Rodrigo Zacara y el Espejo de...

By victorgayol

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Rodrigo está acostumbrado a que su amigo Óliver le meta en algún lío de vez en cuando, pero jamás hubiera pod... More

2. La salida secreta
3. Un lugar inesperado
4. La huida
5. La fortaleza de Gárador
6. El código secreto
7. El nombramiento de los escuderos
8. La historia del Rey Garad
9. La premonición
10. La loba herida
11. En la enfermería
12. La carta de Balkar
13. El combate
14. El escondite de Dónegan
15. El torneo
16. La revelación del espejo
17. El traidor
18. El Espejo del Poder

1. La Torre del Tormento

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By victorgayol


La historia era sin duda la asignatura que menos le gustaba a Rodrigo. Tal vez no fuera culpa de la asignatura en sí misma, sino de la forma que tenía el Topo de dar las clases. Todos los días se sentaba en su sillón, se ponía sus minúsculas gafas redondas y sacaba de su maletín un enorme libro del que les leía una página tras otra. Todos los días era igual. Por eso Rodrigo y todos sus compañeros se quedaron boquiabiertos el día que el Topo entró en clase y en vez de sentarse en su sillón y ponerse sus minúsculas gafas se quedó de pie ante la clase y les anunció que iba a llevarlos de excursión a un castillo medieval. Por si esto no fuera suficiente sorpresa el Topo comenzó a explicarles que iban a pasar tres días completos en el castillo, comiendo en la sala de armas y durmiendo en los antiguos aposentos de los nobles.

En los cuatro meses que llevaba Rodrigo en el San Claudio muchos profesores los habían llevado de excursión, pero nunca antes habían pasado la noche fuera del internado. ¿Acaso el Topo quería compensarlos por las interminables horas de aburrimiento que les había hecho pasar? Eso era lo que él había pensado, pero al llegar al castillo se había dado cuenta de su error. Las explicaciones del guía resultaban igual de monótonas que las del Topo.

—Ahora, si me seguís por este pasillo saldremos al patio, donde os enseñaré una torre muy especial —dijo el señor larguirucho y calvo que les estaba enseñando el castillo. Al ver que el grupo avanzaba Rodrigo salió de pronto de sus propios pensamientos. Resignado, apartó la mirada del ventanal y comenzó a caminar junto al resto de sus compañeros, hasta que oyó una voz que susurraba detrás de él.

—Eh, Rodri. ¿Me puedes echar una mano?

Al darse la vuelta vio a su amigo Óliver plantado delante de una de las armaduras que decoraban la sala. El brillo de sus ojos no presagiaba nada bueno.

—Vamos, anda, que nos vamos a quedar atrás —le dijo, al ver que sus compañeros comenzaban a alejarse.

—¡Eso es lo que quiero! —susurró Óliver—. Me voy a meter dentro de esta armadura y luego iré

tras ellos y les daré un susto de muerte.

—Sí, claro —respondió Rodrigo—. Será muy divertido, pero me temo que ésta será tu última excursión en lo que queda de año.

—¿Tú crees que me van a castigar por eso?

—Estoy completamente seguro.

—Ahora que lo dices, puede que tengas razón. Me reservaré las bromas para la excursión de fin de curso. A fin de cuentas, no me pueden castigar durante las vacaciones, ¿verdad?

Rodrigo sonrió, asistiendo con la cabeza. Óliver era su mejor amigo en el internado, a pesar de que los dos eran muy diferentes. Siempre estaba metido en líos, se saltaba todas las normas y terminaba castigado cada dos por tres. Rodrigo intentaba quitarle de la cabeza las ideas más disparatadas, y a veces hasta lo conseguía. Nadie podía entender muy bien cómo habían llegado a ser tan amigos. Ni siquiera Rodrigo lo comprendía muy bien, aunque seguramente fuera por algo que sí que tenían en común: los dos eran nuevos en el internado, donde habían llegado después de pasarse la vida de un lado para otro.

