Cauterio #PGP2024

By XXmyfutureXX

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Alexia lucha por superar el fracaso y convertirse en una bruja cuando una muerte inesperada pone en peligro s... More

Sinopsis
Capítulo 2: Frustración
Capítulo 3: La desconocida del espejo
Capítulo 4: El Inked
Capítulo 5: Sin salida
Capítulo 6: La conspiración
Capítulo 7: Evocaciones
Capítulo 8: El grupo de investigación de Elisa
Capítulo 9: La advertencia
Capítulo 10: Los que esperan
Capítulo 11: Antepasados
Capítulo 12: Las pruebas en contra
Capítulo 13: El almuerzo
Capítulo 14: Amigos del pasado
Capítulo 15: El fracaso negro
Capítulo 16: Sospechosos
Capítulo 17: Nacyuss solo hace intercambios
Capítulo 18: Conversaciones espirituales
Capítulo 19: Los días felices
Capítulo 20: La moneda
Capítulo 21: La venganza
Capítulo 22: Peso muerto
Capítulo 23: Repercusiones
Capítulo 24: Lo que pudo haber sido y lo que es
Capítulo 25: Vi mi futuro y te vi a ti
Capítulo 26: Gatos
Capítulo 27: Asfixia
Capítulo 28: La confesión
Capítulo 29: El tercer subsuelo
Capítulo 30: Los tres caminos
Capítulo 31: Las memorias de Aradis
Capítulo 32: Aquello de lo que no se habla
Capítulo 33: Cacería
Capítulo 34: Lo que pasó ESE día

Capítulo 1: Un cadáver sin ojos

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By XXmyfutureXX

El cadáver del gato ya estaba hinchado cuando lo encontraron. Se dirigían al cementerio caminando a paso levemente apresurado en el momento en que lo vieron en el borde del camino. Era negro y yacía completamente estirado entre los pastos. Conservaba los ojos abiertos, nublados por una película gris que denotaba que allí ya no quedaba nada de vida. Tenía el hocico desfigurado e inflado, al igual que la panza que parecía una bomba a punto de explotar. La incidencia directa del sol y el calor agobiante del día habían contribuido a su deformidad.

Alexia dejó de arrastrar los pies por los bordes del camino y se detuvo ante el gato. Lo escrutó sin demasiado ánimo mientras se acomodaba su lacio cabello naranja detrás de las orejas. No le interesaba el animal para nada, y en otro momento se hubiese conformado con mirarlo de lejos, a una distancia en que no pudiera distinguir su especie ni el grado de descomposición. Lamentaría haberlo encontrado y seguiría adelante. Sin embargo, esa tarde se detuvo ante él.

Un olor a podrido circulaba en el ambiente, pudo sentirlo antes de siquiera estar cerca del gato, y a su lado, le resultaba insoportable. Arrugó la nariz y se levantó el escote de la remera hasta los ojos para atenuar el hedor.

—Ven a ver —le dijo a Helena, que había quedado rezagada, a tiempo que agarraba un palo del suelo y le torcía un poco la cabeza al animal.

—¿Qué hay? ¡Ugh! ¡Qué asco! Está lleno de bichos —se quejó ella.

—Parece un peluche apolillado.

—Parece un panal de moscas —replicó—. Alexia, por favor. Tenle un poco de respeto y no sigas tocándolo. —La agarró del brazo para que no moviera el palo—. Solo vas a conseguir que le salgan gusanos de algún lugar.

—Ja, ¿esperas encontrar otra cosa cuando abramos las tumbas? —inquirió.

—Quizás sí. Los cadáveres que nos sirven todavía están frescos...

—Pero los habrá de todos modos —Se estremeció al recordar las asquerosidades que había encontrado la última vez que se decidió a acompañarla hasta allá.

—Tienes razón —accedió—. Pero haya lo que haya, de todos modos tendremos que hacerlo, es lo que la Maestra nos pidió. Y no vas a dejarme sola esta vez.

Por mucho que le desagradara hacer el trabajo sucio, Helena no se había saltado ninguna de las obligadas excursiones al cementerio. Tenía una idea amplia de qué cosas podrían encontrarse dentro de las tumbas, le había tocado enfrentarse a un par de situaciones muy malas sola. Sin embargo se obligaba a aguantar la respiración, no observar la escena demasiado y hacer el trabajo rápido.

Alexia, por el contrario, nunca había tocado un muerto. Oficiaba de espectadora de la carnicería o ayudaba de lejos. No me esforzaba mucho en sus estudios en la Academia, eso lo sabían todos. La mayoría de las veces que los enviaban allí aprovechaba para dejar la Academia y pasear por la ciudad, lejos de su vida, sin preocupaciones por un rato. Cuando regresaba no llevaba nada: ni órganos, ni pelos, piel, huesos o cualquier otra cosa que se les pidiera para las pócimas y maleficios que realizaban brujas más experimentadas y talentosas que ella. Ligaba una reprimenda por cada escapada, pero valía la pena.

Con seguridad, ese día Alexia no hubiese estado allí de no ser porque Helena se lo había pedido y, más importante, porque tenía la sensación de tener que ir a ese lugar y a ningún otro. Era un sentimiento muy leve, casi no se percata de él. Apareció en su conciencia tímidamente y sin asociarse a nada más. Pese a que no tenía ni una pista de lo que podía significar, decidió tontamente hacerle caso porque había aprendido a no ignorar el futuro.

