El Diezmo y las Ofrendas

By Elizarguez

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El Diezmo y las Ofrendas

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By Elizarguez

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EL DIEZMO Y LAS OFRENDAS

ABNER ISBEN

2005

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CONTENIDO INTRODUCCION CAPITULO 1 El Diezmo. Página ………………… ……………………………. 3 ………………………………………………… 10

CAPITULO 2 Finalidades del diezmo. …………………….…………………………

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CAPITULO 3 ¿Se encuentra Vigente el Diezmo? …………………………………… 27 CAPITULO 4 ¿Qué dice el Nuevo Testamento? CAPITULO 5 ¿Sigue Vigente la Ley?

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CAPITULO 6 ¿Damos o no Damos el Diezmo? CAPITULO 7 Las Ofrendas.

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CAPITULO 8 Vivir del Evangelio.

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EL DIEZMO Y LAS OFRENDAS

INTRODUCCION

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Todos los cristianos creemos y sabemos que Dios es real; muy pocos serán aquellos que no lo estimen así o piensen que Dios sólo es un mito, una hipótesis o algo propio del invento humano. Y para confirmar su realidad, no solamente creemos, de acuerdo con el grado de nuestra fe, sino que tenemos ante nuestros ojos su creación, tenemos en nuestras manos la prueba más fiel de su palabra escrita y revelada al hombre en todas las épocas, incluido el tiempo actual; pero, por sobre todo eso, tenemos su presencia real entre nosotros con voz audible. Sin embargo, la plenitud del mundo creyente, y aún más los no creyentes, no alcanzan a comprender aquello, porque muchos no logran verlo, ni sentirlo, ni escucharlo; de allí nacen muchas de las dudas y las grandes controversias. Por ejemplo, la vigencia de la Ley de Moisés, los mandamientos, la venida del Señor, la gran tribulación, el milenio, el bautismo, el Espíritu Santo, las lenguas, los milagros, el diezmo, entre otros, son motivo de agrias controversias que terminan rompiendo la unidad de los cristianos antes que fortaleciéndola; y el mandato de Dios, por supuesto, entra en conflicto hasta el punto de ser quebrantado, gracias al mezquino pensamiento humano que propone diferentes interpretaciones sobre un mismo tema. Obviamente, no es ese el camino que debemos seguir. Si sabemos que la palabra de Dios está siendo quebrantada, desobedecida o mal interpretada, algo tenemos que hacer para corregirlo; mucho más si tenemos la evidencia cierta de obtener alguna de las consecuencias previstas para quienes se muestran desleales, omisos o en rebeldía a esa palabra, porque indefectiblemente todos los anuncios deben cumplirse, inclusive aquellos que terminan con la pena del infierno; todos se cumplirán con exactitud matemática en su debido tiempo, aunque el hombre invente mil cosas y se empecine en negarlo. Bajo esta perspectiva, creo necesario que miremos adecuadamente y con detenimiento nuestro caminar cristiano, a fin de corregir aquello que no está bien delante de Dios, si acaso hasta hoy no lo hemos advertido. Si realmente somos cristianos de corazón, es más que un principio racional creer y obedecer a Cristo, el Señor, tal y como Él lo ha demandado de nosotros, porque si hemos formado parte de su iglesia, es imperativo que actuemos bajo esos mismos principios cristianos que por gracia de Dios hemos conocido, recibido y aceptado, a fin de no estar reprobados en el preciso momento de nuestro cambio, de ese momento crucial y obligatorio hacia el cual nos dirigimos, ya por la muerte, ya por la transformación de nuestros cuerpos en la venida del Señor Jesucristo, porque todos nosotros sabemos que el Señor prometió volver a la tierra, y lo hará nuevamente, pero no como un Cordero, sino como el Rey Todopoderoso que ha de juzgar a los vivos en su manifestación, así como a los muertos en su reino. Si en veces creemos, bajo el formato de nuestra sabiduría humana, que las cosas están bien encaminadas y que cumplen con todos los preceptos divinos, nuestra misma conciencia bien puede acusarnos de traición, porque a la luz de su palabra y de la experiencia vivida, las cosas que vemos y oímos no están encaminadas de esa manera, y ello es motivo de tristeza, tanto en muchos de nuestros corazones, como seguramente lo es también en el sentimiento mismo de Dios. Otras veces, talvez, proponemos que efectivamente entendemos mejor que nadie el precepto, de manera que siempre nos asiste la razón en tal o cual asunto; pero tampoco esto es verdad si los frutos propuestos no se ven en esos campos. Finalmente, hasta se puede sugerir que gracias a nuestra imperfección, las cosas no pueden ser perfectas, y es válido el concepto para implementar alguna pequeña modificación o interpretación a cualquier tema, porque si no altera ostensiblemente el concepto básico, en cambio se obtienen buenos resultados o beneficios. Lo importante es determinar hacia dónde se dirigen esos beneficios y si van en la dirección correcta; es decir, si van acordes con los fines y planes de Dios, o solamente están encaminados hacia

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el beneficio personal de algunos. En este campo parece debatirse actualmente nuestro tema del diezmo y las ofrendas. Cierto es que tenemos una guía adecuada y correcta en la Biblia, pero vemos con dolor que no está siendo asimilada ni aplicada conforme a las disposiciones que Dios nos impone en ella, y el asunto legal ha entrado en conflicto, porque las reglas impartidas por algunos en los últimos tiempos difiere con mucho de cuanto establecen las Escrituras. Actualmente, por ejemplo, el diezmo forma parte de un mandamiento en la mayoría de congregaciones evangélicas; igual situación parece ocurrir con las ofrendas. Pero los recursos, que han sido entregados para el Señor, o para la casa de Dios y para el desarrollo del ministerio evangelístico en el mundo, son destinados para otros fines, son desviados hacia diferentes proyectos humanos que a veces van por arriba del primer objetivo; y esto marca una buena diferencia entre aquello que se dice, con aquello que se hace en la práctica. En el fondo, diríamos que atravesamos por un período de verdadera deslealtad para con Dios y su palabra. En este tratado vamos a poner de relieve y muy en claro algunas de esas deficiencias que se vienen dando al interior de muchas congregaciones cristianas, donde la administración y el liderazgo han sentado sus bases poco reales sobre el tema. Ciertamente es un nervio muy sensible el que vamos a tocar, y quizá duela, pero creo necesario hacerlo por el bien y sanidad de ese cuerpo tan maltratado como es la iglesia del Señor Jesucristo. Sabemos, por nuestra propia experiencia, que el diezmo es uno de los basamentos más fuertes que promueven las congregaciones evangélicas, es la columna vertebral de casi todas las denominaciones, hasta el punto de sobrepasar los mismos fines del evangelio. Se puede notar a las claras un vivo interés por captar esos recursos; y cada día se maquinan las mejores formas de llevarlo a la práctica, de modo que sobreabunde tanto el fruto como la bendición; pero no estamos conscientes de cuántas almas se están perdiendo por esta causa. Muy a menudo se llega a confundir el concepto de ofrenda para reclamar el diezmo; es decir, se toma la palabra específica que señala Dios para las ofrendas, y se pide el diezmo bajo esos mismos principios. Esta es, entonces, otra forma de disfrazar la realidad. Tanto se promueve el “dar alegremente”, que casi no existe una sola reunión, cualquiera que sea el fin de esa reunión, donde se deje de pedir ofrendas. Tanto el diezmo como la ofrenda han venido a ser obligatorios en casi todos los antros cristianos que he conocido, siempre bajo la célebre frase: “Más bienaventurado es dar que recibir”; pero esto, en la mayoría de instituciones, sólo funciona de una forma unidireccional; es decir, como una carga impositiva para el pueblo, mas no para la iglesia que recibe los recursos. Obviamente, la palabra de Dios no señala algo como eso; pues, si todos estamos dentro de aquella obligación, más todavía deberían estar los pastores para obedecerla y cumplir con su mandato, pero no se lo hace. Todos estamos en el deber de dar primero para luego recibir y no al revés. Antes que esperar recompensas de parte de los hombres, deberíamos creer y esperar en las recompensas de Dios, quien es finalmente el galardonador del premio, pero conforme a nuestros actos. En este ámbito, la iglesia, o la casa de Dios, no se exceptúa de esa responsabilidad; esto es, de ayudar y compartir con las necesidades de su pueblo, en la medida de sus capacidades, para luego cosechar lo sembrado. La Escritura es clara en este campo. “Dad, y se os dará; medida buena, apretada, remecida y rebosando darán en vuestro regazo; porque con la misma medida con que medís, os volverán a medir.” (Lucas 6.38).

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Como podemos advertir, la condición no propone un acto de recibir solamente, sino que el primer paso compromete y nos obliga a realizar una acción previa, que es precisamente la generosidad de nuestra parte, porque las dos cosas se complementan; y mucho de esto asegura la Biblia. Los mismos predicadores nos hablan permanentemente sobre las bendiciones que siguen a quienes ofrendan generosamente y de corazón, porque si lo hacemos para Dios, Él no es deudor de nadie y recompensará ese gesto; y así es, pero iglesias con muchas necesidades abundan en nuestro medio. ¿Será porque se han olvidado de dar primero y sólo pretenden recibir el bien que no sembraron? Dios lo sabe. He conocido de personas que anhelan el pastorado, y no precisamente por un llamado o por una elección de parte de Dios, cuyas metas serían la predicación del evangelio, el rescate de almas para el Señor y el servicio a los fines de la iglesia, sino porque pusieron sus intereses primero en los diezmos que deben exigir a los creyentes y vivir cómodamente de ellos. He visto a pastores peleándose por la administración de una congregación, y he visto las divisiones que estos actos acarrearon. Finalmente, alguno conformó su propio grupo, si es posible en su propia casa, para asegurarse sobre la propiedad de los recursos y su distribución conforme a sus fines. La dificultad de enfrentar o de buscar un trabajo secular digno, quizá ha hecho posible que muchos busquen en el pastorado una buena fuente de ingresos y un medio de vida, aunque no hayan sido parte de un llamado de Dios para esa delicada y sacrificada misión. Es más, muchos no siquiera han egresado de un Instituto Bíblico, Universidades o Seminarios Cristianos, para luego ejercer su tarea, la cual exige capacidad, conocimiento y abnegación. De aquí los cientos y miles de problemas que debe afrontar la iglesia del Señor, porque muchos neófitos han degradado no solamente los púlpitos, sino la misma palabra de Dios. En más de una ocasión he sido testigo de la negación rotunda de la gente para acercarse a la iglesia y aceptar al Señor Jesús como su Salvador; y uno de sus argumentos es la exigencia de dinero por parte de los pastores, lo cual es irrefutable; y esto causa vergüenza en todos los demás. Y no pueden faltar aquellas ovejas que se han ido de la iglesia por estas mismas causas, deshonrando y echando por los suelos el bendito nombre del Señor. Muchos líderes, antes que ser camino de bendición han sido piedra de tropiezo para esas almas. Todo esto lo sabe Dios, y también lo sabemos muchos de nosotros, pero no estamos en capacidad de aceptarlo y de cambiar el rumbo. Sin duda existen personas que con sencillez de corazón se acercan a Dios, o quieren venir a su casa y a su presencia, pero en el camino han venido a ser presa de sutiles engañadores que medran falsificando el evangelio. Esto ya lo dijo el apóstol Pablo, no yo, porque, quiera uno o no, existirán muchos de esta clase. “Pues no somos como muchos que se benefician falsificando la palabra de Dios.” (2 Corintios 2:17). ¿Podremos asegurar que todas estas cosas están bien? Creo que no. ¿Vale la pena correr detrás de los diezmos y no de las almas? ¿Deben imponerse condicionamientos humanos, recompensas monetarias y dádivas por todo servicio religioso en las iglesias? ¿Se debe pagar por una predicación o enseñanza? ¿Debería recibir una recompensa monetaria todo predicador, cuando éste usa un púlpito o da una conferencia? Yo puedo decir con toda la autoridad que Dios me ha dado, que la Biblia no enseña algo como eso; la palabra de Dios no convalida esas prácticas; al contrario, las rechaza y las condena.

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La aplicación de la frase: “vivir del evangelio”, ha sido distorsionada de manera muy sutil, precisamente para la imposición de estos y otros fines. Muchos de los preceptos bíblicos han sido alterados en varios ámbitos y con fines diversos; esto aflige y contrista nuestro espíritu, porque en veces el nombre del Señor es utilizado por aquellos hombres y mujeres sedientos de un dinero fácil, pero sobre todo, de un dinero que no les pertenece. Sin embargo, se predica sustanciosamente que el siervo vive por fe, pero será ésta una fe diferente de aquella que Dios nos ha enseñado. Hay quienes no vacilan en pedir ofrendas por dos y hasta por tres veces consecutivas en un mismo culto. Lo increíble es que no parece saciar los apetitos mediatos o inmediatos y más bien sus necesidades crecen. No es raro que hasta se hayan cerrado los templos porque no existían los recursos para un determinado pastor; y no es raro tampoco, que ciertos pastores se hayan negado a dirigir una iglesia, porque ésta no les ofreció ingentes sumas de dinero mensual por sus servicios. Nada, al parecer, es gratuito en estos días; ni la sesión de consejería en ciertos casos, se libra de la ofrenda, la cual se la pide muy sutilmente argumentando los elevados costos del arriendo, las necesidades locales o los compromisos adquiridos. La palabra del Señor: “De gracia recibisteis, dad de gracia.” (Mateo 10:8), rueda por el polvo, y se la sustituye con otra más práctica pero mal interpretada, que les autoriza “vivir del evangelio”, como veremos más adelante. Quizá estoy empleando un lenguaje muy duro, lo reconozco; pero no estoy alterando la realidad ni me aparto de ella; pues, realmente hay verdades que duelen, pero debemos decirlas aunque causen dolor; y deben creerme que sufro ese dolor en mi alma, pero es necesaria esta cirugía en nuestras conciencias para que sane esa llaga que enferma y degrada a la santa iglesia de Cristo. Admiremos por un momento algunas de las cargas impositivas que el liderazgo cristiano ha depositado sobre los hombros de todos los fieles que han aceptado al Señor, por todo lo ancho y a lo largo del mundo: 1.- Entrega obligatoria de los diezmos bajo la acusación de robo a Dios si no lo hacen. 2.- Entrega casi obligatoria de ofrendas en las reuniones de todo tipo, ya en la iglesia, así como en las denominadas células de hogar o domésticas, en las campañas evangelísticas, festivales, discipulados, etc. 3.-Aportes sistemáticos para la compra de bienes muebles e inmuebles. 4.-Aportes regulares para compra de equipos de amplificación e instrumentos de música. 5.-Pagos por concepto de cursos, sean éstos para matrimonios, de líderes, discipulado, etc. 6.-Adquisiciones casi obligatorias de libros, folletos, revistas, etc., para evangelismo personal. 7.-Abonos por entradas a: Conferencias, Conciertos, Festivales de Música, Convenciones, Campamentos, Retiros, Películas, etc.; todos de carácter cristiano. 8.- Adquisiciones casi obligatorias de CD`s, artesanías, etc., que promueve el propio liderazgo, muchas de las veces con valores superiores a los del mercado secular. 9.- En ciertos lugares, se promueve la entrega de aportes mensuales destinados a misiones, muy aparte de todas las demás contribuciones. 10.-Aportes varios, destinados a fundaciones de carácter cristiano. 11.-Colaboraciones con material didáctico para la Escuela Dominical de niños. 12.-Colaboraciones periódicas para Prensa, Radio y Televisión Cristianas. 13.-Ofrendas para hermanos en necesidad, que muy aparte piden ciertos pastores, ya en dinero, ropa o víveres.

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14.-Ofrendas para viajes de los líderes, dentro o fuera de la ciudad, y aun del país. 15.-Colaboraciones con ferias, bazares, comidas típicas, mercado de pulgas, etc., destinados a la recaudación de fondos para la iglesia. 16.-Aportes con refrigerios diurnos o nocturnos, así como con flores y adornos para el templo. 17.-Ofrendas con elementos para la cena del Señor, como son el pan y el vino especiales. 18.-Colaboraciones para campañas y atención a visitantes de otras ciudades o naciones. 19.-Aporte con medios de transporte, de quienes lo poseen, y su correspondiente combustible, para misiones, evangelismo, bautismos, retiros, o programas diversos de la iglesia. 20.-Teletones cristianas y ginkanas especiales. 21.-Ofrendas o regalos por el Día del Pastor, etc., etc. La lista puede ser mucho más larga; pero bástenos la anterior para saber que en realidad esto se ha vuelto muy común en la iglesia. Si bien en muchos lugares no se imponen todas estas cargas a la vez, en el contexto congregacional, todas ellas se aplican; yo las he vivido y por ello doy fe de su verdad. Sin embargo, no puedo decir que mucho de esto está mal; sé que las obras de fe de un cristiano obedecen a un patrón definido, conforme son los requerimientos del Señor, y deben seguir ese ejemplo, pero tampoco mucho de esto está bien. No es difícil advertir que la administración de los recursos es una tarea bastante complicada en nuestro medio, y no siempre tenemos a buenos administradores, cuyo don especial de parte de Dios les haya sido dado. Hay una falta de idoneidad en las personas, porque a veces ocupamos trabajos no acordes con nuestras habilidades. Bien se ha dicho que Dios es dueño de todo el oro y la plata del mundo; y así es, pero muchos de nuestros pastores nos aseguran que Dios pide nuestra contribución para Él; se dice que debemos “apartar la parte que le corresponde a Dios”, es decir el 10% de nuestros ingresos, y depositarlos en la cesta o ánfora del templo. La Biblia, por supuesto, sufre una alteración, porque el dinero de Dios es tomado para otros fines que no son los suyos precisamente. Los diezmos y las ofrendas que son del Señor, obviamente no pueden ir a parar en los bolsillos de alguno, sino en las necesidades básicas de SU iglesia, esto es de la gente que llena la casa del Señor y que en definitiva es su pueblo. La casa somos todos los hijos de Dios, y para este pueblo se ha previsto un especial bienestar, progreso y bendición. El dinero no lo podemos enviar al cielo en ningún correo ni en ninguna transferencia, para que allá lo reciba el Señor, porque Él no los necesita, los bienes entregados a su nombre son para la casa de Dios en la tierra, y esto es cuanto deberíamos hacer. Algunos ministros independientes, especialmente, hombres o mujeres que están dentro de este ámbito, no le dan cuentas de los ingresos a nadie, nunca se habla de los recursos que genera el pueblo, y la administración de esos bienes es un mito. Muchos son al mismo tiempo predicadores, maestros, administradores, tesoreros, comisionados, músicos, etc., verdaderos “hombres orquesta” que todo lo abarcan, sin duda para no tener que compartir con nadie; y esto se da en iglesias pequeñas que a ese ritmo no crecen porque hay rebelión y omisión, que en definitiva es pecado delante de Dios. Muchos pastores creen que todas las ofrendas y los diezmos les pertenecen, porque cual levitas sirven en el templo, porque predican y enseñan a la gente. Estos conceptos equivocados se promueven en gran medida y son tomados como ejemplo por otros jóvenes ministros que anhelan “vivir del evangelio”, en medio de cierta comodidad material y sin mucho esfuerzo.

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Cierto evangelista, de origen norteamericano, enseñaba que, en efecto, los diezmos y las ofrendas eran pertenencia del pastor; y aunque éste goce de la opulencia y se ubique al nivel del presidente de la república, nadie podía desviar esos recursos hacia otro lado, porque son propiedad del sacerdote de la congregación; y esto es muy bien aceptado por muchos, como lo fue su anfitrión, quien se gozaba por el respaldo obtenido. Esta enseñanza ofreció en cierta iglesia, a la cual había llegado de “misionero”, dándonos una cátedra de la Ley Levítica. También yo fui invitado a ese lugar, talvez no para dar realce al acto, sino para ofrecer un lleno perfecto del salón, porque cuando un personaje internacional es anunciado, sin duda converge alguna expectativa o novedad por lo que trae; pero no pude sufrir más allá de lo necesario por su absurda enseñanza, y antes que pudiese explotar de indignación, seguramente a mitad de la prédica, abandoné el lugar moviendo negativamente mi cabeza. Como he manifestado, para muchos esta es una norma; los pastores son dueños de los diezmos y de todos los recursos de la iglesia. Pese a que el dinero se pide en nombre de Dios, o para Dios, el destino es diferente. Pero al mismo tiempo, muchas de las ovejas languidecen o se pierden sin recibir la ayuda o el alimento de sus pastores, porque la gran mayoría sólo anhela recibir de ellas “la lana”, la leche y la carne, para satisfacer las necesidades propias de sus vientres y nada más. No puedo, pues, estar de acuerdo con esto por una inquebrantable norma de justicia, y cuanto más porque la Biblia no enseña eso. (Aquí, “lana” significa también dinero). En cierto lugar, el pastor increpaba a sus fieles para que traigan más personas a sus reuniones, pero la principal finalidad no estaba en la salvación de sus almas, sino en la necesidad de contar con mayores recursos económicos, porque los egresos y contrato de arriendo del local eran altos, y sin duda, no quedaba mucho para sus bolsillos. El afán de lucro ciertamente rebasa los fines del evangelio en algunos lugares, y esto contribuye con muchas o casi con todas las divisiones y contiendas que han pulverizado a la iglesia en miles de pedazos. La iglesia católica inclusive, propone tarifas de acuerdo con el lugar, para cada uno de los ritos solicitados. Sin embargo, cada grupo predica de una unidad, de un amor, de una lealtad, y de una irrestricta obediencia al Señor. ¡Qué lástima de cristianos somos! Si Dios tuviese un corazón como el nuestro y albergase algunos de nuestros sentimientos, ciertamente le haríamos llorar todos los días; pero afortunadamente no lo hace de esa manera porque su gracia y su misericordia son infinitas, aunque muchos vean imágenes que lloran sangre. Aquello que sí podemos advertir, y esto según su palabra, es que en algún momento, el llanto y el crujir de dientes alcanzarán a quienes obraron al margen de ley y al margen de la voluntad de Dios. Siento pesar por ello y he de colaborar para que en algo las cosas cambien y muchos se salven de caer en ese abismo. Espero que en las páginas de este libro encontremos una guía adecuada, que hallemos el camino correcto y la palabra más fiel; no porque pretenda saberlo todo y trate de enseñar o de imponer mis ideas, sino porque la guía y la enseñanza provienen de la mente del Señor, de su palabra fiel, porque sólo Él es nuestra luz en este mundo. Bueno sería que a todos nos cobije una sola doctrina, que nos abrace un solo evangelio y nos arrulle una misma canción del cielo con su verdad más pura y con un amor más fiel, lejos de todas las maquinaciones, ambiciones y sutilezas humanas, pero todo esto lo siento demasiado lejos para ser una realidad. ¿Qué dice la Biblia realmente? ¿Qué dice al respecto nuestro inmortal apóstol Pablo en sus cartas pastorales difundidas por el mismo Espíritu Santo para la iglesia? Admiremos algunas de sus concepciones.

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“¿Cuál es, pues, mi galardón? Que predicando el evangelio, presente gratuitamente el evangelio de Cristo, para no abusar de mi derecho en el evangelio.” (1 Corintios 9:18). “He aquí, por tercera vez estoy preparado para ir a vosotros; y no os seré gravoso, porque no busco lo vuestro, sino a vosotros; pues no deben atesorar los hijos para los padres, sino los padres para los hijos. Y yo con el mayor placer gastaré lo mío, y aun yo mismo me gastaré del todo por amor de vuestras almas, aunque amándoos más sea amado menos.” (2 Corintios 12:14-15). ¡Qué hermosas palabras! ¡Qué maravilloso ejemplo! ¡Qué profunda convicción de un ser íntegro! Y Pablo aconsejaba: “Sed imitadores de mí, como yo de Cristo” (1 Corintios 11:1). Pero muchos cristianos en nuestros días no quieren imitarlo, le desconocen, obran al revés y en sentido contrario a su consejo. Es notorio que no hemos entendido bien sobre la petición del Señor, cuando demandó de sus discípulos oración para que haya más obreros en la siega de la mies; y tampoco entendemos que la mies no es un bien de los obreros, sino del Amo, del Dueño de la tierra, de Dios. La siega, en nuestro tiempo, si bien se produce por gracia, sabemos que existe la necesidad primordial de la siembra; la cosecha no existe si alguien no ha plantado antes; las dos cosas van unidas y debemos trabajar en los dos frentes, pero más que todo se demanda un decidido trabajo sin esperar recompensas humanas, porque si trabajamos para un Amo tan digno, tan grande y maravilloso como es Dios, es Él quien dará el pago conforme al trabajo diario de sus siervos. En su tiempo el Señor Jesús nos enseñó a ser siervos, no amos; Él propuso una nueva y fecunda fórmula para ser grandes: nuestra humildad y nuestro servicio a los demás; pero esto no acabamos de entenderlo. Existen, entonces, serios cuestionamientos en cuanto a los diezmos y a las ofrendas que profusamente nos impone el liderazgo cristiano en nuestros días. Ruego a Dios que tengamos la suficiente sabiduría para dilucidar con justicia sus mandatos y normas, para luego acatarlos y ponerlos por obra en franca obediencia a su bendita palabra.

CAPITULO I EL DIEZMO.

