Second chances [ArMario]

By ahthatgentleman

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Luego de su divorcio, Armando decide dedicarse de lleno a cuidar de su preciosa hija, Camila. Acostumbrado a... More

i. upside down
ii. as charming as he is
iii. waking up from a dream
iv. interlude

v. the home that we claimed

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By ahthatgentleman

Armando esperaba que fuese otro día apático. Despertar, ir a Ecomoda, encerrarse en su oficina, trabajar como un loco y regresar a casa. Se había convertido en una rutina que cumplía en automático, adormecido al punto de no sentir nada.

Estaba un poco más irritable de lo normal, más callado de lo habitual, más disperso, más distraído. Marcela, que lo había estado observando en silencio, lo llamó a su oficina para conversar. Armando suspiró cansado, no estaba muy seguro de querer ser interrogado por la mujer, pero verla tan preocupada por él le hizo reconsiderar sus opciones. ¿Tal vez podía considerarlo como una sesión de terapia gratuita?

—No me gusta verte triste —empezó a decirle ella en cuanto Armando tomó asiento frente al escritorio—. No me cuentes si no quieres, pero si te puedo ayudar en algo...

Él sonrió con tristeza, en momentos así, agradecía que Marcela fuese tan perspicaz. No sentía que el mundo se le estuviera acabando, no lloraba, ni tampoco se quedaba todo el día metido en la cama y, por alguna razón, eso era peor. El dolor que Mario le había causado con su repentino abandono había sido tan grande que lo había roto al punto de no sentir absolutamente nada. Armando se había quedado en blanco, sin sentir ni pensar, solo actuando como un autómata.

—Me equivoqué con Mario —le interrumpió antes de que Marcela pudiera acabar la frase—. No era lo que yo pensaba.

Armando le contó cómo sucedieron las cosas después de la fiesta en casa de Santiago, que había pecado de estúpido al pensar que los besos y la declaración de amor habían significado algo para Mario, cuando claramente solo había sido un chiste mal contado, al punto de hacerlo huir de Colombia.

A Marcela se le contrajo el rostro al punto de mirarlo con auténtica pena y cuando Armando terminó su relato, se inclinó para tomar sus manos entre las de ella, sobre el escritorio.

—Ay, Armando —se lamentó— ¿Por qué no me contaste nada antes?

Él negó con la cabeza.

—Falta tan poco para la boda que no quería arruinarte la felicidad.

Marcela suspiró y soltó sus manos para poder acomodarse mejor en su asiento.

—Eres mi familia, Armando, yo no te quiero ver triste nunca —dijo antes de cambiar la expresión de su rostro a una dubitativa—. No puedo creer que Mario haya sido capaz de algo así.

—Dicen que nunca terminas de conocer a las personas.

—Sí, pero es que Mario se veía tan enamorado de ti... —continuó ella, aún con la confusión en su bonito rostro— Nadie puede fingir tan bien.

—Él sí —dijo Armando con amargura y sintió cómo se le partía el corazón otra vez.

Marcela dedicó una última mirada compungida antes de levantarse y rodear su escritorio hasta llegar a Armando, que aún permanecía sentado. Se colocó por detrás y con sus delgados brazos envolvió a su primo en un abrazo reconfortante.

—Te prometo que todo va a estar bien. Yo te voy a ayudar.

Armando correspondió el gesto, colocando sus manos en los antebrazos de ella y apretando suavemente.

—Gracias, Marce. Gracias por escucharme y darme tu apoyo, como siempre.

Marcela le dio otro apretón, como cuando eran niños y se separó por completo.

—¿Quieres que hagamos algo hoy o no tienes muchas ganas?

—La verdad —respondió poniéndose de pie— quiero ir a casa, llamar a mi hija, conversar un rato con ella...

Armando esperó que Marcela no se tomara a mal su negativa y afortunadamente no lo hizo. Ella sabía lo importante que era Camila para él, más en momentos así, en los que se encontraba tan triste.

—De acuerdo —dijo con una sonrisa comprensiva—, pero mañana sí almorzamos juntos, ¿verdad?

—Por supuesto, eso no me lo pierdo.

Ambos intercambiaron abrazos de despedida antes de tomar caminos distintos.

