Gracias (especial Día de Acci...

By ElsacodeSam

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En este relato, nada es lo que parece... hasta las últimas líneas. Si de algo puede presumir la familia Brews... More

Gracias

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By ElsacodeSam

Disfrutaban con ese día tan esperado en el calendario. Para muchos estadounidenses solo era una fecha más: el gran desfile de Macy's en Nueva York, el discurso del presidente, los comercios preparando todo para el pistoletazo de salida de la temporada navideña... y la cena. Oh, ese momento tan anhelado. Era la mejor de las tradiciones; de hecho, era la esencia del Día de Acción de Gracias y la única que debía transportarse de una generación a otra.

Su familia no era distinta a las demás, aunque la importancia de esa celebración residía en su semilla: eran descendientes de los Padres peregrinos que arribaron desde Inglaterra a bordo del Mayflower y desembarcaron en las costas de Plymouth. Se enorgullecían de su herencia superviviente, aunque ello levantaba comentarios nacidos de la envidia. Así pues, William y Gertrude Brewster educaron a sus hijos Susannah, que era la mayor, John y el pequeño Peregrine bajo los preceptos con que debían regirse los herederos de La Vieja Colonia. No solo la sangre había de conservarse pura para conservar la valentía con que Dios había recompensado su profusa fe a Su Obra, sino también las costumbres familiares.

En la pequeña comunidad puritana establecida en las lindes del Bosque Estatal Myles Standish muchos habían abrazado la comodidad de las épocas actuales. Un mensaje hacia su proveedor de confianza y les entregaría la mejor pieza para tal esperado día. Pensaban que honrar el legado se reducía a ese gesto y vestirse como acostumbraban a hacer. No, estaban equivocados. Los Brewster debían conmemorar el esfuerzo de sus antepasados, y aunque fuera una reminiscencia de la historia, se negaban a que muriera. No solo se lo debían a los que lograron alzarse renacidos de las ascuas de la inmundicia, sino a aquellos que fenecieron y cuyo dolor sirvió para sembrar la tierra que, cuatrocientos años después, muchos la cultivan y pisan.

El animal correteaba despavorido por entre los árboles; los pinos se sucedían frente a él como si intentaran impedir su huida. La sábana dorada de agujas y maleza crujía y soplaba como un fuelle agotado, cómplices de sus perseguidores. Los disparos tronaban en el cielo con la solemnidad de una tormenta. Las nubes, intimidantes vellones oscuros, tupían al sol y le impedían derramar sus rayos sobre el coto de caza. El pavo ni siquiera podía asirse a esa insignificante metáfora de esperanza. Respondía al estímulo de preservar su vida, que lo incitaba a correr sin parar hasta dejar atrás a los cazadores. Miraba de soslayo y comprobaba que los cinco de su especie no habían aumentado la distancia con él. Se fijó en la enorme boca voraz del trabuco, que lo apuntaba con sus mandíbulas negras. Soltó un vibrátil grito que le hizo temblar la quijada prominente cuando el chasquido de la llave de chispa entonó la nota que precedía a la desgracia. Las aterradoras fauces escupieron una lluvia de chispas, humo y pólvora que arrancó unas esquirlas de corteza de un árbol cercano e hizo saltar una rama pequeña de otro. La culata le golpeó entre los ojos a uno de los pavos, el más joven, que cayó al suelo y se retorció de dolor entre aullidos. Se giró, oyó el lamento y vio la sangre, que brotaba descontrolada y se bifurcaba en un río oscuro bajo la garganta. «Uno menos», pensó, o creyó hacerlo con su propia forma de comunicarse para sí mismo.

La sorpresa vino cuando, de los cinco que contó, uno de ellos había dejado de formar parte del grupo.

El rostro inmutable del más grande de ellos se interpuso en su camino, a unos pasos de distancia. Intentó frenarse en seco con los pies, pero cuando intentó ejecutar la acción fue demasiado tarde. Un restallido congeló su vida. La última imagen que sus ojos vieron fue una marea enrojecida y blanquecina, antes de que un ruido acuoso y seco extendiera un telón negro frente a él y todos los sentidos se apagaran al unísono.

La familia se acercó hacia el miembro abatido, con el más pequeño de ellos entre brazos mientras lloraba desconsolado y su madre intentaba detenerle la hemorragia. El trabuco aún soplaba volutas grises y el aire era una mezcla pesada de sangre, sesos, sudor y pólvora quemada. El ejecutor se llevó una mano a la cabeza y se arrancó la cara de pavo de un tirón.

—Le has hecho daño a mi hijo —dijo con desprecio al cadáver, cuyo rostro semejaba un trabajo artesanal de plastilina aplastada.