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¿Qué es el diezmo? Básicamente, diezmo es la décima parte de un bien; la décima parte de un producto que el hombre debió apartar para Dios como ofrenda, de acuerdo con una norma dada al pueblo de Israel mediante la Ley; esto es, de aquella Ley que el Señor impartió a Moisés en el desierto de Sinaí. Si un hombre llegaba a tener diez ovejas, una debía ofrecerla a Dios y entregarla en ofrenda a los levitas, quienes fueron servidores y administradores del tabernáculo y más tarde también del templo. Si en un campo se cosechaban cien sacos de trigo, diez de esos sacos debían ser destinados a la casa de Dios para alimento de los levitas, sus ministros y escogidos que allí servían al Señor, así como para los sacerdotes provenientes de su misma tribu. Generalmente, esta décima parte de la producción que debía entregarse, era anual, es decir, después de cada cosecha, y se complementaba con todos los productos de la tierra, de los árboles y del ganado. No se trató de un diez por ciento, aunque hoy podemos aquilatar ese rubro, sino que consistía en la décima parte de la producción que cada familia de Israel debía apartar para los levitas. Más adelante especificaremos en detalle cada una de las partes de esta norma. CLASES DE DIEZMOS De conformidad con la palabra del Señor, y de acuerdo con los registros que tenemos, encontramos que la práctica del diezmo se lo hizo de dos maneras: 1.- El diezmo voluntario; y, 2.- El diezmo obligatorio mediante la Ley. 1.- EL DIEZMO VOLUNTARIO. Esta clase de diezmo u ofrenda tuvo su origen algunos siglos antes de la promulgación de la Ley; nació como un acto de gratitud hacia el Señor, y provino del corazón agradecido de Abraham, el padre de la nación hebrea. El libro de Génesis nos presenta esta historia de una manera muy especial; pues, no se trató de una novela ni de una leyenda con ribetes de fantasía, como sugieren algunos, sino que realmente sucedió de esa manera y se escribiría bajo la misma inspiración de Dios. El Señor Jesucristo convalidó el Génesis en varias oportunidades como algo real y cierto, de manera que no tenemos opción para pensar diferente o negarlo. En tal virtud, tomaremos esas Escrituras como lo que son en realidad; esto es, como palabra inspirada por Dios, cuyo camino se extiende desde Génesis hasta Apocalipsis, para enseñarnos en justicia y darnos luz en el camino. En su parte medular, el texto sagrado nos presenta la siguiente historia: “Entonces Melquisedec, rey de Salem y sacerdote del Dios Altísimo, sacó pan y vino; y le bendijo diciendo: Bendito sea Abram del Dios Altísimo, creador de los cielos y de la tierra; y bendito sea el Dios Altísimo, que entregó tus enemigos en tu mano. Y le dio Abram los diezmos de todo.” (Génesis 14:18-20). Abram había salido detrás de un gran ejército proveniente de Mesopotamia y Asiria, los cuales, al mando de cuatro reyes, habían asolado los territorios del sur de Canaán, porque los reyes locales se negaron a pagarles tributo a los orientales. Todos sus bienes habían sido saqueados; muchos hombres, mujeres y niños habían sido tomados como esclavos y llevados forzosamente con sus verdugos, seguramente para luego ser negociados en su tierra. Entre esos cautivos en desgracia se hallaba Lot, el sobrino de Abram, quien, para estas fechas, posiblemente ya tendría familia. No hay duda que Dios

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ayudó en esta empresa al patriarca, quien con poca gente de su casa y algunos amigos, logró una victoria espectacular sobre los invasores, cosa que no habían logrado los ejércitos de cinco reyes de Canaán. La historia nos dice que luego de recuperarlo todo, Abram devolvió a cada uno lo suyo, entre ellos, todo cuanto había perdido el rey de Salem, así de las personas como de sus bienes, seguramente constituidos por objetos de valor: oro, joyas, ropa, ganado, etc. Si todo aquello devolvió Abram a sus legítimos dueños, ¿de dónde tomó los diezmos? En esta parte, se entiende que, además de lo recuperado y estrictamente devuelto a sus dueños, Abram tomó un gran botín que perteneció a los invasores, cuyos bienes quedaron en los campamentos; pues, al morir o darse a la fuga sus anteriores dueños, todo fue tomado por los vencedores; y sería de este botín bastante significativo, de esta ganancia líquida, de donde Abram dio una décima parte al rey y sacerdote Melquisedec, desde luego gracias a una convicción propia y voluntaria de su parte, porque no existía ninguna ley u ordenanza que le obligase a realizar algo como eso. Melquisedec bendijo al héroe de la batalla y elevaría su ofrenda a Dios, como un acto de acción de gracias; pero en el fondo, tanto las acciones de Abram como las del sacerdote, agradarían a Dios, quien, en recompensa, derramaría sobre ellos su bendición por el resto de sus vidas. Este fue el nacimiento del diezmo voluntario, del cual tenemos conocimiento; y llegó a escena como un acto de gratitud en el corazón de Abram. Conocedor de estos principios, unos 158 años más tarde, uno de los nietos de Abram, propuso un nuevo sistema de diezmo voluntario, ofreciendo a Dios una décima parte de sus ganancias en el futuro. Jacob hizo una especie de voto a Dios, en un momento de gran dificultad, porque en aquellos días se encontraba en Bet-el, huyendo de su hermano Esaú. Obviamente, aquel acto o promesa de Jacob, no nació bajo alguna imposición, sino más bien de su propia voluntad, como queriendo lograr el favor de Dios y sus bendiciones, luego de haber comprometido su palabra de dar algo de lo recibido, tal y conforme lo hizo su abuelo, cuya historia debió ser recordada por ellos. Sin duda Jacob fue un hombre generoso durante toda su vida. Sus palabras en aquella ocasión fueron las siguientes: “Y esta piedra que he puesto por señal, será casa de Dios; y de todo lo que me dieres, el diezmo apartaré para ti.” (Génesis 28:22). Jacob fue bendecido grandemente en las tierras de Harán. Salió de su casa sin nada, y retornó de allá con gran riqueza, a la cual se sumaron sus cuatro mujeres y sus doce hijos, incluida Dina hasta esos días, porque Benjamín, el último, nacería cerca de Belén en Canaán. ¿Cómo efectuó el pago de sus votos a Dios? ¿Sus diezmos quién los recibió? No lo sabemos; pero con seguridad Jacob debió cumplir su compromiso mientras estaba en Harán o luego de su retorno a Beerseba. Posiblemente esa cuota se constituyó en buena parte con aquellos rebaños que entregó a Esaú, su hermano. Pero no vamos a juzgar sus actos ni el cumplimiento o no de sus palabras, sino aquello que nos interesa; esto es, la continuación de una condición humana de generosidad y reconocimiento a Dios por sus bendiciones, sin que esté de por medio un mandato, el cual vendría algunos siglos más tarde por medio de Moisés. Más adelante, unos 53 años después de esto, advertimos la generosidad de Jacob, cuando envía una buena dote de regalos a ese desconocido personaje que gobernaba Egipto, y quien les vendía trigo. Pese a que atravesaba por una época de absoluta escasez, no vaciló en destinar lo mejor de su casa como regalo para aquel hombre.

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“Tomad de lo mejor de la tierra en vuestros sacos, y llevad a aquel varón un presente, un poco de bálsamo, un poco de miel, aromas y mirra, nueces y almendras” (Génesis 43.11). Lo importante de esta historia radica, específicamente, en cómo, voluntariamente, el hombre se comprometió a la entrega de sus diezmos como ofrenda dedicada a Dios. Por supuesto, el Señor se agradaría de esos gestos, pese a que ninguno de esos dones llegaría a sus manos, sino a cubrir las necesidades básicas de algunos otros seres humanos. No obstante, la actitud de un corazón generoso como el suyo, siempre fue el camino para su recompensa posterior. El acto de dar generosamente, de manera espontánea, con un corazón alegre, misericordioso, y con una convicción personal, sin la obligatoriedad o exigencia de hacerlo, es sin duda una de las acciones de mayor mérito en la vida del hombre; y efectivamente creo que Dios sí tiene algún grado de complacencia, porque en esos campos nunca faltaron sus bendiciones. Pero esto hay que enseñarlo, hay que dar ejemplo y aplicarlo en cada una de nuestras actividades diarias. Y esta es la semilla más fecunda que puede sembrar un hijo de Dios en la tierra; de allí que la Biblia esté llena de este consejo de principio a fin. Pero también es cierto que ello no lo hemos podido reconocer, ejecutar y promover porque nos han cegado muchos profanos intereses. La frase: “Más bienaventurado es dar que recibir”, no estaría allí, por otros motivos, sino por aquellos que impulsan al hombre a ser generoso sin mirar primero los réditos ni las recompensas humanas. Objetivamente, cuando uno ofrenda de esta manera, generalmente lo hace con quienes no podrán devolverle el favor talvez nunca, y aquí confluye la promesa del Señor, porque entonces es Él quien toma a cargo esa cuenta. “De cierto os digo que en cuanto lo hicisteis a uno de estos hermanos más pequeños, a mí lo hicisteis” (Mateo 25:40). Efectivamente, esta forma de ofrenda sí llega a Dios, y como tal, existe infaliblemente una recompensa de su parte, aun por un bocado de agua que se haya ofrecido a un extraño. La Biblia es, entonces, un compendio armónico y sincronizado de palabras fieles que debemos seguir por nuestro propio bien, ahora y por siempre. Dios es el Ser más generoso que existe o que tengamos conocimiento, y si ha dicho que dará recompensas y todo cuanto se le pida, ¿cómo no esperar de Él sus promesas? Sinceramente creo que solamente nuestra falta de fe nos impide alcanzarlo, y porque también nuestra fe debe estar acompañada primeramente de obras buenas y perfectas ante sus ojos, lo cual ha hecho difícil la llegada del galardón ofrecido; pues, esta parte, siendo la más esencial, no la hemos podido hacer por mezquinos intereses. En el corazón de Dios existió, seguramente, el deseo más ferviente de hallar en el hombre un gesto de tal naturaleza; pero como no era usual esta virtud en todas sus criaturas, nos quiso enseñar la forma de hacerlo, e impartió la norma para mostrarnos las bases que nos guiarían a ello; pero, como en el Edén, Satanás se ha atravesado siempre para plantar la codicia, el egoísmo y la desobediencia, obligándonos a aceptar una vida diferente de la ordenada por Dios. Y este ha sido el panorama que hasta hoy nos alcanza, que nubla nuestra mirada, oscurece el entendimiento y nos aparta de la verdad. 2.- EL DIEZMO OBLIGATORIO MEDIANTE LA LEY.

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Cuando Dios eligió a su siervo Abraham como padre de naciones, y en especial de los hebreos, e hizo luego de este pueblo una nación expresamente separada de todas las demás para servirle a Él y seguirle, necesaria fue la promulgación de una Ley, de unas Normas, Decretos y Mandamientos que el pueblo debía acatar y guiarse por ellos de manera muy especial, porque indiscutiblemente eran leyes nuevas y diferentes de todas las demás conocidas en el mundo circundante. Bajo estos principios, sabiamente preparó el Señor a un hombre desde su infancia; éste hombre fue Moisés. Educado en una de las mejores civilizaciones, rodeado del conocimiento humano más relevante de su época, y poseedor de un corazón manso y humilde, pero recto delante de Dios, sin duda fue un magnífico prospecto. Lo tomó en su tiempo de en medio de las ovejas de su suegro, igual que lo hizo con Abraham, y más tarde con Jacob y con David. Israel ya había pasado alrededor de cuatro siglos de servidumbre en Egipto y la tierra ofrecida en herencia continuaba difamada por las naciones que jamás quisieron reconocerle; era tiempo, entonces, de echarlos fuera y de tomar posesión de ella de manera directa, total y definitiva. Conocemos de la salida de pueblo israelita de Egipto y de su difícil tránsito por el desierto; pero en ese tránsito el Señor se dio a conocer como lo que es: El Verdadero Dios, el Creador del mundo y de todo cuanto existe, incluido nuestro espíritu inmortal e invisible. Y fue precisamente en el desierto cuando Dios se identificó con su pueblo, cuando les dio normas y leyes precisas que debieron cumplir de manera imperativa, fiel y obligatoria; todas ellas también bajo penas estrictas, severas y vinculantes. Sin embargo, la transición no fue fácil; la Ley, aunque severa, no logró someter ni doblegar las costumbres de varios siglos, las cuales habían penetrado hasta la médula. De la noche a la mañana no cambió el alma de un pueblo que se caracterizó por tener una dura cerviz, lo cual les complicó la vida y se hundieron en un mar de problemas. Pero Dios debió imponer varios de sus correctivos más tarde, aunque con dolor, con angustia y hasta con la muerte de los rebeldes más acérrimos. Fue aquí, en el desierto del Sinaí, donde nació, entre otras, “La Ley del Diezmo”, una Ley expresa y especial para aquel pueblo, una ley obligatoria que debió remover los cimientos del egoísmo, para convertirse en bendición y prosperidad de todos ellos. En principio, la décima parte de los bienes de cada familia, estaba ordenada y destinada para Dios; pero unos días más tarde, con la norma expresa y muy bien definida, el Señor daría las instrucciones precisas sobre el tema; esto es, darles las directivas indispensables para su implementación, aplicación, distribución y demás reglas al respecto, como veremos más adelante. La primera y preliminar disposición sobre el diezmo obligatorio, la encontramos al final del libro de Levítico, cuyo texto, como parte esencial de la Ley, dice lo siguiente: “Y el diezmo de la tierra, así de la simiente de la tierra como del fruto de los árboles, de Jehová es; es cosa dedicada a Jehová”.... “Y todo diezmo de vacas o de ovejas, de todo lo que pasa bajo la vara, el diezmo será consagrado a Jehová.”....” Estos son los mandamientos que ordenó Jehová a Moisés, para los hijos de Israel, en el monte de Sinaí.” (Levítico 27:30, 32, 34). Como podemos apreciar, Dios estableció la norma, y claramente lo define como “los mandamientos que ordenó Jehová a Moisés, para los hijos de Israel”. Sin embargo, en los actuales días esta Ley tiene un destino mucho más amplio y alcanza a todas las naciones, aunque la Biblia no dice eso. Sin duda esta es una más de las muchas

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controversias que el hombre puso por delante, lo cual analizaremos en las siguientes páginas. La orden expresa de Dios consistía en separar una décima parte de los productos de la tierra, de los árboles y del ganado, y dedicarlo específicamente para el Señor. Sin embargo, esta disposición sería algo así como una norma muy general dentro de esos mandamientos, porque vemos más tarde que Dios aclaró y explicó muy bien los alcances de la ley; esto es, cuándo debían dar, cómo hacerlo, y aquello que debía hacerse con esos diezmos. Además, estas disposiciones no fueron dadas para una ejecución inmediata, sino que serían puestas en práctica después de unos cuarenta años más adelante, cuando el pueblo hubiese tomado posesión de la tierra que fluye leche y miel y hubiese hecho producir los campos. Cuando dice la palabra de Dios que ordenó estos mandamientos para los hijos de Israel, en el “Monte de Sinaí”, para una mejor comprensión de nuestro estudio, cabe aclarar que se trata del mismo lugar en Horeb, o desde el monte Horeb, donde permanecieron acampados esos días. Alguno puede sugerir que se trató del monte Sinaí, como es conocido también en la actualidad, pero esto lo especifica claramente la Escritura cuando nos revela esa condición de manera precisa. Es verdad que tenemos las expresiones de “Monte Sinaí”, de modo que puede confundirse con “Monte Horeb”, que serían distintos; pero en realidad la referencia corresponde al mismo lugar. Sinaí fue el nombre del gran desierto de la península arábiga, dentro del cual está el monte Horeb, a cuyas faldas llegó Moisés con sus rebaños, y a cuyas faldas llegó más tarde el pueblo de Israel. Debemos recordar que allí se presentó el Angel de Jehová a Moisés en medio de una zarza, y aseguró que ese lugar era tierra santa, pero no porque quiso decirlo, sino porque la presencia del Señor estaba allí. Y fue en ese mismo lugar donde Dios el Padre se presentó más tarde para hablar con Moisés y darle dos tablas de piedra con diez mandamientos especiales para el pueblo. La montaña fue conocida como Horeb, pero por estar en el desierto de Sinaí, se lo conoció también como el “monte de Sinaí”, aunque en veces se omite la preposición de para declararlo Monte Sinaí. La Escritura del libro de Levítico señala muy claramente que aquella Ley fue específica para los hijos de Israel, y únicamente para el pueblo de Israel. No tenemos otra interpretación aquí, a menos que Israel conquistase el mundo e impusiese sus leyes a todos sus vasallos. Pero esto no ha sido así en toda la historia humana. Hemos advertido que dentro de los decretos y mandamientos ordenados por Dios para el pueblo de Israel, se inscribió la Ley del Diezmo; es decir, tuvo su nacimiento y más adelante su vigencia, lo cual se encuadra dentro de ese contexto específico ordenado por Dios para con sus escogidos; pues, la Escritura así lo estipula: “La Ley del Diezmo”.“Indefectiblemente diezmarás todo el producto del grano que rindiere tu campo cada año.” (Deuteronomio 14:22). Luego de esta norma, la sabiduría de Dios declararía más tarde la verdadera finalidad de esa Ley; es decir, que se darían las razones y las disposiciones prácticas para la aplicación de la Ley de manera efectiva, involucrando para ello a las personas adecuadas que estaban al servicio del Señor y de su tabernáculo. En el amplio contexto bíblico, la Ley del Diezmo es una sola; nació como norma, se introdujo en la vida del pueblo como Ley, y se aplicaría como mandamiento para Israel y sus hijos. Sin embargo, tenemos entre nosotros a quienes aseguran que Dios, en su palabra, dispone la entrega de los diezmos a la iglesia de todo el mundo. Y algunos no

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solamente nos hablan de un diezmo, sino que proponen la entrega de cuatro diezmos por falta de uno. Aquí surgen dos temas muy controversiales que los estaremos analizando en las siguientes páginas. En la Biblia y su contexto no existen estos mandatos; la interpretación propuesta no está encaminada correctamente, porque al incluir a la iglesia dentro de Israel, tenemos más de un conflicto. Israel no es la iglesia de Cristo, ni la iglesia de Cristo es Israel, o un Israel espiritual, como se dice en algunos lados. Pero, para dilucidar convenientemente el asunto, vamos a traer a nuestro estudio esos comentarios, a fin de aclarar el tema de la manera más correcta; solamente después de ello podremos darnos cuenta del error y corregir las falencias. Los cuatro diezmos que, según algunos, deberíamos entregar, serían los siguientes: 1.- Los Diezmos para Dios.- Esto supone que, de conformidad con la referencia escritural de Levítico 27: 30,32, que consta en páginas anteriores, los diezmos de los productos de la tierra, de los árboles y del ganado, debían ser destinados exclusivamente para Jehová Dios, muy aparte de todo. En términos generales, esto es así; pero allí, aquello que no se menciona es la forma de hacer efectiva esa entrega a Dios; pues, no se especifica cómo se lo haría, si mediante sacrificios y quemándolo todo en el altar, o de alguna otra manera, porque no se dieron las disposiciones concretas sobre la forma de hacerle llegar a Dios todos estos diezmos. Pues, según esta postura, los recursos serían del Señor y de nadie más. Al quedar incompleta la disposición, es muy razonable que debía incluirse más adelante la norma específica; es decir, la distribución correcta de esos bienes, conforme lo haría el Señor en su tiempo. 2.- El Diezmo Anual para los Levitas.- Asimismo, la razón para este nuevo tributo, estaría tomado de Deuteronomio 14:22, que señalaba: “Indefectiblemente diezmarás todo el producto del grano que rindiere tu campo cada año.”, y supuestamente aclarado en Números 18:21,24; cuyo texto dice: “Y he aquí yo he dado a los hijos de Leví todos los diezmos en Israel por heredad, por su ministerio, por cuanto ellos sirven en el ministerio del tabernáculo de reunión.”… “Porque a los levitas he dado por heredad los diezmos de los hijos de Israel, que ofrecerán a Jehová en ofrenda; por lo cual les he dicho: Entre los hijos de Israel no poseerán heredad.” El texto es demasiado claro y no admite dudas con respecto a la interpretación correcta del mismo y su contexto, porque de ese diezmo del Señor, los levitas específicamente, al igual que lo serían otros grupos de personas, serían los principales beneficiarios. También los sacerdotes como hijos de Leví tenían su parte, porque ellos recibían el diezmo de los diezmos de los levitas, conforme a la Ley general. Entonces, lo que existe aquí es una definición o ampliación de la Ley, con una explicación racional para la distribución de los diezmos entregados a Dios como ofrenda. Esto era lo normal, básico y justo, porque Dios no necesitaba alimento, sino una de las tribus escogidas para servir en el tabernáculo, como era la tribu de Leví que no tendría heredad en la tierra prometida. Luego la Ley del diezmo fue específica para ellos. Entonces el diezmo anteriormente señalado para Dios, fue destinado por el mismo Señor, a los levitas, porque ellos no tendrían heredad en la tierra; y como ministros del tabernáculo, debían ser provistas sus necesidades de alimento por todas las demás tribus; de allí la disposición del Señor con relación a Sus diezmos provenientes de la tierra, de

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los árboles y del ganado. Con esta norma la parte que le correspondía a Dios tuvo un destino final muy claro. Dios no propone Diezmos para Él ni para sus holocaustos, sino que ello lo reglamentó con las Ofrendas Voluntarias; y esto es muy diferente. Pero Sus diezmos los traspasó a los levitas; de manera que no fue ni es otro diezmo para ellos aparte del suyo. 3.- El Diezmo de Cada Tres Años.- Se dice que este era otro diezmo establecido por Dios. El texto sobre el cual se basaría esta propuesta es el siguiente: “Al fin de cada tres años sacarás todo el diezmo de tus productos de aquel año, y lo guardarás en tus ciudades. Y vendrá el levita que no tiene parte ni heredad contigo, y el extranjero, el huérfano y la viuda que hubiere en tus poblaciones, y comerán y serán saciados; para que Jehová tu Dios te bendiga en toda tu obra que tus manos hicieren.” (Deuteronomio 14:28-29). Obviamente no se trata de una nueva norma impositiva independiente, sino de una ampliación de la misma norma, de una reglamentación, si cabe el término, sobre la ley general, porque dentro de esta disposición están presentes una vez más los levitas, quienes debían recibir los diezmos del pueblo todos los años y todo el tiempo. No existía un diezmo cada tres años aparte del anterior, sino que se trata de la misma norma, pero sustancialmente ampliada en el año tercero, para una cobertura mucho más amplia, la cual involucraba a los extranjeros, a los huérfanos y a las viudas, además de los levitas y su provisión anual. 4.- El Diezmo de los Diezmos para los Sacerdotes.- Esta disposición tampoco fue de excepción o aparte de la ley general, porque fue una norma especial y de excepción únicamente para los levitas, y se deriva también de la anterior Ley general. Entra en escena una nueva norma ampliatoria de la Ley con respecto a los levitas y nada más. “Así hablarás a los levitas, y les dirás: Cuando toméis de los hijos de Israel los diezmos que os he dado de ellos por vuestra heredad, vosotros presentaréis de ellos en ofrenda mecida a Jehová el diezmo de los diezmos. Y se os contará vuestra ofrenda como grano de la era, y como producto de lagar. Así ofreceréis también vosotros ofrenda a Jehová de todos vuestros diezmos que recibáis de los hijos de Israel; y daréis de ellos la ofrenda de Jehová al sacerdote Aarón.” (Números 18:26-28). La disposición del Señor es clara; no constituye un nuevo diezmo especial o imponible para el pueblo, sino de exclusiva enseñanza y aplicación para los levitas, según los conceptos generales de la Ley del Diezmo. Los levitas, más que nadie, estaban en la obligación de dar ejemplo, de cumplir la Ley y de hacerla cumplir. Y para evitar cualquier otra vana interpretación, Dios aclara el concepto e introduce una disposición expresa para los levitas, quienes, como integrantes del pueblo, debían formar parte de la norma y estar bajo la cobertura de toda la Ley. Dar el diezmo, de sus diezmos recibidos, era algo justo; pues, de otro modo habrían sido los únicos en no dar diezmos de nada, porque no labraban los campos. El diezmo de sus diezmos les sería contado como si ellos mismos lo hubiesen cultivado; y como parte de su ofrenda a Dios, debían entregarlo al sumo sacerdote Aarón, quien lo tomaba para su personal alimento y el de su familia sacerdotal.

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Sin embargo, conocemos que los levitas sí tenían una extensión de tierra llamados: “Ejidos”, alrededor de las ciudades destinadas a ellos; y es normal que las cultivaban o mantenían allí sus ganados. Entonces, también de sus productos debieron ofrecer los diezmos a Dios, entregándolo al sumo sacerdote, para alimento suyo y de su familia, así como de los demás sacerdotes en el futuro. Como hemos observado, la Ley del Diezmo es una sola, no tiene caracteres diferentes ni su finalidad específica se ve alterada del concepto general. El Señor estableció con claridad las formas de hacerlo, la manera de distribuirlo y de consumirlo en provecho de todos. No existen leyes diferentes ni sus fines se apartan de la idea original de Dios. No tenemos cuatro diezmos impositivos ni la obligación de darlos de esa manera, o como alguno lo interpreta. Sabemos que todo lo dispuesto y ordenado por Dios es bueno, justo, sabio y prudente; lo malo ha sido siempre, que el hombre no ha logrado entenderlo con esa misma perfección y ha cometido errores en la aplicación de esas normas, pese a que son bien claras. No obstante, el hecho de torcerlas por conveniencias personales es un grave error. El pueblo israelita, pese a todo esfuerzo, nunca llegó a someterse ni logró cumplir fielmente con ninguna de las leyes propuestas por Dios para su beneficio. Luego de su llegada a la tierra prometida, se olvidaron de todos esos preceptos y esto les llevó a la desgracia mayor; cayeron en maldición, perdieron sus bienes, sus tierras y aun las vidas de muchos se extinguieron con el tiempo, pero no cumplieron a cabalidad con el mandato divino ordenado a través del profeta Moisés. Pero en la Sabiduría y Omnisapiencia del Señor todo ello ya estaba previsto; Dios les hizo saber de antemano sobre las consecuencias de la desobediencia, sabían de la mano fuerte y poderosa del Señor, pero no acataron correctamente ninguna de las normas establecidas para ellos, y la Ley se convirtió en algo obsoleto e inútil. La nación y el mundo estaban perdidos totalmente y en un caos total; empezando por el propio pueblo escogido, no había sino seres malditos. Dios, sin embargo, debió poner los correctivos necesarios más tarde y solucionó muchas de las cosas que el hombre no pudo sobrellevar.

