Cuestión de Perspectiva, Él ©...

By csolisautora

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Solo bastó que la dulce Amalia Bautista se diera la vuelta para que mi corazón quedara flechado. Todavía susp... More

Mira que eres linda
Perfume de gardenias
Algo contigo
Toda una vida
Somos novios
Piensa en mí
Palabritas de amor
Noche de ronda
Si tú me dices ven
Amorcito corazón
Virgen de medianoche
Nereidas
La negra noche
Amar y vivir
Nuestro juramento
Contigo en la distancia
Bendita esposa mía
Sabor a mí
El camino de la vida
Sueño de amor
Chokani
Pálida azucena
En un rincón del alma
Soy lo prohibido
Pérfida
Cuando vuelva a tu lado
Dos gardenias
Te odio y te quiero
Dios nunca muere
Fallaste corazón
Tu recuerdo y yo
Mi despedida
Sin un amor
Triste recuerdo
Flor de azalea
La petrona
Deja que salga la luna
No volveré - Epílogo
¿Nos tomamos un cafecito?

Bésame mucho

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By csolisautora

Nueve días y nueve noches duró el novenario. Nueve días en los que la sed de venganza de mi familia se multiplicó. En los que, en lugar de entregarse al sagrado rezo, planearon un asesinato. No escogieron a quién, pero se pusieron varios nombres sobre la mesa.

Se dice que esos días son dedicados para que el espíritu del difunto sea recibido en la gloria de Dios y asegurar su descanso; yo creo que mi tío Heriberto se perdió en el proceso.

Después de mi desafortunado interrogatorio, mi madre curó la herida del cuello con ungüento de petróleo. Mientras lo hacía profería maldiciones a diestra y siniestra. Para mi buena suerte, la abertura de la piel fue más pequeña de lo que imaginé. Aun así, ella me pidió insistente que reposara.

Al día siguiente, Florencio tocó mi puerta apenas amaneció.

—Amigo, me vengo a despedir —dijo con una seriedad exagerada cuando se sentó a mi lado—. Las clases empiezan a finales de enero, ¿regresarás?

Me acomodé sobre la cama porque si mi madre me veía de pie la haría enojar.

—No creo —le respondí con el corazón estrujado—. Tenemos la orden de no salir del pueblo.

La escuela para mí significaba más de lo que mi familia sabía, y dejarla me destrozó el orgullo.

—Lamento escucharlo.

—Antes de que te vayas tengo que agradecerte todo lo que hiciste por mí y por mi familia. Eres un buen amigo.

Florencio demostró, durante esos confusos días, que me estimaba de verdad. Lo vi hasta repartiendo pan y café a los que tuvieron la cortesía de acompañarnos.

—¡Amigo! —pronunció como para sí y luego me observó. Pocas veces se le veía titubear, pero en esa ocasión hasta una de sus manos temblaba y con la otra la apretaba para disimularlo. Antes de hablar miró hacia el suelo—. Sí, somos amigos, y por eso tengo que confesarte una gran vergüenza.

—¿Qué es? —me levanté de la cama porque temí que fueran malas noticias.

—Espero que no me juzgues.

—Dime ya —le pedí, un poco desesperado de que estuviera con rodeos.

—Debes saber que... —Se tocó el pecho y respiró profundo—. Ha llamado mi atención una mujer... una mujer de este pueblo.

—¿Quién?

—Es... —quiso hablar, pero no pudo porque perdió el aliento.

Me senté sobre la cama, a su lado, y le di una palmada en la espalda.

—Tranquilo. Solo dilo y ya. Que te guste otra no tiene nada de malo.

Florencio volvió a respirar, y esta vez sí salieron las palabras de su boca, aunque no muy claras.

—Es que esa es la cuestión. No solo me gusta, ya la estoy pretendiendo.

Volví a levantarme y le di la espalda. Lo que confesó era lo que menos me esperaba.

—Amigo, esto es serio. ¡Tú ya estás comprometido!

—¡Lo sé, lo sé! Pero caí en sus encantos. ¿Qué tienen sus aguas que las vuelven tan interesantes?

Por más que rememoré, no di con la culpable de su arrebato.

—¿Me vas a decir quién es? —le dije mirándolo a los ojos.

Él se sonrojó como pocas veces. Se trataba de ese tipo de rubor que solo aparece cuando los sentimientos se desbordan por el cuerpo.

—Se trata de tu amiga, esa de las mejillas rosadas y cabello ondulado. La de la mirada chispeante y energía contagiosa.