Tan pronto como llegó a casa, Armando hizo lo que le había dicho a Marcela: llamar a Camila para charlar con ella un rato. Tal vez ella no le podía guiar a través de ese camino tan oscuro que estaba atravesando, pero su inocencia de niña le llenaba el alma. Le encantaba escucharla hablar sobre lo que había hecho con su mamá, con sus amiguitos del colegio o de la estrellita que le dio la profesora por su buen trabajo... y cuando al final se despedía con un "te quiero mucho, papi", la vida cobraba sentido otra vez, al menos por un rato.

Al colgar, sopesó sus opciones. Entre tantas reuniones apenas había podido probar bocado, así que fue hasta su refrigerador para sacar verduras. Se le antojaba algo fresco como una ensalada con un filete de pollo, pero cuando estaba por colocar la tabla de picar sobre la mesada, el timbre sonó. Extrañado —ya que no esperaba visitas—, se acercó hasta la puerta con pasos rápidos, pensando que quizás era algún vecino.

—¿Quién es?

Esperó unos segundos y cuando la respuesta llegó, se le heló la sangre.

—Yo. Mario.

Se quedó petrificado en su lugar, como si sus pies estuvieran incrustados en el suelo. Su corazón empezó a latir con fuerza y todo su cuerpo se enfrió. Casi por inercia, caminó los pocos pasos que lo separaban de la puerta y abrió.

Enojo y frustración empezaron a crecer como una bola de nieve cayendo cuesta abajo hasta embotellarse en sus puños. Nunca había sentido tantas ganas de golpear a alguien como en aquel momento, ver a Mario parado frente a él con su cara de imbécil le recordó los días infernales que había pasado por su culpa, por su incapacidad de actuar como una persona adulta que te dice las cosas sin rodeos. Pero no lo hizo, porque Armando Mendoza había adquirido sabiduría con el pasar de los años, había aprendido a regular sus emociones y a canalizarlas para encontrar soluciones sin morir en el intento. Así que, en lugar de encestarle un puñetazo, decidió respirar hondo, dar un paso al costado y dejarlo pasar.

En el fondo, no quería desgastarse en peleas, hacía mucho que ya no era del tipo de personas que resolvía los problemas con violencia. Él quería hablar y ser escuchado, quería que Mario entendiera lo mucho que le habían afectado las abruptas decisiones que había tomado, pero, sobre todo, quería que Mario le diera una explicación y le pidiera disculpas. Si Armando lo perdonaba o no, era otro tema.

Con un movimiento de su cabeza le indicó que lo siguiera hasta la sala y Mario, como un chiquillo al que acababan de regañar, lo siguió muy callado. Armando tomó asiento en el mueble de un solo cuerpo, dejando bien en claro que no lo quería más cerca de lo necesario; Mario, por su parte, ocupó el mueble grande más próximo.

—Te escucho. —le instó cuando se dio cuenta de que el silencio se estaba prolongando demasiado.

Mario se aclaró la garganta y frotó sus manos con nerviosismo.

—Vine para... para darte la cara —empezó temeroso. Armando lo miraba con atención con el rostro impávido— Lo que hice fue una canallada y sé que pedir perdón no arregla nada, pero es lo mínimo que te mereces.

El enojo que Armando sentía fue mutando hasta convertirse en tristeza que terminó por acumularse como un nudo en su garganta. Estaba preparado mentalmente para un escenario así desde el momento en que abrió la puerta, pero verlo materializarse frente a sus ojos como una película de terror era peor de lo que imaginaba. Lo había dicho, Mario solo estaba ahí para enfrentar las consecuencias de sus actos y para disculparse, ni más ni menos. Estaba arrepentido por desaparecer sin dar razones, pero hasta ahí.

—Cuando te dije que te quería y me besaste como lo hiciste —dijo entonces, sintiéndose como un perdedor por haber visto lo que no era— entendí que me estabas correspondiendo. Me hubieras dicho las cosas de frente en lugar de desaparecer del mapa.

Mario, que había agachado la cabeza esperando la sentencia de Armando, levantó la cabeza con una mezcla de sorpresa y confusión en su mirada.

—¿Por qué dices eso?

Armando frunció el ceño, sintiendo la irritación comenzando a burbujear en su pecho.

—Mire, Mario —dijo levantándose del sillón y estirando uno de sus brazos hacia la puerta—. Si ha venido a querer tomarme el pelo, mejor váyase.

—¡No, no! —se adelantó poniéndose de pie también y avanzando lo suficiente para poder sujetar a Armando de los hombros, pero en cuanto vio cómo este lo miraba, retiró las manos inmediatamente como si quemara, y dio dos pasos hacia atrás—. Armando, escúchame, no es lo que tú piensas.

