Cuestión de Perspectiva, Él ©...

By csolisautora

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Solo bastó que la dulce Amalia Bautista se diera la vuelta para que mi corazón quedara flechado. Todavía susp... More

Mira que eres linda
Perfume de gardenias
Algo contigo
Toda una vida
Somos novios
Piensa en mí
Palabritas de amor
Noche de ronda
Si tú me dices ven
Amorcito corazón
Virgen de medianoche
Nereidas
La negra noche
Amar y vivir
Bésame mucho
Contigo en la distancia
Bendita esposa mía
Sabor a mí
El camino de la vida
Sueño de amor
Chokani
Pálida azucena
En un rincón del alma
Soy lo prohibido
Pérfida
Cuando vuelva a tu lado
Dos gardenias
Te odio y te quiero
Dios nunca muere
Fallaste corazón
Tu recuerdo y yo
Mi despedida
Sin un amor
Triste recuerdo
Flor de azalea
La petrona
Deja que salga la luna
No volveré - Epílogo
¿Nos tomamos un cafecito?

Nuestro juramento

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By csolisautora

Con la llegada de mi amigo y mi nueva relación secreta tenía los pensamientos ocupados. Visitar a mi estrella era ya una rutina que tuve que hacer cachitos y reacomodarla a sus tiempos libres, y a mi capacidad para escaparme de los ojos y oídos vigilantes de mi familia. Por suerte para los dos, a ella no le prohibieron nada, ni siquiera hubo una mención sobre el tema en su casa; o al menos eso fue lo que me dijo.

Florencio pensaba quedarse solo dos días porque debía pasar sus vacaciones arreglando los últimos detalles de la casa que sería su dirección conyugal. El dinero para su construcción vino directo de los bolsillos de los padres de su futura esposa. Sabía poco de ella, apenas su nombre: Viviana Larrea, hija de un empresario minero que contaba con una cuantiosa fortuna, y nada más. Mi reservado amigo se guardaba para sí los detalles de su compromiso y pocas veces lo escuché mencionarla.

El primer día que se quedó en mi casa tuve la oportunidad de platicar con él a solas después de la comida. Mi madre limpió y preparó la habitación de visitas para que él estuviera lo más cómodo posible. Hasta cambió el catre por una cama y añadió dos muebles más, cosa que no hizo cuando yo estuve durmiendo allí.

—Muy inusual en ti, e inesperado en una mujercita del campo —atinó a decirme Florencio cuando le conté que mantenía mi noviazgo lejos de los chismosos.

Tenía que informarle para que no preguntara sobre Amalia frente a mi familia.

—Hace una hora una amiga me invitó a un pequeño convivio en... digamos, parte de su casa. ¿Me acompañas?

Florencio se mantenía sentado en la silla que estaba a lado de la cama, alzó una pierna y la puso sobre su rodilla.

—Preferiría quedarme a terminar el libro que me tiene atrapado entre sus páginas. Pero gracias.

¡De ninguna manera me iba a salir sin él porque nacerían las sospechas que quería evitar!

Vacilé por un momento, di media vuelta y regresé. Presionar a las personas no formaba parte de mis aficiones, pero tenía que convencerlo.

—Anda, vamos, te vas a divertir. —Por dentro deseé que las señoritas anfitrionas no le parecieran "demasiado".

Mi buen amigo sonrió.

—Está bien, solo porque te ves desesperado.

Avancé hasta la puerta, me comían las ansias por ver a mi amada, luego regresé a verlo.

—Es a las cinco, ponte listo.

—Ya estoy listo. —Sujetó las solapas de su saco y las levantó un poco.

Era verdad. Él siempre se vestía formal desde la mañana, aunque fuera fin de semana o día de descanso.

Cuando la hora llegó y salimos a pie rumbo al lugarcito de costumbre, la gente que pasaba a nuestro lado lo escrutaba con descaro. Llamaba la atención más de lo que imaginé. Hasta juro que vi a mi madre ruborizarse cuando lo presenté.