CAPITULO II FINALIDADES DEL DIEZMO

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Ya hemos analizado sobre el origen del diezmo y su promulgación en la Ley bajo esta célebre advertencia: “Indefectiblemente diezmarás todo el producto del grano que rindiere tu campo cada año”. Además, se han establecido brevemente algunas de las disposiciones sobre su distribución. Obviamente, estas cosas, al ser olvidadas e incumplidas, traían graves consecuencias al pueblo, como eran las maldiciones conexas. Las maldiciones de Dios, previstas de antemano, nunca podían descuidarlas; sin embargo, el pueblo infringió la Ley, cayó en ellas y debió soportar las consecuencias. “Maldito el que pervirtiere el derecho del extranjero, del huérfano y de la viuda. Y dirá todo el pueblo: Amén.”....”Maldito el que no confirmare las palabras de esta ley para hacerlas. Y Dirá todo el pueblo: Amén.” (Deuteronomio 27: 19, 26). “Y les dirás tú: Así dijo Jehová Dios de Israel: Maldito el varón que no obedeciere las palabras de este pacto, el cual mandé a vuestro padres el día que los saqué de la tierra de Egipto.” (Jeremías 11:3-4). En efecto, la desobediencia a los estatutos y demás leyes de ese pacto que interpuso Dios con su pueblo, traía consigo terribles efectos. La maldición, bien entendida, no solamente comprendía una expresión vana o una ausencia de bendiciones de parte de Dios para con los violadores del pacto, sino que acarreaba, entre otras cosas, hasta la muerte física del individuo, y con ella la condena espiritual del alma, porque al no tener en cuenta a Dios para obedecerlo, la consecuencia es esa. Aunque los profetas les amonestaron permanentemente, el diablo ganó terreno y perdió a muchos. Por supuesto, Dios estaba consciente de esta actitud en Israel; ellos, como algunos de nosotros, bajo el amparo de la imperfección humana, erraron el camino pese a los tantos decretos, leyes y estatutos recomendados. Cuando Dios impartió la Ley del Diezmo lo hizo de manera muy clara, todas sus normas aclaraban debidamente el alcance de esa Ley; esto es, que puso en evidencia las razones y finalidades específicas para la existencia de esa Ley. Y las especificaciones se dieron en el siguiente orden: a) Cuánto dar.- El monto se fijó en una décima parte de todos los productos de la tierra. b) Cuándo dar ese rubro.- Los plazos fueron de hacerlo cada año, con un alcance y finalidades especiales cada tres años. Es obvio que muchos otros productos podían entregarse luego de la cosecha de los mismos y en cualquier tiempo. c) Qué cosas se debían dar.- Constan todos los productos de la tierra, de los árboles y del ganado. d) Para qué fines o propósitos.- La principal finalidad consistía en la concesión de una herencia para los levitas y el sustento diario de sus familias. Obviamente, los sacerdotes, como descendientes de Leví, por la rama de Aarón, estaban dentro de ese grupo también. Ya hemos analizado el contexto de las normas alrededor de los tres primeros literales. En este lugar estaremos hablando específicamente de esta última generalidad, porque es quizá en esta parte donde más se han desatado las controversias, precisamente por la alteración de esos conceptos y fines propuestos por Dios. Los diezmos, tal y conforme ordenaba la ley, debían distribuirse bajo el siguiente orden:

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1.- El Diezmo del Señor.- La finalidad primordial, en principio, estuvo dirigida a enseñarnos una senda de gratitud y de generosidad entre nosotros y Dios; esto es, con la entrega de una ofrenda al Señor, de cuyo gesto sí se agradó en el pasado. Vemos en la historia que Dios aceptó y miró con buenos ojos esos gestos de gratitud humana y cuando sus criaturas elevaron ofrendas en su honor, provenientes del fruto de su trabajo o de sus manos, pero siempre de manera espontánea, voluntariosa y reverente. Esta costumbre vendría desde Adán y sus hijos. Pero ahora, al parecer, el Señor quiso transmitir esa idea a todos los hombres, como recordando a sus criaturas que no era privilegio de unos pocos el hacerlo de ese modo, sino que era necesaria una enseñanza general para que todos los moradores de la tierra hicieran lo propio con su Creador. Nació entonces la norma general bajo una disposición expresa, de entregar a Dios como ofrenda, una décima parte de los productos de la tierra, de los árboles y del ganado, ley que sería cumplida por todos los hijos de Israel. Allí, la disposición es bastante clara y se la define como una ofrenda exclusiva para Dios. Sin embargo, por aquello que encontramos más adelante, no era ese el verdadero fin de la Ley, sino que el Señor destinaría esos Sus recursos a un objetivo determinado, el cual daba destino a las ofrendas del pueblo. Entonces, el diezmo que en principio se instituyó como una ofrenda para Dios, Él la cedió amorosamente a su mismo pueblo, entregándosela a los levitas primero, como también lo haría a otras personas sin heredad. 2.- El Diezmo específico para los Levitas.- Entre las disposiciones fundamentales del Señor, consta la entrega de los diezmos a los levitas, quienes fueron apartados para el servicio en el tabernáculo, y porque no tendrían herencia en la tierra de Canaán, esto es muy claro. Obviamente, la ofrenda debía cubrir las necesidades de todos los levitas que vivían con sus familias en todas las ciudades asignadas a ellos, porque todos no servían en el templo, sino en períodos específicos y hasta cierta edad. Concretamente, la voluntad y finalidad del Señor fue la de recompensar a los levitas por su servicio en el ministerio, y porque ninguno de ellos tenía heredad en la tierra. El sustento para ellos debía provenir de las doce tribus hermanas todo el tiempo. La tribu de Leví, al quedar fuera del reparto de la tierra, fue sustituida por una más proveniente de los hijos de José, bajo cuyo nombre tomaron posesión de la herencia en Canaán sus dos hijos: Efraín y Manasés, quienes conformaron dos tribus. De este modo, los levitas se contarían como la tribu número trece, dentro de las doce oficiales. Aquí tenemos un dolor de cabeza para los teólogos. Todos los levitas tenían pleno derecho de recibir los diezmos de sus tribus hermanas, estén donde estén. Si bien todos no servían en el tabernáculo, lo hacían mediante turnos previamente establecidos y en sus años mozos; pero, el sustento debía llegarles a todas las familias de los levitas en sus respectivas poblaciones, estén o no de turno en el tabernáculo, de modo que los diezmos no iban en su totalidad al templo. Pues, esta fue la ordenanza expresa de Dios: “Y Jehová dijo a Aarón: De la tierra de ellos no tendrás heredad, ni entre ellos tendrás parte. Yo soy tu parte y tu heredad en medio de los hijos de Israel. Y he aquí yo he dado a los hijos de Leví todos los diezmos en Israel, por heredad, por su ministerio, por cuanto ellos sirven en el ministerio del tabernáculo de reunión.” (Números 18:20-21) La disposición constante en Levítico 27:30-31, de entregar a Dios todos los diezmos del grano, del fruto de los árboles y del ganado, ahora fue distribuida

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oficialmente y dada por heredad a los levitas. La parte que le correspondía al Señor fue destinada a los levitas como recompensa por su servicio en el ministerio del tabernáculo; Dios se despojó de su parte y la cedió totalmente a los levitas, quedándose sin nada. Y las disposiciones siguientes en este sentido, aseguraron la subsistencia de la tribu de Leví en medio de las demás de Israel mediante los diezmos de sus hermanos. En conclusión esta fue la finalidad principal. “Ten cuidado de no desamparar al levita en todos tus días sobre la tierra.” (Deuteronomio 12:19). “Y no desampararas al levita que habitare en tus poblaciones; porque no tiene parte ni heredad contigo.” ((Deuteronomio 14:27). Los levitas fueron, entonces, uno de los grupos señalados por Dios como beneficiarios de los diezmos; pero no de otro tipo de diezmos aparte, sino de aquella misma porción destinada como ofrenda anual para Dios. Ellos, por su lado, debían entregar el diezmo de esos diezmos al Señor, cuya ofrenda la recibía el sumo sacerdote, y estaba destinada para su consumo personal, de su familia, y la de los demás sacerdotes. Este fue el destino final de los diezmos, aparte de otras nuevas disposiciones al respecto, que veremos enseguida. 3.-El Diezmo para los propios Donantes.- Luego de aquella disposición legal, y que establece la entrega anual del producto de la tierra, porque algunos cultivos son anuales o que se siembran una sola vez en el año, el Señor propone y emite las directrices necesarias para el uso o distribución de esos bienes y demás alimentos que, como producto de los diezmos, ofrecerían los hijos de Israel a Su nombre. Y lo siguiente que aparece, entre aquellas disposiciones, es una participación directa de los diezmos por parte de los propios donantes. “Y comerás delante de Jehová tu Dios, en el lugar que Él escogiere para poner allí su nombre, el diezmo de tu grano, de tu vino y de tu aceite, y las primicias de tus manadas y de tus ganados, para que aprendas a temer a Jehová tu Dios todos los días”… “Y comerás allí delante de Jehová tu Dios, y te alegrarás tú y tu familia.” (Deuteronomio 14:23, 26). La Escritura es general, no está refiriéndose únicamente a los levitas, sino a todo el pueblo de Israel que daba los diezmos. En realidad, los donantes de las ofrendas y de los diezmos, cuando llevaban sus productos al templo, necesariamente comían de esa ofrenda también con el resto de levitas y sacerdotes. Dios aclara que esas ofrendas eran también de los diezmos de todos los productos exigidos. En otras palabras, encontramos una participación activa de los propios donantes en el consumo de esos bienes, de ser posible en el templo de Jerusalén, lugar que Dios escogió para depositar allí su nombre para siempre y adonde todos debían concurrir con sus ofrendas. Y esto se entiende de manera lógica, porque los levitas no sembraban los granos, tampoco elaboraban el vino o el aceite que provenía de los árboles, ni criaban ganados en gran escala fuera de sus ejidos. Gracias a esta norma podemos declarar enfáticamente, que no hubo una exclusividad o pertenencia de los diezmos para un determinado grupo de personas como los levitas, sino que existía el compromiso de consumirlo aun con los propios donantes y sus familias. En nuestros días, sin embargo, algunos ministros no

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proponen eso, sino una exclusividad suya, lo cual es contradictorio y se opone a la palabra del Señor. La única imposibilidad para la participación de los ciudadanos consistió en que no podrían participar de la comida de sus ofrendas cuando éstas eran expresas o específicas para Dios y habían sido hechas mediante voto, igual que lo eran los holocaustos o las ofrendas para expiación, en cuyo caso sólo podía tomarlo el sacerdote, en unos casos, y en otros, ofrecerlo íntegramente en holocausto. Para confirmar la participación del pueblo en el consumo de sus diezmos, podemos traer algunas de las siguientes escrituras: “Y allí llevaréis vuestros holocaustos, vuestros sacrificios, vuestros diezmos, y la ofrenda elevada de vuestras manos, vuestros votos, vuestras ofrendas voluntarias y las primicias de vuestras vacas y de vuestras ovejas; y comeréis allí delante de Jehová, vuestro Dios, y os alegraréis, vosotros y vuestras familias, en toda obra de vuestras manos en la cual Jehová tu Dios te hubiere bendecido” ... “Y al lugar que vuestro Dios escogiere para poner en él su nombre, allí llevaréis todas las cosas que yo os mando: Vuestros holocaustos, vuestros sacrificios, vuestros diezmos, las ofrendas elevadas de vuestras manos, y todo lo escogido de los votos que hubiereis prometido a Jehová. Y os alegraréis delante de Jehová vuestro Dios, vosotros, vuestros hijos, vuestras hijas, vuestros siervos y vuestras siervas, y el levita que habite en vuestras poblaciones; por cuanto no tiene parte ni heredad con vosotros.” … “Ni comerás en tus poblaciones el diezmo de tu grano, de tu vino o de tu aceite, ni las primicias de tus vacas, ni de tus ovejas, ni los votos que prometiereis, ni las ofrendas voluntarias, ni las ofrendas elevadas de tus manos; sino que delante de Jehová tu Dios las comerás, en el lugar que Jehová tu Dios hubiere escogido, tú, tu hijo, tu hija, tu siervo, tu sierva, y el levita que habita en tus poblaciones; te alegrarás delante de Jehová tu Dios de toda la obra de tus manos.” (Deuteronomio 12: 6-7, 1112, 17-18). El destino de los diezmos y su consumo no se entregaron como exclusividad a los levitas, sino que todos los donantes, inclusive, participaban de él cuando iban al templo; esto es todo el pueblo de Dios en sus debidas proporciones. Bajo este principio, la iglesia que hoy recibe los diezmos, tendría esta misma obligación para con sus fieles, o cada uno de ellos hacer lo propio con sus diezmos, pero no vemos que así se lo esté haciendo ni se esté enseñando algo parecido; y no se lo hace por algunas razones que veremos más adelante. 4.- El Diezmo para los Extranjeros.- Ciertamente el Señor es increíblemente bueno; tal es su bondad y su misericordia para con el hombre que aun siendo ignorado por él, Dios tiene cuidado de todas sus criaturas de igual forma y sin acepción. Él ha dicho que cuida del más pequeño de los pajarillos, y ello nos da a entender que así lo hace con todas sus criaturas, por pequeñas e insignificantes que parezcan. Pero cuando se trata del hombre, de su imagen, el amor es completamente superior. Desde su salida de Egipto, muchos extranjeros que vivían en aquel país, se unieron al pueblo hebreo; indudablemente eran esclavos también del Faraón, pero respirando una gran promesa de libertad pregonada por Moisés, salieron tras él, rumbo a la tierra prometida.

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“También subió con ellos grande multitud de toda clase de gentes, y ovejas y muchísimo ganado.” (Éxodo 12:38). Los extranjeros, obviamente, no serían esclavos de Israel, sino personas amigas que vivieron entre ellos; pero al no tener parte ni heredad en la tierra prometida, su normal supervivencia estaría amenazada, a menos que viviesen como siervos toda su vida. Dios, en su infinita gracia, impartió una ordenanza más en su favor y plasmó un nuevo alcance a la Ley del Diezmo, la cual se amplió sustancialmente. “Al fin de cada tres años sacarás todo el diezmo de tus productos de aquel año, y lo guardarás en tus ciudades. Y vendrá el levita que no tiene parte ni heredad contigo, y el extranjero, el huérfano y la viuda que hubiere en tus poblaciones, y comerán y serán saciados; para que Jehová tu Dios te bendiga en toda obra que tus manos hicieren.” (Deuteronomio 14:28-29). Se ha dicho que este era un nuevo diezmo, aparte del anterior; pero si lo analizamos bien, el contexto define correctamente su finalidad. Era muy normal que todos los diezmos de Israel, cada año y en el tiempo después de la cosecha, iban destinados como ofrenda a Dios; pero el Señor tomó Sus ofrendas y las devolvió a su pueblo, señalando concretamente la forma de distribución a cada grupo de personas; y entre esos grupos no descuidó a los extranjeros pobres que viviesen en tierras de Israel; pues, sus mandatos estaban encaminados a la protección de los extranjeros de manera permanente. “Y al extranjero no engañarás ni angustiarás, porque extranjeros fuisteis vosotros en la tierra de Egipto.” (Éxodo 22:21). No se trató de una nueva imposición, porque una vez más los levitas tenían su parte de los diezmos de aquel año tercero. El Señor aclara de manera muy lógica la distribución de todos los diezmos de aquel año, y se entiende que lo serían de todos los productos que se cosechaban en el año tercero. Obviamente, los levitas eran la parte fundamental entre los demás beneficiarios, y eran los principales partícipes de esos diezmos, porque si no los hubiesen recibido, ese tercer año no tendrían alimento, y ello no podía ocurrir, no estaría apegado a la ley y se alteraría el mandato de Dios. Además, el diezmo del tercer año tenía una particularidad muy notable. Dios ordenó al pueblo, a través de Moisés, que todos los diezmos del año tercero, o de cada tres años, los donantes lo almacenen en sus respectivas ciudades. No debía llevarse al templo ni podía darse a los levitas directamente, sino que la distribución, en aquel año, estaba a cargo del mismo pueblo; ellos debían distribuirlo entre aquellas personas designadas por Dios de antemano: Los levitas primeramente, luego los extranjeros, los huérfanos, las viudas, y finalmente ellos mismos. En gran parte, la ordenanza debió darse obligatoriamente de ese modo, porque existía alguna imposibilidad de hacerlo de otra manera. Los donantes que vivían en regiones muy apartadas, por ejemplo, no podrían llevar cada año o cada tres meses todos sus productos al templo, y luego los levitas del templo no podrían traerlo de vuelta o volverlo a distribuir a sus hermanos que moraban en ciudades lejanas. Además, el diezmo debió ser entregado por el pueblo a las familias de los levitas directamente en sus poblaciones; al templo sólo iría una parte específica para quienes servían y estaban de turno allí.

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Según esta disposición, por lo menos cada tres años la tarea se simplificaba, porque la producción de la tierra era con mucha bendición y abundante; ella servía y alcanzaba como para abastecer a las personas durante varios meses, incluso años. Existió también una salvedad más; ésta consistía en la venta de los diezmos y ofrendas, para luego, con ese dinero, ir a la ciudad, comprar los mismos productos u otros similares y entregarlos como ofrenda al templo. De este modo se facilitaban las cosas y la gente no tenía que transportar ingentes cargas de grano y demás productos de la tierra, desde alejados territorios hasta el templo y viceversa. Y, finalmente, si esto tampoco se podía hacer, sabiamente el Señor ordenó consumir esos diezmos al mismo pueblo donante en sus propias poblaciones y en sus casas. “Si estuviere lejos de ti el lugar que Jehová tu Dios escogiere para poner allí su nombre, podrás matar de tus vacas y de tus ovejas que Jehová te hubiere dado, como te he mandado yo, y comerás en tus puertas según todo lo que deseares.” (Deuteronomio 12:21). 5.- El Diezmo para los Huérfanos.- Según el versículo advertido en Deuteronomio 14:29, y citado en el numeral anterior, Dios estableció que los huérfanos también fuesen parte activa en la distribución de los diezmos cada tres años por lo menos. No podemos establecer la cantidad exacta destinada a ellos, pero sin duda debió ser buena y generosa, según fueren los recursos. Aquella parte de los diezmos debía ser entregada a ellos de mano de los propios donantes, en sus poblaciones. 6.- El Diezmo para las Viudas.- Igualmente, el Señor de los cielos, como protector de viudas y huérfanos, no dejó desamparadas a estas mujeres y las hizo partícipes de los diezmos que el pueblo almacenaba en sus poblaciones cada tres años. La ley en este sentido era muy explícita en todos sus términos, y hasta muy dura, si cabe el término, en caso de incumplimiento. “A ninguna viuda ni huérfano afligiréis. Porque si tú llegas a afligirles, y ellos clamaren a mí, ciertamente oiré yo su clamor; y mi furor se encenderá, y os mataré a espada, y vuestras mujeres serán viudas y huérfanos vuestros hijos.” (Éxodo 22:22-24). En resumen, las finalidades del diezmo fueron estas; pues, Dios en su infinita gracia, lo planeó y lo hizo de esta manera para cubrir con ello todas las necesidades de su pueblo en todos los tiempos y lugares de Israel. Como hemos de advertir, los diezmos no fueron una exclusividad de los levitas o sacerdotes solamente, sino que, de manera justa y equitativa, cubría a todas las familias de su pueblo; las ofrendas elevadas al Señor fueron destinadas a satisfacer la demanda de sustento de todos los menos favorecidos de Israel, y según vemos, ese fue el ámbito general de la Ley, su finalidad y propósito. El gran resumen, entonces, se clasifica de esa manera. Los beneficiarios del diezmo fueron: 1.- Los propios donantes y el pueblo en general. 2.- Los levitas y sus familias, entre ellos los sacerdotes y sus casas. 3.- Los extranjeros que habitaren en medio del pueblo; presumiblemente los pobres. 4.- Los huérfanos; y,

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5.- Las viudas. Sin embargo, si aplicamos y seguimos ese precepto legal, y pese a que la palabra de Dios es tremendamente clara al respecto, no conozco de lugar alguno donde se enseñe al pueblo esta verdad bíblica sobre la distribución de los diezmos conforme a estos principios. Muy al contrario, algunos pastores creen que todos los diezmos y ofrendas son de su pertenencia y así los manejan. No quisiera proponer que se hayan impartido mandamientos humanos al respecto, pero todo el peso y la responsabilidad recae sobre quienes, defendiendo la legalidad y el pago de diezmos, no han seguido las normas de la propia Ley del Diezmo. El alimento para la casa del Señor, conforme lo señala el profeta Malaquías, cuya escritura analizaremos más adelante, estaba destinado a satisfacer la demanda de toda la casa de Dios, esto es de todo su pueblo escogido, y no de unos cuantos solamente. La casa del Señor comprende todo su pueblo, toda su iglesia, porque esta era la finalidad de la Ley. Aquí tenemos, entonces, un nuevo atentado humano en contra de la palabra de Dios. Por el santo hecho de servir en el ministerio, no da derecho a nadie para tomar los diezmos en su beneficio y al margen de cuanto Dios ha ordenado. “Y te alegrarás en todo el bien que Jehová tu Dios te haya dado a ti y a tu casa, así tú como el levita y el extranjero que está en medio de ti. Cuando acabes de diezmar todo el diezmo de tus frutos en el año tercero, el año del diezmo, darás también al levita, al extranjero, al huérfano y a la viuda; y comerán en tus aldeas y se saciarán.” “Y dirás delante de Jehová tu Dios: He sacado lo consagrado de mi casa, y también lo he dado al levita, al extranjero, al huérfano y a la viuda, conforme a todo lo que me has mandado; no he transgredido tus mandamientos, ni me he olvidado de ellos.” (Deuteronomio 26: 11-13). “No oprimáis a la viuda, al huérfano, al extranjero ni al pobre; ni ninguno piense mal en su corazón contra su hermano.” (Zacarías 7:10). En efecto, si hemos de aplicar las Escrituras en su real medida y conforme a la Ley del diezmo, la trasgresión de aquellos mandamientos ha sido muy notable en el mundo, empezando por Israel y hoy por la iglesia. El hombre, en su condición egoísta, ha olvidado que existieron esas normas y que son la guía adecuada para el pueblo del Señor; han prevalecido otros y muy personales intereses en lugar de los propuestos por Dios, y talvez premeditadamente se ha descuidado la norma en ciertos lugares. Pero todo esto, como analizaremos más adelante, tiene sus razones, y una de ellas fue la institucionalidad de la gracia. El último libro de Moisés, o sea Deuteronomio, contiene el sermón más largo que pronunció el profeta, y hace referencia a toda la Ley, cuyo contenido fue ratificado y recordado al pueblo punto por punto. Y los diezmos como parte de la Ley, fueron ineludibles para el pueblo; su cumplimiento debió ser irrestricto; los mandamientos de parte de Dios debieron ponerse en práctica siempre, pero no se lo hizo de ese modo, la norma fue descuidada por Israel, como lo ha sido por todas las generaciones que abrazaron el cristianismo. Por idénticas razones, o talvez mayores que éstas, igual situación viene sucediendo hoy en muchos o en casi todos los lugares donde se predica la palabra del Señor. Se exigen los diezmos bajo las mismas condiciones prescritas en la Ley dada a Moisés, pero nunca se distribuyen de acuerdo con los mandatos establecidos en esa misma Ley. Si hoy se toma como un principio o norma, dentro del cristianismo, el acto de

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dar los diezmos de todo, según las bases prescritas en la Ley, necesario es que se cumplan los mandamientos sobre su distribución obligatoria que la misma Ley exige; pero ni lo uno ni lo otro es mandamiento o realidad ahora; pues, se han tornado muy turbios los consejos del profeta, y muchos de los mandatos del Señor han sido cambiados por conveniencias humanas. Obviamente no hay otra explicación. La gravedad del procedimiento, además de todo lo anterior, es que por arriba de todos los mandatos establecidos en la palabra de Dios para este fin, se ha exigido del pueblo algo que no lo vemos consignado en la Biblia. Toda la Ley del Diezmo, de principio a fin, no obliga a nadie a entregar algo diferente de aquello que sí fue ordenado por Dios; esto es, que no existe disposición alguna de entregar algo que esté fuera de lo especificado en la Ley; allí claramente se expone la clase de productos que debían entregarse a los levitas como diezmo, y son: 1.- Los productos de la tierra; básicamente de los granos y cereales, hortalizas o legumbres de toda clase que se cultivaban en los campos. 2.- El fruto de los árboles; entre ellos advertimos las sustancias más valiosas como el vino y el aceite de oliva. 3.- El diezmo del ganado, cuya ordenanza comprometía a las vacas, a las ovejas, a las cabras, etc. No tenemos otro tipo de interpretación aquí, porque sencillamente no existe. La Ley no propone nada que esté fuera de estas cosas. Nunca el Señor dispuso la entrega de diezmos de otra índole, como oro, plata, joyas, piedras preciosas o dinero. Estos bienes entrarían a formar parte de las ofrendas voluntarias, pero jamás del diezmo. Sin embargo, la Escritura se amoldó a muchos de los conceptos humanos que la han desvirtuado casi por completo; el espíritu de la Ley es de diferente naturaleza ahora, pese a que tenemos la palabra más fiel en las páginas de la Biblia, si es que de verdad y como hijos de Dios seguimos esa norma. Tenemos aquí una nueva violación al mandamiento del Señor. Otro de los problemas, dentro de este campo, es el siguiente: La Ley dada a Moisés, y expresamente ordenada por Dios para el pueblo de Israel, como consta en las páginas de la Biblia, se ha tornado universal y compromete hoy a todo el mundo. Evidentemente, esto no lo vemos consignado en las Escrituras ni en ningún otro lugar, excepto en las congregaciones de hoy, donde se predica y se aplican esos conceptos. Como veremos más adelante, si Dios emitió ciertas normas para la guía adecuada de su pueblo, nadie tiene derecho a violarlas ni puede proponer un cambio, porque esto quedó enteramente prohibido por el Señor. Es cierto que la Ley podía tener su alcance y regir para todos los extranjeros, pero cuando éstos viviesen en Israel, y aun para los prosélitos que ingresaban al judaísmo, pero de ningún modo el pueblo cristiano de todo el mundo, en sus diferentes estados o naciones, se constituye en pueblo de Israel, ni física ni espiritualmente, como para adoptar sus leyes; pues, la división entre judíos y gentiles prevalecerá posiblemente hasta el fin del mundo, porque en la iglesia del Señor Jesucristo no quieren entrar la mayoría de judíos, y nosotros como gentiles, tampoco queremos irnos al judaísmo. Muchos aseguran que la iglesia es un Israel espiritual, y por lo mismo debemos regirnos también por las leyes de Israel; pero esto no es lo acertado, primero, porque, aunque seamos un injerto en su tallo, estamos dentro de otro esquema legal; y segundo, por la absoluta vigencia de la gracia que anuló toda la Ley anterior.

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Entonces, si se trata de imponer algo en la iglesia de hoy, tomando como sustento, entre otras, la Ley del Diezmo establecida para Israel, para pedirlo, necesario es que se cumpla la ley del Diezmo en todo su contexto para su distribución y para entregarlo a quienes tienen derecho del mismo. No es ético tratar de cumplir solamente una parte de la norma y dejar a un lado lo más importante. De antemano hemos advertido que el incumplimiento de las normas y mandamientos de Dios es una violación a su palabra, y si la Ley propone un buen número de maldiciones para ello, esto se dará. No pensemos, entonces, que podremos evadir las consecuencias de la desobediencia, escudándonos en la gracia del Señor Jesucristo, porque si el pueblo afligido clama, si las viudas y los huérfanos claman por justicia, Dios oirá su clamor y dará el pago correspondiente a los responsables, conforme está escrito. Yo no quiero estar en esos zapatos jamás.

CAPITULO III ¿SE ENCUENTRA VIGENTE EL DIEZMO?

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Esta es una interrogante que la mayoría de pastores prefieren no tocar. Pese a la vehemencia de ella y de su fuerza en los últimos tiempos, la respuesta es todavía ambigua y controversial. Algunos, por no decir una gran mayoría de líderes cristianos, creen haber encontrado la debida respuesta en la Biblia y nos aseguran que su contenido dice: sí. Otros, obviamente respaldados por las mismas páginas de la Biblia, nos dicen que no, y han abolido la práctica en sus congregaciones. Tenemos entonces dos corrientes que se disputan la razón: 1.- El primer gran grupo está conformado por los defensores de la vigencia universal del Diezmo como un mandamiento, quienes promueven su entrega obligatoria bajo el concepto de pecado, tanto de rebelión como por robarle a Dios; y, 2.- Quienes no lo practican, no lo piden ni lo promueven con el carácter de obligatorio en sus congregaciones, por razones de la misma Ley. Por supuesto, estamos hablando de congregaciones “cristianas” que siguen una línea de fe y de obediencia al Señor Jesucristo y a Dios mismo, quienes han adoptado una de estas prácticas amparados en una “verdad” que les asiste. ¿Hay dos verdades o más en la Biblia? De ninguna manera; no tenemos ni tendremos dos verdades jamás. Luego, algo esta fallando, algo está mal en uno de los dos bandos o en ambos, pese a la solidez de sus argumentos y puntos de vista a su favor. En el pasado la Iglesia Católica Romana fue el blanco de recias y agrias polémicas, tanto internas como externas, y uno de los principales temas de discordia fue la práctica de los diezmos, de las indulgencias y del trato a los herejes, lo cual trajo como resultado las expropiaciones. Se acusó a la iglesia romana de haberse enriquecido ilícitamente, de haber acumulado tantos bienes materiales en el mundo a costa del sacrificio, de la sangre y de los huesos de sus fieles, así como por la forma con que trataron a los herejes y acusados de brujería durante la “Inquisición”. La mayoría de bienes de los afectados eran confiscados por la iglesia romana, y esas confiscaciones se daban con mayor grado entre los ricos y adinerados. De este modo se dijo que la Iglesia Católica Romana llegó a poseer las dos terceras partes del territorio de Europa, cosa que jamás propuso el Señor Jesucristo. En los tiempos de “La Reforma”, encabezada por algunos de sus propios sacerdotes católicos, entre otros, la bandera de lucha tuvo como objetivo la oposición a tales prácticas; de ello nos habla muy bien la historia. Juan Huss, Wycliffe, Lutero, Calvino, Swinglio, etc., son unos pocos de ese grupo que trataron de proponer reformas al antiguo sistema, pero pocos lograron su objetivo, porque separados de la iglesia central, sus santos y ungidos líderes habían puesto precio a sus cabezas. La persecución a los protestantes fue muy recia; obviamente corrió sangre en ambos bandos. Aunque con el tiempo las cosas van mucho mejor, aún persisten las luchas internas por algunos consabidos intereses, y las divisiones aumentan. Ya no son dos las facciones en conflicto, sino centenares y talvez miles, porque la iglesia romana ha continuado dividiéndose, tanto como los propios protestantes, cada uno con diferente doctrina. Si la Iglesia Católica ha perdido la perspectiva de santidad, de ética y de honestidad requeridas por Dios, porque ha mirado más sus propios intereses que los del Señor Jesucristo y su pueblo, las congregaciones protestantes tampoco están muy lejos de esas prácticas. Sé que no será del agrado de muchos el desarrollo de estos temas. Talvez sea un dolor de cabeza este libro; quizá logre algunos epítetos candentes también por este

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trabajo, pero ante todo quiero dejar muy en claro que no soy yo quien propone un cambio ni ordena nuevos principios en la iglesia; no quiero convertirme en un reformador advenedizo ni alguien que fomenta sus propias ideas, sino que la misma palabra de Dios hablará por sí sola y responderá al mundo con su inalienable verdad; lo único que puedo hacer es poner de relieve la voluntad del Señor manifiesta en su palabra. Si nos hemos llamado “Cristianos”, preciso es que cumplamos las leyes y normas que el Señor Jesucristo nos dejó para hacerlas, para seguirlas y para enseñarlas al resto que viene detrás nuestro. No podemos hacer las cosas a medias ni obrar por intereses particulares en desmedro de los mandatos del Señor, porque si lo hacemos de ese modo, jamás estaremos aprobados como hijos de Dios, sino reprobados y fuera de su reino. Ojalá esto nos haga reflexionar e interpretemos con mayor sabiduría los textos bíblicos. ¿Qué respuesta válida podemos esbozar sobre la interrogante planteada? ¿Realmente se encuentra vigente el diezmo, o no? Como se ha dicho, una gran mayoría de ministros evangélicos piensa que sí esta vigente y por ello lo promueven en sus congregaciones. Unos pocos consideran lo contrario y han abolido esta práctica en sus iglesias, pero talvez han adoptado otras peores. Ahora bien, ¿quién está en lo cierto? ¿Qué bando está del lado de la verdad? ¿Qué dice realmente la Biblia al respecto? ¿Acaso es cuestión de razonamientos o de criterios humanos el aceptar, alterar o negar la palabra de Dios para imponer nuestros propios conceptos? La verdad sólo puede estar en uno de los bandos y muy concretamente del lado de Dios, en apego estricto a su palabra, lejos de vanas interpretaciones. Entonces, si vamos por este camino, tratemos de entender al Señor Jesús y de obrar como Él quiere. Frente a los conceptos vertidos anteriormente, y de conformidad con la palabra del Señor dada a través de sus siervos, los apóstoles, vemos que el diezmo obligatorio, en los actuales tiempos, no se encuentra vigente; la respuesta a la interrogante arriba indicada es enteramente negativa. Los motivos para su abolición son muy contundentes, y vamos a citar las siguientes razones. 1.- El diezmo obligatorio no está vigente por la abolición de la Ley. La Ley de Moisés que lo creó fue abolida por el Nuevo Pacto, hoy sellado por el Señor Jesucristo. 2.-Existió un cambio de Ley. La Ley de Moisés que instituyó el diezmo obligatorio fue remplazada por la Ley de la gracia. 3.-El diezmo obligatorio fue abolido por el cambio de Sacerdocio. 4.-El Nuevo Testamento no impone el diezmo como norma; no lo promueve el Señor Jesucristo, ni alguno de sus apóstoles. Sin otro comentario, entraremos al estudio y definición de cada uno de estos cuatro temas fundamentales.