Helena pateó unas cuantas hojas, las apiló junto al cuerpo del gato. Las miró fijo hasta que una llama apareció entre ellas. Se esparció lentamente prendiendo el pelaje del gato y dejando escapar finas líneas de humo que subían en busca del cielo.

—Que el fuego te sane y el viento te aleje —murmuró como despedida para el gato y comenzó a caminar sin esperar a la otra.

Alexia tiró el palo lo más lejos que su brazo le permitió, cambió de hombro la mochila que llevaba y la siguió a través del arco de la puerta de entrada.

Desde afuera, los paredones manchados de humedad impedían la visión del cementerio. Solo se podía mirar el interior a través del inmenso portón de rejas de hierro, doble hoja que encerraba los cuerpos y las almas de los que habitaban allí. Paradas frente a la reja, escrutaron el interior. Esperaban ver entre las tumbas al resto de los aprendices pero no fue así. En su lugar se encontraron con una mujer mayor y dos hombres bastante más jóvenes que se dirigían pesarosos a la salida. Ya era lo suficientemente tarde como para que quienes habían ido de visita se retiraran. Nadie querría permanecer dentro cuando los últimos rayos de sol se perdieran más allá de los muros que los rodeaban, las puertas se cerraran y no quedase nada vivo allí.

—No tendríamos que habernos separado tanto de los otros —observó Helena.

De camino, ambas habían reducido el paso a propósito para dejar ir a sus apresurados compañeros, con los que abandonaron la Academia y quedarse a solas. Si Alexia no podía pasear a sus anchas por la ciudad, quería disfrutar, al menos, de caminar con Helena. No importaba si tenían mucho de qué hablar o solo avanzarían en silencio echándose un par de miradas fugaces, cualquier cosa era mejor para ella que estar junto al resto de los aprendices.

—No importa, seguro los encontraremos cuando nos demos una vuelta —dijo con la esperanza de que no fuese así.

Avanzaron por un pasillo ancho rodeado de tumbas ubicadas al ras del suelo. Un montón de cuadrados de cemento apenas sobresaliendo de la tierra acomodados entre el pasto, en armónicas líneas rectas. Enmarcándolos, había una fila de cipreses altísimos, tantos que superaban los muros y el sol aún conseguía sacarle destellos a sus hojas. Desde allá arriba, los pájaros que regresaban a sus nidos cortaban el silencio con sus graznidos agudos.

Más allá del jardín fúnebre, se amontonaban los mausoleos descoloridos, formando una larga pared que no invitaba a acercarse y, mucho menos, a entrar en sus estrechos pasillos, oscuros como boca de lobo. Las fachadas de los panteones eran todas diferentes, rompiendo con la perfección simétrica de lo anterior. Moles de cemento macizo con techos a dos aguas decorados con estatuas de piedra pequeñas que representaban ángeles. Aquellos a los que se podía llegar sin adentrarse mucho en los intrincados pasillos pertenecían a las familias más ricas de la ciudad por lo que algunos mostraban los caprichos extravagantes de sus dueños. Las cúpulas talladas con imágenes religiosas, manijas de bronce o plata y algún que otro vitral descolorido. Pese a lo lujosas que podrían haber parecido esas cosas, había algo de lo que no escapaban y que tenían en común con todo lo que se encontraba en el cementerio: ninguna de ellas evadía el paso del tiempo y el descuido.

Sentado en los escalones frente a una puerta de hierro forjado se encontraba un hombre vestido de traje con la cabeza gacha. Llevaba un sombrero y el ala le ensombrecía la cara, por lo que no podía distinguirse la expresión de su semblante; pero, a juzgar por el movimiento rítmico de sus hombros, estaba llorando. Alexia se fijó en él porque era lo único que parecía moverse en el paisaje inerte. No hizo falta que se acercara mucho para darse cuenta que no estaba vivo. El color desaturado de su piel y sus bordes levemente difusos no le serían visibles a quien no le prestara particular atención y, claro está, no fuera una bruja, o al menos, alguien en camino a serlo, como ella por esa época. Aquella era una capacidad que se adquiría con el tiempo y sin mucho esfuerzo. Alexia no había tenido la capacidad de ver fantasmas al final de su primer año de la Academia, cinco años antes.

—¿Qué le pasa a ese? —preguntó.

—No lo sé. Nunca me animé a acercarme a él. Incluso desde acá puedo sentir su energía... — Helena vaciló buscando una palabra exacta para describirla pero no la encontró—. Es como cuando te angustias y sientes algo que te presiona la garganta y te impide tragar.

—Ya sé. Algo pesa en el ambiente.

Helena asintió. Parecía tener la misma capacidad de percibir las emociones de los muertos, que ya había demostrado con los vivos. Eso hubiese impresionado a Alexia de no ser porque hasta ella misma podía sentir muy débilmente lo que describía.

—¿Qué hacemos ahora? ¿Seguimos el olor a podrido o nos fijamos si hay algún montón de flores por ahí?

—No estás hablando con una improvisada. Hice mi investigación antes de venir.

