarías.
Mandey, arrópame, la noche es muy fría...
Y la arropaste, sí, a la que tú querías,
hasta que sus ojos se cerraron
y su corazón dejó de latir al pulso adecuado,
y la sábana ajada,
se convirtió en triste mortaja.
Saliste afuera con deseos de venganza,
de acabar con aquél que se había llevado
de tu hermana su prestancia...
Atado junto a la acequia hallaste
al causante de tanta desgracia,
que relinchó al verte poseído
de tu furia encarnizada.
Relinchó, sí, y en su mirada vi los iris de Dolores,
que me miraban con rencores...
Y de un disparo, sí,
diste muerte al emisario...
Di muerte al emisario, sí,
emisario de la cólera y tristeza de Dolores...
que seguirá viva
aunque de ella oculte mis emociones.
A la tarde siguiente las campanas doblaban en la llanura...
Era el funeral de tu hermana,
lo contemplaste desde la altura.
Desde la altura del cerro al que me había encaramado, sí,
con el equipaje de mano preparado.
Era mejor que partiera...
Sin la hermana que yo quisiera,
ya no había nadie que me correspondiera,
tan sólo la prima Romelia,
cuya vida a mi lado peligro corriera
si junto a ella yaciera...
Adiós, llanuras,
este pintor se despide
a sufrir a solas su amargura...