1.- LA ABOLICION Y FINALIZACION DE LA LEY. En realidad el mayor argumento que encontramos en la Biblia sobre la caducidad del diezmo obligatorio es este título. El diezmo obligatorio dejó su vigencia cuando

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cesó la Ley que lo creó. El Legislador, nuestro Soberano Rey, deshizo la norma de la misma forma que la hizo, y aquello fue lo más lógico y racional del mundo. Este principio rige aún en todos los parlamentos de la tierra. Confieso que muchas veces he sentido un malestar muy profundo, cuando pastores, evangelistas, ancianos y ministros en general, han dicho en sus sermones que: “No estamos bajo la Ley, sino bajo la Gracia”. ¡Aleluya! ¡Bendita palabra de Dios! ¡Amén! Pero a renglón seguido solicitan los diezmos, cuya vigencia proviene de la Ley, como hemos visto y detallado más atrás. No hay forma de sacarlo de allí porque el diezmo obligatorio para los levitas se ampara en la Ley recibida por Moisés y promulgada por él en los cuatro libros del Pentateuco. Y aquí viene la disyuntiva: si aceptamos vivir en la gracia y no bajo la Ley, ¿por qué se impone un mandamiento de una ley abolida? ¿Se propone la vigencia de la Ley, o algunas de sus normas solamente, como es el caso de los diezmos obligatorios en la iglesia cristiana de hoy, porque conviene a nuestros intereses, y aceptamos también la gracia sin las obras de la Ley? Yo creo que esto es muy contradictorio y paradójico; no existe comunión entre dos cosas totalmente disparejas. Por algo se dirá que somos divididos hasta los sesos, porque así marcha la iglesia; las denominaciones son numerosas y cada una se encamina por su lado, esgrimiendo sus propias “verdades” e intereses particulares, en especial los económicos. ¡Qué fatal es todo ello! Quizá un exceso de misericordia de parte de Dios es lo único que nos tolera, porque cuando se habla de obedecer al Señor, deberíamos primero admitir nuestra propia mentira. Quizá por estas mismas razones no tenemos la Gloria de Dios entre nosotros, porque la hemos puesto al margen. Pero gracias al Señor, sus promesas maravillosamente siguen en pie para quienes verdaderamente le temen, le aman, le siguen y le obedecen. Es obvio que muchos pastores defienden la vigencia de los diezmos obligatorios que promueve la Ley, aunque Dios mismo en su palabra nos diga lo contrario. Entonces, realmente se estaría imponiendo un criterio humano por sobre los mandatos divinos, y esto de ninguna manera puede ocurrir, porque sería un anatema. La Biblia, nuestro gran manual cristiano dejado por el Señor, revela claramente que la ley de Moisés finalizó y con ella todos sus mandatos. En efecto, aquellas normas sobre el diezmo obligatorio que estaban en su texto, no continúan vigentes; y vamos a analizar detenidamente por qué se ha dado esto. El Señor Jesucristo dijo: “La ley y los profetas eran hasta Juan; desde entonces el reino de Dios es anunciado, y todos se esfuerzan por entrar en él.” (Lucas 16:16). . Aquí tenemos una referencia muy clara en las propias palabras del Señor Jesús sobre el tiempo de vigencia de la Ley. La palabra de Dios nos aclara que su vigencia estaba prevista hasta los días de Juan. El Señor Jesucristo, indudablemente, nos está hablando de Juan el Bautista y su época; fue allí cuando comenzó una nueva era de anuncios y de revelaciones sobre el reino de Dios, luego de unos 400 años de silencio. Dice el Señor que la Ley y los profetas eran hasta Juan; es decir, se puso un término y una fecha precisa para su finalización; esto es muy evidente. Después de Juan, el propio Señor Jesús cambiaría y anularía toda la Ley dada a Moisés. Se podría decir que los anuncios de los profetas no ha terminado y por lo mismo su vigencia nos alcanza, así como lo hace buena parte de la Ley; este es el concepto de mucha gente, pero esto no es precisamente lo que dice el Señor Jesús, porque no se está refiriendo al espíritu de la profecía, sino a la letra de la Ley y a cuanto los profetas dijeron con relación a ella. No está poniendo en tela de juicio la palabra

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profética, pero sí lo está haciendo con relación al final de un ministerio y a un pacto anterior como era la Ley. La palabra del Señor, invariablemente, nos está señalando que se daría un cambio radical sobre el concepto anterior para la entronización de la gracia. Si analizamos bien el texto, aquí tenemos dos cosas claramente definidas: La primera tiene que ver directamente con la Ley, cuya vigencia se había determinado que existiese hasta los días de Juan el Bautista, quien predicó también de ella y de algunas de sus normas en su corta vida ministerial; y lo segundo, fue que en Juan hubo también un final con relación a los profetas. La frase: “La Ley y los profetas eran hasta Juan”, nos está señalando el acto final de ambos: La ley, por un lado, y los profetas por el otro lado. Si la Ley finalizó en Juan, porque detrás de él vino otro profeta mayor que Moisés, de quien no era digno de desatar la correa de su calzado; esto es de Cristo, el Señor, quien cambiaría la norma, en Juan también finalizó la palabra de Jehová, porque él sería y fue el último gran profeta de Dios en Israel, él fue el último gran profeta del Antiguo Pacto. La Escritura, entonces, se basa en esto para afirmar: “Dios, habiendo hablado muchas veces y de muchas maneras en otro tiempo a los padres por los profetas, en estos postreros días nos ha hablado por el Hijo, a quien constituyó heredero de todo, y por quien asimismo hizo el universo.” (Hebreos 1:1-2). En efecto, al hablarnos directamente el Hijo de Dios, y en persona, cesaron los intermediarios anteriores. Obviamente, más adelante vendrían otros y muchos profetas, pero ellos formaron parte del Nuevo Pacto, de la era de la gracia. Juan sería el último gran profeta del Antiguo Pacto. Por todo esto, las dos cosas tienen su final en Juan: La Ley, y los profetas, tomando la última parte como alusiva a los hombres, mas no a la profecía que ellos anunciaron, porque muchas de ellas irán hasta el fin del mundo y aun más lejos. Pero aquello que realmente nos interesa ahora es la claridad sobre el término de la Ley dada a Moisés, dicho y ratificado por el Señor Jesucristo, cuya palabra, lejos de cualquier otra sutil conjetura, es fiel y verdadera. Toda la Escritura tiene en su espíritu un propósito; no es letra muerta sino un algo que tiene vida y razones para estar allí. Cristo, el Señor, hizo posible todo esto, y así lo ratificó. “Pues la Ley por medio de Moisés fue dada, pero la gracia y la verdad, vinieron por medio de Jesucristo.” (Juan 1:17). “Porque de tanto mayor gloria que Moisés es estimado digno éste, cuanto tiene mayor honra que la casa el que la hizo” (Hebreos 3:3). Yo creo firmemente que el Señor Jesús nos dijo la verdad; de ningún modo voy a dudar de eso; aunque ciertos “seguidores” no quieran aceptar su gracia. Cierto día, un apreciado hermano en Cristo, manifestó que ellos, (refiriéndose a su congregación), sí pedían los diezmos obligatorios a su pueblo, porque, aunque otros no lo hagan, creía que era más factible vivir bajo el imperio de la Ley antes que de la gracia. Según se expresó, le era más difícil vivir bajo el imperio de la gracia. Debo admitir que a veces soy un poco tardo para reaccionar, y aquel día no pude hacerlo, ya por no entablar una polémica de proporciones, o talvez por no herir sus sentimientos. Pero más tarde, analizando el contenido de sus palabras, pude darme cuenta del alcance nefasto de esas declaraciones. ¡Había caído tan bajo, al punto de preferir una serie de maldiciones, antes que el rescate gratuito a través de la sangre de

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Cristo, cuyo poder había negado! ¡Valían más los codiciados diezmos que la salvación por gracia! Yo creo que muchos habrán estudiado la Biblia a conciencia y saben muy bien que si no cumplen con la Ley del Diezmo en su recepción, aplicación y distribución, caerán en maldición, porque eso contempla la Ley de Moisés, pero según parece, no existe la buena voluntad para entenderlo de ese modo, o talvez porque piensan que la maldición sí ya no existe y está abolida, pero no el diezmo. Nadie podrá ser justificado por las obras de la Ley, dice el Señor, pero se han empecinado en ello, y así le hacen creer al mundo cristiano. El apóstol Pablo enseñó algo diferente; en franca aplicación de la palabra divina, él dijo: “No desecho la gracia de Dios; pues si por la Ley fuese la justicia, entonces por demás murió Cristo.”… “De Cristo os desligasteis, los que por la Ley os justificáis; de la gracia habéis caído.” (Gálatas 2:21; 5:4). Ciertamente el apóstol ponía énfasis en los asuntos de la circuncisión en aquellos días, porque los judaizantes sembraban confusión en todos lados, pero Pablo no señala únicamente eso, sino que enfáticamente se está refiriendo a todo el contexto de la Ley de Moisés, la cual quedaba fuera, para la promulgación de la nueva Ley de la Gracia. La Ley anterior había traído esclavitud, mientras que la Gracia instauraba la verdadera libertad. Debemos entender que todos los hijos de Israel, los judíos, prosélitos, extranjeros, gentiles, y en general todo el mundo, estaban muertos y malditos antes de la venida al mundo del Señor Jesucristo; no había justo ni aun uno, eso afirma la palabra de Dios. Frente a este panorama desolador, Dios no podía permitirse una derrota de tales dimensiones; su creación tenía esperanza de salvarse por la obra de Cristo, su amado Hijo, y lo envió al mundo ahora, como ya lo había predestinado antes, para rescatar al hombre y para reformar todas las cosas. Él nos libró de esa maldición y nos hizo ovejas de su prado a todos los que creyeron en su nombre, a todos aquellos que creyeron en su palabra, en su obra, y lo aceptaron como su Salvador. El fruto de la Ley fue muerte, porque nadie pudo cumplirla; pero la obra de Cristo trajo vida abundante, gratuita, inmerecida; esto es la gracia. Así lo hizo con aquel ladrón que agonizaba junto a Él en la cruz; así lo ha hecho con usted y conmigo, y lo seguirá haciendo con millones de almas hasta el mismo fin del mundo, ¡sin las obras de la Ley! El Señor Jesucristo interpuso, enseñó y firmó un Nuevo Pacto, lo selló con su sangre, lo clavó en la cruz. Este acto, desde luego, no fue fortuito, intempestivo o apresurado; pues, hace varios siglos Dios había revelado esas intenciones a sus siervos los profetas, de modo que el Nuevo Pacto anularía al anterior, lo remplazaría en condiciones mucho más ventajosas, porque sería mucho más fácil de ser llevado por los hombres y no imposible como el anterior. “He aquí vienen días, dice Jehová, en los cuales haré nuevo pacto con la casa de Israel y con la casa de Judá. No como el pacto que hice con sus padres el día que tomé su mano para sacarlos de la tierra de Egipto; porque ellos invalidaron mi pacto, aunque fui yo un marido para ellos, dice Jehová. Pero este es el pacto que haré con la casa de Israel después de aquellos días, dice Jehová: Daré mi Ley en su mente, y la escribiré en su corazón; y yo seré a ellos por Dios, y ellos me serán por pueblo.” (Jeremías 31:31-33).

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¡Qué maravillosa fue esta promesa! Y Dios la ha cumplido al pie de la letra. El pacto dado o celebrado entre Dios y los padres de la nación de Israel, fue la Ley, venida a ellos a través de Moisés; y claramente el Señor hace referencia de ello cuando habla de haberlo hecho el día o el en el tiempo de su salida de Egipto. Después de todo no fue el Señor la causa para la anulación de ese Pacto, sino el propio pueblo; ellos mismos invalidaron la Ley porque no la cumplieron y cayeron en maldición. Sin embargo, la gracia del Señor propició un nuevo y mejor camino que sí podía suplir esas falencias, y este camino fue Cristo, nuestro Bendito Salvador, quien nos dejaría marcada su Ley en la mente y en el corazón. “Mas, ¿Qué dice? Cerca de ti está la palabra, en tu boca y en tu corazón. Esta es la palabra de fe que predicamos.” (Romanos 10:8). “Siendo manifiesto que sois carta de Cristo, expedida por nosotros, escrita, no con tinta, sino con el espíritu del Dios vivo; no en tablas de piedra, sino en tablas de carne del corazón.”….”El cual asimismo nos hizo ministros competentes de un nuevo pacto, no de la letra, sino del espíritu; porque la letra mata, mas el espíritu vivifica.” (2 Corintios 3:3, 6). Ciertamente, los hijos y siervos del Señor Jesús, guardamos en el corazón su Ley, y tratamos en lo posible de obedecerlo, pese a que vivimos en un campo minado y asediado por otro, un dios de este mundo, el cual nos hace la vida imposible muchas veces, si lo dejamos actuar. Cuando el apóstol Pablo habla de la letra que mata, no se refiere a que por leer mucho encontraremos la muerte o enloqueceremos como don Quijote; se refiere a la Ley, la cual llevó a la muerte física y espiritual a mucho pueblo, gracias a su desobediencia. De ningún modo se pone en juego la vida eterna por Dios ofrecida, pero se puede perderla por el pecado de rebeldía. La misericordia gratuita de Dios hizo posible la vigencia de un Nuevo Pacto, el cual nos dio Cristo, el Señor, sin haber hecho nada más que aceptarlo; y su Ley prevalece en el corazón de quienes creen en su nombre y bajo el mandato mayor de su gracia, que dice: “Cree en el Señor Jesucristo y serás salvo tú y tu casa.” (Hechos 16:31). “Todo aquel que invocare el nombre del Señor, será salvo.” (Romanos 10:13). Nada de esto es ficción, sino palabra de Dios que debe ser tomada en cuenta como real, porque se cumple. No es demasiado difícil de entenderlo. Esta palabra ha salido desde el sepulcro vacío del Señor en Sion, y tiene tanta fuerza que trasciende hasta los más ignotos rincones del mundo. No está allí por nada, sino porque tiene validez y es de lo más sencilla posible para alcanzar la salvación. Y esta sí es la gracia más pura de su parte, sin ninguna obra de la Ley, como esa de dar los diezmos al templo. “Porque de Sion saldrá la Ley y de Jerusalén la palabra de Jehová”, (Isaías 2:3). El pacto anterior salió del Monte Horeb, en el desierto de Sinaí; la Nueva Ley de Cristo salió de Sion, o de Jerusalén; luego, la palabra de Dios se ha cumplido también en este sentido, y es la que tiene valor en nuestros días. Todos los apóstoles del Señor, siguiendo ese mismo evangelio de la gracia, nos han persuadido hasta la saciedad sobre el destino de la Ley anterior, porque ésta fue

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inútil; no porque fuese mala, sino por las mismas falencias del hombre que no se sometió a ella, condenándose a sí mismo a sufrir todas las maldiciones conexas; pero Cristo propició la reconciliación del ser caído con Dios bajo la propiciación de su propio cuerpo, cuya sangre rubricó un pacto feliz y maravilloso que transformó todo. “Sabed, pues, esto varones hermanos: Que por medio de Él se os anuncia perdón de pecados, y que de todo aquello de que por la ley de Moisés no pudisteis ser justificados, en Él es justificado todo aquel que cree.” (Hechos 13:38-39). La justificación es propia y privativa de Dios; Él la da a quien cree y se la pida; es la transformación que hace el Señor de una condición de pecado, hacia una situación sin pecado; es el cambio radical de una persona, quien siendo delincuente, pasa a ser inocente, justa y sin culpa, porque alguien tomó esa responsabilidad, la pagó y le rescató. Esta es la gracia pura y gratuita de Dios, y para ello sólo son necesarios la fe y el arrepentimiento, el Señor se encarga de todo lo demás; esto es, de darnos una nueva identidad como hijos del reino, de ser nuevas criaturas y consignarnos un nuevo corazón, de darnos una mente renovada, una asistencia diaria y permanente, etc. La Ley jamás podía ofrecernos esto. Una verdad muy profunda al respecto, fue dicha por el apóstol Pedro, quien actuaría inspirado por el mismo Espíritu Santo de Dios. El apóstol señaló unas cuantas verdades como estas: “Y después de mucha discusión, Pedro se levantó y les dijo: Varones hermanos, vosotros sabéis cómo hace ya algún tiempo que Dios escogió que los gentiles oyesen por mi boca la palabra del evangelio y creyesen. Y Dios que conoce los corazones, les dio testimonio, dándoles el Espíritu Santo lo mismo que a nosotros; y ninguna diferencia hizo entre nosotros y ellos, purificando por la fe sus corazones. Ahora pues, ¿por qué tentáis a Dios, poniendo sobre la cerviz de los discípulos un yugo que ni nuestros padres ni nosotros hemos podido llevar? Antes creemos que por la gracia del Señor Jesús seremos salvos, de igual modo que ellos.”…. “Por cuanto hemos oído que algunos que han salido de nosotros, a los cuales no dimos orden, os han inquietado con palabras, perturbando vuestras almas,, mandando circuncidaros y guardar la Ley,”… “Porque ha parecido bien al Espíritu Santo, y a nosotros, no imponeros ninguna carga más que estas cosas necesarias: Que os abstengáis de lo sacrificado a ídolos, de sangre, de ahogado y de fornicación; de las cuales cosas si os guardareis, bien haréis. Pasadlo bien.” (Hechos 15: 7-11, 24, 28, 29). En mi concepto, esta Escritura es muy relevante y suficiente, porque nos enseña mucho. Analicemos detenidamente una parte de su contenido. 1.- Cuando en la soberana voluntad de Dios, el Señor Jesús adoptó como su pueblo también a los gentiles que creyeron en Él, y les dio el Espíritu Santo, igual que lo hizo con sus discípulos israelitas, todo solamente por la fe de ellos, Dios no les impuso ningún condicionamiento previo. Pedro menciona que el yugo anterior, en clara alusión a la Ley, no pudo ser llevado por sus padres, lo cual comprometía a todos sus ancestros, a la misma nación, y a todos los de su actual generación. Sin embargo, algunos salieron de la misma iglesia, como hoy lo hacen muchos, para obligar e imponer a los demás el cumplimiento de ciertas partes de la Ley, desde luego, sin ninguna orden apostólica. Pero, ¿qué dice el apóstol? “Ha parecido bien al

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Espíritu Santo, y a nosotros, no imponeros ninguna carga”, excepto aquellas cuatro ordenanzas finales, que obedecían a razones fundamentales de la doctrina, de acuerdo con el espíritu de la Ley anterior. 2.- La Ley de Moisés fue expresa y específica para Israel; en aquellos días no fue dada ninguna norma para el resto del mundo. Talvez, si el pueblo escogido adoptaba un carácter misionero para llevar la palabra de Dios a todas las naciones, la situación podría haber sido diferente, pero no lo hicieron en su tiempo; la gran comisión de llevar el evangelio a todas las naciones no fue dada sino al final de la vida de Cristo. Los gentiles no tenían leyes dadas por Dios para sujetarse a ellas, hasta cuando llegó el evangelio del Señor Jesús. 3.- Aquellas normas de la antigua Ley no dieron los resultados esperados; pues, si no las cumplieron los propios destinatarios de la Ley, como fueron sus padres, abuelos y demás ascendientes, menos lo harían los pueblos gentiles que no tenían ley. Las maldiciones por la desobediencia no pesarían tanto como en los hijos de Israel. 4.- El Señor Jesucristo no impuso ninguna carga más para ninguno de los dos pueblos. Judíos y gentiles estarían bajo la cobertura de un Nuevo Pacto firmado con su sangre. Pero tenemos entre nosotros a quienes continúan obligándonos a guardar la Ley, no precisamente sobre la circuncisión, sino en varios otros aspectos que tienen algún interés, como es el caso de los diezmos obligatorios, cuya vigencia vino con la Ley dada Moisés para Israel, no para la iglesia. 5.-Advertimos algo curioso en el contexto de esta Escritura, porque quienes imponen la vigencia del diezmo obligatorio en sus congregaciones, han salido sin ninguna orden apostólica para obrar de esa manera; pues, manifiesto es que ni el Señor Jesús, ni Pablo, ni alguno de los escritores neotestamentarios habla sobre el diezmo obligatorio en la iglesia, como veremos más adelante. No existe el respaldo adecuado para ello en las Escrituras del Nuevo Pacto, y tampoco la norma proviene de ningún Concilio; pues, los cristianos no han hecho un Concilio para tratar estos asuntos ni algo semejante en los últimos veinte siglos. Pienso que si el sustento estaría dado bajo las condiciones actuales, la propuesta ganaría por una amplia mayoría de votos; pero ni aun esto ha sido aprobado. Pero en el fondo, no se trata de imponer criterios humanos, aunque fuesen mayoría, sino de obedecer la palabra de Dios en todo. No obstante, las disposiciones humanas en tal sentido seguirán siendo muy controversiales en la iglesia, porque de alguna forma se viene transgrediendo la Ley de la Gracia, se está invitando a caer de ella para aceptar ciertas partes de la Ley de Moisés que ya fue abolida. Dice el apóstol Pedro que aquella Ley nadie la pudo llevar, no siquiera ellos; sin embargo, muchos la imponen ahora a costa de todo, especialmente a los gentiles, porque es muy conveniente que el diezmo del Señor ingrese en buenas cantidades a los bolsillos de alguien y para quien no fue destinado. El mismo Señor Jesucristo testificó de ello en su tiempo, diciéndoles en la propia cara a los fariseos, quienes se gloriaban de cumplir la Ley, que no lo habían hecho, tal y como lo atestiguó el apóstol Pedro unos años después. El Señor les dijo: “¿No os dio Moisés la Ley, y ninguno de vosotros cumple la Ley? (Juan 7:19).