—¡¿Erlinda?! —pronuncié incrédulo porque de todas las posibles candidatas, ella era la que menos imaginé.

Florencio asintió y esbozó una sonrisa de oreja a oreja.

—Pero es que ella es... Y tú eres tan... —En mi mente, ellos dos eran incompatibles.

Mi buen amigo aclaró la garganta y supe que todavía no terminaba de decirme todo.

—Tienes que saber que aproveché los rezos de tu tío para acercármele. Ella no rechazó mi cortejo. Ayer hablé con sus padres y les dije la verdad. Les prometí que me iría cuanto antes para romper mi compromiso y que vendría enseguida a pedir la mano de su hija. —Sospecho que el verme mudo lo incomodó—. ¿No vas a decir nada?

Por experiencia sabía que don Evelio era un hombre conciliador y comprensivo, al grado de consentir que su sobrina se viera a escondidas con un hombre. Pero de eso a que su hija, su consentida hija, tenga un pretendiente ya comprometido, me parecía demasiado hasta para él.

—Es que... es inesperado. Ya pensaste que la familia de tu todavía prometida puede hacerte algo por la ofensa que quieres cometer.

Florencio resopló.

—No me importa. No la quiero, ¡nunca la quise! Es un arreglo por conveniencia, pero no existe amor de por medio. —De pronto su voz sonó más personal—. ¿Te crees el único que quiere sentirse querido por su esposa?

¡Tremendo golpe bajo que me dio! Yo no tenía derecho de juzgar sus acciones cuando las mías tampoco eran las mejores.

—No. Por supuesto que no. —En ese instante pensé en Amalia y en todo su encanto que me había llevado hasta ese punto. Sin duda volvería a hacer lo mismo con tal de tenerla conmigo—. Te entiendo más de lo que imaginas, después de todo, Erlinda también es una Bautista.

—¡Esas Bautista! Nos tienen vueltos locos.

Los dos sonreímos.

—Pero vale la pena, amigo.

—Sí que lo vale. —Se levantó de la silla y caminó hacia mí—. Conseguiremos lo que queremos, ya verás. —Extendió su mano—. Debo irme ya. No quiero alargar más el momento.

Nos dimos un fuerte apretón de manos y después él se dirigió a la puerta.

—Permíteme acompañarte. —Fui detrás de él.

—¡De ninguna manera! —Se giró, me sujetó por los hombros e hizo que retrocediera—. Tu madre me reclamará si dejo que lo hagas. Sé llegar solo, no tengas pendiente. Nos volveremos a ver más pronto de lo que piensas. —Antes de salir me observó por un momento con su cara llena de emoción—. Mejórate.

El resto del día la pasé pensando en ellos dos. Imaginarlos juntos cada vez se me hacía menos raro y, si todo nos salía bien, terminaríamos siendo familia.

Después de que Florencio se fue, comencé a preocuparme porque no recibía noticias de mi estrella. ¡No llegaba nada! ¡Ni una sola carta o al menos una nota! Ir a verla no era opción, así que tuve paciencia. Las horas pasaban lentas y el mensajero al que le pagaba no apareció en dos largos días. La preocupación me superaba, pero no podía permitir que se dieran cuenta, así que dediqué mi tiempo revisando las cuentas que el administrador del negocio me enviaba.

—Te hablan —me avisó Sebastián por la tarde, pasadas las cinco.

Yo estaba a punto de darle un baño a Genovevo. El muy cabrón se metió a un charco de lodo y se manchó tanto que parecía ser negro.

—¿Es el mensajero? —Solté la cubeta que cargaba y alcancé a mi hermano.

—No. Es la señorita Ramírez.

«¿Qué hace Celina aquí?», me pregunté. Ella dejaba que Nicolás se encargara de tratar conmigo.

Fui rápido a cambiarme las botas y me dirigí a la sala donde supuse que estaría.

Encontré a Celina charlando con mi madre como si fueran grandes amigas. Ambas estaban sentadas en el mismo sillón y frente a frente.

—Chule —la llamé por su apodo cuando estuve cerca—, ¿para qué soy bueno?

Las dos me miraron y se rieron. En definitiva, no quería saber de qué hablaban. Mi madre constantemente nos dejaba en ridículo al querer presumirnos.

—Le decía a tu mamá que necesito que alguien me ayude a subir un mueble que acabo de comprar. Mi empleado no puede solo porque es muy pesado.

—¿Y Nicolás?