—¡Me lo había pedido yo! —se quejó Susannah, una niña regordeta de tez congestionada.

—¡Tú ya le diste a uno el año pasado! —anotó John, el espigado hermano mediano de la familia con la cara llena de granos en erupción.

—¡Lo merecía vuestro hermano! —protestó Gertrude mientras mecía a Peregrine, un crío de apenas siete años, entre sus brazos nervudos.

William se acercó hasta su vástago más joven y se untó los dedos en la sangre de su herida, que le había manchado la inmaculada valona.

—Este año daremos gracias a Dios en honor de este gran valiente, la semilla más pequeña y de la cual brotará un nuevo tallo que continúe nuestro glorioso legado.

Llegó la tan esperada noche. La mesa estaba decorada con todo tipo de motivos de Acción de Gracias, desde el mantel cuartelado con sonrientes pavos a servilletas con el animal ataviado como un puritano, sonriente, sobre un paisaje otoñal de tonos ocres. El plato estrella gobernaba en el centro: una enorme fuente humeante, donde el pavo, dorado y especiado, flotaba en una salsa oscura. Al lado lo acompañaba una bandeja con boniato, puré de patata, mazorcas de maíz cocidas y jalea de arándanos.

Gertrude y William presidían la mesa, sentados en una silla de madera al lado del otro; el pequeño Peregrine, con un vendaje que le cubría toda la nariz y la frente, parecía aletargado mientras contemplaba la cabeza de un pavo primitivo disecada, colgada en la pared sobre la chimenea. En una placa, restaurada para conservar el fondo metalizado, se podía leer: «Sagrado Pavo del Señor. (1623)». Cuando los críos se hubieron sentado, el matrimonio Brewster se levantó. Un coro de arañazos sobre la madera lo prosiguió y sus hijos se alzaron, con las manos entrelazadas por delante de ellos y mirando con gesto solemne el animal disecado. William fue quien tomó la palabra.

—Como cada año, los descendientes de los Padres peregrinos tenemos la empresa de preservar su memoria. En tanto el resto de nuestros hermanos degustan acomodados su propio pavo, nosotros nos ganamos el alimento. —Dirigió una mirada orgullosa al pequeño de los Brewster—. Sufrimos, perseveramos y volvemos a lamentarnos hasta conseguir la recompensa.

»Nuestros ancestros recibieron el regalo del Señor como premio a su lucha verdadera por una Fe que languidecía en las tierras de donde provenían. Hoy, esta pequeña comunidad tiene encomendada la misma tarea: garantizar los preceptos que nos guarecen de los impíos o los falsos creyentes. —Alzo los brazos. En una mano sujetaba un trinchador y en la otra, un cuchillo largo y curvo—. Por ello, hemos de honrar la representación del Señor en su forma animal y entregarle, como él hizo con su hijo, a uno de sus vástagos.

La familia se unió en un rezo coral:

—Nos reunimos, un año más, para congraciar el alma de quien nos dio ventura. Desde la primera gota derramada de sangre hasta la última, los Padres viven en nosotros y el Sagrado Pavo del Señor nos enseña el congojo del dolor y la gratificación por nuestro empeño. Te entregamos este cuerpo en ofrenda a las almas de los Padres que no pudieron degustar el manjar de nuestro Creador. ¡Con esta acción te damos las gracias, Señor!

Se santiguaron y después todos ocuparon sus asientos. William empezó a cortar varias lonchas del jugoso manjar y las fue sirviendo a cada miembro de la familia, que devoraron con absoluta fruición y se relamían la grasa y el jugo que resbalaba por su barbilla.

—Querido, este año la pieza es exquisita —balbuceó Gertrude con la boca llena. Los hilos del animal asomaban por entre los dientes cuando le dedicó una sonrisa.

William asintió orgulloso.

—El del año pasado tenía más carcasa que carne. ¡Por fortuna el Sagrado Pavo quedó satisfecho!

Susannah expulsó un eructo que vibró en sus cuerdas vocales.

—Las cosechas fueron propicias —añadió vociferante y arrojó un trozo de comida que aterrizó en la fuente.

—Pero la de los Pickford fueron mayores —protestó John— y ellos nunca se han trabajado la cena.

—No envidies al prójimo y su bonanza, Jonathan Brewster —reprendió William con una mirada fulminante—. Debes recordar que ellos no descienden de la sangre de los Padres, así que no tienen nuestra responsabilidad. Además, no hay nada como saborear el fruto del tesón —sentenció el padre de familia.

—Los demás prefieren ir a la carnicería y pedir un ejemplar, pero no hay nada como usar tus propias manos —convino Gertrude.

Y así, la familia Brewster celebró, un año más, el que consideraban el verdadero Día de Acción de Gracias y honró su legado.

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