Cuestión de Perspectiva, Él ©...

By csolisautora

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Solo bastó que la dulce Amalia Bautista se diera la vuelta para que mi corazón quedara flechado. Todavía susp... More

Mira que eres linda
Perfume de gardenias
Algo contigo
Toda una vida
Somos novios
Piensa en mí
Palabritas de amor
Noche de ronda
Si tú me dices ven
Amorcito corazón
Virgen de medianoche
Nereidas
Amar y vivir
Nuestro juramento
Bésame mucho
Contigo en la distancia
Bendita esposa mía
Sabor a mí
El camino de la vida
Sueño de amor
Chokani
Pálida azucena
En un rincón del alma
Soy lo prohibido
Pérfida
Cuando vuelva a tu lado
Dos gardenias
Te odio y te quiero
Dios nunca muere
Fallaste corazón
Tu recuerdo y yo
Mi despedida
Sin un amor
Triste recuerdo
Flor de azalea
La petrona
Deja que salga la luna
No volveré - Epílogo
¿Nos tomamos un cafecito?

La negra noche

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By csolisautora

Me quedé por completo sordo, y por un segundo me convencí de que me equivoqué y lo que se escuchó no fue lo que creí. ¡Pero no, fue real! Otros también se dieron cuenta y la confusión los llevó a salir del teatro.

Lo primero que hice fue inspeccionar a Amalia. Con mis manos palpé rápido su cabeza y después su abdomen. Ella no dijo nada, pero la impresión transformó su rostro. Respiré cuando comprobé que estaba ilesa. Luego volteé a ver a Erlinda, Isabel, Celina y Nicolás. Los cuatro lucían sorprendidos, pero bien.

A pesar de que primero pensé en no hacerlo, busqué a los Carrillo y encontré a Ciro que corría hacia la salida.

Traté de soltar la mano de Amalia, pero ella me lo impidió. En ese momento las caras de mis hermanos y mis padres se proyectaron en mi cabeza uno a uno.

—¡No! —me dijo con sus ojos que se llenaban de lágrimas. Su dulce sonrisa se volvió una mueca de miedo.

Debí hacerle caso y quedarme a su lado, calmar su angustia, escondernos hasta que todo ese mal chiste terminara. Debí hacer muchas cosas en esos tiempos, pero fui un estúpido en más de una ocasión, y sí, me solté de su aferrado agarre. Cuando nos separamos, cuando su cálida mano me liberó, su brazo se quedó suspendido y no me dijo nada más.

—Cuídalas —le pedí a Nicolás. Él estaba a punto de seguirme, pero cambió de opinión porque debía velar por cuatro mujeres.

La gente se amontonó en la gran puerta y logré salir entre los empujones. Revisé ambos lados, ¡pero nada! El inconfundible círculo de chismosos que se forma cuando hay un herido o fallecido tirado sobre el suelo no hacía acto de presencia.

Algunos empezaron a decir que se trató de un disparo al aire, otros que fue dentro del mismo teatro, otros que tal vez venía de una de las casas cercanas. A esa hora la alcaldía ya estaba cerrada, pero quizá un trabajador se quedó dentro. Pensé enseguida en el padre de Amalia porque él tenía más enemigos que amigos fieles.

Transcurrieron más de dos minutos en los que me mantuve atento a lo que se decía, hasta que un hombre gritó:

—¡Es aquí! ¡Corran! ¡Es aquí!

Hice lo que la voz ordenó, di vuelta al teatro lo más rápido que pude y allí lo encontré. Un cuerpo yacía inerte sobre la tierra. Solo pude ver las piernas porque la gente que llegó antes impedía que se viera más. ¡Por la ropa supe que era un hombre!

Abrí espacio como pude, y cuando conocí la identidad de la persona ni siquiera podía creerlo. La respiración me falló por un momento. Se trataba de, nada más ni nada menos, ¡Amadeo Carrillo!, el patriarca de su familia y con el que mi padre tenía la rencilla. ¡Estaba allí, muerto con un tiro justo en la frente! La sangre escandalosa que salía de su cabeza se pintó de marrón al tocar el suelo, y era tanta que apestaba a hierro.