En el caso de Rodrigo, este constante ir y venir se debía a los continuos cambios de trabajo de su padre, que les obligaban a mudarse de una ciudad a otra (su madre había muerto cuando él era muy pequeño). Óliver, sin embargo, había pasado por cinco colegios diferentes, en un desesperado intento de sus padres por encontrar uno donde consiguieran enderezarlo.

Por todo lo demás, Rodrigo y Óliver no se parecían en nada. Incluso su apariencia era de lo más dispar: Óliver era el más alto del colegio, puesto que ya estaba repitiendo el último curso de primaria; Rodrigo no sólo tenía un año menos, sino que además era un poco bajito para su edad. El resultado era que los dos juntos resultaban inconfundibles: uno muy alto y con un pelo negro siempre revuelto y otro de pelo castaño y liso que apenas le llegaba por encima de los hombros.

—Vamos, antes de que el Topo venga a buscarnos —dijo Rodrigo, viendo que ya se habían quedado solos en la sala.

Los dos comenzaron a caminar deprisa detrás del resto de sus compañeros, que habían empezado a descender por una empinada escalera de caracol. Cuando por fin los alcanzaron el Topo se los quedó mirando fijamente y luego se colocó detrás de ellos. Seguramente ya sospechaba que Óliver estaría tramando alguna de las suyas.

Tras bajar una interminable sucesión de resbaladizos escalones por fin salieron al exterior del castillo, donde atravesaron un patio empedrado hasta llegar al pie de una torre solitaria. Sus muros de piedra se alzaban mucho más altos que el resto del castillo, pero sin embargo era tan estrecha que más que una torre parecía una gruesa columna.

—Bienvenidos a la torre del Tormento —dijo el guía, cuando todos los alumnos se agruparon a su alrededor—. Se llama así porque el Conde Zacara, señor del castillo, la mandó construir para atormentar a sus enemigos y a los siervos que lo desobedecían.

Al momento comenzaron a oírse risitas y murmullos en el grupo, y Rodrigo sabía muy bien por qué.

—¿Qué es lo que os hace gracia? —preguntó el guía, sorprendido.

—Es que Zacara es el apellido de Rodrigo —explicó Óliver, poniéndole el brazo sobre el hombro.

—Vaya, entonces seguro que eres descendiente del conde —dijo el guía, mirándole con curiosidad—. Él fue el primero que tuvo ese apellido. Proviene de la antigua ciudad de Zacara, de la cual ya sólo queda este castillo.

Al momento sus compañeros se pusieron a hacerle burlas, inclinándose ante él y diciendo cosas como "a sus pies, señor conde", "por piedad, no me encierre en la torre, señor conde". En ese momento habría deseado tener un apellido más corriente, como Pérez o García. Óliver debió de darse cuenta, porque enseguida se acercó a él y le dijo en voz baja:

—Lo siento, creo que he metido la pata. ¿Quién me mandaría abrir la boca?

—No te preocupes —le disculpó—. Si no lo hubieras dicho tú lo habría dicho cualquier otro.

Bueno, como os iba diciendo —prosiguió el guía—, cuando el conde encerraba a alguien en esta torre, mandaba tapiar la puerta con piedra y cemento y lo condenaba a morir de hambre y sed.

—Eh, Rodrigo, espero que no hayas heredado el mal genio de tu tatatatarabuelo —bromeó Guillermo, un imbécil que se creía muy gracioso.

—Peor es lo tuyo, que has heredado la cara de mono del hombre de neandertal —replicó Óliver, provocando una oleada de risas. Afortunadamente Óliver siempre tenía una respuesta graciosa para cualquiera que se pasara de listo.

—¡Bueno, ya está bien! —interrumpió el guía, que estaba empezando a ponerse nervioso—. Como podéis ver, parece que escapar de esta torre sería completamente imposible. La puerta se tapiaba con piedra y cemento y las únicas entradas de aire son esos pequeños agujeros que veis en la parte de arriba, pero por ellos apenas cabe un brazo.

—¿Para qué hicieron entradas de aire, si lo que quería el conde era dejar morir a los prisioneros? —preguntó Óliver.

—Pues seguramente para que murieran más lentamente, y así alargar su sufrimiento —respondió el guía—. En cualquier caso, es imposible que nadie pudiera salir por esos agujeros, y mucho menos por la puerta. Sin embargo, cuenta la leyenda que dos de los prisioneros de esta torre consiguieron escapar sin dejar rastro.

