Cuestión de Perspectiva, Él ©...

By csolisautora

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Solo bastó que la dulce Amalia Bautista se diera la vuelta para que mi corazón quedara flechado. Todavía susp... More

Mira que eres linda
Perfume de gardenias
Algo contigo
Toda una vida
Somos novios
Piensa en mí
Palabritas de amor
Noche de ronda
Si tú me dices ven
Virgen de medianoche
Nereidas
La negra noche
Amar y vivir
Nuestro juramento
Bésame mucho
Contigo en la distancia
Bendita esposa mía
Sabor a mí
El camino de la vida
Sueño de amor
Chokani
Pálida azucena
En un rincón del alma
Soy lo prohibido
Pérfida
Cuando vuelva a tu lado
Dos gardenias
Te odio y te quiero
Dios nunca muere
Fallaste corazón
Tu recuerdo y yo
Mi despedida
Sin un amor
Triste recuerdo
Flor de azalea
La petrona
Deja que salga la luna
No volveré - Epílogo
¿Nos tomamos un cafecito?

Amorcito corazón

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By csolisautora

El abrazo que nos dimos fue atrevido, y al mismo tiempo se sintió como un bálsamo que se esparce lento sobre la herida doliente.

Ella olía a ajo con laurel. Seguro se encontraba cocinando cuando llegué y jamás le dije que amaba que cambiara de aroma de esa manera.

—En tus cartas no dijiste que vendrías antes —me dijo animada—. Pero es muy bueno. Hoy las muchachas van a ir al baile y yo no tenía compañero. Celina nos va a presentar a su prometido.

Un evento público no era lo que planeé para mi regreso, pero por verla feliz estaba dispuesto a todo lo que pidiera.

—Entonces vine a tiempo.


—Disculpa, fui desconsiderada. ¿Cómo está tu tío?

—Bien, bien. Va sanando.

Sospeché que ella sabía más que yo sobre el balazo que le dieron a mi tío, pero preferí no preguntarle porque la comprometería a darme información que seguro su padre mantenía como confidencial.

—Escuché decir al asistente de mi papá que lo van a declarar como accidente. Por lo lejos que vive tu tío pudo tratarse de una cacería que hacían muy cerca de su casa —vaciló en continuar y bajó el rostro—. ¿Qué piensa tu familia al respecto?

Para darle calma, sujete sus cálidas manos, ambas unidas a las mías. Podía sentir que sudaba más de la cuenta y me apresuré responderle.

—Lo que el alcalde diga, eso será.

Acaricié su mejilla y, con las debidas precauciones para que no nos vieran los metiches, le di un rápido beso en los labios.

—Bueno, Ingeniero, ¿me va usted a invitar?

Allí recordé que gracias a la prisa con la que salí de casa olvidé sus obsequios. Tendría que esperarme un poco más para agasajarla como era debido.

—Por supuesto que sí. ¿Le gustaría ir al baile conmigo esta noche?

—Será un placer. —Parecía contenta, pero de un momento a otro su bonita sonrisa se borró. Verla cambiante era raro, aunque pensé que tal vez era producto de mi imaginación—. ¡Oh!, pero debe estar muy cansado.

Sí que lo estaba, pero eso no me importaba en absoluto.

—¿A qué hora es?

—Empieza a las ocho. Quedamos de vernos ocho y media.

—Vendré por ti a las ocho. Una media hora solo para mí.

Amalia dio un paso hacia atrás y volvió a sonreírme. En serio que me hechizaba con solo parpadear.

—Hasta la noche —se despidió y se dio media vuelta.

Regresé a mi casa con el corazón alocado. Volver a verla me llenó de energía. Era como ponerse frente al sol en la mañana y levantar los brazos para recibir su calor.

En cuanto entré, me recordé que ya no tenía cuarto. Le di un vistazo rápido a mi tío que dormía y luego me instalé en uno pequeño que se usaba para los invitados. Solo tenía un catre y una mesita a un lado, pero eran suficientes para mí.

A los veinte minutos entró Paulino.

Mi hermano menor, con dieciséis años, era el menos agraciado de todos, inmaduro y consentido por mis padres. Ellos lo complacían en todo lo que pedía. En realidad, me molestaba la forma en la que a veces abusaba de sus favores.