—Regresó a su pueblo por asuntos de trabajo. Va a volver dentro de dos semanas.

Celina se veía distinta, como más desenvuelta. Quizá Nicolás la estaba contagiando de su buen ánimo.

Descolgué mi sombrero del perchero, dispuesto a auxiliarla, aunque me pareció extraño que recurriera a mí y a otro familiar.

—Claro que sí. Vamos.

—Fue un gusto, señora —se despidió de mi madre.

Allí comprobé que Celina era la clase de mujer que cualquier madre quisiera como nuera. Ojalá la hubieran elegido para esposa de otro de mis hermanos. Me habría agradado tenerla como cuñada.

Apenas salimos de mi casa, la Chule se sujetó de mi brazo y me habló en voz baja.

Tuve que agacharme para escucharla.

—Mentí porque estaba tu mamá. Es Amalia la que quiere verte.

—¿Por qué no mandó al mensajero?

—No sé, pero supongo que ella te va a explicar. Iremos en la carreta de mi papá. No quiero caminar porque me lastimé el tobillo y todavía me duele.

Aunque no comprendía bien lo que pasaba, me reservé las preguntas. Después de todo, Celina solo estaba haciéndonos un favor y de paso se arriesgaba a que sus padres, tan estrictos, la reprendieran.

Me subí a la pequeña pero cómoda carreta de los Ramírez después de ella. Arriba ya se encontraba su chaperona, una dama joven dedicada a cuidarle los pasos. Seguro los Moreno no quería fallas.

Llegamos a su casa en menos de cinco minutos y la ayudé a bajar porque vi que sí era verdad que su pie estaba lastimado. Se notaba hinchado y rojizo.

—Pasa. Ella todavía no llega. —Abrió la bonita puerta de madera tallada y, sin que se diera cuenta, resbaló con una piedra húmeda y se tambaleó.

Me apresuré a sostenerla porque estaba a punto de caerse. De reojo vi a su chaperona que aceleró el paso hacia nosotros.

—¡Cuidado! —le dije cuando la tuve a salvo.

Su cuerpo quedó por completo sobre mis brazos y vi que sus ojos se abrieron de par en par por el susto. Era tan menuda que parecía que sostenía a una niña—. ¿Estás bien?

—Sí, gracias. —Cuando cayó en la cuenta, trató de zafarse, pero volvió a caerme encima—. Este torpe pie. Lo siento, yo... —Sonaba agitada y al mismo tiempo avergonzada.

—Buenas tardes —se escuchó decir como un susurro y supe enseguida de quién era la hermosa voz.

Con cuidado ayudé a la chule a quedar de pie su chaperona le prestó su hombro para sostenerse.

Los cuatro nos apresuramos a entrar a la casa porque en plena calle no podían vernos juntos.

—Les daré privacidad —nos dijo Celina en el recibidor—. Iré a comprar un buen ungüento y tal vez pase a recoger unas telas. Si quieren pueden hablar en el jardín trasero. Nicolás lo remodeló a mi gusto y me encantaría que lo vieran.

—Ve con cuidado —le dijo Amalia a Celina—. Y gracias de nuevo.

—Para eso somos los amigos. —Después salió a pasos lentos con ayuda de la señorita que la cuidaba.

Lo primero que hice fue quitarme el arma y la puse sobre una mesita de la entrada porque no quería portarla mientras estaba con mi amada.

El aroma de su perfume me envolvió. pero al voltear a verla, la noté seria y jugueteaba con su rebozo de colores.

—Y dime, ¿salvas muy seguido a otras mujeres? —se apresuró a preguntarme de una forma que sonó casi como un reclamo.

—¡Oh! ¡No, no! —Me le acerqué de inmediato—. Es que se resbaló y yo estaba cerca, y...

Amalia se rio y yo solté un respiro. Lo que menos quería era hacerla enfadar o que creyera cosas equivocadas.

—No hablaba en serio. —Aprovechó la cercanía, sostuvo mi muñeca y me jaló—. Vente, vamos al jardín, quiero verlo. Celi habla todo el tiempo de él.

Como si hiciera una travesura, me llevó hasta el fondo de la casa. Entramos al jardín. Teniendo en cuenta las dimensiones de nuestro patio, ese era pequeño, pero lleno de flores de todos colores. Al final se alzaba un pequeño y elegante kiosco. Solo los había visto en la capital, en el pueblo no se acostumbraba construirlos. El de la casa de Celina era gris con tejas coloradas y me pareció sencillo pero elegante.

