Rodrigo Zacara y el Espejo de...

By victorgayol

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Rodrigo está acostumbrado a que su amigo Óliver le meta en algún lío de vez en cuando, pero jamás hubiera pod... More

1. La Torre del Tormento
2. La salida secreta
4. La huida
5. La fortaleza de Gárador
6. El código secreto
7. El nombramiento de los escuderos
8. La historia del Rey Garad
9. La premonición
10. La loba herida
11. En la enfermería
12. La carta de Balkar
13. El combate
14. El escondite de Dónegan
15. El torneo
16. La revelación del espejo
17. El traidor
18. El Espejo del Poder

3. Un lugar inesperado

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By victorgayol

Los segundos pasaban y Rodrigo no sentía nada. ¿Acaso estaban cayendo todavía? Eso era imposible. Aunque la torre era realmente muy alta, él sabía que una persona en caída libre podía recorrer decenas de metros en pocos segundos. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para sobreponerse al pánico que sentía y entreabrir los ojos. La torre había desaparecido y enseguida se dio cuenta de que se encontraba en medio de un bosque, con el cuerpo hundido en la nieve. Óliver estaba a su lado mirándole con ojos desorbitados. Con el cuerpo agarrotado por el susto, Rodrigo hizo un esfuerzo para ponerse en pie y miró a su alrededor. Aunque la oscuridad que les rodeaba era casi absoluta podía ver lo suficiente para estar seguro de una cosa: la torre y el castillo habían desaparecido.

—¿Dónde estamos? —preguntó.

—No tengo ni idea —respondió Óliver, sacudiéndose la nieve del pelo— ¿Qué demonios ha pasado?

—Parece que hemos encontrado la forma de salir de la torre —dijo Rodrigo—. El problema es que no sé dónde estamos, ni cómo vamos a volver.

—Pues será mejor que nos pongamos en marcha —dijo Óliver, levantándose resueltamente—. Tenemos que encontrar el camino de vuelta.

—¿En marcha hacia dónde? Estamos a oscuras en medio de un bosque. Si nos ponemos a andar sin rumbo fijo lo más probable es que nos perdamos más.

—Entonces tendremos que esperar a que el Topo venga a buscarnos, aunque se va a poner hecho una fiera. Creo que esta vez se nos va a caer el pelo.

—Eso no es lo que más me preocupa ahora mismo—dijo Rodrigo.

—¿Oyes eso? —preguntó Óliver.

—¿Que si oigo qué?

—¿No oyes un ruido bajo la nieve? Es como si algo se moviera bajo nuestros pies.

Rodrigo bajó la mirada justo a tiempo para ver aparecer entre la nieve una pequeña cabecita, negra y puntiaguda.

—¡Mira! —dijo— ¡El Topo ya ha venido a buscarnos!

Los dos se echaron a reír mientras el animalillo permanecía allí mirándoles atentamente, hasta que unos segundos después volvió a meterse en su agujero.

—Me temo que ni el Topo ni nadie va a poder encontrarnos aquí —se lamentó Rodrigo.

—Si al menos pudiera subirme a un árbol... —murmuró Óliver, alzando la mirada—. Desde ahí arriba seguramente podría ver en qué dirección está el castillo.

—No creo que el castillo esté por aquí cerca.

—¿Por qué lo dices?

—¿No te das cuenta de la cantidad de nieve que nos rodea? No creo que haya un lugar tan nevado en toda la provincia. Ni siquiera en la sierra.

—A lo mejor ha estado nevando mientras nosotros... ¡Ahh! ¿Pero qué demonios...? ¡Fuera! ¡Fuera de aquí, maldito roedor!

—¿Pero qué te pasa?

—¿No lo has visto? Era una ardilla. ¡Se me había subido al hombro!

—¿En serio? ¿Una ardilla? Tendremos que pedir refuerzos —se burló Rodrigo.

—¡Qué gracioso! Que se te suba a ti una en plena oscuridad, a ver si eres tan valiente.

En ese mismo momento Rodrigo sintió que algo le tocaba en el hombro y no pudo evitar dar un respingo. Era otra ardilla, o tal vez la misma, que también se le había subido a él. Óliver se echó a reír.

—¿Qué? ¿Tienes algo que decir ahora? —se burló.

Rodrigo sonrió pero no dijo nada. En otro momento seguramente habría inventado alguna escusa, como que la ardilla le había hecho cosquillas en el cuello, pero estaban perdidos en mitad de la noche en un bosque que no conocían. No era un buen momento para bromas.

—Entonces ¿qué hacemos? —preguntó Óliver cuando por fin se cansó de reír.