Elegí irnos por un rumbo más despejado, tenía que despistar a los mirones.

Mi corazón latió tan rápido que cuando llegamos lo podía escuchar retumbando violento. Yo estaba faltando a mi palabra, desobedeciendo a mis padres, pero, aunque debía asustarme, creo que por primera vez sentí esa emoción que te hace querer seguir probando lo prohibido.

Florencio inspeccionó la casita de esquina a esquina, pero fue educado y se reservó sus comentarios. Él desconocía que allí se podían pasar grandes momentos, sin lujos, sin bajillas caras, sin más que mi guitarra y las ruidosas risas de las damas.

Entramos y hallamos a Erlinda de espaldas, concentrada en la mesita donde a veces ponían comida.

—Traje chapulines, los hice yo solita —dijo orgullosa como cantando, pero no se volteó.

—Creo que llegamos temprano —pronuncié en voz alta para que ella nos prestara atención.

La mujer se giró de golpe, abrió más los ojos y se llevó una mano al pecho.

—¡Oh, por la Virgen Santísima! Creí que eras Chavelita.

—Perdóname —le dije y me le acerqué porque en serio se alteró—. Erlinda, te presento a mi amigo Florencio. —Lo señalé.

Florencio avanzó hacia ella y Erlinda le extendió la mano de inmediato.

—Un gusto. ¿Viene usted de la capital?

—De más al norte —respondió Florencio a secas y con una seriedad exagerada. Creo que se sentía incómodo.

Para mi buena suerte después llegaron Celina, Nicolás e Isabel. Pasaron quince minutos más que para mí fueron una eternidad y Amalia no llegaba.

Yo me dispuse a afinar la guitarra en la esquina cerca de la puerta cuando mi estrella entró apresurada y con la falda revuelta. Yo me levanté para alcanzarla.

—Por poco y no me logro zafar —me dijo directo a mí. Respiraba agitada y las gotas de sudor delataron que corrió—. Lázaro está un poco enfermo y mi madre quería que lo cuidara. Le dije que solo saldría una hora. Tengo poco tiempo, lo sé, pero en verdad quería verte. —Su dulce voz hizo que todo lo malo se me olvidara. Aprovecharía esa hora lo más que se pudiera.

—El tiempo que tengas me basta —le susurré cerca de su oído para que solo ella lo escuchara.

—Ya, ya, vamos todos a probar mis chapulines —nos interrumpió Erlinda—, ni los norteños se salvan, ¡eh!

Ese convivio, aunque sin Amalia la mitad de él, lo disfruté. Fue revitalizador volver a experimentar la simpleza de una charla entre amigos. Aunque a Florencio sí lo noté aislado y pensativo.

Lo único que me dolió fue no poder ir a dejar a mi novia a su casa, pero Nicolás se ofreció a acompañarla unas calles por su seguridad.

Regresamos a mi casa pasadas las ocho. La cena ya esperaba. Mis dos hermanos y mis padres estaban sentados en la mesa.

—Esteban. —Mi madre soltó su cuchara y se levantó enseguida—, tu amigo debe estar hambriento. ¿Dónde andaban?

Me quedé mudo porque su pregunta me tomó por sorpresa, pero Florencio fue más ágil, dio un paso al frente e intervino.

—Su hijo me llevó a conocer el pueblo. —Puso una mano sobre su pecho—. Debo reconocer que es muy interesante.

—Sí, lo es. —Mi madre sonrió orgullosa y se adelantó hacia la cocina—. Siéntese en lo que traigo platos.

Ninguno de los dos tenía hambre porque habíamos comido los platillos de las muchachas, ellas se pusieron de acuerdo para presumir sus dotes en la cocina, pero hacerle el desaire a mi madre era inaceptable.

—¿Y qué fue lo que más te gustó del pueblo? —preguntó mi padre a Florencio con una atención inusual en él; incluso dejó de comer—. Dime, ¿cuáles fueron las partes más interesantes?