—No me digas —respondió a secas. De pronto se cuestionó si había sido buena idea permitir que Mario entrara en su casa, cuando era obvio que no estaba listo para escucharlo —. A ver, pues, explícate.

Mario boqueó un par de veces antes de tomar el valor suficiente para contar su verdad.

—Te correspondo, claro que te correspondo. Cómo no te voy a corresponder si eres perfecto para mí —admitió al fin—. Me fui por imbécil, porque no supe manejar la situación.

Armando, que parecía un volcán a punto de hacer erupción, sintió su hostilidad disminuir considerablemente al segundo que las palabras abandonaron la boca de Mario, dando paso a una profunda melancolía. Lo que hubiera dado por escucharlo antes, cuando solo existía felicidad entre ellos. No le hacía sentir mejor saberse correspondido; por el contrario, se sentía miserable porque, una vez más, el amor no había sido suficiente para salvar su relación.

—¿Puedes irte ahora? —dijo casi como una súplica. Se dio la vuelta para que Mario no viese su rostro demacrado y caminó hasta sus ventanas, con la esperanza de recuperar algo de su compostura luego de tomar un poco de aire fresco.

—Primero, déjame contarte todo, ¿sí? —pidió acercándose unos cuantos pasos—. Después me iré, lo prometo.

Armando, aún de espaldas, asintió suavemente con la cabeza.

—Adelante.

Mario le contó cómo la llamada de su hermana mayor había detonado sus miedos. Su divorcio fue algo que jamás en la vida hubiera imaginado, porque a simple vista parecían almas gemelas. Eran mejores amigos, cómplices, hacían todo juntos y su nivel de entendimiento mutuo era superior. Por eso lo había desestabilizado tanto enterarse de las noticias, más porque no había podido evitar proyectarse en los hechos, dado que su relación con Armando era muy similar.. Le dijo que se había ido a Buenos Aires a despejar la mente, pero que no había hecho más que pensar en él. También le explicó que se había reencontrado con un amigo y que, si bien sus temores no se habían disipado del todo, le había dado el empujoncito para luchar por su familia.

—Me conozco, sé lo que soy y no quisiera que te decepciones de mí —añadió acortando la distancia entre ellos hasta quedar a escasos centímetros, los suficientes como para quedar respirando casi en la nuca de Armando—. No quisiera perderte, ni a ti ni a Camila. No podría soportar la idea de que algún día me dejen de querer.

Armando lo escuchó atentamente sin intervenir para nada. En parte porque necesitaba absorber toda la información posible y en parte porque le parecía surreal lo que le estaban contando.

—Una pareja no dura solo porque sí —le dijo cuando se percató que Mario ya no iba a decir nada más. Se giró sobre sus talones y tuvo que contener la respiración al ver lo cerca que estaban—. Te lo digo yo, que estoy divorciado.

—Lo sé, lo sé —expresó con culpa, cabizbajo—. Nada de lo que acabo de decir justifica lo que hice, pero necesitaba contarte cómo habían pasado las cosas. No quiero que pienses que me fui por falta de amor, porque no es así.

Armando no estaba dispuesto a ceder, pero cuando estaba a punto de cerrarse por completo, recordó la vez que él mismo se alejó de todo para poner en orden sus ideas. Fue durante una de las épocas más oscuras de su vida, en las que se sentía desorientado y confundido, sin poder terminar de aclarar su situación con Beatriz. Las circunstancias eran distintas, porque había aprovechado el viaje de negocios sobre las franquicias de Ecomoda para llevar a cabo un proyecto de autodescubrimiento y, así como Mario consiguió apoyo, Armando logró ver la luz al final del túnel gracias a Alejandra Zing, una amiga muy querida que conoció en su paso por Venezuela. No era fácil empezar de nuevo, pero Armando había logrado enderezar el camino con ayuda y fuerza de voluntad. ¿Por qué él sí merecía una segunda oportunidad para hacer las cosas bien y Mario no? ¿Acaso estaba confundiendo la dignidad y el amor propio con ser mezquino e intransigente?

—Más allá de lo que yo sienta, tengo una hija que te adora, Mario, y me lo demuestra siempre que me pregunta por ti, cuando espera a que vengas a jugar con ella. Yo no puedo dejar que alguien que no está seguro esté entrando y saliendo de su vida —habló con la voz quebrada—. Quiero que entiendas que antes que ser hombre, soy padre y esto no sería justo ni para mí, ni para ella.