Ante el silencio que siguió a sus palabras el guía comprendió que por primera vez estaba consiguiendo captar la atención de su público, así que empezó a explicarles la leyenda.

—El primer prisionero que escapó fue uno de los soldados del conde, acusado de traición. Lo encerraron en la torre y tapiaron la puerta, pero cuando un mes más tarde fueron a buscar sus restos para enterrarlos no encontraron absolutamente nada. Ni siquiera su ropa. Doce años más tarde el que fue hecho prisionero fue el propio conde Zacara. Los habitantes de la villa, hartos de sus injusticias y de sus impuestos, se rebelaron contra él y lo encerraron en su propia torre. Pero una vez más, tampoco encontraron nada cuando entraron a buscar sus restos. Nunca se llegó a saber cómo pudo escapar, pero por si acaso nunca se volvió a usar la torre para encerrar a nadie.

—Seguro que tiene alguna salida secreta —dijo Óliver, que por primera vez parecía interesado en las explicaciones—. ¿Podemos subir?

—Es demasiado tarde para eso —respondió el hombre—. Está anocheciendo, y dentro de la torre no hay más luz que la que entra por los diminutos agujeros de la pared.

—¡Pero si todavía no se ha puesto el sol! —replicó Óliver.

—Ya, pero son 350 escalones, y con lo que tardaríamos en llegar arriba, se nos haría de noche antes de volver a salir.

—¿Y mañana? —insistió el chico.

—Tal vez —respondió el guía sonriendo, como si adivinara lo que estaba pensando Óliver—. Pero no te hagas ilusiones. Muchos investigadores han registrado la torre centímetro a centímetro y no han encontrado ninguna salida secreta.

Una hora más tarde Rodrigo todavía no había conseguido quitarse de la cabeza la historia del conde Zacara.

—¿Cómo puede estar tan seguro de que desciendo de ese conde? —preguntó a sus amigos mientras bajaban hacia el comedor—. Supongo que no seré el único Zacara del mundo, ¿verdad?

—Claro —respondió Álvaro—. Pero si el conde fue el primero que tuvo ese apellido entonces cualquier Zacara será descendiente de él.

Álvaro tenía razón, como de costumbre. Todo aquello resultaba muy extraño. Para él los condes y marqueses siempre habían sido personajes de las películas, o en el peor de los casos, de los libros de historia. El conde Zacara, en cambio, era pariente suyo.

—Oye, Rodri —dijo Óliver, parándose en seco—. ¿Sabes que si hubieran encerrado al conde antes de tener hijos tú nunca habrías existido?

—Bueno, no estés tan seguro —le respondió Sergio—. Si es verdad que el conde consiguió escapar de la torre, pudo tener hijos después.

Rodrigo no decía nada. Estaba absorto en sus propios pensamientos. ¿Realmente había sido su antepasado tan cruel y despiadado? ¿Se había merecido que sus siervos se rebelaran contra él y lo condenaran a morir en su torre? Le avergonzaba pensar que su apellido provenía de una persona así.

—¿Creéis que la torre tendrá una salida secreta? —preguntó Óliver.

—No creo —respondió Sergio—. Si existiera ya la habrían encontrado los investigadores. Yo creo que el conde y el otro prisionero consiguieron escapar cavando un túnel por debajo de la puerta.

—Lo dudo —dijo Rodrigo—. Seguro que debajo de la torre hay varios metros de piedra. Una torre tan alta tiene que tener unos buenos cimientos para no caerse.

—Por eso tiene que haber una salida secreta —insistió Óliver—. Algo que les permitiera...

—Sólo es una leyenda —interrumpió Rodrigo—. En la edad media se aburrían mucho, y se inventaban historias para pasar las tardes.

Óliver abrió la boca para replicar, pero justo en ese momento apareció el Topo pidiendo silencio.