Helena sacó del bolsillo de sus shorts su teléfono donde había anotado los nombres de los muertos recientes que aparecían en los obituarios de páginas de internet en los últimos días. Fue hasta el césped, juntó una hoja amarillenta y la encerró en su puño. Dijo el primer nombre de la lista y recitó un conjuro que Alexia no recordaba de ninguna parte porque le aburría demasiado leer ese tipo de cosas. Acto seguido, abrió la mano y sopló con cuidado. Contra toda lógica física, la hoja se elevó y salió volando hacia su izquierda en lugar de al frente. Helena sonrió satisfecha, mostrando sus dientes blanquísimos, como lo hacía siempre que conseguía tener éxito en lo que se proponía.

—Parece que empezaremos por allá. —Señaló el camino que había seguido la hoja antes de perderse en la penumbra incipiente.

—¿Desde cuándo haces eso? —preguntó Alexia y al ver que Helena no entendía a qué se refería aclaró—: Ese hechizo no es precisamente magia positiva.

—Pero no le estoy haciendo un mal a nadie. Quien busco está muerto. —Se encogió de hombros—. Además, el truco de la hoja no es la gran cosa, por mucho que lo deseara no encontraría a nadie con la facultad de moverse libremente.

Alexia se limitó a esbozar una sonrisita mientras pensaba en lo mucho que al fulano que buscaban le hubiese gustado la idea de ser descuartizado por dos aprendices de brujas, o en las cosas para las que usaría la Maestra los pedazos de su cuerpo.

—Además, no es como si nunca me hubieses visto hacer cosas malas con la magia —murmuró Helena apesadumbrada.

Alexia, a diferencia de otras brujas, respetaba a Helena en su decisión de alejarse de la magia negativa por ser siempre perjudicial para alguien. Sin embargo, sabía que a veces ella no se paraba a pensar del todo las consecuencias; o prefería no hacerlo para no oponerse a la Maestra; o quizás, en el fondo, le era imposible cumplir con sus principios éticos dentro de la Academia.

—Es la primera vez que lo asumes —comentó Alexia.

—No lo voy a volver a hacer.

Alexia se sintió tentada a preguntar si ni siquiera lo haría por ella, pero lo dejó pasar para no atraer malos recuerdos.

Ambas se adentraron en el pasillo. Unos años antes ese lugar les hubiese parecido sumamente tétrico, no obstante en el último tiempo habían visto tantas cosas, tan maravillosas como aterradoras, que ya no las afectaba. A Alexia no se le ocurría nada que habitara en esa oscuridad a lo que pudiera temer.

Los edificios construidos sin planificación alguna formaban los pasillos en los espacios que dejaban libres. En muchos de ellos no se podía pasar ni siquiera escondiendo la panza y haciéndose chiquito. Después de dar vueltas un rato y creerse perdidas, entraron en un pasillo más amplio con mausoleos de dos pisos. Helena leyó una por una las placas a la luz de la linterna de su celular hasta que encontró a quien buscaban.

—Es acá —anunció y se quedó estudiando la puerta para localizar las trabas que la mantenían cerrada.

Alexia ya había comenzado a sacar los invisibles que llevó para forzar la puerta cuando oyó el leve «clic» de la cerradura al correrse. Casi avergonzada volvió a guardarlos en su bolsillo disimuladamente.

—Trae las cosas —le pidió Helena antes de entrar.

Alexia hizo lo propio con paso cuidadoso, procurando no pisar las flores marchitas que todavía seguían en el piso después del entierro.

Dentro, dos columnas de ataúdes custodiaban su paso. En el fondo había una escalera y un altar pequeño y polvoriento adornado con un mantel que en el pasado había sido blanco, pero que en ese momento tenía un color amarillento. Sobre él descansaban varios portarretratos enmarcados de velas jamás prendidas y coronados con una cruz colgada en la pared.

Alexia se detuvo a observar las fotos. Eran todos antiguos retratos individuales de gente aburrida vestida con formalidad. El último que desentonaba con el resto era una edición horrorosa de los abuelos de alguien sobre un fondo de nubes.

No pudo evitar reírse.

—Pobre gente.

En cuanto notó la cruz en la pared, se puso en puntas de pie y estiró el brazo para darla vuelta.

—No hagas eso —me reprendió Helena, acomodandola devuelta en su lugar—. No es gracioso. Se supone que tenemos que dejar todo como lo encontramos.

—Imagínalos entrando y viendo esto y que por casualidad dejemos un brazo afuera del cajón. ¡Brujas! Magia negra sobre los restos de sus queridos familiares. —Puso los ojos en blanco al usar el término más difundido para la magia negativa fuera del Círculo, la exclusiva secta de la que eran parte.

—Las personas de aquí no son tan supersticiosas. —Helena se rió—. Creerían que fue algún ladrón que se la dio de gracioso cuando vio que no tenían nada de valor.

—Qué pena. En Mistrás hubiese salido hasta en los diarios.

—Es mejor así, por lo menos nadie nos molesta.