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El Señor se ha referido más bien sobre los hombres codiciosos, y los ha comparado con el profeta Balaam, cuya doctrina se apartó de lo básico para fomentar el lucro y la fornicación; creo que las dos cosas son nocivas y las rechaza Dios en su palabra, pero muchos de nuestros pastores, lamentablemente, no lo ven de ese modo. El Concilio de Jerusalén eximió de estas cargas a los gentiles, en franca referencia a la Ley; pero el liderazgo del siglo veinte las impuso nuevamente. Sin embargo, lo más fatal es que se le ha dado vigencia con normas distintas a las expuestas en la Ley del diezmo, porque sus finalidades no son tomadas en cuenta para nada hoy en día. Por supuesto, Dios no ha dicho nada de esto en su Nuevo Pacto sino algo opuesto. “Nada hagáis por contienda o por vanagloria; antes bien con humildad, estimando cada uno a los demás como superiores a él mismo; no mirando cada uno por lo suyo propio, sino cada cual también por lo de los otros.”…. “Porque todos buscan lo suyo propio, no lo que es de Cristo Jesús.” (Filipenses 2:3, 4, 21.). La finalidad de la Ley, como lo hemos analizado más atrás, fue que los diezmos entregados al Señor, sirvieran para bien de su pueblo, en especial de los levitas que no tenían heredad en la tierra prometida, los extranjeros pobres, las viudas, los huérfanos y en general el mismo pueblo del Señor; sin embargo, hoy no podemos advertir esos conceptos; pues, muy al contrario, la afirmación sobre la búsqueda de lo suyo propio predomina, y el consejo de mirar también por el bienestar de los demás no aparece ni es tomado en cuenta. El destino de los recursos más bien se encamina por el sendero de la propiedad privada, porque en muchos lugares se dice muy formalmente que los diezmos son exclusivos de los pastores. La contienda existe, la vanagloria también; el acto de humildad y la estima para los demás, tratándolos como a superiores, talvez ha desaparecido. En los púlpitos aparecen gritones de todo estilo, que en vez de distinguirse por el amor, la misericordia y la humildad, sueltan vejámenes y gruesos epítetos contra los fieles, en especial cuando suponen que no están diezmando lo suficiente y le están robando a Dios, cosa que el mismo Señor Jesús no hizo nunca. ¿Es bueno todo esto? Pienso que no, definitivamente no. Cierto personaje, que dijo ser judío, invitado por cierta congregación para que llevase un mensaje cristiano al pueblo, no tuvo el menor reparo en acusar a los asistentes de avaros, tacaños y miserables, seguramente porque no recibió lo suficiente por su trabajo de predicador ambulante. Por supuesto, me lamenté por haber asistido a una de esas reuniones, atendiendo la invitación del pastor local. El mencionado sujeto, como tantos otros, requería de jugosas ofrendas por sus prédicas, y ello lo dijo el propio anfitrión cuando pidió la contribución para el visitante. Por supuesto, la palabra de Dios no sólo que rechaza esos actos, sino que los condena. No obstante muchos viven de ello y lucran bajo el nombre del Señor. “Porque por ahí andan muchos, de los cuales os dije muchas veces, y aun ahora lo digo llorando, que son enemigos de la cruz de Cristo; el fin de los cuales será perdición, cuyo dios es el vientre; y cuya gloria es su vergüenza; que sólo piensan en lo terrenal.” (Filipenses 3:18-19). Hermanos, no lo digo yo, lo dice la palabra de Dios; y todo esto es realidad en nuestros días. Por ahí andan muchos que aplican ese sistema que hizo llorar al apóstol Pablo. Primero buscan lo suyo propio, su bienestar, la llenura de su propio vientre, que

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como un dios pide más cada día, pero el resto no cuenta. Talvez hasta se ha perdido la vergüenza, porque su pensamiento confluye solamente hacia las cosas terrenales. Lo doloroso es que ese camino sólo conduce a la perdición, y quienes van por él son contados como enemigos de la cruz de Cristo; es decir, enemigos de su evangelio, enemigos de su redención y contrarios a sus promesas. Alguien podrá decir que estas escrituras no le tocan, que no son para este tiempo, que él o ella no están dentro de esos términos; pero la experiencia, la vida, y sobre todo la Biblia nos dicen que, quiera uno o no, existieron y existirán estas personas en la tierra. Por ello quiero decirles a todas ellas, ¡que deben cambiar ahora, antes que sea demasiado tarde! Sigamos adelante, admiremos más razones que nos llevan al convencimiento pleno sobre la finalización de la Ley, y por consiguiente la vigencia del diezmo obligatorio que nació en ella. “Pero sabemos que todo lo que la Ley dice, lo dice a los que están bajo la Ley, para que toda boca se cierre y todo el mundo quede bajo el juicio de Dios; ya que por la obras de la Ley ningún ser humano será justificado delante de él; porque por medio de la Ley es el conocimiento del pecado. Pero ahora, aparte de la Ley, se ha manifestado la justicia de Dios, testificada por la Ley y los profetas; la justicia de Dios por medio de la fe en Jesucristo, para todos los que creen en Él.” (Romanos 3:19-22). Para quienes están o desean estar bajo la Ley, todo lo que la Ley dice es para ellos; deberían guardarla en su totalidad y no solamente ciertas partes de ella que convergen con sus pensamientos y fines; pues, cuando dice la palabra que es todo, es todo, sin excepciones; de modo que no tienen excusa para dejar aparte algo de ella si pretenden seguirla y aplicarla. Sin duda tenemos a muchos del pueblo judío y algunas sectas afines, que han preferido aceptar la Ley y vivir en ella, pese a que jamás podrán cumplirla. El incumplimiento será su desgracia, su maldición, su perdición y su peor pesadilla, porque deberán enfrentar el juicio de Dios, por haber dejado a sus espaldas al Señor Jesucristo y sus normas. Nadie será justificado delante de Dios por cumplir la Ley, sino por la fe en el Señor Jesús; esto lo dice claramente Dios. Bajo este precepto, nadie está obligado a entregar diezmos venidos al contexto humano mediante la Ley dada a Moisés, creyendo alcanzar justificación o salvación con ello, porque el diezmo obligatorio fue y seguirá siendo parte de la Ley que ya feneció. Si alguno ha dicho que por no dar los diezmos obligatorios, el trasgresor será condenado, la palabra de Dios lo desmiente. La Ley y los profetas que testificaron o que hablaron de ella, llegó hasta Cristo; allí se quitó la carga, porque toda la Ley se encarnó en Él y en su gracia. Aunque muchos digan que la gracia es más difícil de ser llevada, sólo podrán admitir su error, porque el Señor dijo con pleno conocimiento de causa: “Porque mi yugo es fácil y ligera mi carga.” (Mateo 11:30). Es cierto que la vida del cristiano es muy sacrificada, no es fácil de llevarla tal y como el Señor nos pide hacerlo; pero nos esforzamos en ello, porque sí es posible hacerlo; pero cumplir con toda la Ley, en su caso, fue imposible. Para entrar en el reino de los cielos, sin duda se nos pide valentía, cruzar por la puerta estrecha, caminar por el

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camino angosto, pero ciertamente es ligera la carga que llevamos, porque ahora tenemos al Señor quien nos extiende la mano y nos levanta, si con fe acudimos a Él, porque ahora no llevamos el peso de nuestros pecados, si con arrepentimiento hemos pedido el perdón adecuado y consentimos en no volver a caer en lo mismo. Para cumplir con la Ley del Diezmo, como se ha dicho antes, es necesaria su aplicación en todos los ámbitos de la misma Ley, y tanto la captación como la distribución deberían darse bajo esas mismas normas, pero los extranjeros pobres, las viudas, los huérfanos, los necesitados, y en general todos los que deben participar de los bienes de la casa del Señor y ofrendan, no tienen su parte, aunque fuese de aquel diezmo obligatorio propuesto bajo mandamientos humanos, como es el caso del diezmo en dinero, porque esta práctica no está contemplada en la Ley, ni lo ratifica la gracia. Sin embargo, se promueve la entrega formal del diezmo obligatorio con tal vehemencia, que de no hacerlo, ¡el hombre se convierte en un ladrón del dinero de Dios! Pero, inmediatamente, ese mismo dinero, según las nuevas y maravillosas disposiciones humanas, fácilmente va a parar en otra cuenta que no es la de Dios precisamente. ¿Cómo identificamos al verdadero ladrón? ¿Será aquel sujeto que no entrega sus diezmos obligatorios al templo, o aquel que se los lleva a sus bolsillos sin que lo promueva ninguna Ley ni tenga parte en ellos? Talvez por ello el apóstol Pablo escribió lo siguiente: “Tú que te jactas de la Ley, ¿con infracción de la Ley deshonras a Dios? (Romanos 2:23). Dios es demasiado sabio y precisamente por ello anuló la Ley, porque en lugar de sernos de beneficio, nos fue contraria, nos fue por maldición y no de bendición, debido a la trasgresión y a la desobediencia. Si Dios no hubiese adelantado sus planes con la muerte en el mundo de su amado Hijo, seguro es que nadie sería salvo, aunque entregasen el cuerpo para ser quemado. Y nadie es ¡nadie! Solamente el Señor Jesús promulgó una simple pero eficaz y magnífica ley, como esa del amor, bajo cuyos conceptos se encierra toda la Ley anterior. “Porque toda la ley, en esta sola palabra se cumple: Amarás a tu prójimo como a ti mismo.” (Gálatas 5:14). “No debáis a nadie nada, sino el amaros unos a otros; porque el que ama al prójimo ha cumplido la Ley.” (Romanos 13:8). Es una lástima, una vergüenza y una tragedia, que esta simple ley tampoco se la pueda cumplir, porque, pese a llamarnos cristianos y seguidores de Cristo, vemos que la gente aún permanece dentro de un mar de egoísmos, de divisiones e intereses particulares que nos apartan de los demás y del Señor. Es falso que exista la unidad, pues no la seguimos; es cuestionada la existencia del amor entre nosotros, porque no hay una actitud de corazón, y los hechos así lo prueban. Las necesidades en la iglesia del Señor no son cubiertas con Sus diezmos, los cuales fueron para todos los de Su casa, para que todos fuésemos participantes de su gracia y de la libertad de todo yugo, pero en especial los que sufren, los que lloran, los necesitados. El gran botín lo toma alguien que dice ser dueño de los mismos, pese a que la Ley de la gracia no le ha dado ningún derecho sobre ellos. “Estad, pues, firmes en la libertad con que Cristo nos hizo libres, y no estéis otra vez sujetos al yugo de esclavitud.” (Gálatas 5:1).

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Efectivamente, la Ley en toda su expresión, fue como una forma de esclavitud para el pueblo, y de ella nos rescató Cristo, el Señor. No podríamos mirar atrás para volverla a tomar, esto no tiene la menor lógica. Y el diezmo obligatorio, como parte de esa Ley, fue un yugo muy pesado y esclavizante, imposible de ser llevado por el pueblo de Israel. Y el apóstol Pablo sabía muy bien esta verdad, porque vino del mismo cielo para todos los hombres. “Porque el pecado no se enseñoreará de vosotros; pues, no estáis bajo la Ley, sino bajo la gracia.” (Romanos 6:14). Creo que esta referencia en la palabra de Dios sí es vital, digna y valedera para todos los hijos de Dios; pues, no ha venido de los hombres sino del cielo. Dios, a través de su Espíritu Santo, quien inspiró a Pablo, así lo dice y lo confirma. No estamos bajo la Ley, ella ya no rige en el mundo, ha sido remplazada por la gracia. Solamente bajo el imperio de Cristo podemos triunfar sobre al pecado y apartarlo de nosotros. Ya no tenemos sobre nuestros hombros la Ley de Moisés ni las normas del diezmo obligatorio; ya no tenemos sacrificios ni leyes obsoletas de aquel tiempo; Dios aceptó un solo sacrificio por el pecado de todos los habitantes del mundo que creen en Él, y ese sacrificio fue Cristo, el Señor, hecho de una vez y para siempre. Con su muerte en la cruz todos hemos muerto a la Ley. “Así también vosotros, hermanos míos, habéis muerto a la ley, mediante el cuerpo de Cristo, para que seáis de otro, del que resucitó de los muertos, a fin de que llevemos fruto para Dios.”... ”Pero ahora estamos libres de la Ley, por haber muerto para aquella en que estábamos sujetos, de modo que sirvamos bajo el régimen nuevo del Espíritu, y no bajo el régimen viejo de la letra.” (Romanos 7:4, 6). Cuando la Escritura es demasiado clara y convincente siento una emoción interna que invade todo mi ser, y esta parte ha logrado ese objetivo varias veces, porque me ha convencido de su realidad, de su verdad incuestionable, y de su deidad ineludible. Hemos muerto a la Ley, porque también ella ha muerto, o es una ley de los muertos. Nosotros vivimos por Cristo en su resurrección, y somos de otro. Estamos libres de la Ley, desligados de ella completamente, ya no puede sujetarnos más; hoy vivimos para dar fruto agradable a Dios, sirviendo bajo un nuevo régimen de gracia celestial en Cristo. ¿Piensa usted, acaso, que esta parte es difícil de entender? ¿O es que deliberadamente no queremos entenderla? No aceptar esto es fatal en nuestras congregaciones. Y digo nuestras porque naturalmente asisto a alguna de ellas pese a las diferencias. Pablo, por el Espíritu de Dios, dice que hemos muerto a la Ley, pero ahora muchos nos obligan a vivir en ella; se nos dice que somos de otro, pero se nos obliga a seguir con el anterior ayo; se nos dice que somos libres de la esclavitud, pero se nos obliga a continuar bajo su yugo; se nos alienta a vivir bajo un nuevo régimen, pero hay quienes no lo aceptan y prefieren el anterior. ¿Es justo que obedezcamos a los hombres y no a Dios? Pedro y los demás apóstoles aconsejaron todo lo contrario. “Respondiendo Pedro y los apóstoles, dijeron: Es necesario obedecer a Dios antes que a los hombres.” (Hechos 5:29).

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Todos los hombres adolecemos de algo, ninguno es perfecto, esto es muy cierto, pero todo aquello que hagamos deliberadamente en contra de los mandatos de Dios, no puede llevarnos a nada bueno. La obediencia al Señor es necesaria si decimos creer en Él, la obediencia es necesaria para alcanzar su gracia o llegar a su reino, cuya meta es precisamente el fin de todo en este mundo, así como Cristo fue el fin de la Ley. “Porque el fin de la Ley es Cristo, para justicia a todo aquel que cree.” (Romanos 10:4). En efecto, el fin de la Ley fue Cristo, el Señor, Él fue su sepulturero; después de Cristo no hay más Ley que la suya; la anterior llegó a su fin con el cumplimiento cabal de todo cuanto se había dicho con relación a Él. Entonces, el fin de la ley y los profetas debió darse de ese modo; Moisés y los demás profetas cumplieron su parte hasta Juan para llevarnos a Cristo, el único y suficiente Salvador sin las obras de la ley. “Y no como Moisés, que ponía un velo sobre su rostro, para que los hijos de Israel no fijaran la vista en el fin de aquello que había de ser abolido.” (2 Corintios 3:13-14). “Aboliendo en su carne las enemistades, la Ley de los mandamientos expresados en ordenanzas.” (Efesios 2:15). Si la santa Escritura nos dice todo esto, si ella dice que la Ley había de ser abolida con la muerte del Señor Jesucristo, ¿cómo es que no lo entendemos así? ¿Cómo es que aún se pretende mantenerla vigente? El fin de aquello que había de ser abolido, no se refiere a Moisés, sino a la Ley, aunque también lo segundo fue un hecho. Definitivamente, toda la Ley y toda ordenanza impartida a través de Moisés están abolidas, y entre ellas la Ley del diezmo obligatorio que fue parte de esa norma. No puede haber otra interpretación que desmienta esta verdad bíblica. Evidentemente, el Nuevo Pacto ratifica en gran parte las leyes eternas de Dios y aumenta muchos otros mandamientos, pero el diezmo obligatorio jamás fue ratificado, como no lo fueron aquellas leyes anteriores que serían anuladas completamente. “Anulando el acta de los decretos que había contra nosotros, que nos era contraria, quitándola de en medio y clavándola en la cruz. Por tanto, nadie os juzgue en comida o en bebida, o en cuanto a días de fiesta, luna nueva o días de reposo, todo lo cual es sombra de lo que ha de venir; pero el cuerpo es de Cristo.” (Colosenses 2:14,16,17). Por ahí se dice que la Ley abolida por el Señor Jesucristo, corresponde solamente a la ley ceremonial, aquella que habla de los sacrificios de animales y en general de todos los rituales en tal sentido, pero que el resto no fue abolido. No encuentro en la Biblia ninguna frase que sostenga esto; muy al contrario, vemos allí que el Señor anuló el Acta de los Decretos y la quitó de en medio, porque nos era contraria; vemos que se anula el Acta de los Decretos, es decir toda la Ley. Allí se anulan los ritos de comidas, de bebidas, de fiestas, y aun el día de reposo que vino entre los primeros diez mandamientos. Pero aquello que más tiene valor es cuando dice: “Todo lo cual es sombra de lo que ha de venir”. Esta palabra no hace distingos ni señalamientos, sino que concentra a todo, a toda la Ley. “Entonces, ¿para qué sirve la ley? Fue añadida a causa de las transgresiones, hasta que viniese la simiente a quien fue hecha la promesa” … “De manera que la Ley ha sido

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nuestro ayo, para llevarnos a Cristo, a fin de que fuésemos justificados por la fe. Pero venida la fe, ya no estamos bajo ayo” (Gálatas 3:19, 24, 25). La Ley debió darse por causa del pueblo rebelde y trasgresor, porque lamentablemente el pueblo de Israel creció al amparo de leyes distintas en un país pagano, y sus cuatro siglos de sometimiento calaron muy profundamente en su alma. Pienso que Dios demoró un poco en rescatarlos de Egipto. Habría sido más fácil lidiar con unos pocos hijos de familia, que con varios millones de almas. Las transgresiones políticas, sociales, morales y religiosas dieron paso a la Ley, por cierto una buena y rígida Ley que tendría un tiempo limitado de vigencia, y fue añadida a las normas eternas de Dios; pero venida la simiente, en su tiempo, ese añadido se quitó, y claramente se establece que sería quitado, abolido y anulado, cuando viniese la simiente. ¿De cuál simiente está hablando el Señor? Dios está hablando de la promesa expresada allá en el Edén, cuya palabra se escribió con tinta roja en Génesis 3:15. Indudablemente se refiere a la simiente de la mujer, cuyo Hijo heriría en la cabeza a Satanás. Esa simiente fue Cristo, el Señor, también anunciada de ese modo por Moisés y todos los profetas. En efecto, la Ley fue un instrumento válido para llevarnos a Cristo, hacia el encuentro con Él y con Dios, porque toda ella habla del Cordero Redentor; pero venido el Salvador y restaurada la fe, la Ley dejó de ser útil y murió en la cruz, clavada en el madero. Desde entonces no estamos más bajo su poder ni bajo su influencia. En resumen, hemos de apreciar que la Biblia no propone una continuidad de la Ley, sino su fin; la Ley ha dejado su vigencia en todas sus partes, ha sido abolida. Por lo mismo, el diezmo obligatorio que descansaba en su texto, también ha dejado de ser, ha sido quitado y abolido en su misma ley. La abolición de la Ley, entiéndase bien esto, por favor, no implica ni propone la anulación del Antiguo Testamento; pues, esto es muy diferente. Si en algún lugar se han dicho estas cosas, la interpretación no tiene que ser de esa manera. Una cosa es la Ley, y otra muy distinta es el Antiguo Testamento. Sabemos que “toda la Escritura fue inspirada por Dios, y útil para enseñar, para redargüir e instruir en justicia”, (2 Timoteo 3:16); pero toda ella tiene unos fines y propósitos muy bien definidos por Dios. “Porque las cosas que se escribieron antes, para nuestra enseñanza se escribieron, a fin de que por la paciencia y la consolación de las Escrituras tengamos esperanza.” (Romanos 15:4). El Antiguo Testamento tiene un extraordinario valor para todos los creyentes, pero no como Ley ni como mandamiento, sino como objeto y guía hacia la Nueva y perfecta Ley de Cristo. Tiene su valor como enseñanza y ejemplo, porque podemos extraer de allí todas las experiencias del pueblo de Israel, para no cometer los mismos errores que ellos. Tiene su valor, porque con él llegamos al conocimiento cabal y preciso de Dios y su obra en el universo; tiene su valor porque podemos advertir que la profecía allí anunciada es el camino más fiel para creer en el Señor, porque toda ella se ha cumplido en los días de Cristo, así como para convencernos que se cumplirá todo aquello que aún no ha tenido lugar, hasta el mismo fin de los tiempos. Cuando se habla del Antiguo Pacto, no se refiere al Antiguo Testamento; pues son dos cosas diferentes. El Antiguo Pacto se refiere a la Ley, y el Antiguo Testamento, aunque contiene los libros de la Ley, tiene que ver con toda la Escritura anterior a Cristo, recopilada y encolada al texto sagrado por los mismos rabinos de aquel tiempo. El Antiguo Pacto, tiene sustento únicamente dentro de los libros de Éxodo, Levítico,

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Números y Deuteronomio. El Antiguo Testamento es mucho más amplio porque contiene los orígenes del mundo, la historia del pueblo escogido, así como la profecía para Israel y todas las naciones, etc. A estas Escrituras se añadieron los Evangelios y todos los libros neotestamentarios, considerados como Nuevo Testamento, para conformar una sola y gran biblioteca, cuyo producto es la Biblia, que efectivamente quiere decir biblioteca. 2.- EL DIEZMO OBLIGATORIO NO CONTINUA VIGENTE, POR EL CAMBIO DE LEY. He manifestado y hemos visto que la Ley de Moisés fue abolida, quitada, anulada, etc., y ello es una verdad que no admite dudas; si alguien afirma lo contrario negará buena parte de la Biblia. Pero, por arriba de todo eso, no solamente estamos proponiendo su fin, sino que ha venido en su lugar otra nueva y vasta Ley que abarca hasta los más íntimos pensamientos del ser humano capaces de albergar pecado. El Señor Jesucristo, personalmente y como soberano universal, cambió radicalmente algunos de los textos de la Ley de Moisés por otros nuevos y revolucionarios, en el mejor de los términos. Muchos de esos cambios talvez no fueron copiados en su totalidad por los escribas de su tiempo y no introdujeron las reformas al nuevo texto sagrado, pero el Espíritu Santo los promulgó más tarde en la pluma de los apóstoles, de modo que tenemos una vasta gama de normas nuevas que, a más de cubrir con las falencias de la antigua Ley, fueron de ayuda y de guía para las nuevas generaciones de la fe. Admiremos algunas de esas normas que registra el Nuevo Pacto. 1.- Se modificaron las leyes sobre el divorcio. 2.- El adulterio cambió sustancialmente su forma de ejecución y se amplió hasta tocar al mismo pensamiento y el deseo por la mujer del prójimo. 3.- El amor al prójimo descartó el odio a los enemigos. 4.- La ira se plasmó en bondad y en benignidad. 5.- El enojo se equiparó con el asesinato. 6.- Los juramentos también se modificaron por una norma mucho más rígida: NO jurar. 7.- Las penas de muerte desaparecieron y fueron sustituidas por las de misericordia. 8.- La venganza y el juicio de la Ley del ojo por ojo, se cambió por el de perdón. 9.- Se anuló el cuarto mandamiento sobre el día de reposo. 10.- La Ley sobre las ofrendas sería nueva. 11.- Se tomaron nuevas y ricas bases para la oración. 12.- Se dio potestad a los hombres para hacer milagros y perdonar a sus hermanos. 13.- Apareció el nuevo Mandamiento del amor al prójimo que anula toda la ley. 14.- Apareció el mandato del bautismo en agua en lugar del rito de la circuncisión. 15.- Se reglamentó el ayuno. 16.-Las riquezas del mundo tomaron otra dimensión, así como todos los afanes de esta vida. 17.-La forma de juzgar a los demás propuso un nuevo sistema jurídico. El de no hacerlo. 18.-Se alteró el concepto sobre la justicia terrenal. 19.-Hasta del mismo lugar de adoración al Señor, como era el templo de Jerusalén, cuyas ordenanzas fueron estrictas, cambio de lugar. “Jesús le dijo: Mujer, créeme, que la hora viene cuando ni en este monte ni en Jerusalén adoraréis al Padre.” (Juan 4:21). 20.- Se instituyó la orden de predicar el evangelio a todo el mundo, y no la Ley.

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21.- No habría más holocaustos por el pecado, porque el sacrificio del Señor fue hecho de una vez y para siempre. Etc. En definitiva, el Señor empezó reformando y cambiándolo todo. Finalmente anularía el Acta de los Decretos y la clavaría en la cruz. Los nueve mandamientos restantes fueron ratificados más tarde y añadidos a un listado de varios centenares más, pero no bajo el imperio de la Ley de Moisés, sino de Cristo. . Pero, entre todo eso, jamás vino una nueva disposición sobre el diezmo obligatorio ni algún mandato posterior que lo mantuviese vigente. Sencillamente no existe ninguna nueva ley al respecto. Lo inusitado del caso es que lo promueve mucha gente con las mismas ínfulas que en el pasado, y el diezmo obligatorio en la iglesia continua como un mandamiento que el mismo Señor ya derogó. ¡Ciertamente la audacia humana es increíble! En el fondo, además de encontrarnos con nuevas y excepcionales leyes en el Nuevo Testamento, advertimos algunas normas que para nosotros son totalmente opuestas a la lógica. Observemos un pequeño listado de ellas. Mostrar debilidad para ser más fuertes. Llorar para reír y viceversa. Ser esclavo para ser libre. Ser siervo para ser señor. Dar, antes que recibir. Ser humilde para ser exaltado. Vivir en pobreza siendo rico. No tener nada por tenerlo todo. Buscar gozo en medio de la prueba. Morir para vivir más. Amar al enemigo. Ser golpeado dos veces para quedar satisfechos. Humillación para la justicia. Ser el menor, para ser el mayor. Perecerse pequeño para ser grande. Volver a ser niño, y no crecer hacia el adulto. Ayunar para estar lleno. Bendecir para en veces ser maldecido. Hacer el bien a quienes nos hacen mal. Orar por quienes nos ultrajan. Ofrecer paz a quien nos hace la guerra. Perder o ceder nuestros derechos, para ganar. Perdonar al que nos ofende, para recibir perdón. Entrar por la puerta estrecha, para que el camino sea grande. Mejor es pan seco que un banquete. Mejor es estar en la casa de luto que en la del banquete. Aunque haya guerra, estar confiado. Aunque haya pestes, no temer nada. Aunque pases por el fuego no te quemarás. Aunque pases por ríos no te anegarás. No obrar con venganza, para hallar justicia. Etc.