—Cuando hayáis terminado de cenar subiréis a vuestros dormitorios —dijo—. Tenéis una hora para poder hablar, leer o lo que queráis, pero a partir de las once todos a dormir. No quiero oír a nadie ni ver ninguna luz encendida. Por supuesto, nadie sale de su dormitorio más que para ir al servicio, y no quiero ver a nadie en una habitación que no sea la suya.

Este era el momento más esperado por Rodrigo y sus amigos. Aunque ya estaban acostumbrados a compartir dormitorio en el internado, el rato libre que les dejaban antes de meterse a dormir siempre era lo mejor del día. Nada más entrar en la habitación Óliver sacó su reproductor de mp3 y lo conectó a unos pequeños altavoces. Un instante después comenzó a sonar la música de Morenoise, su grupo preferido.

—Oye, tu mp3 también puede grabar, ¿verdad? —le preguntó Sergio.

—Desde luego —respondió Óliver—. Tiene memoria para grabar hasta diez horas sin interrupción. ¿Por qué lo preguntas?

—Porque creo que estamos en el lugar perfecto para grabar una psicofonía.

—¿Una psicofo... qué?

—Una psicofonía —repitió Sergio, muy serio—. Una grabación de las voces de los espíritus.

Óliver le miró fijamente y asintió con la cabeza, aunque claramente se estaba aguantando la risa.

—¡Buena idea! Podríamos hacerles una entrevista —Óliver apretó un botón del mp3 y lo acercó hacia una de las cortinas de la ventana—. Buenas noches señor... ¿Cómo prefiere que lo llame? ¿Espíritu, fantasma o alma errante?

Rodrigo y Álvaro se retorcían de risa sobre la cama, mientras Óliver continuaba su entrevista fingiendo absoluta seriedad.

—Dígame, ¿qué suelen hacer ustedes para matar... perdón, quiero decir... para pasar el tiempo? Tengo entendido que les gusta abrir y cerrar puertas, encender y apagar luces, mover las cosas de sitio... ¿Es que en el más allá no tienen videojuegos?

A Rodrigo se le empezaban a caer las lágrimas de tanto reír, mientras que Álvaro golpeaba con el puño sobre el colchón. Al único que no parecía hacerle ninguna gracia era a Sergio.

—Para que lo sepas —replicó—, existen cientos de psicofonías grabadas por investigadores famosos. Casi siempre se consiguen en lugares donde alguien ha sufrido una muerte terrible. Apuesto a que en la Torre del Tormento se podrían grabar cantidad de voces en pena.

—Sí, ya me lo imagino —intervino Rodrigo, que ya empezaba a sentir dolor en las mandíbulas de tanto reír—. Quieroooo sooopaaaaa. Mi brazo por un plato de sooopaaaa...

—¿Os creéis muy listos, eh? Pues si tan seguros estáis de que los espíritus no existen, entonces no tendréis problema en subir a la torre y dejar allí el mp3 grabando toda la noche. A ver si mañana después de escucharlo seguís pensando lo mismo.

—Bueno, yo sí que tengo un problema —respondió Rodrigo—. Los fantasmas no me dan miedo pero el Topo sí. Como nos pille fuera del dormitorio por la noche se nos va a caer el pelo.

—Y yo ya tengo castigos pendientes hasta mayo —añadió Óliver—. Si tengo que empezar a sacrificar los fines de semana de junio, quiero que sea por algo que realmente merezca la pena.

—No os preocupéis —dijo Sergio, dirigiéndoles una sonrisa desafiante—. Yo me ocupo de que el Topo no os pille.

—Sí, claro —respondió Rodrigo—. ¿Y cómo piensas hacerlo?

—¿Veis ese hueco encima de la viga? Comunica con la habitación de al lado. Ya lo he comprobado.

—Bueno, ¿Y qué? —insistió Rodrigo.

—Pues que cuando todos estemos en silencio, lanzaré una bomba fétida por el hueco. Entonces se armará un gran jaleo y el Topo tendrá que entrar a ver qué pasa. En ese momento podréis salir sin que se entere.

—No está mal —admitió Óliver—, pero creo que hay un gran fallo en tu plan, Sergio.

—¿Cuál?

—Pues que no somos nosotros los que queremos grabar a los espíritus. Eres tú. Nosotros no creemos en los fantasmas.