Después de examinar los ataúdes y comprobar que allí no estaba el muerto, subieron por la escalera. Arriba había un solo ataúd aunque tenía espacio para dos más. Sobre la tapa se encontraba un ramo de flores igual de achicharradas que las de la entrada, nada más. Helena agarró el ramo y lo dejó en el piso. Acto seguido, las dos chicas se colocaron cada una en un extremo del cajón y levantamos la tapa. Era una madera barata y a Alexia le sorprendió que no sea tan pesada. Su fuerza de sobra, en conjunto con la de Helena, habían hecho que la tapa se abra hasta el tope y regrese unos centímetros acompañada del quejido de las bisagras. Alexia sintió el hedor que emanaba de la chapa sellada del cajón interno. Apestaba a muerte y pronto ellas también lo harían.

Se descolgó la mochila y la dejó caer al suelo, luego comenzó a revolver y sacar todo lo que necesitaban de momento. Una barreta, una bolsa de basura negra, un par de botellitas por si lograban sacar algo de sangre, dos cuchillos, un bisturí y guantes para las dos. Se puso un par de guantes y le tendió el otro a Helena que ya se había atado su pulcro cabello negro en una colita.

—Hoy te toca abrir la caja de chapa —dijo Helena haciendo un gesto con la cabeza hacia la barreta y sonriendo por poder ahorrarse el trabajo pesado.

—Está bien —suspiró Alexia y después sonrió también—. Eso quiere decir que a ti te queda el resto.

—Nos queda —la corrigió—. Al menos, ayúdame a sacarle los ojos.

Mientras Helena terminaba con el último cadáver Alexia se sentó en la entrada del mausoleo. Quería tomar un poco de aire y no ver lo que sucedía dentro. La noche ya estaba muy avanzada para ese momento, hacía horas que estaban en el cementerio y, a cada minuto, Alexia luchaba con la necesidad imperiosa de tomar un taxi que la alejara de ahí. Ya deberían haber estado de vuelta en la Academia, llevaban más de una hora de retraso. No hubiésemos llegado tan tarde al último ataúd si no fuese porque más de una vez equivocaron el camino y pasaron unos cuantos minutos desorientadas hasta que una mujer espectral, que las seguía y observaba a escondidas, les señaló la vía más rápida por dónde regresar a los pasillos principales.

Alexia soñaba con su cama en la Academia. Tenía los brazos adoloridos por usar la barreta para hacer saltar las soldaduras. De todos modos, aún le quedaban fuerzas para taparse la nariz con el codo. No dejaba de preguntarse por qué, teniendo tanta mala suerte, no le había tocado ser anósmica. Había creído que se acostumbraría rápido al hedor, sin embargo seguía pareciéndole insoportable. Al menos ya no le daban arcadas como cuando consiguió abrir el primer cajón de chapa, la envolvió un halo intenso olor a putrefacción y vio el rostro del muerto, violeta e inflado como un globo. Esa noche aprendió a contener la respiración y mirar hacia otro lado.

Helena se veía mucho más cómoda con todo eso. Había pasado los últimos cinco años de su vida dedicada a la Academia, era lo más importante que tenía, aunque a veces lo negara. Se esforzaba mucho más que cualquiera y siempre lograba ser la aprendiz perfecta. Alexia sabía, desde el momento en que la vio en su primera clase, que si una de las dos se convertiría en una gran bruja, esa sería ella.

Por otro lado, Alexia se reservaba la mediocridad. Era lo suyo y, aunque intentara estar bien con ello, le pesaba por demás. No importaba cuánto Helena se esforzara en ayudarla a mejorar, nada cambiaba, seguía sin obtener grandes resultados. Se lo adjudicaba a su falta de talento, eso era lo que todos decían; y después de tanto tiempo intentando y fracasando, había resignado ya el poco interés que tenía por la magia. En ese momento, hundida en el charco de la mediocridad y presionada por la Maestra, le costaba encontrarle una solución y se sentía una completa inútil.

—Estuve pensando en dejar la Academia... y la magia. —Alexia pronunció las palabras lentamente, titubeando antes de decir cada una.

Era un sentimiento recurrente en los últimos meses, sin embargo nunca se lo había contado a nadie aunque, con seguridad, muchos ya lo suponían. La idea le había rondado por la cabeza toda la noche mientras dejaba que Helena se encargara de drenar, cercenar y arrancar. Tenía miedo de lo que ella fuera a pensar, a pesar de que sabía que Helena era la única persona que podía entenderla.

Helena dejó lo que estaba haciendo y levantó la vista. Clavó sus penetrantes ojos azules en la nuca de Alexia, al tiempo que negaba con la cabeza. Ella no los vio porque no se animó a voltear, pero pudo sentirlos.

—¿Cómo? No, no deberías. Dudo que lo permitieran, ya sabes demasiado. Te perseguirían. Tendrías que irte lejos, donde no puedan encontrarte. Sería muy malo. —Hizo una pausa—. Además, no puedes limitarte a ser una ignorante. No está bien que nosotras vivamos así.

«Ignorantes», dijo. Alexia nunca la había oído usar esa palabra para referirse a quienes no sabían nada de magia. Era la manera en que los nombraban la mayoría en el Círculo, los que se creían superiores por formar parte del selecto grupo que podía acceder a los conocimientos sobre lo oculto. Alexia la conocía bien y, hasta donde ella sabía, Helena no formaba parte de ese grupo.

—Ya te dije que puedo ayudarte los fines de semana... —continuó.

—No voy a hacerlo. Era solo... una idea. Que yo continúe con la tradición de la familia es importante para la abuela, no quiero decepcionarla.