Los nervios aparecieron y se instalaron en mis dedos que temblaron al sostener el tenedor. Florencio tenía que ser muy convincente si yo quería evitarme un interrogatorio privado en que tal vez confesaría todo si me presionaban de más.

Para mi buena fortuna, un fuerte golpe en la puerta cortó la conversación.

—Ve a abrir —le ordenó mi padre a Sebastián.

Él se levantó a regañadientes y fue a pasos lentos a abrir.

Temía que mi padre retomara la pregunta, pero otro fuerte toque que retumbó nos alertó. Esperamos a conocer la identidad de la persona que llamaba, y me preocupé en serio cuando el que entró fue mi tío Vicente. Por lo pálida de su cara supe que traía malas noticias.

—¿Qué pasó? —Se levantó mi padre y se le acercó veloz.

Mi tío se quedó parado a media sala.

—¡Es Heriberto! —alcanzó a decir. Se notó que hizo un esfuerzo para que su voz no se quebrara.

Todos nos levantamos también y nos reunimos con ellos.

—¿Qué le pasó? —Mi padre lo sujetó fuerte de los hombros y le dio una sacudida que rayó en lo violenta.

La noticia que llevaba era una de esas que ya sabes qué es sin que la pronuncien, y que de todos modos necesitas escucharla para creerla.

Volteé a ver a mi madre y vi que ya llevaba una botella de mezcal y dos vasitos entre los brazos. Su resignación confirmó mis sospechas.

—Lo remataron —confesó mi tío y su cara se descompuso. Era incapaz de sostenerle la mirada a mi padre y se agachó para sollozar—. Entraron... entraron a su casa y le dieron varios disparos, más de cuatro. Uno en la cabeza... como a... —Ya no pudo seguir hablando.

—Amadeo —susurró mi padre con la cara encendida en ira, luego volvió a sujetar a mi tío y alzó la voz—. ¡¿Quién te dijo?! ¡¿Tú lo encontraste?!

—No. Fue la muchacha que le limpia la casa. Ella dice que lo encontró en un charco de sangre en el patio cuando llegó a dejarle la cena, hasta le mataron a la Pinta los muy desgraciados. Luego, luego se fue a avisarle a Celestino, ya ves que es el que vive más cerca de su casa.

Vi a mi padre inclinarse hacia un lado, su mirada pareció perdida y Sebastián se apresuró a ponerse detrás de él. Paulino y yo fuimos por dos sillas y los sentamos. Mi madre sirvió el mezcal y le dio un vaso a cada uno.

—Tómense un fuerte.

Ambos bebieron de un sorbo, ni siquiera hubo una mueca cuando el mezcal llegó a su garganta. Sus expresiones eran entre dolor y coraje.

—¡Malditos! —dijo mi padre en un tono de voz distinto, como si aguantara las ganas de llorar—. ¡Siempre sí se vengaron!

—Hilario y Celestino se fueron a ver al funerario —comentó mi tío ya más tranquilo.

—¡Funerario! —musitó para sí mi padre. Supongo que no podía creerlo todavía.

Ninguno de nosotros podía creerlo. De todos los que tenían para atacar, mi tío Heriberto era el menos peligroso, tal vez por eso lo escogieron a él.

La puerta había quedado medio abierta y se movió de un jalón. Fueron solo dos segundos, pero por esos dos segundos temí que se tratara del asesino de mi tío. Solté el aire cuando vi que se trataba de Rogelio y su esposa.

Rogelio fue directo a abrazar a mi padre. Fue el único que tuvo el valor para hacerlo. Solo así él fue capaz de romperse como debe romperse alguien que ha perdido a un hermano.

El funeral de mi tío Heriberto, a pesar de todos los chismes que nos rodeaban, fue bastante concurrido. La gente llevó flores, veladoras, pan, café, atole... Llevar ese tipo de presentes era considerado una muestra de respeto al difunto y a sus seres queridos.