Amalia me sigue jalando hasta que entramos allí. Como estaba un poco elevado, podíamos apreciar mejor todo el jardín. Nadie podría encontrarle error al orden que imperaba. Cada planta y decoración fue puesta con cuidado. Pero para mí, la flor más bella era la que tenía a mi lado. Mi amada estrella. Ella se abrazó a una columna de la construcción y cerró los ojos. Yo pienso que admiraba los dulces perfumes de las rosas que se encontraban a los pies de la construcción.

—¿Por qué no mandaste al mensajero? —la cuestioné apenas salió de su estupor.

—Porque me urgía verte y él no pasa después de las dos. Tengo que decirte que voy a salir del pueblo.

—¿Cuándo? —Me acerqué a ella y la rodeé con una mano, como si con es evitara que se fuera.

—Hoy mismo, en dos horas. Ya tengo mis cosas listas. Me apuré para poder verte. Mi hermano Lázaro volvió a recaer y a la curandera se le terminaron los remedios. —Su hermano menor tenía apenas seis años—. Nos recomendó que consultáramos con un médico de niños, y el más cercano está en la capital. Nos vamos a quedar con una prima de mi madre. Según sé, estaremos fuera uno o dos meses, depende de cómo avanza su enfermedad. —Dio un paso hacia atrás y de su refajo sacó un papelito que me entregó—. Esta es la dirección, por si quieres escribirme. —Toda su calma se esfumó y pareció mortificada. Sujetó mis dos manos entre las suyas y me observó—. Y dime, ¿me extrañarás?

—¡Muchísimo! —Sentirla tan cerca me llevó a cargarla para tener su rostro frente al mío—. Te escribiré tanto que te hartarás de mí.

—Jamás me hartaría de ti —murmuró antes de darme un beso.

Estar solos, allí, en un lugar tan hermoso, con el sol que brillaba tenue, con el olor dominante de los laureles, con la mujer que amaba, era para mí como una prueba de resistencia que estaba por fallar.

Sus húmedos labios me besaron tanto que no sé cómo fue que terminamos recostados sobre el suelo. Fui cuidadoso y su cabeza quedó recargada en mi brazo para que no se lastimara. Los lentos besos continuaron, besos que después de un rato ya no fueron suficientes. En su blusa había un bonito listón morado, y en medio del calor que nos controlaba, lo jalé despacio. La tela se abrió un poco, pero fue suficiente para deleitarme con el nacimiento de sus pechos. Éramos dos cuerpos jóvenes sedientos de placer, con la mente nublada por el deseo de conocer así el amor, ansiosos por morder esa manzana prohibida que nos seducía con su rojo pasional.

Sus dedos desabotonaron mi camisa y me tocó el vientre. El calor de su piel sobre la mía causó un irreconocible estremecimiento.

Ninguno sabía cómo se hacía, pero nos dejamos guiar por el instinto.

Con cada roce, con cada probada de sus labios y su suave cuello, me olvidaba de las promesas hechas, me olvidaba de respetarla.

Yo quería desatar los listones de esa amplia falda azul celeste y explorar su cuerpo a detalle. Quería consumar el amor que nos teníamos. ¡Pero no lo hice!

La cara de don Evelio se proyectó en mi cabeza y me devolvió a la realidad.

—Es mejor que paremos —le dije lo más calmado que pude a pesar de que me faltaba el aliento.

—No quiero. —Ella hizo caso omiso a mi endeble petición y trató de quitarme el cinturón—. ¿Tú quieres?

Despacio me alejé y evité que continuara. Era un mal necesario.

—No, pero sí debemos. Por favor, no es correcto.

Amalia se notó confundida, pero aceptó. Se sentó y tardó un minuto en decirme algo.

—Sí, sí, tienes razón —susurró y luego se tapó la boca—. ¡Qué vergüenza!

—¡No, no! Perdóname tú a mí. —Besé su frente y casi puedo asegurar que eso ayudó a que se relajara.

Nos quedamos recostados, viendo hacia la cúpula.

Yo solo podía pensar en cómo sería nuestra vida juntos. Como haríamos también un bonito jardín, como tendríamos hijos que rompieran los rosales, como me prepararía esa comida que mi madre decía que era salada, como nos entregaríamos sin miedo a equivocarnos.

—Anoche tuve un sueño y fue muy bonito —me confesó después de un rato de sublime silencio.

—¿Qué soñaste?

—A ti. —Sus chispeantes ojos me contemplaron—. Soñé que me llevabas lejos de aquí, a un lugar donde no existía el mal.