Mintió. Lo que quería su abuela muerta no le importaba tanto. No tenía el valor para decírselo, pero la razón por la que todavía no había abandonado la Academia era porque no quería tener que alejarse de Helena. Era la única persona que le importaba y ella no la seguiría. Sabía que si se iba, tendría que desaparecer hasta que todos se olvidaran de su existencia. Quizás ese día podría regresar, pero habría perdido demasiado tiempo oculta; y después de escuchar a Helena esa noche, sabía que, de tomar esa decisión, se separarían como si fueran de dos especies diferentes y no sería por la distancia física. Más tarde, después de ver a lo que las llevó aquella noche, la cuestión le resultaría hasta cómica.

—Menos mal. —Helena fingió suspirar aliviada, no se fiaba del todo de las palabras de Alexia. Le resultaba demasiado creíble la posibilidad de que abandonara la Academia como para pensar que eran mentira—. No me gustaría tener otra compañera de habitación.

Alexia esbozó una media sonrisa y miró sobre su hombro. Casi por contagio las comisuras de Helena se elevaron un poco, sin embargo el resto de su semblante continuaba transmitiendo preocupación.

Buscó la bolsa de basura, se sacó los guantes y los metió dentro junto con el resto de los desechos de la noche, acto seguido, se puso a enroscar la parte que sobraba para hacer un nudo ajustado. Puso la bolsa entre las piernas del cadáver.

—¿Ya quieres que te ayude a cerrar el cajón? —preguntó Alexia al escuchar el ruido de la bolsa.

—Ven a hacer algo productivo

—Suenas como mi abuela.

—Por suerte no lo soy —murmuró Helena.

Alexia se levantó y contuvo la respiración antes de volver a entrar. Juntas colocaron la tapa de chapa en su lugar y luego bajaron con cuidado la de madera. Dejaron el cajón bien cerrado a la vista. Quizás algún día alguien lo abriría y se daría cuenta de su intromisión, pero hasta entonces pasaría mucho tiempo y ambas estarían ya muy lejos.

Juntaron las cosas que todavía quedaban tiradas en el piso y las devolvieron a la mochila. Alexia iba a tener que tirarla después de que esos bártulos impregnaran su interior de muerte, no quedaba otra.

Después de que salieron del mausoleo, Helena volvió a trabar la cerradura. En el último vistazo que le dieron, parecía que nada había sucedido allí. Un trabajo perfecto y, para su suerte, terminado.

—¿Qué hora es?

—No lo sé. ¿La una? ¿Las dos? —Helena se llevó una mano al bolsillo, pero se detuvo—. No puedo buscar mi celular. La Diosa sabrá cuánta mugre tengo en las manos. —Esbozó una mueca de asco.

—Creo que podemos encontrar otra canilla por algún lado.

—No nos detengamos en eso. Deberíamos apurarnos. Quiero dormir un poco antes de mi clase extra de las siete.

—Ay, no me recuerdes que tu alarma sonará de madrugada un sábado —se quejó Alexia presintiendo que se quedaría desvelada después de escuchar ese ruido atronador otra vez.

Helena comenzó a caminar con un paso ligeramente apurado y la otra la secundó cuidando de no quedarse rezagada y perderse de nuevo.

—En ningún momento nos cruzamos con el resto de los chicos —observó Alexia—. ¿No es raro?

—Sí, el cementerio no es tan grande como para que no los encontráramos de casualidad. De todos modos, ellos ya no deben estar aquí.

Avanzaron entre las construcciones altas y cuando llegaron a las tumbas en la tierra, lograron divisar la puerta de rejas cerrada. Una cadena gruesa unía las dos hojas y las clausuraba con un candado. Sin mediar palabra, Helena se encargó de la cerradura y en un segundo estaban del lado de afuera del inmenso paredón. Avanzaron por el camino dejando atrás el cementerio, mientras Alexia se preguntaba si Helena hubiese sido capaz de sacarlas de allí haciéndolas levitar por encima del portón.

Para cuando llegaron a la Academia ambas arrastraban los pies con mayor fatiga que a la ida. A Alexia le dolían las pantorrillas y no veía la hora de tirarse en la cama. En el momento en que doblaron en la última esquina y lograron divisar la fachada de la casa, se alegró de estar allí, como nunca antes lo había hecho y nunca jamás volvería a hacerlo.

La imponente casona dominaba la calle y era imposible que no atrajera toda la atención dentro del vecindario de casas bajas y modernas. Su pintura blanca impoluta parecía resplandecer en la noche, pero su luz se perdía entre la oscuridad de los matorrales que la rodeaban.

Pese a que había sido remodelada más de una vez, conservaba su aspecto antiguo, era parte de su esencia y el recordatorio de que vio pasar muchos tiempos y a muchas personas. No quedaba nadie que supiera si cuando Bina, la Maestra, llegó de Europa, había allí construcción alguna o era un pedazo de campo ralo. A Alexia le gustaba pensar que esa casa había nacido con ella y que se derrumbaría de la nada el día en que Bina desapareciera.