—Creo que lo único que podemos hacer es esperar —dijo Rodrigo—. Al menos hasta que se haga de día o que alguien nos encuentre.

—Por lo menos podrías encender la linterna.

Rodrigo se percató entonces de que no la llevaba encima.

—¡Maldita sea! ¡La he vuelto a perder! ¿Por qué será que siempre pierdo la linterna cuando más la necesitamos? —se lamentó.

—¿Estás seguro?

—Sí. La llevaba en la mano, pero seguramente la perdí cuando... —La verdad era que no sabía muy bien cómo decirlo— cuando caímos de la torre.

—Entonces podría estar por aquí —dijo Óliver, agachándose para examinar el suelo—. Lo difícil será encontrarla. Si pudiéramos ver en la oscuridad...

—Si pudiéramos ver en la oscuridad no necesitaríamos linterna —observó Rodrigo.

—Claro, es verdad. Pero el caso es que no tenemos... ¿Qué es eso?

Rodrigo miró en la dirección que señalaba la temblorosa mano de su amigo. Dos pequeños círculos de tono amarillento brillaban en medio de la oscuridad.

—Tranquilo —dijo—. Creo que es un búho o una lechuza.

—Creo que este bosque cada vez me gusta menos —se quejó Óliver.

—Pues a mí siempre me han gustado los búhos —dijo Rodrigo.

—No es que no me gusten —aclaró Óliver—. Lo que pasa es que me pone nervioso sentir esos ojos tan fijos sobre nosotros. ¡Eh tú, cara semáforo! ¿Por qué no dejas de mirarnos y te vas a cazar ratones?

Nada más decir esto, los ojos brillantes desaparecieron y se oyó un aleteo que se alejaba.

—¿Has visto? Me ha hecho caso.

—¿No será que lo has espantado con tus gritos?

—Es igual. El caso es que se ha ido. A ver si nos dejan un rato en paz, que esto parece un zoológico. Por cierto, no tendrás pensado pasarnos toda la noche aquí plantados en medio de la nieve, ¿verdad? Seguro que por aquí cerca habrá algún tronco o alguna roca donde sentarse... Mira, creo que allí hay algo.

Sin pensárselo dos veces, Óliver se dirigió hacia un bulto oscuro que podía distinguirse a pocos metros de donde se encontraban. Rodrigo salió tras él y enseguida comprobó que efectivamente se trataba de un grueso tronco de árbol, pero estaba cubierto de nieve. Óliver se puso a quitarla con el pie y enseguida pudieron sentarse los dos. Durante uno o dos minutos permanecieron sin decir nada. Rodrigo miró el reloj. Eran las doce y media. En este momento estaría sonando el mp3 en el dormitorio de las chicas, pero Sergio y Álvaro en vez de entrar sigilosamente hasta su cama tendrían que ir a decirle al Topo todo lo que había pasado. En ese momento se alegró de no estar en su pellejo. No podía ni imaginarse la reacción del profesor al enterarse de que los cuatro se habían escapado en plena noche y dos de ellos habían desaparecido.

—¡Quién nos mandaría subir a esa maldita torre! —dijo en voz alta, para romper el agobiante silencio. La verdad era que casi no habían hablado del asunto.

—¿Pero qué dices? —se sorprendió Óliver—. Estamos viviendo la mayor aventura de nuestra vida. ¿Cuánta gente conoces que haya aparecido en un bosque como por arte de magia?

—Puestos a hacer magia, podíamos haber aparecido en un parque de atracciones, ¿no?

—Eso habría estado aún mejor —coincidió Óliver.

Una vez más se quedaron callados. El silencio que les rodeaba era tan profundo que no resultaba difícil distinguir su propia respiración. Aparte de eso sólo se escuchaba de vez en cuando alguna rama que crujía, seguramente a causa de algún animal. De pronto oyeron algo que se movía bruscamente sobre sus cabezas, pero antes de que tuvieran tiempo para gritar vieron que era otro búho, que se posó en la nieve justo delante de ellos. Traía un ratón en el pico y lo depositó justo a los pies de Óliver. Luego desplegó sus grandes alas grisáceas y emprendió de nuevo el vuelo.

—¿Y a este que le pasa? —gruñó Óliver—. ¿Se ha creído que somos sus crías o qué? Me parece a mí que en este bosque los animales están un poco tarados, ¿no? ¿Acaso tengo yo cara de que me gusten los ratones?

—A ver, mírame... Hombre, la verdad es que un poco de cara de búho sí que tienes, con esas orejas puntiagudas y la nariz aplastada...