—¡Con que aquí estás! Te he buscado por una hora.

—¿Qué quieres? —Él interrumpía mi descanso y eso me irritó.

—Dice mi papá que te espera en la caballeriza.

Me levanté de golpe porque mi padre solo nos llamaba a la caballeriza si necesitaba decirnos algo importante.

—¿Le pasó algo a mi caballo? —Sospeché que Genovevo enfermó de nuevo y temí lo peor. La primera vez por poco y no la libra.

—Sí —dijo serio y llevó una mano a su pecho—. Lo atacó un panal de abejas del árbol y se murió. Lo siento mucho.

—¡¿Qué?!

Casi salgo corriendo para verlo, pero, antes de salir, Paulino se soltó a reír.

—Tarado, tu tonto caballo está bien. Tragando como siempre. No sé qué quiere mi papá, pero lo que sí es cierto es que no se ve nada contento.

—¿Y mamá?

—Fue al mercado con Sebastián. Se lo llevó porque va a cargar las cosas.

Estábamos solo nosotros cuatro. Mi tío dormía y el desinterés que siempre tenía Paulino me hizo sospechar que mi padre buscó privacidad.

Salí al patio y avancé. La caballeriza estaba hasta el final de nuestro terreno, justo en la esquina porque daba buena sombra gracias a los árboles de mango que teníamos.

Mi padre estaba parado peinando a Cirano, su majestuoso ejemplar color negro que cuidaba como a un hijo.

El sonido de mis botas le avisó mi llegada.

—Quiero suponer que Rogelio fue poco claro a la hora de expresar nuestros deseos —me dijo sin siquiera girar a verme porque deslizaba concentrado el cepillo por el brillante pelaje de Cirano.

Caminé a su lado para que pudiéramos hablar de frente.

—Fue más una recomendación.

—Bueno, ya que desobedeciste "la recomendación" de tu hermano y estás aquí, tu madre y yo hemos decidido que la pedida de mano de la señorita Bautista tendrá que ser aplazada.

Aquellas palabras las escuché como lejanas porque con cada una me ensordecía.

—¿Aplazada? ¿Por qué? —le rebatí incrédulo y di un paso más cerca porque necesitaba comprobar que sus labios si decían lo que entendí—. ¿Hasta cuándo?

—Hasta que lo consideremos prudente.

Di media vuelta para respirar y observé el cielo que se nubló.

—¡Imposible! Prometí que sería en diciembre. Mi palabra fue dada.

Mi padre soltó por fin el cepillo y me encaró. Creo que no se esperaba que me defendiera.

Él pocas veces era severo. Podría contar con los dedos las veces que nos reprendió con golpes, pero esta vez parecía ser otra persona.

—A Rogelio quizá lo desobedezcas. —Levantó un dedo justo frente a mi cara—, pero esta es una orden que doy yo, no una recomendación.

Sé que él esperaba que se diera por terminada la conversación, pero no estaba dispuesto a aceptar sus órdenes. ¡No esta vez!

—Ya soy un hombre, papá. Puedo decidir por mí mismo. ¿O vas a prohibirme que me case?

Los ojos de mi padre se enrojecieron, pero ni eso me asustó.

—Por supuesto que no. Y tienes razón, ya eres todo un hombre. Puedes casarte con quien quieras. Supongo que nuestra bendición no es indispensable para ti. Solo te recuerdo que el negocio que tienes a tu cargo es mío.

Ni siquiera concebía que buscó amedrentarme con el dinero. Dinero que me ganaba con el sudor de mi frente.

—¿Es una amenaza? Llevo un año trabajándolo yo solo. No me parece justo.

—Pues vas a tener que mantenerla con tus propios medios.

—¿Cómo? Sabes que todavía no termino la casa y me falta para acabar la carrera.

—Lamento tener que llegar a esto. Los Carrillo le dispararon a tu tío y no podemos darnos el lujo de hacer como que no pasa nada.

—¡Déjales las malditas tierras y ya! —le dije gritándole. ¡Sí, le grité a mi padre! Esa fue la primera vez que lo confronté de manera consciente—. Ni siquiera las necesitamos. Tenemos el negocio, el ganado y la siembra. Mis hermanos tienen una buena vida. ¡Que los Carrillo se queden esas tierras!