La Maestra gobernaba la Academia desde su cuarto ubicado en el segundo piso, justo en el medio de la casa, sobre la puerta de entrada enmarcada por las columnas que se continuaban desde la planta baja. Esa noche la puerta ventana de su balcón dejaba escapar una luz blanca a través de las rendijas de la persiana doble de madera. Resultaba extraño no encontrar a la Maestra parada en el balcón descansando sobre la baranda de hierro trabajado que formaban el ciclo lunar, patrón que se repetía en las rejas negras que separaban la casa del resto del mundo.

La única ventana del piso de arriba que parecía conservar algo de vida era aquella, las otras permanecían oscuras. Solo cuando llegaron frente a las rejas abiertas Alexia se dio cuenta de que todo el piso de abajo estaba iluminado, sospechosamente despierto.

—Parece que nos esperan —comentó mientras recorrían el camino de entrada.

Hurgó en el bolsillo de sus jeans en busca del collar que llevaban todos en el Círculo para volver a ponermelo. Después de enterarse para qué servía, se lo quitaba siempre que tuviera oportunidad. Cuando lo sacó del bolsillo la cadena estaba toda enredada formando una bola metálica. La desenroscó con dificultad tirando del dije circular y se la puso, era mejor que lo tuviera en el cuello por si a alguien se le ocurría fijarse en ella.

Subieron los dos escalones del porche y avanzaron por el piso de madera encerada. Sus pasos repiquetearon en el silencio anunciando la llegada a cualquiera que estuviese al otro lado de la pesada puerta de roble.

Alexia se adelantó para abrirle la puerta a Helena. Todas las entradas permanecían sin llave, la Maestra las había protegido de los intrusos con procedimientos más sofisticados, de modo que solo los miembros oficiales del Círculo y los aprendices pudieran abrirlas y entrar libremente.

Se adentraron por el estrecho hall. Antes de traspasar el arco que daba paso a una habitación más grande donde se conectaban todos los salones principales, Helena se paró en seco.

—¿Qué sucede? —le preguntó Alexia a tiempo que la empujaba levemente para asomarme e intentar ver algo.

Antes de que Helena pudiese responder, se escuchó un golpeteo sobre el piso de madera. Una sucesiones de sonidos rápidos pero suaves anunciaban una llegada, pero no representaban el peligro de aquellos que sonaban fuerte y concretos.

Elisa y su gato negro aparecieron de la nada ante ambas y su bastón dejó de sonar cuando se encontró con ellas. Elisa era la segunda al mando de la Academia y la candidata eterna a convertirse en la siguiente Maestra cuando Bina decidiese que era su momento de morir. Ya estaba lo suficientemente vieja como para jubilarse, sin embargo seguía allí impartiendo con dedicación la mayoría de las clases. Permanecía en la Academia persistente aunque sus párpados caídos y las bolsas debajo de sus ojos denotaban cuán cansada estaba.

Elisa era una de esas personas capaces de desearte la muerte con una sonrisa en la cara y palabras tan dulces que uno le terminaba dando las gracias. Decía, hacía y pensaba como Bina; con la diferencia de que, si la Maestra era el golpe, Elisa no era más que una caricia suave.

Alexia estaba convencida de que era tan odiosa como Bina, a pesar de que nadie coincidiera con ella. Elisa era su principal asediadora siempre apuntando todos sus errores y martirizándola por no lograr mejorar. La odiaba tanto como odiaba la mayoría de las cosas que habitaban ese edificio, y no podía compartir sus sentimientos con nadie. Bina no era objeto de odio, ninguno se atrevía a demostrar tales sentimientos, pero inspiraba el miedo en los aprendices. No obstante, en el primer año, sus compañeros comentaban a menudo la incomodidad que les generaba la presencia de la Maestra. Pero Elisa era otra cosa, jamás nadie había hecho otra cosa que tirarle flores. Si Alexia hubiese tenido más amigos en el Círculo y si las brujas fueran más confianzudas, habría entendido el porqué.

Esa noche Elisa llevaba impresa una expresión tensa sobre su habitual rostro animoso. Se les acercó y se metió entre las dos. Su mano se ciñó al brazo de Alexia, y al hacerlo, le enterró en la piel una de sus afiladas uñas con forma de navaja. Alexia se contuvo de hacer el menor gesto de dolor, a sabiendas de que era algo que cualquiera en la Academia disfrutaría de ver. Se limitó a mirar hacia abajo para asegurarse de que no le hubiera hecho un agujero en la piel.

Con Elisa en el medio, ya no podía ver la cara de Helena y no tenía la menor idea de lo que estaba pensando. Se estiró sutilmente para intentar divisar su expresión y deducir si ella intuía qué estaba sucediendo, pero no lo logró.

—Vengan.

Elisa las obligó a cruzar la puerta del salón, las llevó hasta los ostentosos sillones de terciopelo y les hizo señas para que se sentaran.

—Se quedan aquí. Ni se les ocurra moverse.

Clavó sus ojos en los de Alexia. La chica estaba tan acostumbrada a ver su mirada reprobatoria, así como la de Bina y la de muchos otros, que no la perturbó en lo más mínimo. Aquello no era nada nuevo, sin embargo esa vez creyó distinguir el atisbo de sonrisa en sus labios.

Elisa se dio la vuelta y su amplio vestido negro pululó al rededor de sus piernas mientras ella giraba.

—Ya causaron demasiados problemas —murmuró entre dientes antes de abandonar el salón.