Rodrigo pensaba seguir con la broma, pero a punto estuvo de atragantarse con sus propias palabras. Un chico acababa de aparecer delante de sus narices como si hubiera salido de la nada.

—Hola, me llamo Darion —dijo—. Necesito vuestra ayuda.

El chico sería más o menos de su misma edad y tenía una corta melena rubia que le llegaba por debajo de las orejas. Durante unos segundos se le quedaron mirando como si hubieran visto un fantasma. Finalmente fue Óliver el que habló.

—¿De dónde has salido tú? —preguntó.

—Estaba escondido ahí detrás —respondió el chico—. Los hurgos me están buscando. Por eso necesito vuestra ayuda. Han cogido a mi hermana. Tengo que rescatarla.

—Espera un momento —interrumpió Óliver—. ¿Quiénes dices que te están buscando?

—Los hurgos —repitió el chico—. Ya sabéis, por lo del juramento. Mi hermana y yo no nos hemos presentado ante el emperador al cumplir los doce años. Hemos estado escondidos desde entonces, pero hoy nos han encontrado y se han llevado a mi hermana. ¿Vosotros también os habéis escapado, verdad?

—Sí, del manicomio que hay detrás de esos árboles —respondió Óliver—. ¿Y tú?

—En realidad nos hemos perdido —dijo Rodrigo rápidamente, antes de que la conversación se les fuera de las manos—. ¿Puedes decirnos dónde estamos?

No tenía muchas esperanzas de obtener una respuesta coherente, pero tal vez su pregunta serviría para que el chico se centrara un poco y olvidara sus delirios.

—Estamos en el bosque de Sermok, cerca de las Colinas Grises —respondió Darion.

—Ya, bueno... —Rodrigo decidió disimular su desconcierto y seguirle la corriente—. Verás, es que nosotros tenemos que quedarnos aquí hasta que amanezca, ¿sabes?

—Pero tenéis que ayudarme, por favor —suplicó el chico—. Se han llevado a mi hermana y seguramente el emperador la matará. Tú con tu don puedes ayudarme a rescatarla.

El muchacho había dicho estas últimas palabras mirando directamente a Óliver. Rodrigo sabía que su amigo estaba haciendo esfuerzos por aguantarse la risa.

—¿Mi qué? —preguntó.

—Tu don, tu poder sobre los animales. Os he estado escuchando. He visto cómo te obedecen.

—Mira, eres muy gracioso pero... —comenzó a decir Óliver.

—Primero dijiste que teníais que esperar a un topo, y el topo apareció —lo interrumpió Darion—. Luego deseaste poder trepar a los árboles y apareció una ardilla, y cuando necesitabas poder ver en la oscuridad apareció un búho. Después lo mandaste a cazar ratones y enseguida te trajo uno, y seguro que dentro de poco te traerá otro más.

—Ah, pues cuando venga lo enviaré a buscar unos churros con chocolate —se burló Óliver—. Los ratones nunca han sido mi plato favorito.

Rodrigo tuvo dificultades para contener la risa y se echó la mano a la boca para disimular. Entonces lo vio. El búho volvía a acercarse con otro ratón en el pico. Una vez más, lo depositó a los pies de Óliver.

—Ahora pídele otra cosa —dijo Darion.

Óliver se quedó indeciso durante unos segundos, pero finalmente probó:

—¡Cierra los ojos! —dijo.

Al instante, los brillantes ojos del búho se cerraron.

—¡Vuélvelos a abrir!

En cuanto Óliver dijo estas palabras, los ojos del búho volvieron a brillar en medio de la oscuridad.

—¡Guiña un ojo!

Una vez más, el animal hizo lo que Óliver le había pedido.

—¡Tráeme un chocolate con churros!

Esta vez el búho se quedó mirándole con los ojos parpadeando, pero sin hacer nada más.

—Le has pedido algo que no entiende —explicó Darion—. Pídele que traiga... no sé... una rana.

—¿Tengo yo cara de que me gusten las ranas?

—Sólo para que te convenzas de que te digo la verdad.

—Está bien. A ver, carasemáforo. Tráeme una rana.

Inmediatamente, el búho emprendió el vuelo y se alejó de allí. Los chicos se quedaron mirando hacia el lugar por el que se había marchado y enseguida lo vieron regresar con una rana en el pico.

—¿Me crees ahora? —dijo el chico.

—Bueno, tal vez... pero, ¿cómo es posible? —titubeó Óliver.

—Ya sabes que cada uno tiene su don —respondió Darion—. Lo que me sorprende es que no hayas descubierto antes el tuyo. Yo descubrí el mío a los cinco años.