Él no alzó la voz como pensé que lo haría, por el contrario, se portó sereno. Se paró recto y con su imponente sombra me recordó que el que tenía las de perder era yo.

—Esto ya no es por la herencia, es un tema de honor. Me decepciona que lo pases por alto.

—Más honor es seguir vivo. Además, ¿qué tiene que ver mi compromiso con Amalia?

Mi padre se concentró en mí. Sentí como si quisiera meterse en mi cabeza y transferir sus pensamientos, pero no podía y tampoco podía hacer que yo entendiera o lo aceptara.

—Cipriano está portándose como un cobarde y, según supe, va a ceder a las amenazas de los Carrillo. Él no se piensa meter y ganarse un enemigo como ellos. Como verás, no quiero de consuegro a un traidor.

—Estás adelantándote. —Pero en ese instante regresaron las palabras de Amalia, y supe que no estaba tan lejos de la verdad.

—Estoy siendo precavido. Si todo es un rumor, dejaremos que el compromiso se cierre, pero sí no, despídete de esa señorita, o dile adiós al negocio. ¿Tú decides? —Allí suavizó su semblante y casi sonríe—. Hay más muchachas solteras que tu madre puede presentarte. A ella le encanta ser casadera y la harías muy feliz.

—Yo solo quiero a Amalia —apenas pude decirle porque las ganas de llorar me invadieron.

—Si es así, considera tomar los hábitos. Soluciones hay.

—Ninguna me complace. —Hasta ahí fui capaz de hablar claro, lo siguiente que salió de mi garganta, se quebró—, y es una lástima que no te importe.

—Esteban, ya dije lo que tenía que decir. O te esperas para ese compromiso o te despides de tu sustento.

Una media vuelta hacia la caballeriza fue su manera de despacharme.

—¿Es tu última palabra?

—¡La es! —me respondió a secas y siguió caminando.

El cielo ennegrecido le dio el toque perfecto a la tristeza que se apoderó de mí. Hasta hacía unas pocas horas yo creía que mi vida era dichosa, pero con solo una decisión donde no me tomaron en cuenta, se fisuró mi estabilidad.

Ya no me quedaba más que aceptar lo que mi padre pidió, aunque me doliera más de lo que él imaginaba.

Me volteé para retirarme y ¡la vi!

La falda anaranjada inconfundible de mi madre revoloteó con el aire que corría. Ella se encontraba quieta y de pie en la puerta trasera.

—¡Hijo! —me dijo cuando estuve a pocos metros de distancia y extendió sus brazos.

Evité que me abrazara. No podía ni siquiera escucharla.

—Tú ya sabías —le reclamé al encararla, casi susurrándole porque mi voz falló—. O a lo mejor hasta fue tu idea porque no me quise casar con la que me buscaste.

Antes de continuar, reconocí en su cara la desilusión, la misma que yo sentía.

Sigiloso entré a mi cuarto, el que solía serlo al menos, porque no quería despertar a mi tío. Abrí despacio mi ropero y del fondo saqué una bolsa de terciopelo roja.

Regresé a la habitación de invitados y vacié la bolsita sobre el catre. El anillo de pedida fue lo último que salió. Lo sujeté y lo contemplé, furioso y decepcionado. Ya no sabía hasta cuándo iba a poder ofrecérselo a mi amada.

No deseaba estar en casa, ¡no quería ver a mis padres!, así que ni siquiera comí. Decidí irme una hora antes porque el enojo no cedía.

Me alisté lo mejor que pude, incluso estrené un traje sastre negro que compré en la capital, de esos que los caballeros empezaban a usar.

—Voy a salir —le avisé a mi madre. Ella pelaba mazorcas de maíz en la cocina—. Llegaré tarde.

—¿Necesitas dinero? —me preguntó.

—No —le respondí a secas y me encaminé a la puerta.

Esa vez fue la primera que me retiré sin su bendición. Sin duda el orgullo me superaba más de lo que tenía que permitir.

Di una vuelta por la plaza del pueblo. Varios comerciantes acomodaban sus mesas y los organizadores del baile revisaban los detalles finales.