—Ya veo... Decís que no creéis en los fantasmas, pero lo que pasa es que estáis cagados.

—Bueno, vale —concluyó Óliver—. Si eso te hace feliz Rodrigo y yo llevaremos el mp3 a la torre, lo esconderemos y lo dejaremos grabando durante la noche. Mañana iremos a recogerlo y te demostraremos que no hay ningún fantasma.

—Eh, a mí no me metas en esto —dijo Rodrigo, que no tenía ni la más mínima gana de escaparse en plena noche para subir a esa maldita torre. Lo cierto es que solo de pensar en ello se le erizaban los pelos de la nuca.

—Ahora ya no eres tan valiente, ¿eh? —se burló Sergio.

—Es que tu plan es una locura. ¿Qué pasa si el Topo entra en la habitación y ve que no estamos?

—Le diremos que habéis ido al servicio. O mejor aún, podemos meter mochilas debajo de vuestras mantas. Si piensa que estamos todos dormidos, ni siquiera encenderá la luz.

—Muy bien. ¿Y cómo se supone que vamos a salir al patio? No pensaréis que vamos a encontrar la puerta abierta, ¿verdad?

—Claro que no —dijo Óliver esta vez—, pero tiene un cerrojo que se puede abrir desde dentro.

—¿Cómo lo sabes? —le preguntó Rodrigo.

—Hay que fijarse en esas cosas, Rodri. ¡Nunca se sabe cuándo vas a tener que escapar de una insufrible clase de historia!

—Vale, vale, pero creo que se os olvida el detalle más importante —replicó él, con la esperanza de poner fin a ese disparatado plan—. No se pueden subir trescientos y pico escalones a oscuras, y el guía dijo que en la torre no hay ninguna luz.

—No te preocupes por eso —le respondió Óliver—. Yo he traído una linterna.

Rodrigo intentó poner alguna otra objeción al plan, pero no se le ocurrió ninguna más, y lo único que hizo fue quedarse con la boca abierta.

—Bueno, entonces todo arreglado —concluyó Óliver—. Sergio lanzará la bomba fétida a la habitación de al lado y en cuanto el Topo entre a ver qué pasa, Rodri y yo nos escaparemos. Luego iremos a la torre y dejaremos el mp3 escondido y grabando.

—Muy bien —dijo Sergio—. Y luego, cuando volváis, yo lanzaré otra bomba fétida para que podáis entrar de nuevo sin que os pille el Topo.

—¿Y cómo vas a saber cuándo estaremos de vuelta? —preguntó Rodrigo.

—Yo puedo ver la torre desde aquí —le indicó Sergio, señalando por la ventana—. Cuando lleguéis arriba, haced señales con la linterna a través de uno de los agujeros de la pared. Yo calcularé que tardaréis lo mismo en volver y entonces lanzaré otra bomba fétida.

—Bah, no hace falta —dijo Óliver—. Ya nos las apañaremos nosotros para entrar.

—¡Pues claro que hace falta! —protestó Rodrigo—. El Topo va a estar vigilando el pasillo. ¿Cómo piensas hacer para entrar sin que nos vea?

—Pues no se... ya se nos ocurrirá algo —titubeó Óliver.

—Ya, pues por si acaso yo prefiero que Sergio lance otra bomba fétida, no vaya a ser que no se nos ocurra nada —insistió él, sin comprender la repentina tozudez de su amigo.

—Vale, vale, está bien —accedió Óliver, que por alguna extraña razón parecía preocupado por primera vez.

Rodrigo casi estaba deseando que el Topo les pillara y pusiera fin a ese disparatado plan, aunque eso supusiera un castigo. Sin embargo, el truco de la bomba fétida funcionó sorprendentemente bien y a eso de las doce menos cuarto él y Óliver estaban abriendo el gran portón del castillo. Cuando pusieron los pies en el empedrado patio todavía no se podía creer lo que estaban haciendo, pero a pesar de ello caminó deprisa detrás de Óliver mientras el viento helado les azotaba la cara. Antes de darse cuenta los dos se encontraban ante la entrada de la torre. Óliver se paró en seco.