El cuerpo presente de mi tío en medio de su sala fue cuidado durante toda la noche. De niño no lo entendía, pero creo que esa costumbre permite a los dolientes el aceptar el duelo y, de alguna manera, aminorar la pena.

"Por suerte no dejó hijos y esposa", "al menos no sufrió enfermo", "se fue como un valiente"..., eran algunos de los comentarios de los presentes.

Recuerdo bien que vi a Amalia en la noche de la velada. Entró a la casa con un gran ramo de crisantemos y un velo negro cubriéndole la cabeza como era acostumbrado. Atrás de ella iban sus padres y hermanos. Deseé poder alcanzarla y ayudarla a cargar con ese pesado regalo, pero me contuve un poco, hasta que estuvo lo bastante cerca como para ser tomado como un favor.

Los dos sabíamos que no debíamos mirarnos de más o hablar en confidencia, así que solo presentó sus condolencias y se fue a sentar a una silla alejada.

Tuve miedo de que la presencia de Don Cipriano iniciara una incómoda discusión, pero mi familia sabía bien que en los funerales se respeta al difunto.

En mi padre y mis tíos vi cómo el dolor recorría sus cuerpos, pero se mantuvieron firmes. Desde muy pequeños nos enseñan que los hombres no debemos llorar, por eso aprendimos a hacerlo con los ojos secos.

Ya entrada la madrugada y con los cálidos rezos que sonaban al unísono, fui débil y acudí a Isabel para que me ayudara a tener un encuentro con Amalia. Ella accedió con recelo porque sabía muy bien que podía recibir un regaño si la descubrían.

La casa de mi tío tenía un patio que rodeaba toda la casa, así que Isabel nos ayudó a encontrarnos justo atrás, donde no se podía ver ni escuchar nada.

Mi amada estrella llegó con las piernas tambaleando sobre el pasto y se abalanzó a mis brazos cuando estuvo cerca.

—Lo siento mucho —me dijo tan bonito que fue como un roce al corazón.

—Gracias por venir.

—Era lo menos que podía hacer, pero... —Giró a ver a los lados, nerviosa—, creo que debemos regresar o se darán cuenta.

No sé qué me pasó esa madrugada, o cuál era mi urgencia. Tal vez las emociones recientes me dotaron de un valor que pocas veces llegaba a mí.

Ella quiso regresar, pero se lo impedí con un jalón de su mano.

—Antes quiero pedirte algo.

—Dime. —Seguía observando atenta por si algún chismoso aparecía.

Masajeé sus dedos y lo dije sin rodeos.

—Prométeme, ¡júrame!, que me vas a esperar.

Amalia dio un paso hacia atrás y sus ojos se abrieron de par en par.

—¿Por qué me dices estas cosas? Me asustas.

Fue allí donde la sensación del llanto por fin llegó. Mi tío Heriberto fue el que me enseñó a ordeñar vacas. Él amaba a sus animales más que a nada, fueron su refugio cuando se quedó viudo, y ya no estaba. Ya no nos visitaría ni nos platicaría sus historias de juventud.

Lo único que deseaba era ya no perder a nadie más.

—Necesito saber que aguantarás. Que no vas a cansarte y a aceptar a otro. —Apreté sus dedos más de la cuenta—. Necesito que salga de tu boca.

Creo que ella comprendió que yo no estaba bien y no hubo reproches por mi brusquedad; por el contrario, se me acercó y con su suave toque en mi cara logré controlarme.

—Lo prometo, te voy a esperar todo el tiempo que sea necesario.

Escucharla fue suficiente para mí. Con nuestros labios que se unieron en un intenso beso cerramos el juramento.

Dos días después del entierro, nos encontramos toda la familia en la sala de mi tío porque faltaban los nueve días de rezos. Incluso estaba Florencio porque quiso quedarse para apoyarnos. Bebíamos una caliente taza de café en esa fría tarde cuando el tío Hilario decidió iniciar una conversación, aunque sentí que la mayoría solo queríamos beber en silencio.