—¿Tú también tienes poder sobre los animales? —preguntó Óliver, incrédulo.

—¡No, hombre! Por eso te estoy pidiendo ayuda. Lo que yo puedo hacer es crear ilusiones.

—¿Ilusiones?

—Sí. Puedo hacer que veáis cosas que realmente no están ahí. Mirad.

El chico miró hacia atrás y de pronto apareció un enorme oso detrás de él. Parecía muy furioso y rugía y agitaba las zarpas, como si fuera a atacarlos de un momento a otro.

—¡Fuera! —gritó Óliver—. ¡Vete de aquí!

A pesar de sus gritos, el oso siguió avanzando lentamente hacia ellos.

—No te obedece porque no es real —explicó Darion, totalmente tranquilo—. Solamente es una ilusión que acabo de crear.

Acto seguido el oso desapareció tan rápido como había aparecido.

—Bueno, ahora ya sabéis mi secreto —dijo—, pero yo ni siquiera sé vuestro nombre...

—Yo me llamo Óliver.

—Y yo Rodrigo.

—Y tú, Rodrigo, ¿has descubierto ya tu don? —preguntó Darion, con tanta naturalidad como si le estuviera preguntando su deporte favorito.

—¿Pero qué pasa, que aquí todo el mundo tiene poderes mágicos, o qué?

—Sí, claro —respondió Darion, sorprendido—. Pero, ¿de dónde venís vosotros?

Rodrigo pensó que no perderían nada por contarle al muchacho todo lo que les había pasado.

—Pues nosotros venimos de un pueblo cerca de Madrid. Estábamos explorando una torre cuando...

—¿Has dicho Madrid? —interrumpió el chico—. La verdad es que ni siquiera me suena. Supongo que estará en el extremo norte de Karintia, ¿verdad?

—Madrid está en España, no en Karintia —replicó Óliver.

—España tampoco me suena —respondió Darion—, pero seguro que forma parte de Karintia. No hay nada fuera de Karintia.

—Pero... pero... ¿Cómo que España no te suena? —estalló Óliver—. ¡Pero si ganamos el mundial de 2010! ¿Acaso podéis decir lo mismo los de Karintia? ¡Apuesto a que nunca habéis pasado de cuartos!

—A ver, vamos a calmarnos —intervino Rodrigo, consciente de que esta conversación no les iba a llevar a ningún sitio—. Escucha Darion, en el lugar de dónde venimos no existe Karintia y nadie tiene poderes mágicos. Nosotros estábamos explorando una torre cuando de pronto el suelo pareció hundirse bajo nuestros pies y de golpe aparecimos aquí. ¿Crees que es posible que hayamos llegado a otro mundo a través de... no sé... algo mágico?

—Conozco mucha gente que ha desaparecido de un lugar para aparecer en otro muy lejano —afirmó Darion—, pero siempre dentro de Karintia. Nunca he oído hablar de otros mundos ni nada parecido. ¿Seguro que allí nadie tiene poderes?

—No, nadie.

—Entonces... ¿Vosotros no tenéis que presentaros ante el emperador al cumplir doce años?

—¿Qué emperador? —preguntó Óliver.

—El maldito Arakaz —respondió Darion, con un brillo de rabia en los ojos—. En Karintia, cuando cumples doce años tienes que presentarte ante él para hacer el juramento de fidelidad. Luego, si tienes suerte, Arakaz te asigna un trabajo para el resto de tu vida.

—¿Si tienes suerte? —repitió Rodrigo, extrañado—. ¿Qué significa eso?

—Si tienes un don normal y corriente, lo aprovechará para que trabajes a su servicio —explicó Darion, con la mirada baja—, pero si tienes un don especial, uno que nadie ha tenido antes, entonces te matará para robártelo. Arakaz tiene una espada que absorbe los poderes de todos aquellos a los que mata. Yo, por ejemplo, creo que soy el primero en Karintia que tiene el poder de crear ilusiones. Por eso mi hermana y yo decidimos escapar y no presentarnos al juramento. Ella también tiene un don muy especial.

—¿Y cuál es? —preguntó Óliver.

—Puede comunicarse con la mente.

—Entonces, ¿todos tenéis un solo poder? —preguntó Rodrigo—. ¿No hay nadie que tenga varios?

—Nadie, aunque la espada de Arakaz reúne todos los poderes conocidos hasta ahora, y mientras él la tenga en su poder puede disponer de todos ellos.

—¿Y cuál es su poder real... quiero decir... sin la espada? —quiso saber Rodrigo.