—No creo que haya un lugar así.

—Supongo que no —sonó decepcionada.

Aunque no lo dijera, sentía en ella un poco de vacilación.

—¿Te pasa algo que yo no sepa?

—No. Es que tengo un presentimiento que no me deja en paz... —Se tocó el pecho y se quedó pensativa. Cuando reaccionó, se levantó a prisa. El tiempo corrió tan rápido que no se dio cuenta de que era hora de irse—. Pero no me hagas caso, es una tontería. —Antes de dar un paso hacia adelante, me dio un beso rápido—. Escríbeme mucho. ¡Ah! —Levantó un dedo—, y también procura no salvar a otras mientras no estoy.

Solo pude reírme un poco.

—Espero que tu hermanito mejore pronto —le dije antes de que se fuera.

Yo decidí salir después y me quedé un rato más en el jardín. Una vez que empezó a oscurecer, me di cuenta de que hasta la flor más bella puede parecer hostil cuando la luz deja de iluminarla.

Transcurrieron quince días con una tranquilidad que me ponía nervioso. Ninguna discusión, ninguna noticia de la alcaldía, ni siquiera Florencio daba señales de su regreso. Al dieciseisavo día sentí a mi padre intranquilo. Nos mandó a dormir antes de las nueve y no probó su cena; algo que ni por error hacía porque mi madre se molestaba con él.

Di varias vueltas en mi cama. No podía conciliar el sueño, aunque ya pasaba de la media noche, así que me levanté para escribirle a Amalia. Como se lo prometí, le escribía a diario una carta. Apenas había sacado un pedazo de papel de mi cajón, cuando escuché una puerta abrirse. Me asomé con cuidado para averiguar qué pasaba, y vi a mi padre que salía furtivo de la casa. Esta vez no llevaba un revólver, sino una escopeta.

Mi corazón se aceleró porque esas no podían ser buenas noticias.

Me puse la ropa y los zapatos lo más rápido que pude, tomé mi arma y salí para alcanzarlo. Él ya no estaba. Corrí sin dirección, pero tuve la buena suerte de encontrarlo a cuatro calles adelante.

En medio de la oscuridad de la calle, reconocí tres siluetas envueltas en sarapes que caminaban hacia él. Mi padre se les unió. Allí confirmé que se trataba de sus tres hermanos.

Aceleré el paso todavía más, hasta que estuve lo bastante cerca para que me vieran.

—¿A dónde van? —les pregunté con la respiración acelerada.

—A cobrar una deuda —me respondió mi tío Vicente y levantó su revólver.

—¿Qué deuda y por qué a esta hora?

Mi tío Hilario fue directo hacia mí, con esa presencia que me intimidaba, y me habló con voz grave y susurrante.

—Vamos a mandar a la tumba a Boris y a Baltazar Carrillo. ¿Estás contento con mi respuesta, niño? Los dos están escondidos como cobardes en la casa de Baltazar. —Soltó una carcajada. Ni siquiera le importó que en las casas aledañas lo escucharan—. ¡Ja! ¿Qué te parece? Dos pájaros de un solo tiro.

Me acerqué a mi padre porque él era el que me importaba. Era mi obligación persuadirlo de regresar a la casa y olvidarse de venganzas.

—¿Hasta cuándo van a seguir? Si hacen eso, los hijos tomarán venganza.

Mi tío Hilario se interpuso entre los dos.

—¡No digas pendejadas, sobrino! Boris tiene puras hijas, y los hijos de Baltazar ni viven aquí. El muy cabrón tuvo dinero suficiente para mandarlos al extranjero. Dinero que pudo ser nuestro. Seguro ni saben que su padre anda metido en líos.

Mi tío Celestino no decía ni una sola palabra, y mi padre tampoco.

—¿Y Rufino, Justo y Ciro? —me apresuré a rebatir—. Son hijos de don Amadeo. Ellos tienen un buen motivo para vengarse porque les estarían confirmando que nosotros sí matamos a su padre. ¡Piénsenlo bien!

—Sabía que tu hijo era un cobarde, Tacho, pero no pensé que tanto —se mofó mi tío Hilario.

Lo hice a un lado porque me cansó que se metiera. Si él quería morir, no sería yo el que se lo impediría.

—¡Papá, tú no eres un asesino! —le imploré—. Mi madre no soportaría verte tras las rejas. ¿Ya pensaste en ella?

Creo que removí los sentimientos de mi padre y dudó, pero la presión impuesta por sus hermanos era demasiada.