—Sé que estarías corriendo un riesgo al confiar en mí de nuevo, pero realmente agradecería que me dieras otra oportunidad —pasó una de sus manos por su rostro para despejarse un poco, porque estaba seguro que rompería en llanto si seguía así—. Quiero quedarme con ustedes, quiero seguir siendo el tío Mario y, más que nada, quiero ser la persona que te haga feliz.

Armó tragó duro al escucharlo expresarse de esa manera, incapaz de resistirse o refrenar sus propias emociones.

—Lo gracioso es que, aún cuando tengo toda esta maraña de sentimientos ahorita, no puedo evitar sentirme feliz de verte —confesó mostrándose vulnerable—. Tu sola presencia me reanima y no voy a fingir que no es así.

Mario sonrió con la fuerza que te da un rayo de esperanza en momentos difíciles y eso le dio el valor para acariciar el rostro de Armando suavemente con el dorso de su mano. No quería sobrepasar sus límites porque entendía que no era el momento apropiado para un beso o para un abrazo, siquiera, pero estaba contento por sus avances.

—Me pasó lo mismo cuando me dejaste pasar hace un rato —reconoció. Al ver que Armando no tenía intenciones de separarse, asentó el toque acariciando su mejilla con el pulgar—. Te eché de menos.

Armando cerró los ojos al mismo tiempo en que suspiraba, como si hubieran desaparecido sus males. Aún quedaba camino por recorrer entre ellos, pero ya habían dado el primer paso en su reconciliación y estaba agradecido por la honestidad que emanaba Mario en cada palabra y en cada acción. Lentamente retiró la mano que acunaba su rostro para acercarse más a él hasta reposar la mejilla en su hombro derecho. Mario tomó esto como una excelente señal y pasó los brazos por su espalda, estrechando su cuerpo contra el suyo.

Ninguno de los dos dijo nada, porque era suficiente con la armonía que se había instalado en la atmósfera. Se mantuvieron acurrucados hasta que se les acalambraron las piernas de estar tanto rato parados y Mario decidió que ya era hora de regresar a su apartamento. Armando estuvo de acuerdo, demasiadas emociones fuertes para un solo día, se sentía cansado como si hubiera escalado una montaña y realmente necesitaba descansar.

Lo acompañó hasta la puerta y, a diferencia de como había sido el encuentro de la tarde, esta vez se despidieron entre susurros y sonrisas tímidas.

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El día estuvo bastante tranquilo, para fortuna de Armando. El lanzamiento de la última colección había sido un rotundo éxito y, gracias a ello, Ecomoda podía darse un breve respiro antes de empezar con la siguiente.

Marcela estaba oficialmente de licencia y Hugo Lombardi había tomado unas merecidas vacaciones, así que el trabajo de Armando consistía, de momento, en ordenar el papeleo pendiente.

Para las seis de la tarde, ya había acabado con todo y estaba listo para dar por terminada la jornada, pero mientras guardaba sus cosas en el maletín, el celular le alertó sobre un mensaje entrante. Fue inevitable sentir el cosquilleo en el estómago y una pequeña sonrisa asomándose al ver que se trataba de Mario.

"Vine por ti. Estoy abajo (:"

Se tomó su tiempo para dejar todo en orden en la oficina y se despidió de las secretarias, deseándoles un bonito fin de semana antes de desaparecer en el ascensor.

Lo primero que vio al salir fue a Mario apoyado en una de las puertas del coche, como siempre con su porte usual.

—No vas a levantar el dedo del renglón, ¿no es cierto? —dijo Armando a modo de saludo.

—Nop. —respondió Mario, con una sonrisa perfecta—. Quiero pasar tiempo contigo, pero entiendo que aún no te haga mucha gracia que estemos a solas, así que tal vez te interese acompañarme a un coctel. ¿Qué dices?

Armando sonrió de lado al ver que Mario se comportaba tan empático e intuitivo aún sin darse cuenta. Le gustaba que no actuara como el típico patán arrepentido que se convierte en el hombre más amoroso del mundo los primeros días de redención. Cómo odiaba eso, le resultaba castrante y falso. Tenía que admitir que solo por eso, ya tenía un punto a su favor.

—Pensé que estabas de vacaciones.

—Estaba, pero ya me conoces, me aburro en casa yo solito, así que mejor volví a trabajar —respondió encogiéndose de hombros—. Entonces... ¿Coctel?