—Los Carrillo están seguros de que a Amadeo lo mató uno de nosotros. —Dirigió su vista hacia mi padre que estaba a dos espacios de distancia—. No fue uno de tus hijos, ¿verdad?

La incomodidad en mi padre fue evidente.

—Pero ¿qué dices, hombre? Por supuesto que no.

—¿Ya les preguntaste? —continuó mi tío con su molesto tono de voz.

—No lo necesito, son mis hijos, confío en todos. —Dio un sorbo a su café, como minimizando sus insinuaciones—. Pregúntales mejor a los tuyos. Yo empezaría por ese hijo menor tuyo que es un verdadero dolor de cabeza.

No podía creer lo que mi padre respondió, pero agradecí que nos defendiera.

Mi tío Hilario se envaró y sus ojos se entrecerraron.

—¿Qué me quieres decir?

Rogelio decidió intervenir porque la gente comenzaba a llegar.

—Es un muy mal momento para pelear.

—Pues ya les puedo decir que el asistonto de Cipriano me avisó ayer que van a interrogarnos a todos, y eso incluye a los hijos. No sé cuándo, pero será pronto porque ya hubo dos muertes y la gente va a empezar a presionar al alcalde si no da respuestas.

—Estaremos listos —le respondió Rogelio antes de que mi padre retomara la discusión—. Gracias, tío, por el aviso.

La hoja de la cita para los interrogatorios llegó terminados los rezos. Por lo menos respetaron nuestro duelo.

Mi padre nos citó a los siete afuera de la biblioteca a las ocho de la mañana, y nos hizo entrar uno por uno. Pasé al final porque así lo pidió él.

Cuando llegó mi turno, lo vi parado con el papel apretado en una de sus manos. Percibí una gran preocupación en él.

—Hijo —me habló tal como me hablaba antes de toda esa locura, antes de que cambiara hasta de personalidad: con verdadero amor de padre—, ¿viste a alguno de tus tíos o hermanos cerca del muerto?

—No —le respondí enseguida.

—Si me estás engañando...

—No vi a ninguno, esa es la verdad. Ciro sabe que yo no fui porque me estaba cuidando en el teatro. Tengo testigos. —Mi mente proyectó a Amalia. ¡De ninguna manera la iba exponer a que la interrogaran!—. Quizá otro enemigo de los Carrillo aprovechó el pleito para que creyeran que fuimos nosotros.

Mi padre avanzó hacia mí y puso su mano en mi hombro.

—Cipriano nos tiene como los principales sospechosos. A ti te toca mañana. Solo responde con la verdad y estarás bien —vaciló un segundo—. Trata... Haz un esfuerzo, por favor, de verte seguro de lo que dices. Eso contará mucho.

—Así lo haré. Tenme confianza. No fallaré. —Pero en realidad no sabía si podría hacerlo.

Mi turno era a las doce del día. Me bañé temprano y estuve listo desde las diez. Florencio se ofreció a acompañarme hasta la alcaldía. Fuimos a caballo y allí descubrí que el montaba muy mal. La conversación que tuvimos en el trayecto me ayudó a relajarme.

Entré a la alcaldía quince minutos antes de las doce y ya estaban esperándome. Yo era el primero de mis hermanos en ser interrogado, así que no contaba con experiencias previas.

—El alcalde salió a una diligencia urgente —me avisó el asistente en cuanto me vio—, pero dejó encargado a Chito.

—¿Quién es Chito?

—Es el general —respondió a secas y se adelantó hacia un cuartito pequeño del fondo—. Pasa por aquí.

Me senté en la única silla que había y el calor se podía sentir intenso porque no tenían ventanas. A los dos minutos entró un hombre alto, atlético y con cara de pocos amigos. Vestía todo de negro y jugueteaba con una fusta.

Cerró la puerta y después dio una media vuelta en el lugar antes de empezar, como depredador asustando a su presa.