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En fin, un listado semejante no lo tiene ninguna ley en la tierra, sólo Dios parece jugar así con su pueblo. Sin embargo, es más que conocido que el Señor tiene razón en todo ello, porque su lógica no se ampara en lo visible solamente, sino en todo el contexto material y espiritual de su nueva ley. Nuestra vida parece una metáfora, y por eso es interesante. Y en lo relacionado con los 10 Mandamientos, que muchos dicen no fueron abolidos, tenemos que asegurar lo contrario, porque ellos también fueron parte de la Ley, y Cristo al anular todos los Decretos y clavarlos en la cruz, los dejaría también sin efecto legal. Pero Dios, mediante su Nuevo Pacto con los hombres, ratificó más adelante nueve de ellos; el único en no volver a la vida fue aquel que tiene relación con el día de reposo. Pablo, en sus cartas, renova y dispone la vigencia de los nueve Mandamientos, excepto el anunciado día de reposo o shabat. Sin embargo, también a éste los hombres lo impusieron nuevamente, quizá como una forma de honrar al Señor, pero, obviamente, no es hoy una norma divina, sino una ley humana que talvez tiende a elevar el espíritu de la ley, en honor a la necesidad. Es obvio que las leyes eternas de Dios no cambian y no han cambiado, pero sí aquellas que eran solamente una sombra de lo venidero y de lo perfecto, lo cual ocurrió con la Ley de Moisés. 3.- EL DIEZMO OBLIGATORIO FUE ABOLIDO POR EL CAMBIO DE SACERDOCIO. Algo real e interesante surgió luego de esta norma. Si bien el sacerdocio fue dispuesto por Dios, y escogió para ello a Aarón y a sus descendientes de entre los hijos de Leví, quienes serían los sacerdotes del Señor en la tierra, las cosas cambiaron radicalmente después de los tiempos de Cristo. Hemos visto que una de las finalidades, y talvez la principal finalidad del diezmo obligatorio en Israel, fue la de proveer alimento a los levitas y entre ellos a los sacerdotes de esta tribu, lo cual fue consignado en la Ley como mandato para todo Israel. ¿Pero qué sucedió cuando Dios decidió cambiar el sistema y la Ley, cuando decidió cambiar ese sacerdocio, y fuera de los levitas dejó camino para que todos los escogidos de las diferentes tribus, naciones y lenguas pudiesen ostentar el cargo? Actualmente diríamos que para una situación semejante, debió existir una nueva Ley o mandamiento; y en efecto así es, pero una norma que proponga la participación o entrega de diezmos a esos nuevos sacerdotes, no existe. ¿Promulgó el Señor alguna nueva Ley, mediante la cual dispusiese la entrega de los diezmos a los sacerdotes de las diferentes tribus o naciones, fuera de la tribu de Leví? ¿Quitó, acaso, el diezmo a los levitas para entregarlos a los nuevos ministros de su santuario que no eran de esa tribu? ¿Ha dicho el Señor alguna vez que todos los pastores de otras tribus que sirvan en el altar, o de los gentiles, serán llamados levitas, porque desplazarían al sacerdocio aarónico para tomar ellos sus cargos? Mis amados, estas disposiciones no existen, no se han dado jamás. Sin embargo, en nuestros días nos encontramos con leyes de esta naturaleza, y obviamente no provienen de Dios. El problema es muy serio, porque la interpretación bíblica, según vemos, ha sufrido modificaciones en este campo, pese a la prohibición expresa de parte de Dios. Me atrevo a decir en buen romance, que el hombre ha prevaricado grandemente en ello anteponiendo sus propios intereses. En primer lugar, y para dar cumplimiento a la Ley del diezmo obligatorio, si es que se ha convenido en su vigencia, la iglesia, los ancianos gobernantes, o los siervos

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designados para la Administración, deberían exigir que sus pastores, evangelistas, maestros o ancianos de su denominación, para recibir el diezmo de los diezmos, conforme a las disposiciones de Dios, fuesen levitas, y de la descendencia de Aarón; pues, ese es el único camino que tienen para legalmente intervenir en el reparto de los diezmos del pueblo. Por supuesto, los ministros actuales, si no son levitas ni provienen de la familia de Aarón, no tendrían derecho de tomar ningún diezmo, porque no existe un mandato que les faculte hacerlo. El espíritu de la ley anterior, si se pretende aplicarlo, apenas les concedería el diezmo de los diezmos, porque ese fue el mandamiento para los sacerdotes, cuya vigencia descansó en la Ley de Moisés, pero vemos que no se actúa de ese modo. Hoy se dice que un pastor es el equivalente de un sacerdote, como en los tiempos de Moisés, y por ello aducen tener derechos, pero, obviamente, esto no lo avala ningún texto bíblico, no consta en ninguna página de la Biblia por la cual podamos guiarnos. En resumen, todos los pastores que dicen ser sacerdotes de Dios y ministran en su templo, aunque sean levitas puros de la descendencia de Aarón, sólo tendrían parte del diezmo de los diezmos, como señalaba claramente la ley, pero jamás de todo el diezmo, como hoy se pretende hacerlo en varios lugares. Sin embargo, como hemos advertido ampliamente más atrás, los ministros de otras tribus no pueden participar de nada, porque la ley no hizo ningún alcance hacia ellos, esa norma no existe, y menos cuando la misma ley anterior ha sido abolida. En el caso de no acreditar su genealogía levítica o de la rama sacerdotal de Aarón, la situación sería peor; pues, los ministros gentiles no tienen derecho a ningún diezmo, porque una norma en tal sentido nunca se ha dado. Si se trata de aplicar la anterior Ley, aquella tampoco lo ordena, y cuanto más porque ha sido abolida. Este panorama, desde luego, es muy desalentador, porque se hace y se predica algo muy diferente de cuanto reza el texto bíblico. Por estas consideraciones, cuando advertimos que la distribución actual del diezmo no se rige por normas legales, sabemos que se está violando la palabra de Dios, se la está alterando y siendo parte de una audaz corrupción cristiana. Sin embargo, por inaudito que nos parezca, esto y más se hace en nuestros días. ¿Será prudente, justo y racional que los hombres actuemos de ese modo? Yo creo que no. Si los mismos pastores toman los diezmos para sí, como parte de sus servicios pagados por su obra en el ministerio, y no ostentan una genealogía levítica o de Aarón, ¿cómo pueden justificarse por tomar algo que no les pertenece? ¿No le están robando a Dios y a su casa? ¿No están actuando fuera de la Ley? ¡No logro entender esto, ni cómo es que se puede estar en los dos lados! ¡No entiendo cómo las ambiciones por el dinero fácil puede llevar a los hombres a tales extremos y decirnos con mucha frialdad que no debemos robarle a Dios! En cierta ocasión, en una reunión de siervos de la iglesia local, de la cual ya no formo parte, tuve la ocasión de enunciar, aunque superficialmente, algunos aspectos de este tipo, porque se tomaban los diezmos para otros fines, fuera de los advertidos en la palabra de Dios; entonces, el pastor principal afirmó: “Hermano, es que no podemos adoptar una postura como esa ni cumplir con la Biblia al pie de la letra, porque sencillamente no podemos. En la tierra no existe ni puede existir una iglesia perfecta; y aun en el caso de haber alguna, nosotros no podríamos ingresar a ella.” Su comentario me dejó perplejo. Aunque tenía cierta razón en lo último, su lógica era equivocada en todo lo demás; la verdad no estaba de su lado cuando mencionó a la Biblia, porque si no está aquí para ser acatada, tal y como ella nos manda y ordena, entonces por demás murió Cristo, nos dice Pablo. Por algo existió y existe el mandamiento con carácter de imperativo: “Sed perfectos como vuestro Padre Celestial es

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perfecto.” (Mateo 5:48). Si no buscamos eso, y nuestra vana manera de vivir permanece en medio de una tibieza espiritual para con Dios, escudándonos en la imperfección humana, Él nos condenará, esto es un hecho. Yo creo que no es apropiado pregonar nuestra imperfección, y menos vivir dentro de ella cometiendo desafueros de manera premeditada. Si el mandamiento existe, nuestra tarea es acatarlo, hacerlo de ese modo, o al menos tratar de hacerlo con todas nuestras fuerzas, pero nunca evadirlo. En segundo lugar, si actualmente no existe una nueva ley para la distribución de los diezmos, en la cual contemple o propicie la participación del diezmo a los nuevos sacerdotes y ministros del Señor, provenientes de las demás tribus, naciones y lenguas, la misma práctica, aunque abusiva e ilegal, ha anulado a la anterior ley del diezmo obligatorio. No es verdad que todo servidor del templo se convierta automáticamente en levita, ni físicamente, ni espiritualmente o por adopción, esto no es bíblico ni legal; no encuentro en la Biblia una sola referencia que sostenga esa postura. La adopción como hijos de Dios no tiene que ver con nuestra pertenencia a la tribu de Leví, ni nos hace levitas a nadie, porque hoy todos podemos ser y de hecho somos ya sacerdotes de Dios y de Cristo. Cuando el apóstol Pablo dice que llegamos a ser hijos de Abraham, lo hacemos por la fe en uno de sus descendientes y del lado de Judá; esto es en Cristo, pero de ningún modo señala como requisito a la rama de Leví, porque no sería la única en llegar al sacerdocio, sino que hoy el título concentra a todos los hombres del mundo que creen en el Señor. “Y si vosotros sois de Cristo, ciertamente linaje de Abraham sois, y herederos según la promesa.” (Gálatas 3:29). Si heredamos la promesa de ser hechos hijos de Abraham, por el lado de Isaac y de Jacob, no hay distingos más allá de eso; es decir, todas las trece tribus, tienen el mismo privilegio del sacerdocio, como lo tienen todos los gentiles que aceptaron al Señor. Por estas consideraciones, al cesar el privilegio de un sacerdocio único, para el cual estaban destinados los diezmos de los diezmos, ha llegado también el cese tácito de los mismos, porque no tenemos una nueva ley al respecto, ni sacerdotes levitas de la rama de Aarón en casi todas las iglesias del mundo. No siquiera en Israel se puede tener la certeza de ello, porque no existe el templo, sino apenas algunas sinagogas donde actúan gente de toda estirpe, de todas las tribus, y principalmente porque muchos no tienen ya una genealogía definida. Pero además de esto, y para vergüenza nuestra, no siquiera en Israel está vigente el diezmo, porque la tribu de Leví no recibe tales beneficios. Sin embargo, nuestros pastores lo promueven en todo el mundo gentil, como norma y mandamiento que nunca se dio para la iglesia. Pero veamos el por qué de estas cosas, según la propia palabra de vida que tenemos en nuestras manos hoy. Dios ya había trazado sus planes muchos siglos antes de la venida al mundo del Señor Jesús. “Por tanto, Jehová el Dios de Israel, dice: Yo había dicho que tu casa y la casa de tu padre andarían delante de mí perpetuamente; mas ahora, ha dicho Jehová: Nunca yo tal haga, porque yo honraré a los que me honran, y los que me desprecian serán tenidos en poco.” (1 Samuel 2:30). Es verdad que Dios no cambia, Él es el mismo, ayer, hoy y por los siglos, pero como Dios Soberano sí ha cambiado algunas de sus normas en beneficio nuestro, ha cambiado algunas de sus sentencias por pura misericordia para no extinguirnos de una vez y para

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siempre. Como un Dios sabio, proveyó una salida y dejó la puerta abierta para el cambio, para un plan B, porque las proyecciones futuras en el marco de su iglesia tenían que darse de otra manera. Las advertencias más arriba señaladas fueron dichas por el Señor al sacerdote Elí, y con él a toda su casa; es decir a su descendencia sacerdotal, porque el pecado de sus hijos fue muy grave y no hubo lugar para el perdón. Pero aquella referencia sí tuvo que ver con los nuevos planes y propósitos de Dios, porque necesariamente debieron darse cuando finalizó la Ley. Dios ofreció un sacerdocio permanente a los hijos de Aarón, pero en el devenir de los tiempos decidió restringirlo por la maldad de ellos, y extendió su gracia a otros que de verdad le traerían honra. Aunque no podemos asegurar que haya cesado por completo el sacerdocio levítico, porque luego este honor se hizo extensivo a todos los hombres, sí podemos ver que cesó el privilegio de aquéllos. La obra de Dios empezó con el fin del sacerdocio en la casa de Elí, y luego lo haría con todos los demás descendientes de Aarón que no supieron honrarle como debieron hacerlo siempre. Después de Elí, Dios levantó un nuevo sacerdote que no provino de la casa de Aarón. Este nuevo ministro fue Samuel, cuya genealogía, aunque levita, no estaba dentro de la familia sacerdotal. El cambio de sacerdocio empezó por allí, pero indudablemente debió ir más lejos, porque la norma que vino de parte de Dios definitivamente la dejó sin piso. “Si pues, la perfección fuera por el sacerdocio levítico (porque bajo él recibió el pueblo la Ley), ¿qué necesidad habría aun de que se levantase otro sacerdote según el orden de Melquisedec, y que no fuese llamado según el orden de Aarón? Porque cambiado el sacerdocio, necesario es que haya también cambio de Ley; y aquel de quien se dice esto, es de otra tribu, de la cual nadie sirvió al altar. Porque manifiesto es que nuestro Señor, vino de la tribu de Judá, de la cual nada habló Moisés tocante al sacerdocio.”… “Queda, pues, abrogado el mandamiento anterior a causa de su debilidad e ineficacia.” (Hebreos 7: 11-14, 18). Nosotros no tenemos otra respuesta mayor que esta: Emitir un grito vigoroso de ¡¡Aleluya!! En la persona del Señor Jesucristo se dio el cambio total de sacerdocio y se dio un cambio total de Ley; pero jamás se dijo algo que comprometa o que tenga que ver con los diezmos obligatorios. En ninguna parte de la Biblia encontramos una disposición como esta o algo semejante: “Sean dados mis diezmos a todos los ministros de la tierra que sirvan en el templo, judíos o gentiles, sin excepción, conforme lo recibían los levitas.” Quedó, pues, abrogado el Mandamiento anterior debido a su debilidad e ineficacia; esto es la ley sacerdotal que regía en la Ley de Moisés, tocante a la familia de Aarón, la única en poder acercarse y ministrar a Dios en su tabernáculo o en el templo. Pero no sólo esto fue abrogado, sino que el alcance compromete a toda la Ley, de ello no tenemos la menor duda. El Señor nos trajo buenas nuevas, esto es su evangelio eterno, y las buenas noticias constituyeron las bases para una nueva forma de vida de todos los cristianos. Entonces el diezmo obligatorio, consignado en la antigua Ley, también quedó fuera por ineficaz; y esto es simple, es normal, es lógico que así suceda. Los hombres no pueden revivirlo y ponerlo en vigencia nuevamente, y menos distribuirlo entre quienes no tienen derecho, esto es prevaricación. El cambio de sacerdocio, en verdad no fue un hecho fortuito debido a la desobediencia de Elí o de sus hijos; el propio Moisés ya lo advirtió muchos siglos antes, en sus escritos consta aquella profecía que más tarde se aplicaría como norma perfecta.

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“Y vosotros me seréis un reino de sacerdotes, gente santa. Estas son las palabras que dirás a los hijos de Israel.” (Éxodo 19:6). En efecto, las disposiciones de Dios no iban con una exclusividad santa hacia los levitas, ni hacia los hijos de Aarón, sino para todo el pueblo de Israel, así como para todo ser que creyese en su nombre y le honrase como es debido en los siglos posteriores. Por ello dirá el Señor que su reino es único, porque estará constituido por reyes y sacerdotes de todas las tribus de Jacob y luego de todas las naciones, como lo advertimos en el último libro de la Biblia. “Y nos has hecho para nuestro Dios reyes y sacerdotes, y reinaremos sobre la tierra” (Apocalipsis 5:10). “Y vosotros seréis llamados sacerdotes de Jehová, ministros de nuestro Dios seréis llamados; comeréis las riquezas de las naciones, y con su gloria seréis sublimes.” (Isaías 61:6). Obviamente, el profeta Isaías no está hablando de los levitas, sino del pueblo hebreo en general, cuya gloria fue realmente sublime en los planes de Dios, y lo sigue siendo; pero sin duda también alcanza a todos los hijos de Dios de toda la tierra. Evidentemente aquí confluyen las promesas de Dios, primeramente para Israel como su pueblo escogido, pero su cobertura sería ampliada sustancialmente hacia todos los creyentes, desde ahora y para siempre, concluyendo su etapa en la Nueva Tierra, creada y dispuesta para sus santos de todas las naciones. En el pasado no pudo darse un cambio como ese, porque la nueva simiente, producto de una nueva promesa, iba más lejos de esa Ley. “Vosotros también, como piedras vivas, sed edificados como casa espiritual y sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales aceptables a Dios, por medio de Jesucristo.” “Mas vosotros sois linaje escogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo adquirido por Dios.” (1 Pedro 2:5,9). No hay duda que el sacerdocio fue una tarea escogida entre los hijos de Israel, pero ahora se ha convertido en general, porque la palabra de Dios nos ha sido dada a todos, porque todos los creyentes somos un pueblo adquirido por Él, comprado con sangre y a precio muy elevado. Sin embargo, el diezmo obligatorio para todos esos nuevos sacerdotes, esto es para todos nosotros, no está contemplado en la Biblia. Si los sacerdotes tenían su parte de los diezmos, esto es el diezmo de los diezmos, lógico es suponer que si actúa el espíritu de la Ley, todos tendríamos ese mismo derecho ahora, porque también lo somos; pero de esto no se habla en las congregaciones; allí o en ciertos lugares, se dice que los diezmos son del pastor y de nadie más, lo cual atenta contra muchos de los principios bíblicos ya establecidos. Realmente no entiendo las razones para su vigencia, a menos que alguno los promueva para su propio beneficio. No obstante, Dios sí se preocupó del sustento para sus sacerdotes honestos, y no sólo del alimento diario, sino de todo bien posible, pero hay quienes no quieren eso, sino los diezmos, y los diezmos, y los diezmos. 4.- EL NUEVO TESTAMENTO NO DISPONE LA ENTREGA DE DIEZMOS OBLIGATORIOS.

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He manifestado que el Señor Jesús, los apóstoles, los evangelistas, o el desconocido autor del libro a los Hebreos, no mencionan ni promueven la entrega de diezmos obligatorios como una norma o mandamiento para la iglesia; y la razón es muy simple: en el Nuevo Testamento no existe ninguna Ley o mandamiento al respecto; cuanto podemos advertir es algún comentario en este campo, pero nunca una disposición clara que se convierta en norma obligatoria para la iglesia, porque iría en contra de la misma Biblia y tendríamos varias contradicciones de fondo. Definitivamente el Nuevo Testamento no impone el diezmo obligatorio ni lo propone; las reglas a seguir como para exigir la entrega de estos recursos a la iglesia no están allí. Pero si no existe el respaldo suficiente en el Nuevo Testamento, que es precisamente nuestra norma cristiana, ¿de dónde nacen los mandatos o las interpretaciones para la práctica habitual del diezmo obligatorio en la iglesia, haciéndolo universal, viable y aplicable en nuestros días? ¿Realmente existen bases en el Nuevo Testamento para su aplicación, fuera del contexto de la Ley? No, definitivamente. A continuación vamos a estudiar la palabra de Dios en todos los aspectos que para ese fin se han tomado, y vamos a desmenuzarlos hasta donde nos sea posible, para entender aquello que la Biblia dice en realidad, y para definitivamente descartar aquello que no dice, pero se la hace decir. He logrado escuchar un comentario como este: “La iglesia no toma el diezmo de la Ley, sino el diezmo ordenado por Dios a través de los profetas.” Con esta y alguna otra propuesta similar se trata de desvincular al diezmo del contexto y de todos los mandatos de la Ley, para promoverlo conforme lo manifiestan los profetas, y en especial el profeta Malaquías. De este modo se lo impone como mandamiento a costa de todo comentario. En efecto, el mayor soporte para la implementación del diezmo obligatorio en la iglesia de hoy, se lo toma del libro del profeta Malaquías, cuyo texto se lee al pueblo, o se lo recita de memoria sin necesidad de leerlo, si es preciso, en todos los cultos, previo al acto de “recoger” los diezmos y las ofrendas en dinero. En esta parte creo que no se ha enseñado al pueblo el verdadero acto de dar sin obligación, porque la actividad general de “recoger” los diezmos y las ofrendas, tácitamente se ha constituido en una disposición de la iglesia, mas no en un acto voluntario de la gente, porque todos estarían en la obligación de hacerlo, de otro modo se sentirían mal porque hay ojos observadores en todos lados. He observado en ciertos lugares que el versículo de Malaquías 3:10, se lo imprime en sobres de carta y se los distribuye al pueblo para que, de acuerdo con ese mandato, se deposite en tales sobres el valor de sus diezmos, y aun de las ofrendas y demás contribuciones específicas, si es posible con el nombre del fariseo, digo del ofrendante. No faltan ciertos lugares donde la contabilidad es de tal naturaleza que hasta llevan un registro de las personas que depositan sus diezmos, los cuales deben estar dentro del ámbito de sus ingresos; de este modo se exige a quienes no lo hacen. Otro sistema consiste en el conteo de los sobres utilizados, los cuales deben estar en relación con las familias que asisten a la iglesia. Si no existe el uso adecuado de los sobres, ni aparece el resultado final con la cantidad de dinero estimada, vienen los sermones demoledores en este sentido uno tras otro, acusando a la gente de robarle a Dios y de la pérdida de sus bendiciones. Por eso vemos a pastores muy bendecidos hoy en día, gracias al dinero de los diezmos que entrega la gente pobre, manipulada e ingenua. Al tomar como base el libro del profeta Malaquías e imponerlo como norma en la iglesia, posiblemente se trata de proponer o de lograr ciertos objetivos, entre ellos:

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1.-Convencer al pueblo que el mandamiento no se toma de la Ley, sino de un libro profético posterior, como es el caso de Malaquías. 2.- Que lo dicho por el profeta Malaquías, sí es un mandato legal para la iglesia, porque los libros proféticos no han sido anulados; por consiguiente se haría extensiva la obligación hacia todos los creyentes. 3.- Que en efecto, no deberíamos desobedecer a Dios ni robarle Su dinero. En primer lugar, lo novedoso de esto es que el profeta Malaquías no entra en el Nuevo Pacto, no ingresa en el Nuevo Testamento ni tiene parte en la era de la gracia; sin embargo, se lo toma como si lo fuera, talvez porque está muy junto, o porque sus palabras sí son universales y no ha sido abrogadas. Analicemos, entonces, esa Escritura en todo su contexto, para entenderla e interpretarla correctamente, a fin de concretar o no su aplicación, y veamos si las cosas son así o estamos siendo engañados también en esta parte. El profeta Malaquías escribió: “Desde los días de vuestros padres os habéis apartado de mis leyes y no las guardasteis. Volveos a mí, y yo me volveré a vosotros, ha dicho Jehová de los ejércitos. Mas dijisteis: ¿En qué hemos de volvernos? ¿Robará el hombre a Dios? Pues, vosotros me habéis robado. Y dijisteis: ¿En qué te hemos robado? En vuestros diezmos y ofrendas. Malditos sois con maldición, porque vosotros, la nación toda, me habéis robado. Traed todos los diezmos al alfolí y haya alimento en mi casa, y probadme ahora en esto, dice Jehová de los ejércitos, si no os abriré las ventanas de los cielos, y derramaré sobre vosotros bendición hasta que sobreabunde.” (Malaquías 3: 7-10). En el texto arriba señalado encontramos algunos temas; sin embargo, no comprendo por qué no se lo lee entero y se lo explica totalmente, sino que se enfatiza solamente aquello que conviene. Es más, aun lo que se lee no se lo explica, sino únicamente aquello que es vital para la causa. Muchos de nuestros pastores, aunque ellos lo entiendan, no lo comparten con los fieles de su congregación, de modo que todos puedan interpretar correctamente aquello que sí enseña la Escritura. En este pasaje, lejos de encontrar respaldo, fuera de la Ley, para los fines de un diezmo obligatorio en la iglesia de hoy, encontramos las siguientes verdades: 1.- Dios, a través de su siervo Malaquías, está exhortando al pueblo de Israel, a los descendientes de ese pueblo rebelde que no quiso seguir sus normas. Para ello el Señor les hace notar que desde la época de sus padres, esto es, de los primeros destinatarios de la Ley en el desierto de Sinaí, ellos, la nación toda, no le había sido fiel ni habían puesto por obra sus mandatos. Afirma el Señor que todos se habían apartado de Sus Leyes y que no las guardaron. 2.- Cuando el Señor está hablando de mis leyes, indudablemente se refiere a las leyes dadas a sus padres a través de Moisés, y desde esos días en adelante, para todas las generaciones de Israel. Esto quiere decir que Dios no había dispuesto una nueva norma hasta esos días, sino que está hablando sobre las mismas leyes dadas a Moisés. En otras palabras, Dios está exigiendo de su pueblo el cumplimiento de la Ley, a la cual sí estaban sujetos todos los descendientes de Israel. Si leemos todo el capítulo dos de Malaquías, e incluso hasta llegar a nuestra cita del capítulo 3:10, veremos que en realidad esta es la única verdad de fondo. El Señor está exigiendo de su pueblo, al cual dio la Ley, el

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cumplimiento de esas disposiciones dadas a ellos en el desierto, y no solamente en lo relacionado con los diezmos obligatorios, sino también con las demás ofrendas como eran los holocaustos, las primicias y demás ofrendas voluntarias del pueblo, que tampoco habían observado. En general, el pueblo de Israel no cumplía con casi nada de la Ley. Pero, por arriba de toda interpretación, esta exhortación se la hace específicamente al pueblo de Israel; el Señor jamás podría exigir algo como eso a la iglesia de Cristo que aún no nacía, ni a ningún otro pueblo, porque a ninguno más dio esas normas. Sin embargo, si hoy así se lo hace, la norma no proviene de la Biblia. 3.- En aquellos días el pueblo de Israel sí estaba sujeto y bajo el imperio de la Ley de Moisés; entonces, justo era que Dios les exigiera el cumplimiento de la misma; su obligación ineludible era obedecerla, pero no lo hacían. Y esa desobediencia, como hemos advertido más atrás, fue la causa primordial para recibir a cambio todas las maldiciones que la misma Ley había previsto. Dios, entonces, les está diciendo en la cara, a todos ellos, que eran malditos, justamente por no haber cumplido con todas las ordenanzas de la Ley que para ellos en su tiempo fue dada y que estaba vigente, incluidas las maldiciones prescritas en ella. Sin embargo, el Señor, lleno de una gran misericordia, con indecible amor y paciencia, todavía les pide volverse a Él para recibir sus bendiciones, cosa que tampoco tomaron en cuenta ni lo hicieron. 4.- Efectivamente, por no haber entregado a la casa de Dios los diezmos y las ofrendas exigidas mediante la Ley, el Señor lo califica como un acto de robo o de perjuicio a su causa, y así era. Pero Dios hace una distinción expresa, clara y terminante sobre la identidad de los culpables, y dice: “Vosotros, la nación toda, me habéis robado.” ¿A qué nación se refiere? Incuestionablemente habla de Israel; no habla de naciones o de pueblos, sino de sus hijos escogidos, los descendientes de Jacob, porque ninguna otra nación de la tierra recibió la Ley para hacerla, excepto aquellos extranjeros que voluntariamente quisieron vivir en medio del pueblo judío. En algún lugar, que no proviene de la Biblia, se dice que todo creyente en el Señor Jesucristo forma parte del pueblo de Israel, pero por la imposibilidad de sostener esto, se dice que somos un Israel espiritual. Bajo estos supuestos, todos estaríamos sujetos a las leyes de ese pueblo. Pero vemos enseguida una incongruencia muy notable aquí. Si por un lado se nos hace espirituales, en relación con la nacionalidad israelita, para pedir el diezmo se nos hace reales y físicos. Obviamente, al no encajar las cosas correctamente la propuesta no goza de aceptación porque la Biblia no dice nada de eso en ninguna de sus páginas. Si creemos en aquellos argumentos extra bíblicos, no hemos entendido las Escrituras de Pablo a los Romanos o a los Gálatas. Si llegamos a ser parte del pueblo de Abraham, como otros pueblos, aparte de Israel, espiritualmente lo somos solamente por la fe en Cristo, pero esto no implica que seamos parte de Israel ni receptores de la Ley de Moisés, porque Abraham no estuvo bajo ella. Los gentiles, con mayor razón, no formarán parte de Israel, sino hasta la llegada al cielo, porque siempre habrá una expresa e irreconciliable división en la tierra entre judíos y gentiles. Muchos judíos no quieren a los gentiles y viceversa; muchos judíos no desean ser cristianos y posiblemente no lo sean hasta la venida de Cristo. Y creo que los cristianos tampoco queremos ser parte del judaísmo ahora. 5.- Aunque el libro de Malaquías sea posterior a Moisés, no propone algo nuevo, sino que en todo su contexto habla de la Ley y de su cumplimiento; pues, en efecto, el mismo profeta Malaquías estaba dentro de ese ámbito insalvable. Aunque esté muy junto al

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Nuevo Testamento, no pertenece a él; su contenido esencial deja fuera a la iglesia de Cristo para referirse a su propio pueblo Israel, porque no es una profecía, sino una exhortación presente para ellos. Como afirma el apóstol Pedro, al pueblo gentil no se le impuso ninguna carga de la ley, porque ni ellos mismos la habían podido llevar. Realmente Malaquías exhortaba al pueblo de Israel, unos 400 años antes de venir al mundo nuestro Señor Jesucristo, cuando regía completa y plenamente la Ley para todos ellos. En este sentido, es más que justificable la exhortación de Dios a través del profeta, porque ningún capítulo de la Ley había sufrido modificaciones o reformas hasta esos días; esto vendría unos cuatro siglos después. Luego tenía sus razones para exigirles obediencia a sus leyes. 6.- Algunos defensores del diezmo obligatorio, y por supuesto de la cobertura universal de las palabras de Malaquías, siempre ponen de manifiesto el robo a Dios, si acaso no se entregan esos diezmos. La bendita frase: “Traed todos los diezmos al alfolí”, se repite con frecuencia. Lo inverosímil del caso es que muchos de estos hombres y mujeres que así lo hacen, no siquiera saben qué es un alfolí; no han entendido el significado de la palabra de Dios en ese campo y se dicen hasta cosas totalmente disparatadas. Se cree o se supone que se trata de un ánfora, de un cofre o recipiente donde debería depositarse el dinero. ¿O talvez será el número de cuenta bancaria de un ministro? Sospecho que en algunos casos la frase ha permanecido en el anonimato precisamente por conveniencia de sus anunciantes; de este modo, el pueblo que ignora muchas cosas, es mejor que no entienda ni se dé por enterado del asunto para que siga creyendo en sus palabras y cumpla con los requerimientos de su pastor. La palabra alfolí, tampoco quiere decir “iglesia”, como alguno pretende asegurar. Y peor todavía aumentado a la palabra de Dios algo enteramente prohibido. Se lee en los sobres que reparten: “Traed todos los diezmos al alfolí (Iglesia), y haya alimento en mi casa”…Todo esto, a veces concentra una graciosa ignorancia, y tengo lástima de ellos. ¡La iglesia, entonces, se ha convertido en otra cosa! Alfolí es una palabra poco usual en el español, y quiere decir: “granero”. Se llamaba alfolí a una bodega especial donde se guardaban las cosechas, específicamente los cereales o granos. Y esto, en el contexto de la palabra de Dios, es muy normal y lógico porque así estaba establecido el orden de las cosas en Israel. También se llamaba alfolí a una bodega donde se guardaba la sal, obviamente, siguiendo el anterior concepto de granero, porque la sal común tenía ese aspecto. Singularmente, a veces siento internamente una risa muy santa que se debate por salir a flote cuando escucho el llamado de algunos siervos, quienes nos invitan a depositar el dinero de los diezmos y las ofrendas en el alfolí, que en todo caso resulta ser una canasta o un ánfora. Por una lógica manera de pensar, esto no debería ser así, porque el alfolí, o granero, no puede estar dentro del templo, sino en algún otro lugar externo. Como podemos advertir, Dios tiene sus razones para ello; nada estaba dispuesto al azar, porque en la Ley, el Señor dispuso que el pueblo entregara sus diezmos de todos los productos de la tierra. Obviamente, las cosechas de los granos debían ir a una bodega o aposento de acopio, para luego ser distribuidos esos alimentos entre los levitas, quienes, a su vez, daban a los sacerdotes el diezmo de esos diezmos. La lógica se apoya en esos conceptos racionales y justos de la Ley, de modo que no caben otros argumentos que desvirtúan la verdad y la alteran. El profeta Joel es el único que hace referencia de ello. Si muy pocos lo leen, es hora de hacerlo, pero con un verdadero sentido histórico y con inteligencia.