Armando fingió pensarlo, aunque en realidad ya había tomado una decisión y accedió.

—Vamos, pues. Dime dónde es y yo te sigo.

La sonrisa de felicidad de Mario fue suficiente para que su corazón latiera más rápido, sobre todo por la emoción con la que subió a su coche, como un niño al que le acababan de decir que irá al parque de diversiones.

El encuentro de ayer había sido necesario no solo para limar las asperezas, sino también para recuperar la tranquilidad que había perdido con tanta preocupación. Por primera vez en varias noches pudo conciliar el sueño de corrido, despertando más relajado y con energía. Lo que estaba haciendo Mario —darle su espacio, no imponerse, empatizar— no era más que comportarse como un ser humano con decencia básica, pero lo que Armando sí agradecía era no haberse fijado en el estereotipo de hombre que odiaba.

Al final se la pasó muy bien en el evento; además de hacerse de nuevos contactos que podrían funcionar para futuros proyectos, fue gratificante pasar tiempo con Mario, charlar, reír juntos, brindar y recuperar esos pequeños gestos que tenían el uno con el otro. Había extrañado demasiado la calidez que lo invadía cuando estaban cerca y las mariposas revoloteando en su estómago con cada mirada, con cada sonrisa. Seguro que la cara de embobado se le notaba a kilómetros, pero no le importaba cuando estaba cerrando su viernes con broche de oro.

Abandonaron el evento alrededor de las 10:30 p.m., cuando la mayoría de invitados empezaba a irse. El fresco de la noche provocó que la nariz y los pómulos de Armando se pusieran fríos nada más al salir, pero era tolerable, sobre todo porque se le hacía una velada ideal. Caminaron hasta la zona de parqueo y Mario se plantó frente a él cuando llegaron a sus coches, estacionados uno al lado del otro.

—Muchas gracias por acompañarme. No sabes cuánto lo aprecio. —dijo con sinceridad.

—Tenías razón, me sentí más cómodo así y me la pasé bien —concedió Armando, antes de mirar el reloj en su muñeca—. Es mejor que me vaya, debo madrugar para recoger a Camila. Ya sabes, por lo de la boda de Marcela y tal.

—Es verdad —dijo entonces con algo de tristeza tiñendo sus palabras—. Camila debe estar emocionada.

—Como no tienes idea. Con esto de que será la encargada de llevar los anillos, me ha llamado toda la semana para hablar sobre eso.

—Qué linda —respondió metiendo las manos en sus bolsillos—. Pues... que se diviertan mucho.

Armando sabía el rumbo que estaba tomando la conversación y no le gustaba. Era obvio que, con todo lo sucedido, Mario se sintiera renuente a asistir a la boda; sin embargo, la idea no le resultaba atractiva, porque en verdad deseaba que estuviera ahí con él, tal como habían acordado en un principio.

—Podrías ir, si tú quisieras... —comentó con la esperanza de que Mario reconsiderara.

—¿A la boda? —preguntó él, levantando las cejas ligeramente.

Armando se encogió de hombros, fingiendo no estar muerto de nervios.

—No te han retirado la invitación.

—Ah —dijo sin inmutarse—. ¿Marcela no me odia?

El comentario hizo que una risa escapara de Armando por la nariz. Luego de la visita de Mario, había tenido una extensa conversación por teléfono con Marcela, pues necesitaba escuchar la opinión honesta de su persona de confianza y sí había resultado más vigorizante de lo esperado. La mujer le dijo, en pocas palabras, que apoyaba la decisión que estaba tomando, porque sabía lo mucho que Armando había crecido como persona y que confiar en su buen juicio era lo correcto. Al final, añadió que estaría siempre a su lado, pero que si Mario volvía a meter la pata, se las vería con ella personalmente.

—No. No mucho.

Mario miró para un lado y se mordió el labio interior, intentando no reírse. Conocía lo suficiente a la mujer como para saber que era de armas tomar.

—Qué bueno, porque sí me gustaría ir.

Armando, sin dejar de sonreír, juntó las manos frente a él, contento porque había logrado convencerlo.

—Perfecto. Pasaré por ti para ir a la iglesia, ¿está bien?

—Más que bien. Me voy a poner muy guapo para ti. —respondió Mario, con un guiño coqueto que hizo que el corazón de Armando se saltara un latido.