—El más peligroso de todos —respondió Darion—. El don de la palabra. Si Arakaz te ordena algo, es imposible desobedecerle. Si te ordena que te quites la vida, lo harás. Si te ordena que trabajes para él, lo harás. Y si te ordena que le seas leal por el resto de tu vida, lo harás. Por eso todos hemos de presentarnos ante él al cumplir doce años. Para jurarle lealtad hasta la muerte.

—Entonces, si llevan a tu hermana ante él... —murmuró Rodrigo.

—Pasará el resto de su vida al servicio del emperador, como todos los habitantes de Karintia. Eso si no la mata con su espada para robarle su poder. Por eso necesito que me ayudéis.

—¿Y qué esperas que podamos hacer nosotros? —preguntó Óliver.

—Mirad, yo puedo distraer a los hurgos con...

—¿Quiénes son los hurgos? —interrumpió Óliver.

—Son los esbirros de Arakaz, unas criaturas horribles y crueles. No tienen magia como los humanos, pero son fieros guerreros. Aún así, puedo distraerles fácilmente creando alguna ilusión. Lo difícil es poder alejarnos rápidamente una vez que rescatemos a mi hermana. Por eso necesitamos tu don, Óliver.

—¿Escaparemos a caballo? —preguntó él.

—Mejor que eso —dijo Darion—. Nos marcharemos volando. Usaremos el simorg del capitán.

—¿El qué? —preguntó Rodrigo, haciendo un esfuerzo por asimilar todo lo que estaba oyendo.

—El simorg —repitió Darion—. Un enorme león alado con cabeza de perro. Los capitanes del ejército de Arakaz suelen utilizarlos como monturas.

Hasta ese momento, Rodrigo se habría echado a reír al oír hablar de un león con alas y cabeza de perro, pero después de haber visto a Darion hacer aparecer un oso de la nada y a Óliver dar instrucciones a un búho ya no se sorprendió mucho al escuchar la descripción del simorg.

—¿Y es tan grande como para llevarnos a los cuatro? —preguntó.

—Sí, lo es —respondió Darion.

—¿Qué cuatro? —preguntó Óliver.

—Pues Darion, su hermana, tú y yo —respondió Rodrigo—. ¿O es que piensas quedarte a hacer compañía a esos hurgos?

—No, claro, pero...

—¿Entonces me ayudaréis? —preguntó Darion, esperanzado.

Rodrigo meditó un momento. Por una parte le daba miedo participar en el arriesgado plan de Darion, pero por otra parte él era el único amigo que tenían en esa tierra extraña. Si se separaban de él, no tenía ni idea de qué iban a hacer en medio de aquel bosque.

—A mí me parece bien —dijo finalmente—. ¿Y a ti, Óliver?

—Desde luego —respondió su amigo—. Siempre me ha gustado meterme en la boca del lobo.

Óliver se levantó dispuesto a ponerse en marcha y se encontró de frente con un lobo que lo miraba hambriento, enseñando los colmillos.

—Oye, Darion, esta es otra de tus ilusiones, ¿verdad?

—No, me temo que es de carne y hueso. —respondió Darion, divertido—. Creo que se ha ofrecido a complacerte en cuanto has dicho que querías meterte en la boca del lobo.

—¿Qué? ¡De eso nada, dientes largos! Tendrás que conformarte con alguna liebre. ¡Ala, fuera de aquí! ¡Vamos! ¡Vamos!

El lobo obedeció y se perdió en medio de la oscuridad.

—Tienes que tener cuidado con lo que dices, Óliver —comentó Darion, que había encontrado la situación muy graciosa—. Los animales se lo toman todo al pie de la letra.

—Ya veo, ya —respondió Óliver—. Bueno, ¿hacia dónde vamos?

—Esa es una de las cosas para la que vamos a necesitar tu don, Óliver —explicó el chico—. Tendrás que enviar un animal a buscar el campamento de los hurgos, y que luego venga y nos guíe. Creo que un búho será lo más apropiado.

—Buena idea —dijo Óliver—. Necesitamos un búho.

No tuvieron que esperar ni cinco segundos para que el búho que había traído el ratón y la rana volviera a presentarse ante ellos.

—¿Y ahora qué le digo? —preguntó Óliver.

—Dile que busque un campamento con un capitán, varios hurgos, una chica rubia y un simorg —dijo Darion.

Óliver repitió las instrucciones y el búho se alejó entre los árboles.

—¿El capitán no es un hurgo? —preguntó Rodrigo.