Amadeo Carrillo murió con los ojos abiertos, esos ojos que sentí que me observaron, encendidos por la sed de venganza y bañados en espeso rojo carmesí.

Me quedé quieto, pasmado por la escena, hasta que un jalón por el hombro me sacó de la bulla. Se trataba de un amigo de mi padre. Por más que pensé no logré recordar su nombre. Solo podía pensar en la cara del difunto y en cómo sus dos hijos gritaban de dolor arrodillados a su lado.

—Mejor vete, muchacho —me dijo en confidencia—. Tacho sí que se metió en un lío con esto.

No comprendí bien su frase, pero le hice caso y me fui como el cobarde que era. Me escabullí por el lado derecho que parecía más despejado. El pecho quería explotarme porque en menos de media hora mi vida se transformó en una delirante realidad que me aterraba.

Maldije el no haberme llevado a Genovevo porque la gente que pasaba a mi lado cuchicheaba y me sentí juzgado. Después de todo era un Quiroga.

Me urgía llegar para ser yo el que le dijera a mi familia lo que acababa de pasar, pero mis pies parecían andar muy lento.

El trayecto a mi casa fue el más largo que había podido recorrer, y cuando una esquina antes me encontré a Filemón, supe que el muy metiche se me adelantó.

Apenas abrí la puerta, mi madre por poco grita y corrió a abrazarme.

—¡Gracias a Dios que estás bien! —Colocó amorosa su mano sobre mi mejilla.

—Mamá... —Quería decirle más, quería contarle todo, pero fui incapaz y me eché a llorar como su niño de cinco años.

—¡Ya pasó! ¡Ya pasó! —me dio consuelo al mismo tiempo que masajeaba mi espalda que se encorvó para que ella pudiera alcanzarme—. Vamos a la cocina, te voy a preparar un té.

Entramos juntos a ese sagrado espacio de creación: su cocina. Era tan celosa con ella, la cuidaba tanto que si nos atrevíamos a ensuciarla nos reprendía. Pasaba horas allí, experimentando con sus especies y sus carnes, con su talento que pasaba desapercibido muchas veces.

Las ollas de barro abundaban, de distintas formas y tamaños, y los aromas cambiaban según los guisos, pero lo que jamás se iba era esa sensación sedante capaz de hacerte olvidar todos tus temores y preocupaciones.

Mi madre preparó una infusión con flores de tila y puso la taza frente a mí en la mesa.

—Tómatelo, te hará bien.

No sé si lo que de verdad me hacía bien era la bebida o el amor con el que la preparaba, pero funcionó. El calor en mi garganta me devolvió la tranquilidad que necesitaba.

—¿Dónde están los demás? —le pregunté porque no vi ni a mis hermanos ni a mi padre.

—No sé. Se salieron después de que vino el File. —La vi dudar, pero tomó valor y lo preguntó—: ¿Es cierto que mataron a Amadeo?

—Sí, yo lo vi. —De nuevo volvió esa imagen del cuerpo y de sus hijos suplicándole que no se muriera; nada se podía hacer al respecto.

—¡Oh!, hijo. —Sus ojos se pusieron cristalinos y me apretó una mano—, pensé lo peor cuando supe que fue en el teatro porque tú andabas por allá.

Aunque lo contemplé, preferí callar la parte en la que Ciro me confrontó unos pocos minutos antes de que su padre fuera abatido.

Me di cuenta de que ella quería hacer más preguntas, pero ya no pudimos continuar hablando porque la puerta principal se abrió y se oyeron varios pasos.

Un par de esos pasos sonó cada vez más cerca, hasta que vi la figura de mi padre parado en el marco de la puerta de la cocina.

—Esteban, ven tantito. —Hizo una seña con sus dedos.

En muy contadas ocasiones presencié que mi madre le riñera a mi padre, pero esa ocasión se plantó firme frente a él y se interpuso entre nosotros.

—Anastasio, está asustado. —De pronto su tono de voz cambió por uno que solo usaba cuando de verdad estaba molesta—. ¡Déjalo en paz!