—¿Por qué te paras? —le preguntó Rodrigo, y entonces se percató de que su amigo estaba mucho más pálido de lo habitual.

—No... no puedo —balbuceó Óliver.

—¿Qué?

—No puedo entrar ahí... Tengo claustrofobia. No soporto los lugares pequeños.

—¿Y en qué estabas pensando cuando me liaste para venir aquí?

Rodrigo tuvo que reprimir las ganas de darle una buena colleja.

—La verdad es que no pensaba subir a la torre. Mi plan era escondernos en algún sitio y grabar unas cuantas voces fantasmagóricas en el mp3 para gastarle a Sergio una broma. Algo así como Seeerrgiiooo, voooy a poorrr tiiiii.

—¡Qué buena idea! —dijo Rodrigo, aliviado por el cambio de planes—. Vamos, podemos escondernos junto a la muralla.

—Ya, pero Sergio está esperando a que hagamos señales con la linterna desde la torre. Ahora no nos queda más remedio que subir. Si no lo hacemos él lo sabrá y se reirá de nosotros.

En ese momento Rodrigo comprendió por qué Óliver había puesto tantas objeciones a la idea de la linterna. Su plan nunca había sido subir realmente a la torre, pero le había salido el tiro por la culata.

—Venga, que no es más que una torre de piedra como otra cualquiera —le dijo, intentando infundirle unos ánimos que ni él mismo sentía.

—Está bien, pero tendré que subir con los ojos cerrados para imaginarme que estoy en un lugar muy grande. Tú tendrás que guiarme.

—Es muy fácil —dijo Rodrigo, echando un vistazo a la tortuosa escalera de caracol que se abría ante ellos—. Tú ve siempre hacia la izquierda y hacia arriba. Te aseguro que no tiene pérdida. De todas formas yo iré delante, y tú puedes agarrarte a mí.

Óliver lo agarró de la chaqueta y comenzó a subir detrás de él. Más que subir escaleras parecía que estaban trepando una montaña. Los escalones tenían casi medio metro de altura, y daba la sensación de que cualquier resbalón o tropiezo los haría caer rodando hasta abajo del todo. No había ninguna barandilla ni nada a lo que agarrarse, solamente la gélida piedra de los gruesos muros.

Después de unos minutos que parecieron interminables, Rodrigo ya estaba con la lengua fuera, y las piernas empezaban a temblarle.

—Voy a descansar un poco —dijo al cabo de un rato—. Me estoy quedando sin aliento.

—Ya nos queda menos de la mitad —lo animó Óliver—. Estoy contando los escalones. Llevamos doscientos ocho.

Rodrigo se sentó en el escalón para recuperar fuerzas y sintió el contacto húmedo y frío de la piedra bajo su cuerpo. Por un momento se imaginó lo que sería estar allí encerrado sin esperanzas de volver a salir. Sólo de pensarlo todo su cuerpo se estremeció, y enseguida intentó apartar ese pensamiento de su mente. En cuanto recuperó un poco el aliento se levantó y le dijo a Óliver que podían seguir. Cuanto antes llegaran arriba antes podrían salir de la torre.

Doscientos nueve... Doscientos diez... Rodrigo empezó a contar también los escalones, con la esperanza de distraer sus pensamientos. Al llegar a los doscientos sesenta pensó que ya sólo les quedaban cien y empezó a contar a la inversa: noventa y nueve, noventa y ocho... Sus piernas empezaban a estar tan cansadas que cada escalón parecía un obstáculo insalvable, pero ya no quería volver a parar hasta llegar arriba. Cinco, cuatro, tres, dos, uno...

Cuando por fin puso el pie en el último escalón Rodrigo iluminó alrededor con la linterna. Era en una salita redonda de techo alto. Daba la sensación de estar metido dentro de un tubo. En las paredes de piedra había unos pequeños agujeros por los que apenas cabía un puño, tal como había dicho el guía. Al intentar asomarse por uno de los agujeros se dio cuenta de que Óliver seguía agarrado a su chaqueta, con los ojos cerrados.

—Ya hemos llegado, Óliver —le dijo.