—No, los capitanes siempre son hombres —explicó Darion—. Arakaz elige a los más poderosos para dirigir su ejército.

—Entonces, ¿cómo pretendes que nos enfrentemos a él? —preguntó Óliver.

—No quiero que nos enfrentemos a nadie —respondió Darion—. Mi plan consiste en llevarnos a mi hermana sin que se den cuenta. El poder del capitán es el de leer la mente, así que mientras no nos encontremos con él cara a cara, no supone ningún peligro.

—¿Cómo sabes cuál es su poder? —preguntó Rodrigo.

—Me lo ha dicho mi hermana. Ya sabéis que tiene el poder de la telepatía.

—¡Qué pasada! —dijo Óliver—. Oye, Rodri, ya podías tener tú un poder como ese. Así me podrías chivar todas las respuestas de los exámenes.

—¡Mirad! —interrumpió Darion—. Parece que el búho ha vuelto.

Dos ojos brillantes habían aparecido en medio de la oscuridad, parpadeando como si fueran los intermitentes de un coche averiado.

—Creo que quiere que le sigamos —dijo Óliver.

—Ha vuelto pronto —comentó Darion—. Eso significa que el campamento de los hurgos no está muy lejos.

Los tres chicos se pusieron en pie y comenzaron a caminar hacia los ojos brillantes. En cuanto se acercaron el búho emprendió el vuelo y se alejó unos cuantos metros, volviendo a mirarles con sus brillantes ojos para indicarles el camino. Un momento después se oyó un crujido seguido de un quejido. Rodrigo se volvió y vio que Óliver estaba en el suelo.

—¡Maldita sea! —gruñó mientras se levantaba—. Está tan oscuro que no se ve ni un palmo. Necesitamos algo de luz.

—Tienes razón —dijo Darion—. Podríamos caer en una zanja o en una trampa para animales. Tal vez podrías...

Darion no pudo terminar su sugerencia porque de pronto se vieron envueltos por una nube de insectos luminosos que no paraban de moverse a su alrededor. Óliver empezó a agitar los brazos para quitárselos de encima.

—¡Lo que nos faltaba! —se quejó—. Ahora es peor que antes. Me están cegando y no puedo ver el suelo. Es mejor que se vayan.

—Espera —dijo Rodrigo, al ver que los insectos empezaban a alejarse—. Diles que vengan y coged un palo cada uno.

Los tres rebuscaron un poco en el suelo y no tardaron nada en encontrar lo que buscaban.

—Ahora diles a los insectos que se posen en los palos y que estén quietecitos.

Óliver repitió las instrucciones y un momento después los tres disponían de unas estupendas antorchas con las que podían ver muchos metros a su alrededor.

—Estupendo—aprobó Darion—. Ahora sigamos.

Rodrigo pronto se sintió profundamente agradecido de contar con los insectos luminosos, porque el camino se iba haciendo cada vez más agreste hasta llegar un punto en que parecía una carrera de obstáculos: troncos caídos, zarzas, hoyos, raíces... todo parecía dispuesto a interponerse en su camino. Lo peor era que muchas veces la nieve ocultaba los obstáculos, y en esos casos ni siquiera sus improvisadas antorchas servían de mucha ayuda. Mientras avanzaban a través de la espesura Rodrigo se preguntaba qué hacían él y Óliver intentando rescatar una chica que ni siquiera conocían en un mundo que no era el suyo. Este pensamiento lo llevó a otro mucho más inquietante: ¿Encontrarían la manera de regresar, o tendrían que quedarse en este mundo extraño para siempre? Por un instante se imaginó uniéndose a Darion y a su hermana en la lucha contra Arakaz, el diabólico emperador que atormentaba sin piedad a los habitantes de Karintia. Tal vez él también llegaría a descubrir su don, igual que lo había descubierto Óliver. ¿Y si tenía un poder que pudiera ayudarles a rescatar a la hermana de Darion?

Rodrigo se sorprendió a sí mismo al darse cuenta de que estaba pensando en Karintia, en Arakaz y en los poderes mágicos como algo normal, como si simplemente hubiera cogido el avión equivocado y hubiera aterrizado en un país diferente. Pero aquello no era como llegar a un país diferente. Lo que les estaba ocurriendo no tenía ninguna lógica.

—¡Quietos!—susurró Darion, que iba delante—. Bajad las antorchas.

Rodrigo y Óliver bajaron los palos llenos de insectos luminosos y entonces distinguieron una luz anaranjada delante de ellos, a bastante distancia.

—Parece una hoguera —dijo Darion—. Seguramente serán ellos.