—Ya, no seas payaso —bromeó rodando los ojos—. Ahora sí me voy.

Mario asintió con algo de pesar y antes de que Armando pudiera hacer algo más, lo envolvió en un abrazo.

—Buenas noches. —susurró en su oído.

Armando se estremeció al sentir su cálido aliento sobre su piel y la ternura con que le dijo una frase tan simple.

—Te veo mañana.

Se separó aunque su cuerpo le pedía a gritos que no rompiera el contacto y se dirigió hacia su coche.

—¡Armando! —le llamó cuando ya estaba abriendo la puerta. Levantó la mirada y lo vio dudando, claramente quería decirle algo.

—¿Sí? —insistió después de unos segundos.

Mario abrió la boca y la volvió a cerrar. Bajó la mirada al mismo tiempo que frotaba su cuello nerviosamente con su mano derecha y volvió a subirla hasta encontrarse con los ojos curiosos de Armando.

—Nada —dijo finalmente—. Que descanses.

No muy seguro de lo que estaba pasando, Armando se despidió con una última sonrisa y se marchó.

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—¡Ya viene la novia!

Margarita se apresuró en acercarse a la limusina que estaba aparcando. Todos los invitados estaban en la iglesia esperando junto al novio, pero ella y Hugo se habían quedado afuera para poder asistir a Marcela con el vestido, mientras que Armando y Camila esperaban el momento para ingresar junto con Mario.

—Marce ya está aquí —exclamó golpeando torpemente el brazo de Mario—. Rápido, ¿me veo bien? ¿estoy presentable?

—Eres el padrino más guapo de todos. —concedió colocando una de sus manos en el hombro contrario—. Ven acá que te acomodo la corbata.

Armando hizo lo que le pidió y Mario aprovechó para arreglar también el cuello de su camisa.

—Estoy nervioso, parece que el que se va a casar soy yo.

—Si así estás tú, imagínate cómo estará ella —le dijo mientras terminaba de ajustar el nudo de su corbata— Voilà, ya está.

—Gracias. Por favor, quédate con Camila mientras voy con Marce, ¿sí? —se inclinó un poco para poder hablar directamente con su hija—. No te separes del tío Mario, ¿está bien? En un rato te toca entrar.

La niña aceptó y se quedó conversando con Mario sobre el vestido que le había comprado la abuela para la boda.

Armando esperó a que tanto su mamá como Hugo terminaran de saludar a Marcela para poder acercarse a ella y hacer lo propio. Decir que se veía preciosa con su vestido blanco y su velo, era una infravaloración, porque parecía sacada de un cuento de hadas. Estaba radiante, con un brillo especial en sus ojos que Armando no había visto antes.

—Estás divina, Marce, divina —exclamó mirándola de pies a cabeza—. Cuando eras niña no parabas de hablar sobre el día que te casaras y mírate ahora.

Ella sonrió con una mezcla de timidez y felicidad.

—¿Te acuerdas que ponía a mis peluches como si fueran los invitados? —le dijo, recordando cómo improvisaba una ceremonia con sus juguetes—. Apenas lo puedo creer, me siento tan dichosa.

—Y yo me siento orgulloso de tener el privilegio de llevarte al altar para que comiences una nueva vida junto al hombre que amas — Marcela estaba al borde de las lágrimas mientras Armando le hablaba sujetando sus manos entre las suyas —. Que seas muy, muy feliz, Marce. Te quiero mucho.

Ella asintió, demasiado conmovida como para gesticular frases largas.

—Y yo a ti, Armando. Gracias por todo el apoyo que me has dado, no lo hubiera logrado sin ti o sin tus padres.

Con su dedo pulgar, Armando secó una pequeña lágrima que se estaba asomando por ahí y besó su frente.

—Sin llorar. Vas a arruinar tu maquillaje y solo Dios sabe cuánto te tardaste en eso.

Marcela se rió antes de abrazarlo nuevamente. En cierto modo, se sentía como una despedida, así que era imposible no sentirse un poco abatido, pero sabía que a partir de ese momento solo le esperaban cosas buenas. Santiago era maravilloso, la adoraba, la cuidaba y, lo más importante, la respetaba; veía a Marcela como lo más preciado y con justa razón, porque esa mujer valía su peso en oro.

Mario, que tenía a Camila cogida de la mano, se acercó a ellos en cuanto los vio separarse. Se le notaba un poco reservado, como si no estuviese muy seguro de la reacción que tendría Marcela en cuanto lo viera. Dejó a la pequeña junto a su papá y carraspeó.