Mi padre sonrió y le dio un abrazo; esa era su forma de apaciguarla, y sí que le servía.

—Tengo que hablar con él, mujer. —Besó amoroso su frente—. Tú ya vete a descansar o te vas a enfermar.

Cada temporada de frío mi madre caía enferma y pasaba días en cama, así que debíamos mantener las ventanas cerradas lo más que se pudiera. El año anterior estuvo más delicada de lo usual y lo que menos queríamos era verla de nuevo así.

Ella dudó, me volteó a ver preocupada y luego regresó con mi padre.

—Si se te ocurre hacerle algo a mi hijo, te las verás conmigo, ¿entendiste?

—Entendido, mi generala. —Le dio otro beso y antes de irse me habló—: Te espero en la biblioteca.

Me levanté de la silla y me acerqué a mi madre. Toqué sus hombros para que me prestara atención.

—Él tiene razón, debes irte a descansar.

Sé que no quería, pero cedió a la sugerencia que le hicimos.

—Pero me cuentas todo mañana.

—Ya sabes que sí.

Después de que me persignó se retiró a dormir.

La habitación de mis padres era la más grande y también la más alejada de la pequeña biblioteca que teníamos. Allí podíamos escribir cartas, hacer cuentas o leer un libro si queríamos silencio. Pero esa ocasión fue destinada a algo más que solo trabajo o recreación.

Me apresuré a entrar a la biblioteca y encontré a mi padre, a Rogelio y a mis cuatro tíos. Después supe que a mis hermanos menores también los mandaron a dormir.

Sin que me lo pidieran, les conté a detalle lo que pasó. Yo sabía que eso era lo que querían. Mi padre solo escuchó atento, mis tíos comentaron entre sí, y Rogelio se mantuvo en una esquina con los brazos cruzados y con el rostro serio.

—¿Desobedeciste? —me preguntó decepcionado mi padre cuando terminé.

Sabía bien a lo que se refería y no podía responderle.

—Te hicieron una pregunta —intervino Rogelio desde la esquina—. ¿Desobedeciste?

Que mi hermano se metiera me desarmó y asentí con un breve movimiento de cabeza.

Rogelio resopló, jaló el cinturón de cuero café que llevaba puesto, lo sostuvo fuerte y, sin que pudiera impedirlo, me dio un correazo en la espalda que ardió tanto que terminé recargado sobre el librero y tiré unos cuantos libros.

—¡Ándale, llora! —Se me acercó y levantó de un jalón mi cara con sus dedos—. Le hablo a tu mamita si quieres.

Creo que estaba a punto de darme otro porque vi que su puño se apretó en el cuero, pero llamaron a la puerta principal con tremenda urgencia y la atención de todos cambió.

Fueron mi tío Celestino y mi padre quienes atendieron. Mi tío Celestino no solo era su hermano, sino también , por eso lo escogió a él. Rogelio quedaba desplazado en su presencia.

Los demás permanecimos en la biblioteca, pero nos ganó la curiosidad y uno a uno nos acercamos a la puerta cerrada para poder escuchar.

—Señores, me disculpo por venir a esta hora, pero las responsabilidades son primero. —Ya pasaban de las doce de la noche. La voz era de don Cipriano, difícil de confundir—. Como creo que ya saben, hoy privaron de la vida a Amadeo Carrillo, y debo informarles que ustedes son los principales sospechosos...

Mi padre no lo dejó continuar. Yo los imaginé tal como los vi discutir en la alcaldía.

—A mi hermano Heriberto casi lo matan, y eso sí lo ignoraste. ¿Cómo te atreves a venir a mi casa a acusarnos de ser unos asesinos? O tienes unos grandes huevos o de plano eres idiota.

—Hago mi trabajo nada más. Entiende, Anastasio, eras el enemigo jurado de Amadeo, y ahora él está muerto. De muy buena fuente sé que tus hermanos y tú lo amenazaron hace pocos días. ¿O me lo vas a negar?

Volteé a ver a Rogelio y creo que él se sentía igual de confundido que yo porque desconocíamos dicha advertencia. Sin duda nos ocultaban más de lo que imaginé.