—¿Ahora qué hicimos? —dijo Helena después de que ambas se desplomaran en el sillón.

—Esto debe ser el castigo por lo que pasó el otro día —intentó tranquilizarla Alexia al notar que se mordía el labio con preocupación.

—No fue el otro día. Eso pasó hace más de dos meses. —Helena se sacó un par de mechones negros de la cara para poder ver mejor a su acompañante—. Y Bina ya se vengó por eso.

—¿Qué te hizo? —preguntó Alexia a tiempo que se incorporaba alarmada. Sabía que la Maestra, en su afán de dañarla, era capaz de cualquier cosa y el hecho de que Helena jamás le había dicho ni una palabra de eso la preocupaba.

—Nada —dijo restándole importancia—. Se lo contó a mi padre.

Alexia suspiró aliviada. Helena ya era lo suficientemente mayor como para que su padre la reprendiera o para que eso la afectara.

—Espero que no hayas tenido problemas con él por mi culpa.

Helena hizo un gesto como restándole importancia.

—Lo que está pasando... no lo entiendo —dijo después.

Permaneció en silencio y agachó la cabeza del modo en que lo hacía cuando empleaba todas sus fuerzas para entrar en la mente de otras personas. Estaba concentrada en captar algo, aunque sea un pequeño pensamiento, una emoción leve más allá de la confusión. Era su momento de sentir más que de cavilar.

Alexia la dejó concentrarse y no volvió a hablarle. Se quedó mirando las medias lunas que la uña de Elisa le había dejado en la muñeca. Trazó círculos sobre ellas sin pensar en nada hasta que se cansó y dejó vagar su mirada por el salón.

En frente tenía una mesita ratona adornada con un corazón que hubiese sido muy realista de no estar bañado en oro. Más allá de la mesa, se encontraba un sillón de dos cuerpos igual que en el que reposaba, y detrás, la pared cubierta por un espejo gigante que reflejaba todo en la sala. No había nada que se le escapara. En él, Alexia podía ver sin moverse la lámpara de araña de la que pendían finas gotas transparentes colgada del techo de paneles blancos. Las molduras de yeso con un manojo de hojas talladas en los rincones sobre las que se podía imaginar caras con las bocas abiertas, los ojos cerrados y el cabello, parecido al de Medusa, esparcido a su alrededor. El costado del mueble bar y las copas de cristal sobre él. La ventana oculta tras las cortinas marrones casi doradas, en una pared, y los cuadros con pinturas prerrománticas, en la otra.

Una de ellas representaba a siete mujeres danzando en un círculo con los pies elevados un metro sobre el piso. Sus blancas pieles desnudas cortaban con la oscuridad del fondo nocturno y parecían irradiar luz sobre el pasto debajo de ellas. La primera vez que Alexia había pisado aquella sala tenía unos diez años, y se había quedado absorta en los pechos de aquellas mujeres hasta que la tía Julia la arrastró hasta el comedor donde no había pezones que admirar. Ya crecida y viéndolas todos los días, no le parecían gran cosa.

El otro cuadro, de colores menos contrastantes y transiciones suaves, mostraba a una sola mujer, cubierta con una capa negra, inclinada a los pies de otra, esbelta, imponente y perfecta. Esta última miraba a la que estaba en el suelo y lucía en su cara una sonrisa compasiva. Llevaba un vestido rojo sangre y las manos juntas sobre el pecho como lo hacían las vírgenes en las estampitas católicas, solo que ella no era precisamente eso. Su cabeza estaba coronada por unos cuernos que surgían de entre sus cabellos negros, pero tampoco era el diablo. Ni Alexia ni el resto de los aprendices sabían aún su nombre, sin embargo no existía nadie en el Círculo que no la reconociera como la Diosa, la dueña de la magia, quien se las había regalado.

Debajo de las pinturas se encontraban ellas. Helena seguía con la cabeza inclinada, sus cabellos oscuros le caían sobre las rodillas huesudas y se prolongaban casi hasta el suelo. No le veía la cara pero podía evocarla a la perfección. La expresión de concentración enmarcada con ambas manos sobre las sienes; los ojos cenicientos como un apacible día nublado que rara vez se convertían en tormenta; las mejillas levemente sonrojadas gracias al sol del incipiente verano que pronto adquirirían un sutil color dorado como las piernas y los brazos; los labios, apenas enrojecidos por la manteca cacao cherry, ligeramente separados, dejaban ver los dientes que tanto le costó enderezar. Tiempo después cuando ya no la tenía a su lado y sentía añoranza, la recordaría más o menos así, como se veía ese día, con el agregado de la sonrisa de complicidad que solía dirigirle cuando sus miradas se encontraban por casualidad.

Un pequeño destello en el piso a lo lejos le llamó la atención. Tuvo que entrecerrar los ojos para divisar el charco de agua que parecía provenir del espejo, mojar una esquina de la alfombra persa y llegar hasta la mitad del salón. En la superficie del espejo estaban los vestigios de gotas ya evaporadas. Del charco más grande emanaban otros más pequeños que formaban un camino hacia la puerta, aunque algunos estaban borroneados por el tránsito de varios pares de pies sobre ellos. Por un breve momento, el agua llamó la atención de Alexia. Se preguntó de dónde habría salido tanta agua, sin embargo lo olvidó rápidamente para concentrarse en las arrugas de las cortinas.