Su amigo abrió los ojos, pero un momento después los volvió a cerrar, con cara de pánico. Su respiración sonaba entrecortada, como si se fuera a ahogar en cualquier momento.

—Esto es muy pequeño —dijo—. ¡Necesito salir de aquí!

—Tranquilo. Voy a hacer las señales con la linterna. Luego esconderemos el mp3 y nos largaremos.

Rodrigo se puso a mirar a través de los agujeros, buscando uno que apuntara hacia el castillo. Eran unos huecos tan estrechos que tenía la sensación de estar mirando por la mirilla de una puerta. Por fin encontró uno desde el que se veía el castillo justo enfrente e introdujo la linterna por el agujero, pero justo entonces Óliver chocó con él y la linterna se le cayó torre abajo.

—¿Pero qué has hecho? —le gritó.

—Bueno, no te pongas así—respondió Óliver—. Es que si me quedo quieto me pongo más nervioso. ¿Te he hecho daño?

—¡Peor que eso! ¡Has hecho que se me caiga la linterna!

—Bueno, no te preocupes, no puede haber ido muy lejos.

Rodrigo oyó como su amigo comenzaba a palpar por el suelo.

—¡No lo entiendes! ¡Se me ha caído por fuera de la torre! Nos hemos quedado sin...

Rodrigo no pudo terminar la frase. Al girarse había visto que algo brillaba en medio de la espesa oscuridad que los rodeaba. Había unas palabras escritas en la pared de piedra, con unas letras que desprendían una tenue luz azulada.

—Óliver —susurró—. Abre los ojos. Tienes que ver esto.

—¿Pero no has dicho que nos hemos quedado sin luz?

—En serio, abre los ojos, por favor.

La palabrota que soltó Óliver un segundo después sirvió para confirmar a Rodrigo que no estaba viendo visiones. Él también estaba viendo las letras luminosas que habían aparecido sobre la pared. De hecho, fue Óliver el que se acercó y comenzó a leer en voz alta:

Caerán las estrellas del cielo

Antes de que puedas salir.

La luna saldrá en pleno día

Antes de que puedas huir.

Rodrigo sintió que un escalofrío recorría todo su cuerpo. Esas palabras sonaban como una amenaza. Aunque sabía que la puerta de la torre estaba abierta, no pudo evitar sentir unas terribles ganas de salir de allí.

—¿Crees que es un enigma? —le preguntó Óliver, que al contrario que él parecía entusiasmado con el descubrimiento y hasta se había olvidado de su claustrofobia—. ¿Será una pista para encontrar la salida secreta?

—¿Un enigma? Yo creo que el significado está muy claro. Es una forma de decirles a los prisioneros de la torre que nunca jamás volverán a salir, y yo personalmente prefiero no quedarme aquí ni un minuto más.

—Pero tenemos que esconder el mp3 —objetó Óliver.

—¡Al cuerno con el mp3! —replicó Rodrigo, poniéndose cada vez más nervioso—. Además, lo necesitaremos para poder bajar. Al menos la pantalla despide un poco de luz. ¡Vamos, sígueme!

Sin dar tiempo a su amigo a poner más objeciones Rodrigo se dirigió hacia la sinuosa escalera ayudado por la tenue luz que salía del mp3, aunque apenas veía más allá de sus propios pies. Óliver volvió a agarrarse a su chaqueta y los dos juntos comenzaron a bajar todo lo rápido que les permitían los resbaladizos escalones. Los minutos siguientes se le hicieron interminables. Enseguida perdió la cuenta de lo que llevaban bajado, pero después de un rato comenzó a tener la sensación de que era mucho más de los que habían subido. ¿Y si ya nunca volvían a salir de la torre, tal como predecía el mensaje que acababan de leer? Aunque eso no parecía posible, Rodrigo no pudo evitar que un miedo irracional lo invadiera por dentro. Necesitaba salir de allí cuanto antes. Los muros de piedra empezaban a agobiarle y la escalera parecía estrecharse cada vez más. Cuando ya empezaba a plantearse cerrar los ojos como Óliver por fin percibió la claridad de la calle, tan sólo unos metros más abajo. Estuvo tentado de bajar corriendo los escalones restantes, pero se contuvo para no dejar solo a su amigo. Nunca en su vida había tenido tantas ganas de volver a ver el cielo abierto sobre su cabeza. Cuando los dos salieron por fin de la torre se detuvieron y se miraron con cara de profundo alivio. Óliver tenía la frente empapada de sudor.