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“El grano se pudrió debajo de los terrones, los graneros fueron asolados, los alfolíes destruidos; porque se secó el trigo.” (Joel 1:17). El profeta Joel detalla en el contexto, y en estas líneas especialmente, una época de calamidad nacional en Israel; se refiere a una época de sequía en su tierra; y esto tenía sus razones: Dios los probó muy dolorosamente para ver si alguien volvía los ojos al cielo y se acordaba del Señor. En aquellos días los campos no dieron su fruto por falta de lluvias, y todo se echó a perder; Dios así lo permitió porque todo su pueblo se había olvidado de Él y hacían lo indebido. Y no solamente sucedió la sequía, sino que vino también una plaga de langostas, de saltones y de revoltones que acabaron con lo poco verde que quedaba en la tierra. Entonces, no nació la semilla sembrada, los graneros o alfolíes se arruinaron por falta de mantenimiento, el pueblo padeció hambre y necesidad; pero pocos buscaron al Señor para implorar misericordia, su gracia y su bendición. Es obvio que el profeta Joel lanza un lamento muy profundo y hasta metafórico sobre la destrucción de los alfolíes, cosa que bien no pudo suceder en aquel año, pero magnifica la desgracia de tal manera que nos hace ver la ruina completa de Israel gracias a la sequía. Siempre debemos suponer que todas las cosas, aunque absurdas para nosotros, tienen una razón suficiente para ser de ese modo, porque Dios no se equivoca. El alfolí fue un granero especial porque: a) Dios estableció el diezmo obligatorio de todos los granos del campo; esto servía para alimento de los levitas. Igualmente lo hizo con el producto de los árboles y del ganado. Jamás propuso ni mencionó un diezmo de oro, plata, piedras preciosas, joyas o dinero, porque estas cosas no se depositan ni se guardan en un granero. b) Cuando el Señor, a través de su siervo Malaquías, emitió su desafío al pueblo de Israel, invitándoles a llevar todos sus diezmos al alfolí, para luego ver sus bendiciones, claramente define la actividad a ejecutarse; esto es, de llevar los productos del campo y demás alimentos hasta el granero. No podemos admitir jamás que el Señor esté proponiendo llenar el granero con dinero, porque esto sería un absurdo. Previamente y con este mismo fin, existían varias cámaras en los patios del templo, destinadas al acopio de los alimentos que el pueblo debía llevar para la manutención de los levitas y sacerdotes. Alguna referencia de ello lo vemos en Nehemías 12:44; 13:5,12 y 1 Crónicas 9:26,29. c) Si ahora se nos obliga a llevar nuestros diezmos al alfolí, podemos deducir que se nos está invitando a llevar el dinero a la bodega de los granos. Esta bodega, por supuesto, no debería estar jamás dentro de los templos, sino fuera del lugar santo. 7.- Una controversia más en este campo es la siguiente: deliberadamente o no, tampoco se está entendiendo bien el significado de aquella frase que complementa la petición de Dios: “Y haya alimento en mi casa”. Esta parte no es tomada en cuenta, no es explicada ni enseñada a la gente, y creo que deliberadamente tampoco es cumplida por quienes solicitan los diezmos obligatorios en dinero y pretenden llenar el alfolí (granero) con él. En esta parte, a veces pienso que la práctica o la costumbre de algunos siervos se identifica mucho con aquella historia del Antiguo Reino de Quito, cuando éste fue gobernado por el Inca Atahualpa. Algún historiador señala que, luego de su prisión en

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Cajamarca, el Inca Atahualpa ofreció a sus captores españoles, quienes mantenían una sed insaciable de oro, dos habitaciones llenas de este metal, hasta la altura de un hombre con la mano levantada. Esto se hizo, pero el Inca no obtuvo la libertad sino la muerte. ¿Cree usted sensato que alguien lleve al granero el dinero de los diezmos y las ofrendas? ¡Talvez, y precisamente por eso jamás se sacia de dinero esa bendita bodega! ¿Qué entendemos por la casa de Dios? ¿Será que el Señor requiere alimentarse con todos sus ángeles y consumen bastante? De ninguna manera. El Señor no ha pedido alimentos para Él sino para sus hijos, para el bienestar de sus escogidos, tal y como lo enseñó a Moisés. La casa de Dios básicamente lo conforma el pueblo en general, y hoy por la iglesia entera; de modo que todos tienen sus derechos, como hijos, de recibir el sustento físico y espiritual del Señor. La casa de Dios no fueron solamente los levitas, ni son los pastores o los siervos de una congregación; la casa del Señor tiene sus acepciones bíblicas que señalan, primero a su templo y a su morada, pero también a su simiente, a su familia, a su descendencia, y a su pueblo. Claro es que el Señor no está hablando de una casa física, porque las paredes, el piso o el techo de una casa no requieren de alimento, quienes lo necesitan son los hombres que viven dentro de esas paredes, y para ellos dispuso Dios el sustento. Entonces, el alimento, proveniente de los diezmos obligatorios, de las ofrendas y de las primicias de la tierra, fue para todos los que entran en su casa, viven en ella y le sirven. Pero en nuestros días estas cosas no se nombran ni se dicen, y es normal que tampoco se hagan. Si los diezmos provenían de acuerdo con la Ley, ésta debía cumplirse en su distribución, tal y como se le ordenó a Moisés; pero también esto se omite en nuestro tiempo con gran holgura, porque han surgido nuevas disposiciones humanas que desconocen el mandato del Señor. He visto y conocido de casos muy dolorosos, especialmente cuando hermanos de la iglesia han atravesado por situaciones difíciles, ya por acción de la propia naturaleza, por accidentes de tránsito, o por padecer enfermedades graves, pero sus pastores, pese a conocerlo, no compartieron con ellos ni los ayudaron económicamente en sus necesidades. Algunas veces, lo que se hace en estos casos, es pedirlo directamente al resto de hermanos de la congregación. Expuesta la causa, se pide una ofrenda especial y aparte para el necesitado, pero de los diezmos o dineros del templo no sale un centavo, porque muy neciamente se cree que esos sagrados dineros son del pastor, pese a que no lo enseña ningún versículo de la Biblia. Y a veces no sale ni una palabra de ánimo o de consuelo de ese lugar, porque el pastor es un hombre tan ocupado que no le queda tiempo para escuchar a sus ovejas y pastorearlas de verdad. La respuesta, muchas veces sólo consiste en: “vamos a orar, hermano”, o “estaré orando por usted”, lo cual será en otro momento, y quien sabe si se cumple. Esto es muy serio, muy triste, pero real; la casa del Señor se ve olvidada y así es como se conduce la iglesia del Señor en estos días. No obstante, sabemos que las cosas no son así, no deben ser de esa manera, sino como Dios nos ha enseñado. En páginas anteriores queda registrada una buena lista de imposiciones económicas que el liderazgo impone al pueblo cristiano, destinada, desde luego, a satisfacer las necesidades locales de la congregación; pero esos recursos deberían revertirse en beneficio mutuo, porque Dios no ha previsto la riqueza de unos y la pobreza de otros, sino la igualdad y la justicia. Su palabra aconseja que quien tiene dos capas, una sea dada al que no tiene ninguna, (Lucas 3:11), y esto es justo, bueno, sabio y santo, pero, ¡qué difícil es su aplicación, empezando por la cabeza! En los primeros tiempos de la iglesia

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no había necesitados, porque todos aportaban para la causa; hoy, aunque digamos hacer lo mismo, los frutos no se ven en ese campo. Sea sincero y responda usted mismo la siguiente pregunta. ¿En alguna oportunidad, usted, mi amada oveja del Señor, ha sido invitada a comer, al menos una vez, con los recursos de la iglesia? Es posible que no. Si algunos lo hacen es talvez con un grupo reducido y selecto de siervos o amigos, pero los pobres y necesitados generalmente están fuera de ese grupo. Contrariamente a ello, he conocido que para un evento semejante, cuando el costo de una cena bordeaba los dos dólares como máximo, en cierta congregación, para tener derecho a una cena, se pidió cinco dólares a cada uno de los invitados. Evidentemente, allí sólo debió estar la élite que gusta de sus excentricidades y contribuye con la causa, pero no los pobres o necesitados. El libro de Hechos de los Apóstoles nos cuenta que la vida de los primeros cristianos fue de equidad entre unos y otros; había un reparto justo entre todos de aquello que tenían, de modo que no había necesitados; incluso las viudas eran atendidas plenamente, sin importar su nacionalidad, (Hechos 4:32-37; 6:1). Pero estas cosas no sirven de ejemplo en estos días; para esos casos no existen fondos, porque los diezmos son del pastor. Sin embargo, se predica sobre la prosperidad del dador de ofrendas, y sobre el robo a Dios. Pienso que cuando se perjudica a otro, o no se le da algo conforme a sus derechos, o no se atiende al prójimo, pudiendo hacerlo, ¿acaso no es robarle a Dios, acaso no es pecado? ¿Y cuando damos algo al prójimo, acaso no dice el Señor que a Él lo damos? En conclusión, el versículo de Malaquías 3:10, tan difundido en la iglesia para pedir los diezmos obligatorios, no tiene sustento, porque proviene de la misma Ley; no pertenece al Nuevo Testamento; y no puede ser aplicado en la iglesia de Cristo, porque esa norma ya fue abolida, quitada y anulada.

CAPITULO 4 ¿QUÉ DICE EL NUEVO TESTAMENTO? Quienes defienden la legalidad de los diezmos obligatorios en nuestros días, conscientes que tenemos al frente un problema legal y de interpretación, porque el Nuevo Testamento no convalida la Ley y no promueve su aplicación, han tratado, mediante sutiles argumentos, de hallar respuestas a sus inquietudes en la palabra de Dios, pero a veces alterando el sentido gramatical o de algún otro orden. De este modo se han “adaptado” ciertos términos y expresiones, para describir con ellos la legal vigencia de

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algún tipo de diezmo obligatorio en la iglesia de hoy, o que se respalde su aplicación. Pero esta no es sino una nueva forma de adulterar el verdadero significado, y por consiguiente una nueva forma de imponer lo humano antes que lo divino. Así, para imponer el pago del diezmo obligatorio en la iglesia de hoy, y para hacerlo en dinero, se acude al siguiente pasaje: “Ayuno dos veces a la semana, doy diezmos de todo lo que gano.” (Lucas 18:12). En la Nueva Versión Internacional leemos: “Doy la décima parte de todo lo que recibo”, y en otra versión se anota: “Doy el diezmo de todo lo que tengo”. (Versión Latinoamericana). Sin embargo, se ha hecho muy común el texto de la Biblia Reina Valera, arriba anotado, y en base a este principio se propone que es imperativo dar el diezmo de todo aquello que se gana o se recibe; y como generalmente se nos paga en dinero, el diezmo obligatorio estaría señalado, asegurado y previsto de esa manera en el Nuevo Testamento. Pero, ¿verdaderamente dice eso la Biblia, y este es un mandato formal de Dios para la iglesia? Lo normal, según el espíritu de la Ley, es que el diezmo proviene de lo que uno tiene, de aquello que Dios provee, sin que necesariamente sea del dinero ganado. Pero en el contexto, y en relación con esta historia nos encontramos con los siguientes elementos: 1.- El pasaje bíblico, en primer lugar, no corresponde a una realidad esencial o propia, porque el Señor está hablando en sentido figurado; la enseñanza no está dentro de un hecho real y práctico, sino que se circunscribe dentro de una parábola; esto es, que el Señor relata un supuesto acontecimiento, propone una historia que talvez nunca ocurrió. Y no lo hace precisamente para enseñarnos sobre la obligatoriedad de dar el diezmo, sino para describir la hipocresía campante de los fariseos. 2.- Dentro del texto, encontramos que las palabras allí vertidas, esto es: “doy diezmos de todo lo que gano”, corresponde a un acto personal de ese hombre, porque tal acción no estaba contemplada en la Ley. Las palabras de este supuesto fariseo alcanzan, entonces, la descripción más cabal sobre su hipocresía, arrogancia y orgullo propios, que sin duda sobrepasaba toda medida en la conducta de muchos fariseos. ¿Acaso se quiere proponer que esta actitud y estas “virtudes” de un imaginario fariseo hipócrita deben seguir todos los miembros de la iglesia? 3.- Las palabras, o la declaración del fariseo, no encontraron justificación para con Dios, precisamente por la desmedida exaltación propia, y por su falta de verdad. ¿Esta actitud hipotética de un mal siervo, es tomada como sustento para pedir los diezmos obligatorios? 4.- El pasaje no encierra ni propone un mandato sobre el pago del diezmo obligatorio en la iglesia; allí más bien se puede apreciar un cierto desdén, un falso acto de auto justificación por las obras que según la Ley trataban de aplicar los fariseos; pero esto no agradaba a Dios de ninguna manera. El supuesto dador de diezmos, pese a decir que los daba cumplidamente, no salió justificado. 5.-El Señor Jesús, si bien toma como referencia y aplica una enseñanza como esa de dar el diezmo, que por ley debieron dar los judíos de su época, se está refiriendo a la costumbre de aquellos días. La Ley regía para todos los israelitas, incluido el mismo

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Señor Jesús, porque el cambio definitivo se operaría después de su muerte. A esa fecha, todo Israel estaba sujeto a la Ley de Moisés y la debieron cumplir aunque fuese a medias. El Señor no estaba proponiendo la vigencia del diezmo ahora, sino que hace referencia a la Ley anterior que regía sobre ellos. 6.-Puesto que en la Ley no existió un mandato expreso para entregar diezmos en dinero, la postura de aquel imaginario fariseo, era de auto justificación y actitud propias. Ese diezmo no se ajustaba a los términos de la Ley, sino a su propia iniciativa y voluntad, en desmedro de cuanto sí decía la Ley, pero que eso sí no lo cumplía. Antes que una norma, era una forma de excusa para no hacer lo más importante, como era humillarse ante Dios y pedir perdón por sus culpas. Además, al ofrecer esta clase de diezmos, y posiblemente en dinero, alteraba la Ley, porque ella no lo imponía en esos términos. Si ofreció una décima parte de sus ganancias, y fuera de los términos de la Ley, más bien se entiende que el diezmo ofrecido sería algo voluntario, tal y como lo dio su antepasado Abraham, de quien se enorgullecían de ser hijos. 7.- La enseñanza del Señor Jesús no se concentra en el pago de los diezmos obligatorios, ni en la forma de hacerlo, sino en el rescate de los valores más trascendentales de la Ley que los fariseos habían dejado atrás; entre otros, se anota el menosprecio que ellos sentían por los publicanos, y también por el resto del pueblo, creyéndose superiores. Este mal, ciertamente es muy conocido en nuestros días y habita dentro de las congregaciones como un ejemplo muy negativo entre los hombres; pero de ningún modo es un tipo de ejemplo a seguir, sino todo lo contrario. Otro de los versículos que muy a menudo se ha citado, para con ello respaldar la práctica del diezmo obligatorio en la iglesia, es el siguiente: “¡Ay de vosotros, escribas y fariseos, hipócritas! Porque diezmáis la menta y el eneldo y el comino, y dejáis lo más importante de la Ley: La justicia, la misericordia y la fe. Esto era necesario hacer, sin dejar de hacer aquello.” (Mateo 23:23). En esta lectura, igualmente, encontramos algunos temas que, según su contexto, debemos analizar detenidamente, porque no son tan simples ni literales como se ha dicho. Sin duda existe mucha relación con el versículo anterior que acabamos de estudiar sobre la parábola del fariseo hipócrita y el publicano. En esta parte, sin embargo, no se trata de una parábola, sino de algo real, porque el Señor está hablándoles a estas personas directamente en la cara y frente a ellos. Este sermón fue uno de los más duros que el Señor Jesús pronunció contra ellos, de modo que el odio debió correr a raudales en sus corazones. Después de haberles dicho tantas verdades, estas palabras talvez fueron como un puñal que les partió hasta el alma. Por ello no vacilarían en conspirar para darle muerte. Cuanto aquí encontramos es lo siguiente: 1.- En efecto, el Señor Jesús enfrenta a los escribas y fariseos de su época con palabras muy duras, porque en realidad ellos eran duros de cerviz también. Ellos pretendían ser los únicos representantes de Dios, y se enorgullecían demasiado, porque a los ojos de la gente aparentaban ser los únicos que cumplían con la religión y la Ley; pero las apariencias no servían frente al Señor, pues, en el fondo no eran eso. El Señor les declara en su rostro que ello no era así, porque imperaba una evidente hipocresía en sus corazones, de modo que sus acciones eran falsas o de mera pantalla. Pero el Señor Jesús

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no está impartiendo disposiciones sobre el diezmo obligatorio, o su forma de hacerlo, sino que les está exhortando fuertemente por su manifiesta hipocresía. 2.- El Señor Jesús no propone como tema central ni está legalizando el pago de los diezmos, sino que apenas lo está nombrando como un ejemplo y como uno de los muchos ámbitos que ellos no hacían bien. El mensaje principal e importante oscila más bien sobre la misericordia, la justicia y la fe, porque estas personas hacían lo contrario; dejaban lo primordial por las cosas menos importantes. En todo caso, antes que resaltarlo o hacerlo importante, el Señor está restando valor al diezmo que ellos por razones de la Ley debían darlo. La décima parte de esas pequeñas plantas de menta, de eneldo o de comino, ciertamente valían menos que un acto de misericordia, de justicia y de fe en Dios. 3.- Claramente podemos advertir que el Señor Jesús está ubicando al diezmo en su verdadero ámbito; esto es, como una norma prevista en la Ley Y como hemos señalado anteriormente, el pueblo israelita, en su totalidad, estaba sujeto a Ley y bajo su imperio en esos días. Entonces, no se promulga ni se hace extensivo el pago de diezmos para la era de la gracia, sino que se aplica y se menciona la misma Ley que regía para ellos. 4.- Necesariamente debemos entender bien la Escritura, y para ello es fundamental que apliquemos los conocimientos de la gramática española, porque también de aquí nacen los malos fundamentos y las interpretaciones equivocadas. Como vemos en otras versiones, los copistas y traductores no alteraron los verbos ni las frases del original. La frase: “Esto era necesario hacer, sin dejar de hacer aquello”, revela algo muy importante. El verbo principal “hacer”, está complementado con el verbo auxiliar “era”. Esta circunstancia ubica al verbo principal en tiempo Pasado Perfecto, lo cual describe la acción como un hecho que debió ser cumplido en el pasado también. Y esto es claro. Era necesario hacer, anuncia que algo debió hacerse antes, y no ahora ni después. La siguiente frese: “sin dejar de hacer aquello”, igualmente conserva y forma parte de la estructura gramatical completa y concuerda con la oración anterior, pasando a ser un complemento directo de dicha oración; no pueden separarse porque se coordinan y se complementan entre sí. Luego, dentro de lo práctico, la idea se relaciona estrechamente con aquello que los israelitas no podían haber olvidado ni dejado de hacer, porque lo mandaba la Ley. Tenían que haber desarrollado los actos de misericordia, de justicia y de fe, como actos de verdadera prioridad, así como de haber cumplido con la Ley del Diezmo después de ello. La versión NVI declara con mayor sencillez este pasaje. Allí podemos leer lo siguiente: “Debían haber practicado esto, sin descuidar aquello”. La frase: “debían haber practicado”, igualmente propone un acto anterior a ese tiempo; nunca está proyectado hacia adelante sino hacia atrás, hacia un acontecimiento que tuvo su efecto en el pasado. Realmente la cita es muy clara; su fundamento es muy claro; no podemos desviarlo hacia el futuro, ni mucho menos proponer una norma obligatoria para la iglesia, porque tal mandato no existe. Por consiguiente, no podemos traer al presente las entrañas del pasado, no hay manera de legalizar o de resucitar algo muerto y abolido por Dios mismo. Por la finalización de la Ley y la anulación del Antiguo Pacto, dichos argumentos carecen de valor. 5.- Notamos una vez más que el Señor Jesús no hace alusión ni de lejos al pago obligatorio de diezmos en dinero, sino que, conforme a los mandatos de la Ley, toma como ejemplo y señala algunos productos de la tierra. Por ello, antes que proyectar un

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nuevo tributo, estaba sugiriendo el cumplimiento de la Ley. Pero en nuestros días se promueven situaciones totalmente alejadas de ese principio, y se proyecta una base legal que el Señor nunca señaló tocante al dinero, porque allí se mencionan las hierbas de menor valía. Si fuese válida la idea, más bien estaríamos en la obligación de diezmar la menta, el eneldo y el comino, porque de eso habla el Señor, mas no del dinero u otro bien. Pero el dinero se ha vuelto un dios muy importante en nuestro siglo, y fácilmente se ha convertido en ídolo en muchos lugares, pese a la categórica cita bíblica que señala: “Raíz de todos los males es el amor al dinero” (1Tim.6:10). Tal parece que algunos siervos no quieren riquezas en el cielo, sino aquí mismo; las palabras de alguno han sido muy reveladoras: “Es aquí donde necesitamos comer, vestirnos, educarnos, viajar, etc.; en el cielo nada de eso será indispensable”. Es muy cierto que necesitamos los recursos de este mundo, y como base de nuestra economía el dinero, pero dichos recursos deben ser bien adquiridos y bien ganados con el trabajo de nuestras manos, tal y como lo recomienda la Escritura, tal y como lo disponen los diferentes gobiernos y las leyes de este mundo. En la época del Señor Jesús, ya existió el comercio con dinero; muchas monedas de oro, plata y bronce circulaban por su territorio, pero nunca mencionó ni sugirió que dicho dinero estaba sujeto a la Ley del diezmo. Su consejo siempre se enfocó hacia el cumplimiento de la Ley, porque el dinero vino a ser parte de la ofrenda y no del diezmo. Bien se puede comentar que no existe otra forma de hacerlo. Pues, los habitantes de las ciudades y quienes no cultivan la tierra no pueden dar diezmos de algo que no tienen, sino de aquello que Dios les ha provisto, en este caso del dinero que perciben por su trabajo; pero la norma no se apoya en esta idea, porque tales disposiciones no rigen más, ni con relación a los productos de la tierra, ni con bien alguno, porque la Ley fue abolida. En consecuencia, también por este lado, el diezmo obligatorio ha caído de su pedestal, porque, en efecto, la gente no puede diezmar algo que no tiene, como sería este caso. Los productos de la tierra, de los árboles y del ganado, no los puede dar un burócrata, a menos que vaya y los compre, como hacían los judíos que cumplían la Ley; pero no somos ni judíos ni receptores de la ley para hacerlo. Entonces, cabe recalcar que no podemos interpretar a conveniencia, ni asegurar que la Biblia dice algo que no ha dicho. Pero el acto de dar una ofrenda para la obra del Señor o a cualquier ser humano, el acto de dar nuestra ofrenda voluntaria, fruto de nuestro trabajo honrado y legal, cualquiera que sea el monto, esto sí agrada a Dios, y la siembra siempre dará buena cosecha. Un tercer campo, tomado por los defensores del diezmo obligatorio, se lo ha extraído del libro de Hebreos, Capítulo 7. Con esta lectura, igualmente se pretende afirmar que el evangelista enseña sobre la práctica del diezmo obligatorio en la iglesia de hoy, tal y como lo hizo Abraham, cuyo ejemplo debemos seguir; y las enseñanzas en este campo han sido abundantes. Sin embargo, empezando por allí, sabemos que Abraham nunca ofreció diezmos bajo normas ni obligado por alguna ley, sino que lo hizo de manera voluntaria. El argumento sobre el texto cae por su propio peso y describe el error, si acaso transformamos su diezmo voluntario como imponible. El texto enfocado primordialmente es el siguiente: “…A quien, asimismo, dio Abraham los diezmos de todo”…“Considerad cuán grande era éste, a quien aun Abraham el patriarca dio diezmos del botín”. (Hebreos 7:2, 4).