—Marcela, no quería dejar de felicitarte. Te deseo lo mejor en esta nueva etapa.

Ella miró de reojo a Armando por una micra de segundo y le regaló una sonrisa sincera a Mario, mientras se abalanzaba sobre él para abrazarlo.

—Muchas gracias, Mario. Me alegra que nos estés acompañando. Tú ya eres familia, así que espero que siempre te veamos en ocasiones importantes como esta.

Su comentario logró que ambos se sonrojaran hasta las orejas, más por parte de Mario, que no se esperaba una respuesta tan afectuosa, menos después de lo que había sucedido. Afortunadamente, Camila aprovechó el momento para intervenir, porque había mucho movimiento en la iglesia y estaba segura de que ya era su turno.

—¿Papá, ya me toca entrar? —preguntó impaciente.

Armando se rió y asintió colocando una mano en su cabeza.

—Sí, mi amor. Ya es hora de que tomemos nuestros lugares.

Mario se encargó de escoltar a Camila hacia la puerta de la iglesia y se separó de ella solo cuando le tocó caminar hacia el altar. Todos se pusieron de pie en cuanto la vieron y el coro siguió cantando las piezas de su repertorio. Afuera, Marcela cubrió su rostro nuevamente con el velo y tomó el brazo de Armando. Intercambiaron una última sonrisa y empezaron a caminar uno al lado del otro al ritmo de la marcha nupcial.

La ceremonia fue preciosa, Margarita y la mamá de Santiago estaban llorando de la emoción, al igual que Roberto, que intentaba disimular las lágrimas con su pañuelo. Incluso Daniel Valencia, que no se amilanaba ante nada, no podía evitar su mirada acuosa al ver a su hermana pequeña, a la que le regalaba dulces siempre que la veía, a punto de convertirse en esposa. Como había dicho Marcela en un principio, en la boda estuvieron solo las personas más importantes para ellos, por lo que el ambiente se sintió mucho más íntimo y personal.

Mientras el sacerdote hablaba sobre el amor como la fuerza más grande para vencer obstáculos, Armando volteó a ver a Mario y se dio cuenta de algo muy importante: que podrían haber días buenos y otros no tan buenos, pero al lado suyo se sentía invencible. Sin importar qué tan deprimentes fueran las circunstancias, si podía contar con él, entonces no le temía a nada. Tarde o temprano se iban a dar una oportunidad para quererse y estar juntos, ¿para qué esperar más? Armando no quería extender la espera, porque la vida está llena de giros inesperados y es demasiado corta para dejarla pasar.

Los novios intercambiaron sus votos, se colocaron los anillos y completaron su unión con un beso que todos celebraron. Oficialmente, Marcela y Santiago se habían convertido en marido y mujer.

La recepción era de otro mundo, con una decoración preciosa en estilo rústico que María Beatriz y Marcela habían estado locas por recrear de las tantas revistas europeas que tomaron como inspiración. Aprovecharon que el jardín era vasto en vegetación y flores para complementarlo con mesas cubiertas con manteles blancos y sillas de madera. Sobre las mesas, colocaron pequeños jarros de cristal con flores silvestres y follaje que creaban un contraste divino. Instalaron una estación de buffet con una variedad de aperitivos, carnes, pastas, ensaladas... comida deliciosa que luego servirían en vajilla de porcelana fina con colores lisos y unos cuantos estampados. Incluso para beber, tenían desde agua saborizada y jugos naturales hasta champagne, vinos y whisky. Todo se veía de ensueño, justo como lo habían planeado.

—Nunca había estado en una boda tan... cómo se dice, ¿chic? —comentó Mario casualmente y Armando pudo jurar que estaba escuchando a Hugo Lombardi.

—Marcela ha soñado con planear su boda desde que era una niña. No me sorprende que haya tirado la casa por la ventana. —respondió él acercándose un poco más para poder escucharle. Entre la música y las conversaciones de los demás invitados, temía no captar lo que le estuviera diciendo.

Mario asintió, como entendiendo que tenía sentido que ese día no hubiera más que perfección.

Armando observó a los novios, que en ese momento estaban parados delante de un arco de flores y hojas, tomándose fotos. Sus rostros reflejaban el amor y la admiración que sentían el uno por el otro, aunque ya llevasen unos cuantos años juntos, seguían viéndose con la misma ilusión de la primera vez. Ahí recordó lo que había estado reflexionando en la iglesia, sobre su futuro con Mario y para cuando giró a hablarle, lo vio junto a Camila, que se le había acercado para que le ayude a acomodar uno de los ganchitos en su cabello.