Poco después caí en la cuenta de que, en los meses en los que me ausenté, instalaron lámparas incandescentes como alumbrado público. No tardaría en llegar a las casas.

Mi pueblo siempre me pareció como uno perdido en el tiempo, olvidado por el gobierno y las grandes ciudades, pero ese gran avance sí que lo agradecí.

Justo a las ocho toqué la puerta de la casa de mi novia.

Ella misma me abrió.

Al verla se me olvidó todo lo malo. Admiré cómo el delgado reboso blanco reposaba sobre sus hombros, y cómo las flores hechas de listón de su peinado enmarcaban precioso su rostro. Creo que Amalia no se enteró del impacto que provocaba en mí. Me maravillaba la manera meticulosa en la que se arreglaba para salir conmigo.

Yo me sentía tan pequeño a su lado. Pensaba que desentonaba con mi delgadez y mi espalda que por ratos se encorvaba.

Le di el brazo en cuanto se me acercó.

Su madre le gritó desde adentro que no llegara tarde, y luego nos fuimos a pie.

—Te ves muy bonita —le dije en voz baja.

—Usted parece un ricachón capitalino.

Reí nervioso.

—¿Y eso es bueno o es malo?

—¡Oh! Le queda muy bien. La verdad es que yo prefiero la ropa más... del pueblo. Pero la que trae combina con su porte.

«¿Porte? ¿yo?» me mofé y sonreí por la vergüenza. Tan educada que me mentía para halagarme.

Anduvimos a paso lento por las calles que se vaciaban porque entraba la noche y la mayoría iba al baile.

Sin verlo venir, Amalia me habló con una voz distinta.

—Esteban —me llamó por mi nombre; algo poco usual—, prométeme que esta vez no te irás sin mí.

Unas horas antes, con esa pregunta tan directa, le habría respondido antes de que soltara la última palabra, pero fue difícil hacerlo cuando ya cargaba con la culpa de aplazar su pedida de mano.

Rogué porque ella no tomara a mal que demoré en abrir los labios, pero es que parecían estar pegados uno al otro.

—Sí.

—¿Sí...?

—Te lo prometo. —Con mi respuesta la vi soltar el aire—. ¿Hay algo que deba saber?

—No. Solo necesitaba oírlo. Es que... —vaciló un poco y sus mejillas de sonrojaron—, siento que si nos separamos de nuevo no voy a ser capaz de soportarlo.

—Ya no nos separaremos.

Los dos nos quedamos callados. Sus ojos fueron directo a los míos y sospeché que quería una fecha, una pregunta previa, un plan..., lo que fuera. Por un momento el impulso me controló y estuve a punto de pedirle que se casara con el don nadie en el que me convertiría. ¡Pero no! Ella no merecía vivir con necesidades. Así que, a pesar de mis ganas, elegí mantenerme en silencio.

—¡Amalia! —se escuchó decir a lo lejos.

Los dos volteamos para buscar el origen del llamado.

Pocos metros después reconocí a Celina, y a su lado también reconocí a mi nuevo amigo.

La plaza quedaba una calle más arriba y nos les unimos.

Celina señaló a su acompañante.

—Mi prometido: Nicolás Moreno.

Enseguida él besó con cortesía la mano de Amalia, y luego me dio un fuerte apretón.

—Ya tuvimos el placer de conocernos en la carreta —dije para iniciar una conversación. Solo deseaba mantener la mente ocupada.

—Sí. Por poco y llegamos accidentados. —El carisma de Nicolás volvió a nacer, natural y agradable. Allí pensé que Celina tendría una vida entretenida con alguien como él.

Los cuatro compartimos unos minutos antes de que encontráramos a Erlinda e Isabel, quienes no llevaron pareja.

La marimba empezó a sonar y ocupamos una mesa a tomar una deliciosa agua de piña.

Al final no llovió, pero sirvió para refrescar el ambiente. Con tanta gente deambulando lo agradecí. Las faldas largas y los sombreros inundaban toda la plaza.

—Tremendas afortunadas que son —dijo feliz Erlinda, y señaló a Celina y a Amalia—. Mis amigas con dos comerciantes. Ninguna pasará angustias y vivirán solo para cuidar de sus hijos. ¡Ah! —suspiró—, espero hallar uno así para mí.