Los ojos del búho ya no se veían en medio de la oscuridad, lo cual confirmaba que habían llegado a su destino.

—Bueno, ¿entonces qué hacemos? —preguntó Rodrigo.

—Para empezar necesitamos saber lo que nos vamos a encontrar —dijo Darion—. Voy a intentar acercarme a ellos.

—¿Y por qué no se lo preguntas a tu hermana? —sugirió Óliver.

— Es ella la que tiene el don de la telepatía, no yo —respondió Darion—. Yo no puedo comunicarme con ella. Ni siquiera puedo responderla cuando se pone en contacto conmigo.

—Entonces iremos contigo —dijo Rodrigo.

—Es mejor que me esperéis aquí —replicó él—. Cuantos más seamos, más probable es que nos oigan. No tiene sentido que nos arriesguemos los tres sólo para ir a echar un vistazo.

—Está bien —aceptó Rodrigo—. Te esperaremos aquí.

Los dos amigos observaron en silencio cómo el muchacho rubio se alejaba sigilosamente, en dirección a la lejana luz de la hoguera. A los pocos segundos desapareció de su vista.

—Todavía no entiendo qué hacemos aquí —dijo Óliver—. ¿Acaso no tenemos nosotros bastantes problemas?

—¿Y qué quieres que hagamos? —respondió Rodrigo—. ¿Que nos sentemos en un tronco a esperar a que alguien venga a buscarnos? Lo más probable es que esos hurgos nos lleven prisioneros, igual que a la hermana de Darion.

—No me puedo creer que todo esto esté ocurriendo de verdad—suspiró Óliver.

—Pues me temo que sí, a no ser que tú y yo nos hayamos puesto de acuerdo en soñar lo mismo.

Los dos se quedaron en silencio, inquietos por lo que le pudiera pasar a Darion. Rodrigo miraba ansioso hacia el lugar donde relucía la hoguera, esperando volver a ver su corta melena rubia reaparecer entre la penumbra. Lo cierto era que la historia de Darion y de su hermana le había impresionado mucho, y deseaba poder ayudarles a escapar del emperador y del trágico destino que tenía preparado para ellos.

—¡Mierda! —exclamó de pronto Óliver—. Han cogido a Darion.

—¿Qué? ¿Cómo lo sabes?

—Me lo acaba de decir su hermana. He oído su voz dentro de mi mente.

—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó Rodrigo, mientras una punzada le atravesaba el estómago.

—La hermana de Darion dice que encontraremos al simorg atado a un árbol al sur del campamento. Que lo busquemos, que esperemos allí y que envíe un animal para morder sus ataduras.

—¿Y tú sabes dónde está el sur? —preguntó Rodrigo.

—No tengo ni idea —respondió Óliver—. ¡Con lo fácil que sería decir seis árboles de frente y cinco a la derecha, o algo así!

—Ya, pero ella no sabe dónde estamos nosotros. Venga, tendremos que rodear el campamento, a ver si conseguimos encontrarlo. Habrá que dejar las antorchas aquí.

Rodrigo y Óliver comenzaron a andar a oscuras entre los árboles. Primero se acercaron un poco más a la hoguera y luego comenzaron a rodearla. Por mucho que lo intentaban, no podían evitar que la nieve hiciera ruido al hundirse bajo sus pies. Rodrigo intentó calmarse pensando que seguramente los hurgos habrían bajado la guardia ahora que habían apresado a Darion, pero de pronto se dio cuenta de que estaban en grave peligro. Se paró en seco y agarró a Óliver del brazo.

—¿Qué te pasa? —preguntó su amigo entre susurros.

—Me acabo de dar cuenta. Si el capitán puede leer la mente a Darion, entonces ya sabrá que nosotros dos estamos por aquí.

—Ah, no te preocupes por eso —respondió Óliver—. La hermana de Darion me ha dicho que no sospechan nada. Se han ido todos a dormir, menos dos que están montando guardia.

—Qué bien. ¿Y por qué no me lo has dicho antes? ¿Y por qué a mí no me dice nada?

—No lo sé —respondió Óliver—. A lo mejor tienes la cabeza demasiado dura y sus poderes no pueden atravesarla.

—Muy gracioso. Vamos anda, sigamos buscando.

—Creo que ahí delante estoy viendo algo —dijo Óliver.

Rodrigo se fijó detenidamente y distinguió lo que decía Óliver. Una sombra parecía moverse un poco más adelante, pero era demasiado grande como para ser un animal.

—¿Crees que será el simorg? —preguntó, asustado.