—Regrésate a la casa —me dijo sin verme a la cara—, y cuidadito y le abres la boca.

Mi tío Hilario se rio complacido.

—Ya sabes lo que dicen —intervino mi tío Vicente—, muerto el perro se acabó la rabia.

Los cuatro me dieron la espalda y avanzaron armados hacia la casa de Baltazar Carrillo.

Fingí que obedecía la orden de mi padre. Ya conocía la casa de don Baltazar porque años antes nos compraba calzado para su esposa. Le gustaba regalarle los modelos más nuevos. Para su desgracia, ella lo dejó para irse con un hombre joven de la costa el año pasado.

Al dar la vuelta en la esquina tomé una ruta diferente. Explorar los diferentes atajos del pueblo era mi pasatiempo en la niñez y la adolescencia. Me gustaba evitar a las personas. Jamás imaginé que en la adultez eso me sería de gran ayuda.

La casa de Baltazar Carrillo se ubicaba en el lado sur del pueblo. Era grande, de ocho habitaciones según sabía, incluso tenía un establo envidiable, corrales de animales y más adelante amplios sembradíos.

Llegué al mismo tiempo que ellos, pero me fui por el monte que tapaba el lado izquierdo.

Apenas e iluminaban su entrada con dos antorchas que de poco servían

Decidí quedarme detrás de una leve pendiente para que no me detectaran. No podía ver nada, pero escuchaba todo.

—Baltazar —gritó una voz potente que supe que era de mi tío Hilario—, sal de tu escondite, cobarde.

Alguien le dio varios golpes violentos a la madera de la puerta.

Rogué porque los Carrillo no estuvieran o decidieran no salir, pero eran lo bastante bravíos como para confrontarlos.

En cuanto sonó que abrieron, se escuchó un disparo. Ni siquiera les dieron la oportunidad de hablar y tiraron a quemarropa. No hubo discusiones, insultos, acuerdos, la misión era acabar con sus vidas. ¡Luego sonó otro, y otro, y otro! Con cada estruendo mi corazón y mi cuerpo entero saltaba desesperado. La tierra debajo de mis pies se revolvía por mis movimientos involuntarios. Tuve que taparme la boca para no echar afuera la cena. Perdí la cuenta después de ocho balazos. Luego sonó uno más y sobrevino el silencio. Aguardé allí unos cinco minutos por precaución, pero ya no hubo nada, solo el sonido de los grillos que ignoraban lo que acababa de pasar.

No quería asomarme, pero me obligué a hacerlo. Despacio moví un poco la cara para que no me ubicaran, podían confundirme y dispararme a mí también.

Logré ver dos cuerpos que yacían sobre la tierra y traté de enfocar la vista. No quería saber si uno de ellos era mi padre.

Por la complexión y altura de las víctimas, supe que no se trataba de ninguno de mi familia. Los Carrillo eran más bien de estatura media y robustos.

Sé que mi padre y mis tíos pensaban que arreglaban todo quitándole la vida a Boris y Baltazar, pero yo pensaba que solo lo empeoraban.

Estaba por irme, cuando me di cuenta de que uno de ellos se levantó. No sé bien quién era, pero en definitiva no estaba muerto.

Pasaron varios pensamientos por mi mente. Tenía un arma, tenía el ángulo, el anonimato y la oportunidad de terminar con lo que mi familia empezó.

Si quería hacerlo, debía darme prisa.

Desenfundé el revólver, lo sostuve entre mis manos, pero temblaban tanto que no estaba seguro de poder darle.

Mi dedo se posó sobre el gatillo. A pesar del frío el sudor mojó mi frente. El hombre caminaba despacio y errático y se apretaba el vientre con sus dos manos. Yo contaba con tiempo suficiente para darle más de un tiro si el primero fallaba.

Si lo mataba, salvaba a mi familia, pero me convertía en un criminal. Si no lo mataba, condenaba a los míos, pero podría dormir con la consciencia tranquila.

Con un pulso mediocre, lo apunté. El aire en mis pulmones se negaba a salir y un mareo me atacó. Mis ojos se mojaron en lágrimas de miedo, de un miedo auténtico y profundo.

Si hubiera sido otro de mis hermanos, no lo habríadudado, pero yo no era como ellos, jamás lo fui. Quizá me faltaba valor y,después de hacer un recuento rápido de las consecuencias que caerían sobre mísi me descubrían, elegí que era tiempo de ser egoísta y salvarme.

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