Por boca de mi madre supe que ella, ya con dieciocho años, no tenía un compromiso pactado porque sus padres la dejaron que escogiera con quién y cuándo unirse en matrimonio.

—¿Y a ti qué mosco te picó? ¿Despertaste por fin con ganas de hombre? Creí que te quedarías a vestir santos. —le preguntó Isabel y sonrió maliciosa.

—¡Cállate! Tú tampoco tienes "hombre". Ni caso te hace.

Isabel se acomodó en su silla y recargó el codo sobre la mesa.

—Pues te cuento que el otro día vi a don Agustino muy interesado en tus enaguas.

—¿El viejo relojero? —se bufó—. ¡Ni loca! Es un anciano.

—Tiene cuarenta y es viudo. —Isabel le regresó una de tantas burlas que Erlinda le hacía sobre su enamorado—. Aprovecha.

—Tampoco estoy desesperada. ¡No! Solo un amor que me enloquezca me hará desear salir de mi casa.

—Yo que tú...

—¡Ya! Tremendas burradas dices, Chavelita —la reprendió mi estrella porque se dio cuenta de que su prima estaba sensible—. Erli, no te preocupes, ya llegará un buen partido al que vas a volver loco con tanta platicadera.

Con solo una frase todos reímos.

Nicolás todavía no la conocía, pero la buena amiga de su prometida era una fiesta ambulante.

—Por cierto, Erli, ¿esos no son tus padres? —le preguntó Celina y señaló hacia el amplio espacio que se usaba para pista de baile.

Estaba tan lleno que fue difícil encontrarlos.

Justo en medio del revuelo, Doña Antonia y don Evelio bailaban al ritmo de la banda de viento. Parecían dos jóvenes enamorados a los que no les importa nada ni nadie.

¡A ellos era a quienes menos quería encontrar!

Una vez que terminó la melodía, la pareja se nos acercó porque nos divisaron a lo lejos.

Nos saludamos como es debido y sentí que el tío de mi amada se concentró en mí.

El sudor en mi frente me molestó y deseé haber llevado sombrero.

Después de un par de minutos de charla, don Evelio hizo lo suyo.

—Sobrina, si no te molesta, me voy a llevar un ratito al tu novio.

Amalia solo asintió.

—Por supuesto —dije y lo seguí.

Don Evelio se alejó un poco del barullo. A él le gustaba aproximarse a las personas cuando les hablaba; o al menos conmigo lo hacía. Una acción que me incomodaba en exceso, pero me mantuve quieto.

—Me alegra verte por estos rumbos. Confío en que has venido a cumplir con tu palabra. —Acercó la cara un poco más—. Porque acordamos diciembre, ¿verdad?

—Sí. Acordamos diciembre —tragué saliva con toda la discreción posible.

—Bien —su voz se hizo más grave y su mano me apretó un poco el hombro—. Estaré al pendiente de que Selso Esteban Quiroga cumpla como todo hombre digno debe cumplir. No querrás quedar como un mentiroso ante los demás, ¿o sí? La gente no olvida una ofensa como esas.

Como si lo reviviera, volví a escuchar la frase de mi padre. Su prohibieron, porque eso era para mí, resultó ser una verdadera condena.

—De ninguna manera, don Evelio. Ya... ya tengo el anillo listo. —Debía dejarlo contento en lo que lograba arreglar mi situación.

—Muy bien. —Me apuntó y su dedo casi toca mi nariz—. Contaré los días entonces. —Después de decirlo recompuso la expresión y sus labios se curvaron hacia arriba—. Vamos a disfrutar de la velada, la banda toca maravillosamente.

De vuelta a la mesa donde Amalia aguardaba se nos atravesó un grupo de hombres. Entre ellos reconocí a Ciro Carrillo, el más joven. Era un año menor que yo. Aunque no éramos amigos, nos hablábamos con cordialidad. Hasta ese día lo consideraba inofensivo. El problema de nuestros padres no debía influenciar en los hijos. Pero algo en su forma de portarse conmigo cambió. Él me observó tal como el depredador observa a una presa que ansía devorar. Me observó como si me odiara.

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