Transcurrió más de una hora desde que llegaron hasta que oyeron pasos que descendían por la escalera y dos voces que debatían.

—Tendríamos que solicitar una prueba de ADN y todo sería más ágil.

—Eso significa involucrar gente de fuera del Círculo, no podemos permitírnoslo.

—Me preguntaba si quizás tenías algún contacto capaz de manejar esto con discreción.

—¿Afuera? ¿Yo? Ya quisiera. Los contactos los hacía ella y solamente ella. De otro modo tú también los tendrías.

—Bina no fue muy previsora que digamos. Le tendré que agradecer a ella cuando empiece a dar vueltas en círculo sobre el caso.

—Ni lo menciones.

—Si tan solo pudieras hacer mi trabajo más ameno de algún modo...

—Tienes pruebas, úsalas.

Helena, que había permanecido atenta a la conversación, levantó por fin la cabeza, en un rápido movimiento, se puso de pie y abrió la puerta de par en par. Se quedó parada allí observando a quienes conversaban. Alexia ni amagó a levantarse, había reconocido las voces desde el principio, pero no pudo evitar estirarse para ver algo de la escena fuera del salón.

El padre de Helena, Daniel estaba en el rellano de la escalera que llevaba al segundo piso. El era el jefe de los Custodios de la magia, una pequeña organización dentro del Círculo que se dedicaba a apresar a las brujas que quebrantaran las reglas de Bina y a ejecutar a quienes se considerasen peligrosos. Sería él quien perseguiría a Alexia si decidía abandonarlo todo. Eso no le preocupaba, mejor que fuera él y no otro. Había hablado con Daniel un par de veces, pero lo conocía mayoritariamente bajo el filtro de la mirada de Helena. Era el hombre más sereno y comprensivo del mundo. Se le podía contar todo, él siempre sabía qué decir y nunca se equivocaba. No tenía problemas en convertirse en taxista cuando lo necesitaran, a cambio de que en el camino escuchasen sus chistes infantiles, pero graciosos. El mínimo recuerdo de su persona hacía feliz a Helena, solo por eso Alexia lo apreciaba. Aunque todo lo que sabía de él solo fuese una idealización, seguía siendo en apariencia el más accesible entre las personas influyentes del Círculo.

Daniel iba secundado por un par de brujas, que lucían boinas negras idénticas y prendedores redondos en las pecheras de sus camisas. De no ser porque hacía demasiado calor, tendrían puestos también largos tapados negros. Debían de ser primas lejanas de Helena, tan lejanas que ni se conocían, como la mayoría de las personas que pertenecían al Círculo. Tal vez también parientas de Alexia, pero ella no lo sabía ni le importaba. Las dos Custodias esperaban inquietas y en silencio mientras el padre de Helena intercambiaba unas palabras con Elisa.

Él dejó de hablar en cuanto vio a su hija confusa y expectante. Le dio una palmada en el hombro a Elisa.

—Ve —accedió ella—. Hablaremos en privado luego.

Daniel le hizo una seña a las Custodias para que se quedaran apartadas, bajó los escalones que le faltaban y se dirigió hacia el salón. Helena se apartó del marco de la puerta para permitirle el paso, y una vez él estuvo dentro, la cerró.

Daniel avanzó hasta el sillón que quedaba vacío y se sentó, frente a Alexia en silencio. Las observó, primero a Alexia, luego a Helena y de nuevo a Alexia. Arrugó la frente y entrecerró los ojos sin desviar la mirada. Alexia, que no podía leer nada en su semblante, se revolvió incómoda en su asiento.

—Bina está muerta —anunció de la nada—, la han asesinado. No solo eso... también nos robaron.

Helena se tambaleó y tuvo que hacer un paso hacia atrás para recuperar el equilibrio.

—¿C-cómo? —masculló sin esperar una respuesta.

Alexia se quedó inmóvil, sin abrir la boca. No encontró en su interior ningún sentimiento al respecto. No se apenó por el deceso de la Maestra, el hecho de que ya no tuviera que soportarla todos los días era liberador. Fue eso en lo primero que pensó y no en todo lo malo que implicaba el hecho. Tampoco se alegró, a pesar de haber imaginado su muerte de varias maneras diferentes cada vez que la tenía enfrente.

El rostro de Alexia permaneció inmutable con la misma expresión neutra, se aseguró de controlarlo en el espejo. No se le escapó ninguna sonrisita inconsciente, ni un brillo particular en sus ojos. El padre de Helena notó lo concentrada que estaba en el reflejo y se movió para bloquearle el acceso a su imagen, La estudiaba tan detenidamente que Alexia se puso más nerviosa.

El hombre debió haber notado un cambio en su cara porque levantó una ceja. Intentaba descifrarla como lo hacía a diario con tantos otros perturbadores del orden y traidores. ¿Cuánto podría ocultarle ella que era la peor mentirosa del mundo?

—¿Saben lo que esto significa? —preguntó él.

«Claro», pensó Alexia, «todos sabían lo que eso significaba».

—Se llevaron el Conocimiento. —dijo Helena con voz temblorosa.

—Sí —Daniel suspiró cuando miró a su hija—. Tengo motivos para creer que ustedes están involucradas.

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