—Tenemos que comprobarlo —dijo Óliver, que parecía más tranquilo. A fin de cuentas él no tenía por qué temer a ningún animal, por muy grande que fuera.

Los dos chicos fueron acercándose y poco a poco la sombra fue cobrando forma. Tal como les había dicho Darion el simorg era una especie de león alado, pero tenía cabeza de perro y su tamaño se asemejaba más al de un elefante. Óliver se acercó a él sin titubear.

—Quieto —dijo—. No te muevas.

La enorme bestia estaba atada a un árbol, y Óliver se puso a deshacer los nudos. Rodrigo no pudo evitar pensar si un árbol sería suficiente para retener a semejante criatura.

—Ahora necesitamos un animal que pueda morder las ataduras de Darion y su hermana sin ser visto por los hurgos.

Nada más decir esto, Óliver dio un respingo. Rodrigo no pudo evitar reírse al ver que una vez más se había sobresaltado por culpa de una ardilla.

—Malditos roedores —dijo Óliver—. ¿Por qué siempre tienen que subirse a mi hombro sin avisar? Escucha, tienes que ir hacia esa hoguera, buscar a un chico y una chica rubios y morder sus ataduras. ¿Entendido?

El animalito no respondió, pero salió disparado de árbol en árbol.

—Ahora tenemos que montar sobre el simorg —dijo Óliver—. Hay que estar preparados para cuando lleguen Darion y su hermana.

Rodrigo sintió que se le encogía el corazón, pero se tranquilizó al ver que la enorme bestia se tumbaba sobre el suelo para facilitarles la subida. Óliver se encaramó al cuello del animal y Rodrigo subió justo detrás de él.

—Ahora quédate quietecito —dijo Óliver al simorg.

Los dos permanecieron en silencio hasta que de pronto empezaron a oír jaleo. Parecían voces, pero estaba claro que no eran humanas. Más bien recordaban a una piara de cerdos. Rodrigo pensó que seguramente Darion y su hermana habían escapado y los hurgos se habían dado cuenta. O peor aún, también era posible que los hubieran pillado antes de conseguir escapar.

Las dudas de Rodrigo pronto se vieron resueltas al escuchar las voces de Darion a una corta distancia.

—¡Rodrigo! ¡Óliver! ¿Dónde estáis?

—¡Aquí! ¡Estamos aquí! ¡Corred!

Enseguida los ojos de Rodrigo pudieron distinguir a los dos muchachos en medio de la oscuridad. La hermana de Darion era igual de rubia que él, aunque tenía una larga melena recogida en una trenza. Los dos corrían como si su vida dependiera de ello, lo cual probablemente era verdad.

—Vamos, subid —dijo Óliver, cuando los dos se acercaron al simorg.

—¡Vámonos rápido! —dijo Darion, subiendo al animal detrás de su hermana—. Nos vienen pisando los talones.

—¡Ya lo has oído, caniche! —dijo Óliver, inclinándose hacia la cabeza del simorg— ¡Levanta el culo, que no tenemos todo el día!

La bestia se incorporó con tanto ímpetu que todos tuvieron que agarrarse entre ellos para no caer al suelo, que ahora estaba varios metros más abajo.

—¡Serás animal!—se quejó Óliver— ¡Sólo nos faltaba que nos tiraras al suelo justo ahora!

—¡Nooooo! —gritó Darion, pero ya era demasiado tarde. El simorg se encabritó y levantó sus patas delanteras, poniéndose completamente vertical. Los chicos fueron cayendo al suelo uno detrás de otro.

Rodrigo se retorció sobre la nieve, dolorido, y entonces vio dos seres que se acercaban a grandes pasos. Su forma era más o menos humana, pero con una piel de color gris negruzco que dejaba entrever unos poderosos músculos. Su cuerpo no iba cubierto por nada más que una especie de taparrabos y una capa de piel. Uno de ellos llevaba un hacha en la mano y el otro blandía una enorme espada. Sin embargo, lo más aterrador era su cara: Rodrigo jamás olvidaría la mezcla de miedo y repugnancia que le causaron sus ojos rojizos, sus dientes putrefactos, su nariz aplastada y su piel arrugada y gris que apenas disimulaba su deforme cráneo. Aquellos seres, fueran lo que fueran, no eran humanos. Al ver cómo alzaban sus armas al acercarse, Rodrigo no tuvo ninguna duda: aquello era el fin.

Era imposible escapar. Su cuerpo dolorido todavía estaba atrapado bajo el peso de Óliver, que también parecía lesionado. Resignado a aceptar lo inevitable, cerró los ojos y se preparó para morir.


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