—Y uno de sus hijos amenazó hoy a uno de los míos. —Omitió mi nombre—. ¿Qué te dice eso?

—Mañana deben ir a la alcaldía a primera hora para que me den sus declaraciones. No me voy a llevar preso a ninguno porque todavía me falta buscar a los testigos, pero tenía que venir a avisarles que no pueden salir del pueblo. ¡Ninguno! El que se atreva a hacerlo, se va a ganar un cómodo espacio en las celdas.

Con eso me sentenciaba a mí también.

Hubo un silencio y creí que bajaron la voz, pero después mi tío Celestino habló:

—Te recomiendo que te largues y te lleves a tus perros falderos —seguro se refería a sus ayudantes.

—Y yo te recomiendo que dejen de amenazar a la gente. Se presta a "malas interpretaciones" —eso fue lo último que dijo don Cipriano antes de que sonara un portazo.

En la biblioteca nos acomodamos rápido para que no pareciera que los espiábamos, y cuando regresaron el primero en hablar fue mi tío Hilario, el mayor de todos y

—Tacho —así le decían de cariño a mi padre—, ¿vas a dejar que este siga con la Bautista? —Apuntó directo hacia mí.

¡No! No quería creer lo que había salido de su boca. «¿Por qué se metían conmigo, con mi relación?». Giré a ver a mi padre y luego a mi hermano para saber sus reacciones. La opinión de ambos era la única que me importaba.

—Sí, es cierto. —Se masajeó la barbilla, caminó en un medio círculo y después se me acercó.

—¡No! —Di un paso hacia atrás y negué desesperado con las manos y con la cabeza. Estaba acorralado y solo me quedaba suplicar.

Mi padre ignoró mi petición y los espectadores concentraron su atención en lo que él iba a decir. Estaban allí, rodeándome como espectros dispuestos a acabar conmigo si los confrontaba.

—A partir de hoy se termina tu relación con esa muchachita —palabras que pronunció despacio y que se enterraron certeras en mi pecho—. Los Bautista ya son nuestros enemigos. Y espero que por tu bien no me desobedezcas otra vez, o me voy a encargar de mandarte muy muy lejos de aquí para que aprendas a la mala.

—Hermano... —susurré en un último intento de evitar cumplir con la demanda, pero Rogelio se quedó estoico y callado en la esquina donde estuvo antes.

Desde muy niño se me enseñó que a los mayores se les debía obediencia, más si se trataba de los progenitores. El respeto que tenía por mi padre me superaba, y esa negra noche, me venció.

No sé bien cómo me fui a dormir, todo lo veía bajo un filtro oscuro que me causaba dolor.

Apenas amaneció, tocaron a mi puerta. Ni siquiera respondí. Lo que más quería era estar solo. Pero creo que no la atranqué bien porque bastó que le dieran un empujón para que esta cediera.

—Lárgate quien quiera que seas —dije casi en un grito y con la cara hundida entre la tela de mi cama.

—¿Cómo estás? —me preguntó una voz que por poco y no reconozco. Se trataba de Sebastián.

—Bien. ¡Vete, quiero dormir! —Manoteé para que se fuera y me dejara solo.

—Ya me enteré de lo de Amalia. ¿Quieres hablarlo?

—¡No!

—Bueno. —Sentí que se sentó a mi lado—. El funeral de don Amadeo va a durar tres días, cuatro si se les antoja. Los Carrillo van a tener secuestrado el pueblo y madre no quiere que Paulino, tú y yo asomemos la cara afuera. Te traje tu comida. —Me movió hasta que decidí voltear y verlo a la cara—. Levántate. Come y bébete un trago con nosotros. —Dejó el plato sobre mi mesita de noche y se asomó en la puerta—. Un fuerte te va a ayudar, vas a ver. —Le hizo una seña a alguien—. ¡Ándale, tú, trae eso!

Paulino entró divertido con una botella de tequila y tres vasitos.

Sebastián cerró bien la puerta. Éramos de nuevo tres niños haciendo travesuras.

Me senté sobre la cama y acepté el trago que me sirvieron. Después de todo, hundir mi pena en el alcohol, en ese punto, no parecía tan malo.

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