—Mi amor —le dijo a su hija cuando ya la vio arreglada—, ¿puedes ir con tus abuelitos un momento? Tengo que conversar con Mario sobre algo.

—¡Sí, papi! —respondió ella sin chistar y se fue corriendo con Roberto y Margarita.

Mario se veía intrigado ante la decisión tan repentina, pero no dijo nada al respecto. Armando llamó su atención colocando una mano en su antebrazo.

—Ven conmigo.

Entraron en la casa, pasando por la cocina donde el personal estaba atareado con la comida, con los mozos entrando y saliendo, y se instalaron en el comedor de diario que ocasionalmente usaban, lejos del ruido de la fiesta.

—¿De qué querías hablar? —se animó a preguntar Mario, preso de la curiosidad.

Armando torció un poco los labios, como pensando la mejor manera de abordar la situación.

—De nada en especial, solo que... —titubeó, perdido en los ojos marrones de Mario— solo que...

Y al no encontrar las palabras para expresar lo que sentía, cogió el rostro de Mario entre sus manos y lo besó. Fue como revivir la emoción de la primera vez que unieron sus bocas, con la electricidad recorriendo sus cuerpos hasta hacer explotar sus sentidos. Armando se sintió genuinamente vivo después de días, no solo por tener a Mario de esa manera de nuevo, sino porque al final su corazonada no había fallado, así era como se debían dar las cosas entre ellos.

Mario había asumido la labor de quitarle el aliento, por la forma en que se devoraba sus labios y la manera en que sus manos se aferraban a su espalda, acercándolo más a él. Se sentía tan bien que jadeaba entre besos y se deshacía en suspiros mientras intentaba no ceder ante sus rodillas débiles que parecían de gelatina.

—¿O sea que ya estoy perdonado? —jadeó Mario separándose apenas un poco, lo suficiente para coger aire.

—Considérate libre de todo pecado.

Mario sonrió y presionó sus labios contra los de Armando apenas unos segundos antes de separarse para conectar sus miradas.

—Te amo.

Armando abrió los ojos perplejo un par de segundos y luego le regaló una sonrisa maliciosa.

—¡Aleluya! Por fin, ya era hora.

Ambos estallaron en risas. Después de tanto sufrimiento, aquel era un momento de paz, como el arcoíris que aparece después de la lluvia.

—¿Entonces qué sigue? —preguntó Mario, sin animarse a romper el contacto—. Vamos a ser novios, nos diremos mi vida, mi amor. Vamos a caminar agarraditos de la mano y todas esas cursilerías que hacen las parejas.

—Esa es la idea.

—Me encanta. Te prometo que no voy a desperdiciar la oportunidad que me estás dando.

—Más te vale, o tendré que decirle a Marcela que te dé una lección.

Se rieron con holgura y volvieron a besarse, esta vez con más calma, derrochando ternura en cada toque de sus labios. Al separarse, los dos tenían cara de haber ganado un millón de dólares.

—Oye, ¿y será que los recién casados nos prestan un cuarto? —bromeó Mario, sin poder contener su genio— Digo, para la reconciliación.

Armando rodó los ojos, pero distaba mucho de molestarle. Aunque fuera solo un chiste, no le disgustaba nada la idea de dar el siguiente paso.

—No creo, pero si te parece nos podemos reconciliar en mi apartamento más tarde.

Yes! —celebró Mario, tirando la cabeza hacia atrás y extendiendo los brazos hacia arriba.

Armando sonrió mientras negaba con la cabeza. Tonto, pensó a la vez que tomaba su mano para volver a la fiesta con los demás invitados. Tonto, pero no le cambiaría ni un pelo, porque así era perfecto. Tonto, pero estaba perdidamente enamorado de él y ya nunca lo dejaría ir.

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n/a: es la primera vez en años que termino un multichapter. me siento orgullosa porque pude cumplir mi cronograma de actualización cada 15 días (lo cual es un logro para el ritmo de vida que llevo lol).

también estoy muy agradecida con los que me han acompañado en este (corto) viaje ya sea comentando, votando o simplemente leyendo, los llevo en mi corazoncito. los tkm.

nos estamos leyendo, chiquillos c':

yours truly,

vale.

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