—Así que el quinto hijo de Anastasio Quiroga —dijo en tono burlón—. ¿Qué edad tienes?

—El veinte de enero cumplo veinte.

—Veinte años. ¿Y sabes disparar?

Tragué saliva lo más silencioso que pude.

—Poco.

—Si me mientes te voy a mandar a cortar esa mano que dispara poco, ¿me entiendes? —Mostró sus dientes al decirlo.

—Apenas me están enseñando.

—¿Quién? —Ladeó su cabeza y soltó una breve risa.

—Mi hermano Jacobo.

—¿Y él es bueno? ¿Es capaz de disparar a distancia?

Fue en ese instante en el que comprendí la preocupación de mi padre. Yo no solo podía ponerme en peligro, también podía poner en peligro a mis hermanos si daba las respuestas equivocadas.

—Es bueno... y dispara bien a distancia. Pero él no lastimaría a nadie.

—¿No es el que anda metido en peleas? —Se inclinó hacia mí y me observó tan directo que terminé por desviarle la mirada—. Escucha, si quieres que esto se termine, dime la verdad. ¿Quién mató a Amadeo Carrillo? —la pregunta la dijo gritando.

—No sé.

Sin que pudiera evitarlo, me dio un golpe con la fusta. El cuero fue a dar a mi cuello y parte de mi barba. La sangre salpicó mis piernas. Tenía ganas de levantarme, arrancarle la fusta y regresarle su agresión, pero sabía bien que eso podía salirme muy caro. Lo único que pude hacer fue tapar la herida con mis dedos.

—¿Quién mató a Amadeo Carrillo?

—¡No sé! —volví a responderle—. Es la verdad.

El tal Chito me jaló de la camisa y su desagradable aliento estuvo tan cerca que me asqueó.

—Si descubro que tienes algo que ver me va a encantar arrancarte uno de esos presumidos ojos.

Vi que su mano se elevaba para darme otro golpe, pero el toque de la puerta me salvó.

Chito quitó enfadado la madera que atrancaba la puerta y fue don Evelio quien entró a la pequeña habitación.

No sabía si sentir alivio o más preocupación al reconocerlo.

—Retírate —le ordenó sin siquiera saludarlo—, me toca a mí.

—Sí, señor. —A pesar de ser el general, la presencia del hombre lo empequeñeció y se fue del lugar sin decir más.

—Tú, tráeme otra silla —le pidió al asistente.

Este entró casi corriendo, dejó la silla y entrecerró la puerta.

El hermano del alcalde se sentó justo frente a mí y antes de hablar me dio un pañuelo. Cubrí con la tela la cortada que me ardía como si me estuviera quemando.

—El salvajismo no es mi método, así que no temas.

—Don Evelio, yo... —quise hablar, pero él me interrumpió.

—Conmigo quiero que seas sincero. La pregunta es simple: ¿sabes quién mató a Amadeo?

—No, no sé. Yo estaba en el teatro con... —Tocar el tema de mi fallo con él era lo que menos quería, pero hizo acto de presencia apenas iniciamos—, su sobrina.

—Mi sobrina. Sí, mi hermosa sobrina. —Por un segundo sentí que me acusaba con solo verme—. Ella ya me contó lo que pasa entre ustedes. Lamento que tengan que llegar a eso, pero no voy a oponerme mientras la respetes, tú me entiendes cómo. Y en cuanto este asuntito termine, quiero que se casen y te la lleves de aquí, esa no es opción. Si vuelves a fallarme voy a dejarte unas dos horas a solas con Chito. Espero que esta vez sí cumplas tu palabra.

—¡Lo haré! —El juramento que Amalia me hizo respaldó mi promesa y logré sonar convincente.

—¡Hechos, Esteban, hechos! —Se levantó y abrió lapuerta—. Ahora vete y envía mis disculpas con tu padre por lo de tu cuello. Nose repetirá con ninguno de tus hermanos.

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