—¡Uf! Tenía miedo de que no pudiéramos salir nunca —confesó Rodrigo.

—¿Y qué pensabas? —se rió Óliver— ¿Qué íbamos a encontrar la puerta tapiada con piedras y cemento?

—Anda, ahora no te hagas el valiente, que todavía tienes la cara más pálida que un cadáver.

—Ya, pero eso es por mi claustrofobia.

—Sí, claro. Venga, vámonos antes de que nos pille alguien.

Rodrigo echó a andar, pero algo rodó debajo de su pie haciendo que estuviera a punto de caer al suelo. Era la linterna. Se agachó para recogerla y encontró también las pilas, que estaban esparcidas alrededor.

—Falta la tapa de las pilas —dijo, pero por más que miraba alrededor no conseguía encontrarla.

—Bueno, déjalo —dijo Óliver—. Es mejor que sigamos, a ver si conseguimos llegar a la habitación sin que nos pille el Topo.

Rodrigo sabía que iba a ser muy difícil conseguirlo. Como no habían hecho las señales con la linterna, Álvaro estaría preparado para lanzar la segunda bomba fétida. Aún así, no estaba preocupado. Lo único que le importaba era que por fin habían salido de la maldita torre. Se sentía tan aliviado que estaba dispuesto a afrontar cualquier castigo que les pudieran poner. Sin embargo la suerte parecía acompañarles, porque al llegar al pasillo de los dormitorios oyeron que había bastante jaleo y el Topo estaba riñendo a alguien. Con cuidado, se asomaron al pasillo y vieron que efectivamente tenían el camino libre, por lo que un momento más tarde consiguieron entrar en su dormitorio sin ser vistos. Casi a tientas llegaron hasta sus camas, quitaron las mochilas y se metieron bajo las mantas.

—¡No os vais a creer lo que hemos visto ahí arriba! —dijo Óliver—. Cuando nos quedamos sin luz apareció un mensaje escrito en la pared, como si estuviera escrito con tinta luminosa. Decía...

—¡Venga ya! —lo interrumpió Sergio—. He estado todo el tiempo vigilando la torre y no he visto vuestras luces. Está claro que no os habéis atrevido a subir.

—Pues te equivocas—dijo Rodrigo—. Lo que pasa es que cuando saqué la linterna por el agujero para haceros las señales Óliver me empujó y la linterna cayó al vacío. Pero os aseguro que...

—Ya, claro —respondió Sergio—. Entonces supongo que al menos habréis dejado allí el mp3, ¿verdad?

—No pudimos —explicó Rodrigo, aunque se estaba dando cuenta de lo poco convincente que resultaba su historia—. Tuvimos que utilizar la luz de la pantalla para poder bajar las escaleras. Mira, lo tengo aquí.

—Resumiendo, que no tenéis ninguna prueba de haber subido a la torre. Solamente una historia sobre un mensaje misterioso. Apuesto a que habéis estado todo este tiempo escondidos en el servicio, mientras inventabais todo ese cuento.

—¡Ya me lo dirás mañana! —replicó Óliver—. Voy a convencer al guía para que nos suba a la torre, y entonces lo veréis vosotros mismos.

—No van a poder ver nada —dijo Rodrigo—. El mensaje de la pared sólo se puede ver en plena oscuridad. Nosotros sólo lo vimos cuando se me cayó la linterna.

—¡Vamos, anda!—se burló Álvaro—, que tenéis más cuento que caperucita.

—¡Subid vosotros mañana por la noche! —insistió Óliver—. Así veréis el mensaje con vuestros propios ojos. Yo creo que es la clave para encontrar...

Pero Óliver no pudo explicarles su teoría, porque justo entonces el Topo golpeó la puerta y les mandó callar de una vez.


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