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El escritor, lejos de proponer o de interpretar algo, lo único que está señalando es la historia de Abraham y su encuentro con Melquisedec. Esta no es más que una reseña histórica hecha por el evangelista, pero no para promover la obligatoriedad de los diezmos, sino para resaltar la obra del patriarca en su forma de honrar al sumo sacerdote de aquel lugar, quien fue la figura de uno superior a él en majestad, señorío y potencia, porque en efecto, Melquisedec era rey y sumo sacerdote de aquella localidad, cuya figura se identifica con Cristo, el posterior Rey del mundo. En lo referente al evangelio, y según el contexto del libro de Hebreos, la finalidad del escritor y de Dios mismo, es el reconocimiento del Señor Jesucristo como el verdadero Mesías de Israel. El Señor Jesucristo fue descrito como el mayor Sumo Sacerdote de la tierra, superior a Melquisedec y a Moisés, y esto es lo que el escritor pretende enseñar a todos sus compatriotas que vivían en la dispersión. ¡Y vaya que no logra hacerlo hasta el día de hoy! Si la lectura de estos versículos fuesen un mandato, cosa que no lo es, tácitamente se estaría sugiriendo que ahora los diezmos obligatorios deberían ir expresamente para el Señor Jesús y no para algún otro ser humano diferente; pero esto tampoco se justifica, porque el contexto escritural no va en esa dirección. Además, los mismos proponentes del diezmo obligatorio se verían afectados, porque entonces sí quedarían definitivamente fuera del reparto; no podrían sustraerse el dinero del Señor Jesucristo, porque no hay ninguna ley que les faculte hacerlo. Si tomásemos como base legal la entrega obligatoria de los diezmos, de la manera que lo hizo Abraham, debemos admitir que esto es también insostenible, porque, si hemos de ser sinceros, el padre de los hebreos, y de quien hace mención la carta, sólo diezmó una sola vez y no cada semana. Objetivamente, no hay manera de alterar la historia y hacerlo un diezmador permanente de sus cosas como se sugiere ahora. El siguiente versículo nos despeja aún más el panorama. Su escritura contextual declara: “Ciertamente, los que de entre los hijos de Leví reciben el sacerdocio, tienen mandamiento de tomar del pueblo los diezmos según la Ley, es decir, de sus hermanos, aunque éstos también hayan salido de los lomos de Abraham. Pero aquel cuya genealogía no es contada de entre ellos, tomó de Abraham los diezmos, y bendijo al que tenía las promesas. Y sin discusión alguna, el menor es bendecido por el mayor, Y aquí ciertamente reciben los diezmos hombres mortales; pero allí, uno de quien se da testimonio de que vive.” (Hebreos 7:5-8). El escritor de la carta a los Hebreos, sin duda un eminente judío que habitaba en Roma en los nefastos tiempos de la persecución, posterior a la muerte de Pablo, señala enfáticamente los mandatos de la Ley; hace un recuento de aquellas normas que debieron regir entre ellos; pero aun esas normas no serían más que un punto de referencia para de esa manera guiarlos a Cristo, el verdadero Sumo Sacerdote y su verdadero Mesías, a quien lo señala como superior a Melquisedec, venido del linaje de Abraham conforme a las Escrituras y Señor de cielos y tierra. Si Melquisedec recibió el diezmo del botín que Abraham había logrado de los invasores orientales, por ostentar un rango superior a éste y le bendijo, pese a no existir mandamiento en tal sentido, el escritor deja constancia que el mandato sobre el diezmo que vino después, solamente se relacionaba con los hijos de Leví, quienes sí tenían mandamiento de tomar los diezmos del pueblo, es decir, conforme a las disposiciones

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que Dios impartió en la Ley, aquella Ley que vendría algunos siglos después de Abraham. Aquí se confirma, una vez más, que el diezmo estaba sustentado en la Ley. Obviamente, en la tierra, fueron los levitas, como hombres mortales, los principales beneficiarios de los diezmos; sin embargo, cuando el escritor afirma, “pero allí, uno de quien se da testimonio de que vive”, sin duda se refiere a los hechos ya narrados anteriormente en la persona de Melquisedec, quien recibió allí los diezmos; pero también involucra a Cristo, porque afirma: “uno de quien se da testimonio de que vive”, y esto no concuerda con Melquisedec, sino con Cristo, quien vino a ser el testimonio vivo de aquella figura anterior, y es Él quien vive para siempre. Desde luego, lo que sí podemos entender es que Melquisedec recibió los diezmos que Abraham le ofreció bondadosamente, no podía negarse a ello, y lo haría como representante de Cristo en la tierra o en representación de Cristo, con quien estaba siendo relacionado, porque sería la sombra de aquel futuro Sumo Sacerdote. En esencia, ese es el sentido que tiene el capítulo 7 de la Carta a los Hebreos; pero de ningún modo esos diezmos fueron obligatorios, sino voluntarios. Luego, y si esto es así, ¿cómo es que se lo toma por el lado de la obligatoriedad y se lo introduce como norma en la iglesia, sustentándolo con estos versículos? Si pensamos que el adverbio “allí”, se refiere a la iglesia, la idea es totalmente errónea, porque no existe ni se hace mención de ello, sino de aquel de quien se da testimonio de que vive, y sin duda alguna la cita se refiere a Cristo, porque Él es el único que vive; Melquisedec no estaba más, excepto en el recuerdo. Sin embargo, para esta fecha, también el Señor estaba ya en los cielos, en la casa de su Padre, y allí no recibiría los diezmos materiales de este mundo, como no lo hizo nunca en la tierra, pero sí los recibe cuando damos nuestra ofrenda voluntaria en su nombre, aunque terrenalmente lo reciba un nuevo sacerdote designado por Dios o cualquier otra persona. Si el Señor Jesucristo es el receptor de los diezmos voluntarios, aun estando en los cielos, y si lamentablemente no existe otra disposición o mandato legal sobre este asunto, como existió antes para la distribución o destino de esos diezmos, y tampoco podemos adoptar la Ley anterior, mal podríamos interpretar la Escritura a nuestro antojo y hacernos eco de su pertenencia; pues, como se ha dicho, si ello fuese así, nadie en la tierra tendría derecho de tomar los diezmos; no siquiera un levita, ni sacerdote, ni pastor, excepto el Señor. Además, estos diezmos no entran en la categoría de obligatorios bajo ningún concepto, sino en el campo de la ofrenda voluntaria, porque no se está sugiriendo la obligatoriedad de aquello. El evangelista se basa y hace referencia al verdadero marco histórico que hablaba de Cristo, el Señor, cuya sombra fue Melquisedec, mas no de imponer la entrega de diezmos en la iglesia, pues aquello no existe. En resumen, la carta a los Hebreos no se sale de los parámetros anteriores; al hablar de los diezmos lo hace sobre los conceptos generales de la Ley de Moisés, cuyas normas, ya explicadas ampliamente más atrás, dejaron de tener vigencia y se extinguieron definitivamente por ineficaces. Las obras de Abraham no fueron jamás obligatorias ni están encaminadas a proponer esa condición en la iglesia de hoy. El escritor de la Carta a los Hebreos, no estaba interpretando ni proponiendo el pago de diezmos obligatorios, pese a su condición de judío, nacido y criado bajo la Ley; su enfoque se proyecta a Cristo en todo, aunque toma ciertos ejemplos de la Ley de Moisés para afirmar que este hombre, superior a Melquisedec, era el Mesías prometido. Evidentemente no fue Pablo el escritor de esta carta, como proponen ciertos sectores, porque, entre muchas de las razones, Pablo nunca habló de diezmos, y tampoco los propuso; además, el estilo de la escritura es diferente, la época fue diferente, y sus conocimientos sobre la gracia son diferentes.

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Finalmente, si el diezmo obligatorio fuese habilitado hoy, y tuviese algún sustento o apoyo en el espíritu de la Ley, también su distribución debería aplicarse conforme a ese mismo precepto espiritual que Dios impartió en el pasado para su pueblo; esto es, que si se piden los diezmos bajo una ley espiritual, o de acuerdo con el espíritu de la Ley, la misma ley exige también la correcta distribución espiritual, pero efectiva, a los mismos grupos de beneficiarios. No puede llevarse a la práctica solamente una parte de ella y descuidar el resto de normas que igualmente seguiría conteniendo el espíritu de la Ley. Si esto no es posible, y si se pretende afianzar la vigencia de la Ley para que ésta prevalezca por arriba de todo, es incuestionable que los beneficiarios de los diezmos en nuestros días deberían acreditar legalmente su condición: 1.- Acreditar ser un auténtico levita. 2.- Poseer un rango sacerdotal, según el orden de Aarón. 3.- Exigir los diezmos a sus hermanos judíos que viven en la Ley, y no a los gentiles. 4.- Solicitar y recibir únicamente los diezmos de los diezmos de la tierra, de los árboles y del ganado. 5.- Distribuirlo equitativamente y de acuerdo con las necesidades del pueblo; esto es, entre los mismos donantes, los extranjeros pobres, las viudas, los huérfanos, y en general con toda la casa del Señor. Si aplicamos el precepto legal para solicitar la entrega de los diezmos, esto sería lo racional, lo correcto, lo justo; pero la gran dificultad en todos estos puntos es que ninguno se aplica hoy en día, y nadie quiere reconocerlo. En la práctica no se toma la norma de la Ley para la distribución, porque tiene su trasfondo legal solamente para la obligatoriedad en la entrega de los diezmos; luego de esto, los recursos se van para otro lado, lejos de las manos y de las obras de su dueño absoluto. Por el más elemental sentido de sumisión y de obediencia a Dios, si acaso nos creemos hijos suyos, pienso que las cosas no deben ser de esa manera, porque ello compromete aun a la ley de la gracia. Si obramos con criterio propio, esto es desobediencia y prevaricación. Con mucha franqueza debo señalar que no quiero estar en esos zapatos ni hoy ni nunca. Temo a Dios y su justicia; pues creo conocerlo bastante bien como para obrar en contra de su voluntad, o como para desconocer su palabra y aceptar mandamientos de hombres. Legalmente, el Nuevo Testamento no promueve el diezmo obligatorio.

CAPITULO 5 ¿SIGUE VIGENTE LA LEY? Sería absurdo contestar afirmativamente esta pregunta. Después de haber estudiado en los capítulos anteriores las referencias bíblicas sobre su abolición, obviamente la respuesta es negativa, la Ley de Moisés no continúa vigente. Pero en razón del criterio vertido por algunos, el tema sigue latente y muy cargado de controversias. Hay quienes no proponen la caducidad o abrogación de la Ley, y por consiguiente el diezmo obligatorio se apoyaría directamente en las disposiciones anteriores de las Escrituras, bajo aquella norma muy singular y sencilla escrita en la Ley. Entonces, frontalmente se dice

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que la Ley no ha terminado y que ésta, de algún modo, entra en el período de la gracia y que seguirá vigente hasta el fin del mundo. Para este nuevo argumento, sin duda, se toma un versículo de la Biblia que analizaremos enseguida, porque la nueva interpretación nos deja un espectro bastante lúgubre. Entre otros aspectos, se contraponen las siguientes razones: 1.- Lo tremendo y más grave de esta postura es que todas las citas bíblicas anteriores que destacan el hecho y que determinan la finalización de la Ley, se van al tacho de basura y no sirven para nada. Aunque sean palabra de Dios, se desconocería buena parte de la Biblia. 2.-Tendríamos unas cuantas contradicciones bíblicas firmemente establecidas. 3.-Continuaríamos bajo el imperio de la Ley, pese a que el Señor ha dicho lo contrario. Pues no estamos bajo la ley sino bajo el imperio de la gracia. 4.-El incumplimiento de las normas establecidas allí, nos mantendría bajo eterna maldición, porque nadie pudo ni podrá cumplir la Ley en todas sus partes. Si transgredimos una sola norma, se nos hace culpables de toda ella, y las maldiciones no demorarían en alcanzarnos. 5.-No sabríamos a ciencia cierta, qué partes de la Ley continúan vigentes ni qué partes de ella han finalizado. 6.-El sacrificio perfecto del Señor, cuya sangre anuló todo holocausto y sacrificio de animales estaría en entredicho, porque si la Ley continúa, también esto debería hacerse, anulando de este modo la redención que la sangre de Cristo lo hizo. Todas estas cosas nos conducen a una barbaridad teológica; sin embargo es lo que proponen ciertos “cristianos”, y solamente por causa del dinero que exigen como diezmo. La Escritura, en su caso, claramente determina que toda la Ley ha sido abolida; pero ciertos hermanos, como se ha dicho, aseguran que sigue vigente, estableciendo eso sí, las partes que aún no han sido abrogadas, como esta del diezmo obligatorio. Bajo estos parámetros, evidentemente nos encontramos en un aprieto y dentro de un conflicto de grandes proporciones. ¡Y mucha de esta culpa solamente lo tiene el bendito diezmo obligatorio! Aquella parte de la Escritura que han citado nuestros caros amigos, para con ella respaldar la perpetuidad de la Ley, es la siguiente: “No penséis que he venido para abrogar la Ley o los profetas; no he venido para abrogar, sino para cumplir. Porque de cierto os digo que hasta que pasen el cielo y la tierra, ni una jota ni una tilde pasará de la Ley, hasta que todo se haya cumplido.” (Mateo 5:17-18). Esta parte de la Biblia, si la interpretamos literalmente o muy superficialmente, se contrapone a cuanto dice el Señor en Lucas 16:16; esto es, que “la Ley y los profetas eran hasta Juan.” Por norma general, la Biblia jamás se contradice ni puede sugerir aquello, ella se complementa; y ese complemento debe ser hallado. La Biblia no puede anunciar dos cosas diferentes, esto no es lógico ni normal; Dios no puede sugerir ni enseñar algo como eso porque es tremendamente absurdo. Entonces, ¿qué pasa con esta cita bíblica? ¿Es correcta la interpretación de alguno, y realmente la Ley subsistirá hasta que se acabe la tierra? La Escritura es correcta, los incorrectos y absurdos somos los hombres cuando no entendemos la palabra de Dios tal y como ella nos ha sido enseñada, tal y como ella nos

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ha sido presentada por el Señor. Pues, cuando la interpretamos ligeramente o anteponemos nuestro criterio y la hacemos decir lo que queremos que diga, las cosas no van por buen camino. Cuando uno estudia la Biblia y no solamente la lee de prisa, se puede notar que existe una buena diferencia entre las dos actividades. Al leer simplemente, muy a menudo se puede influenciar por lo superficial, y la palabra de Dios, en su mayor parte, no es tan superficial que se diga, sino todo lo contrario, su profundidad es relevante y a veces hasta indecible. Hay situaciones, y a mí me ha pasado, que al realizar una segunda o tercera lectura de un versículo, en un cierto espacio de tiempo, finalmente se encuentra con algo que no fue advertido antes, pero el tema estaba allí desde el principio. En cambio, cuando uno estudia la Palabra de Dios con profundidad y toma en cuenta todas las citas conexas y comparativas, cuando se estudia la relación, la visión, el tiempo, las referencias, las costumbres, y muchas otras cosas, incluso con la ayuda de textos seculares, llámense diccionarios, Biblias ilustradas y de estudio, historia, etc., el texto no es el mismo que en principio, porque se lo entiende e interpreta mejor, porque se enlaza y engrana correctamente con todo el contexto de manera muy lógica y racional. Solamente después de esto podemos exhalar un buen respiro de satisfacción y decir: ¡Ah, con razón el Señor dijo esto!.... Debemos entender, sobre todo, que Dios, el autor de la Biblia, es un Ser demasiado Sabio, Perfecto y Todopoderoso como para cometer errores. Si éstos se han dado no es precisamente por su culpa, sino por la mano imperfecta del hombre. Su conocimiento es más alto que los cielos, a los cuales nosotros, sus criaturas, no podremos alcanzar talvez nunca. De allí la necesidad de estudiar y no solamente leer superficialmente y de prisa las Escrituras, porque en ese trance las hacemos decir algo que en realidad no dicen. Tenemos con nosotros a muchos hermanos, así como a gente poco o nada cristiana, que francamente asegura no entender la palabra de Dios; pero ello tiene que ver, especialmente, con una falta de fe y de entrega al Señor, porque solamente después de esto el Espíritu Santo viene a morar en nosotros y nos guía por el camino correcto. En los versículos anteriormente anotados, realmente encontramos verdades más profundas y amplias de cuanto podemos advertir a simple vista, porque tienen una connotación e interpretación mucho más grandes, casi como una montaña. Si lo hemos leído superficialmente, se puede suponer que el Señor está convalidando y proponiendo la vigencia de la Ley hasta el fin del mundo; pero esto, aunque en parte podemos suponerlo de ese modo, no es realidad absoluta, porque chocaría con muchas otras Escrituras, de modo que tendríamos no pocas, sino muchas contradicciones, y esto nos llevaría a un conflicto y a un caos superlativo. En su caso, Dios no propone aquello, sino nuestro bien, y vamos a entenderlo bajo esos principios divinos ya trazados desde la antigüedad. 1.- Dice su palabra: “No penséis que he venido para abrogar la Ley o los profetas”. En efecto, la expresión es del Señor y es correcta, tiene estrecha relación con aquella cita: “Porque la ley y los profetas eran hasta Juan”. Pero no podemos entenderla desde nuestro punto de vista simple, sino tomando en consideración el tiempo y las circunstancias. El Señor Jesús fue un eminente judío, hijo directo de Israel; en su apariencia humana provino de la descendencia de Judá, tanto por el lado de José, su padre adoptivo, como por el lado de su madre María, porque los dos descendían, según se afirma, de David. José provenía de la descendencia directa del Rey Salomón, y María lo era de la descendencia de Natán, otro de los hijos de David. Bajo esta óptica, dice la Biblia que el

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Señor Jesús nació de una mujer y lo hizo bajo la Ley, o sea en los tiempos de la Ley; por consiguiente, estuvo sometido a ella en todo. No podía evadirla o anularla en sus días, porque ella hablaba de Él; y los anuncios de los profetas, igualmente, debían cumplirse en todas sus partes también. De modo que no vino al mundo para anular o abrogar la Ley ni aquello que dijeron los profetas con relación a Él, sino que efectivamente vino a cumplirla y a dar cumplimiento a la profecía que en ella se había escrito; ese es el trasfondo de la Escritura. El Señor debió estar sujeto a ella en todo hasta su muerte. “Pero cuando vino el cumplimiento del tiempo, Dios envió a su Hijo, nacido de mujer y nacido bajo la Ley, para que redimiese a los que estaban bajo la Ley, a fin de que recibiésemos la adopción de hijos.” (Gálatas 4:4-5). Solamente por esta redención somos hechos hijos de Dios, caso contrario jamás lo habríamos logrado. Y claramente se establece que el Señor Jesucristo, luego de su redención, nos sacó de la Ley a todos: judíos y gentiles. 2.- Debemos tomar en cuenta que aquella declaración del Señor tuvo lugar en aquel famoso sermón del monte; esto es, durante su primer año y a comienzos de su ministerio de popularidad, cuando toda la Ley y lo que ella decía de Él, y lo que los profetas dijeron de Él, estaba por delante para que se cumpliese en su tiempo, en su persona y en su vida, hasta culminar con su misión en la cruz y luego dejarnos un sepulcro vacío. Es obvio que el Señor no está hablando de la perpetuidad de la Ley, sino del cumplimiento de la misma en Él, conforme a las Escrituras, porque, efectivamente, ese mismo día, en un fogoso sermón celebrado en las estribaciones del monte, empezó cambiando algunos de los textos de la Ley de Moisés. Pero nunca podría el Señor Jesús cambiar aquello que se había escrito sobre Él, porque ello, aún a costa de su vida, debía cumplirse. Si aquella declaración se hubiese producido después de su resurrección, podría sospecharse que sus palabras denotaban un seguimiento normal de la Ley hacia el futuro, pero al realizarse durante los primeros meses de su ministerio, indudablemente que las cosas son diferentes; pues, solamente de ese modo la Escritura engrana y se complementa con el contexto, porque al final de sus días en la tierra así lo ratificó. “Y les dijo: Estas son las palabras que os hablé, estando aún con vosotros; que era necesario que se cumpliese todo lo que está escrito de mí en la Ley de Moisés, en los profetas y en los salmos.” (Lucas 24:44). Notemos en esta parte las palabras del Señor Jesús. Después de su resurrección vuelve a repetirlo y declarara una vez más sobre el asunto de la Ley y los profetas; pero no como un proyecto en marcha o con miras al futuro, sino que el cumplimiento de todo aquello lo ubica ya en el pasado, como un acontecimiento realizado y fielmente culminado. 3.- Cristo, el Señor, era el Mesías esperado; de ello los cristianos no tenemos la menor duda. Tanto la Ley de Moisés, como los profetas, así lo habían anunciado; Él sería el Libertador de Israel. Pero aun en estas cosas la gente no entendió bien el texto sagrado; pues, los judíos realmente esperaban un rey, un libertador terrenal que los sacaría de la aflicción; pero el Señor Jesús no vino a liberarlos del dominio romano ni a instaurar su reino en la tierra, sino que vino a proclamar la liberación del pecado y de la opresión de Satanás, tanto a ellos, su pueblo, como al resto del mundo; este legado era de mucho

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valor para todos. Es por esto que aun hoy, muchos israelitas no lo reconocen como su Mesías, pese a demostrarles mediante las Escrituras, el cumplimiento de esas promesas de Dios ya escritas en la ley y los profetas. 4.- Era totalmente imposible que todo lo anunciado por Dios a través de sus profetas dejase de tener cumplimiento. Dios lo había anunciado, estaba escrito por sus siervos, desde Moisés hasta David y hasta muchos siglos más tarde. Las promesas de redención humana venían desde el mismo Génesis; pero tendrían un fin cuando aquel Hijo nacido de mujer, y nacido bajo la Ley, viniera al mundo, y cuando Él las diera cumplimiento. Aquí convergen las palabras del Señor de manera muy cierta: “No he venido para abrogar, sino para cumplir” Y conocido es que nuestro bendito Salvador las cumplió todas al pie de la letra, tal y como Dios lo había determinado antes. “Porque verdaderamente se unieron en esta ciudad contra tu santo Hijo Jesús, a quien ungiste, Herodes y Poncio Pilato, con los gentiles y el pueblo de Israel, para hacer cuanto tu mano y tu consejo habían antes determinado que sucediera.” (Hechos 4:2728). 5.- La expresión: “He venido para cumplir”, básicamente nos proyecta un fin, una finalidad esencial tras esa venida; y esto fue hecho. Cristo, el Señor, fue el único capaz de cumplir la Ley sin recibir maldición por no cumplirla. En la cruz, voluntariamente cargó con toda la maldad humana, llevó Él la maldición y se hizo maldición por nosotros, tomando nuestro lugar, pese a su inocencia, santidad y pureza. El Señor obró de tal manera que todo lo hizo diferente, distinto de todas aquellas normas legales que la Ley establecía para el pueblo rebelde. La muerte y la condenación por la desobediencia a Dios tendrían su salida en Cristo. Aunque no tengamos registro de todas las actividades del Señor Jesús en Israel o en las regiones que visitó, como: Tiro, Sidón, Decápolis, o las proximidades del monte Hermón, por una lógica opinión sabemos que Él cumplía con los preceptos sagrados, y aun con aquellos impuestos que las autoridades habían instaurado sobre el pueblo, pese a que los instituidos por Roma ya eran gravosos. Sin embargo, no tenemos evidencias si alguna vez el Señor llevó diezmos al templo, provenientes de su modesto oficio de carpintero. Pienso que no. Quedó establecido que solamente Cristo pudo cumplir con todos los mandatos de la Ley, tanto en su calidad de Hombre, como en su calidad de Mesías o Salvador. Después de Él, nadie sería capaz de hacerlo. 6.- El Señor no abrogó su destino anteriormente plasmado en la Ley, sino que cumplió con todos y cada uno de los fines para los cuales fue enviado y por los cuales vino a la tierra. Colgando de la cruz, y bajo un estertor de muerte, pudo declarar con entera satisfacción: “Todo está cumplido”; “Consumado está”, o “Consumado es.” (Juan 19:30). Aunque faltaba el hecho de su resurrección, anunciada también, nada impidió que la última jota y la última tilde escritas en la norma sagrada dejaran de cumplirse. Hecho todo ya no quedaba nada más por realizarse; la tarea había sido completa, había finalizado el compromiso adquirido por Dios, y la Ley, una vez cumplida, expiró definitivamente también, porque vendría una nueva norma suscrita en las cartas pastorales que el Espíritu Santo inspiró a Pablo y a los demás apóstoles. Esta fue la tarea, la obra, la enseñanza y la palabra del Maestro.

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7.- La frase: “Hasta que pasen en cielo y la tierra, ni una jota ni una tilde pasará de la Ley”, igualmente contiene un trasfondo vital. Tiene su vinculación con todos los numerales anteriores, pero va mucho más allá de esos conceptos. Esta, sin duda, es la frase que más polémica ha levantado en la iglesia, precisamente porque su interpretación no es tan simple como parece. La interpretación no está en el texto, sino en el contexto, en todo aquello que se dice antes y después del mismo. Buena parte de lo que se dice antes, ya lo hemos analizado; entonces veremos el entorno de aquello que viene con la expresión “hasta”. Esta palabra, indudablemente propone un tiempo de desarrollo de los acontecimientos, no contiene un ilimitado pronunciamiento ni tiene visos de eternidad, sino que señala y enseña un lapso para el cumplimiento de los anuncios; llegado ese día, hasta el cual indica la promesa, dejará de ser y vendrá en su lugar otra norma u otro anuncio. En otras palabras, tendrá su final cuando se haya cumplido el objetivo previamente señalado. Sin embargo, si hemos dicho que la Ley tuvo su final con el cambio de Pacto, claramente se establece que la Ley duró “hasta” la promulgación del Nuevo Pacto. De otro modo, si aceptamos que la Ley fuese eterna y mantuviese su vigencia hasta el fin del mundo, toda la Escritura que tiene relación con la finalización de la Ley en Cristo, estaría en oposición a lo anterior; la misma palabra de Dios se opondría a sus anuncios; y esto, como es obvio, no puede suceder jamás. Entonces, la propuesta de alguno está fallando y la verdad no está por ese lado. Pero, además de ello, la frase contiene un especial concepto sobre la grandeza de Dios y sus designios para con el hombre, porque allí nos demuestra su fidelidad de una manera sobresaliente. En otras palabras, aquí encontramos una frase literaria muy fecunda, y un juramento del Señor que sobresale de entre todo lo imaginable. Aquí tenemos una figura que eleva al grado superlativo la idea original de Dios y la engrandece, precisamente para que el hombre crea en su palabra. Admiremos el siguiente ejemplo; un poeta dice: “Mi alma se desvanece ante tu presencia; mis labios besan el sol donde se hunde tu cabellera”. La belleza literaria de estas frases es genial, porque eleva el pensamiento hacia un estado no real ni posible, pero lo engrandece de tal manera que si fuese posible hacerlo sería una declaración de amor única. Bien sabemos que el alma no se desvanece ante la presencia de una persona, por amada o hermosa que ésta sea; tampoco se puede besar el sol, ni éste es receptor de ninguna cabellera rubia. La idea original propone, entonces, resaltar la belleza de una mujer cuyos cabellos rubios son dignos de uno o más besos; la figura de la mujer es tan bella y amada que impulsan a un deseo semejante; pues, se la compara con el mismo sol en su belleza y resplandor. Por consiguiente, la figura literaria resalta por sobre una realidad, aunque esta realidad sea imaginaria, inaplicable e imposible. Se dice que muchos quieren bajar una estrella o la luna para dárselo a su amada, pero solamente son palabras de grandeza, figuras que elevan el sentimiento o el deseo, aunque no tengan realizaciones. En la Biblia, esto es muy común, pero pocas veces lo podemos notar. Veamos otro ejemplo: “Diréis a este monte, pásate de aquí allá, y se pasará.” (Mateo 17:20). Yo entiendo, y no por falta de fe, que esto lo dijo el Señor, no con la finalidad de enseñarnos algo y que lo hagamos cuando estemos cargados de una fe poderosa, porque estas cosas no son compatibles con el hombre, sino únicamente con Dios; pues, no creo que alguien pueda trasladar montañas aunque tenga un significativo don de fe; un hecho similar se lograría tan solo con un poder sobrenatural de grandes dimensiones, y esto solamente lo tiene Dios. En consecuencia, la palabra del Señor no está dirigida al hombre como un boceto para enseñarnos a mover montañas, sino a creer en el poder de Dios, en sus promesas y en su fuerza, lo cual puede operar en nuestras vidas de una manera tal, aunque a nosotros nos parezca imposible. Esta es la fe que Dios quiere en nosotros, no el

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poder personal para mover montañas. La fe se compara con esa fuerza que puede trasladar a una montaña y hacer cosas grandes, pero quien puede hacerlo solamente es Dios. En este sentido, la palabra no puede tomarse al pie de la letra para tratar de hacerla de ese modo, ni podemos empeñarnos en adquirir ese poder para pasarnos el tiempo moviendo montañas, porque nadie ha movido un lápiz a través de su fe; y si alguno lo hace, sin duda se dirá que fue por un acto de telequinesis y por intervención del diablo. Las cosas son así; no estoy exagerando nada. En el tema que estamos estudiando, algo semejante ocurre; y espero que lo entendamos bien. No me esfuerzo por describirlo con palabras sofisticadas, sino con un lenguaje muy sencillo y claro, de modo que lo captemos todos. La frase: “Hasta que pasen el cielo y la tierra”, confluye hacia una declaración muy profunda: Cristo, el Señor, tuvo una misión encomendada por su Padre en los cielos desde la misma eternidad; Él la aceptó y en el tiempo adecuado, ordenado por el Padre, vino a cumplirla. El futuro del hombre ya estaba conocido por Dios, y propició un camino de redención para la humanidad a través de su amado Hijo; pues era el único capaz de hacerlo, no existió otra forma. En el transcurso de los siglos, y cumplido el tiempo, el Señor vino al mundo y se manifestó a los hombres en carne, como nosotros. Este plan de salvación Dios lo reveló al hombre, fue dicho a los profetas, ellos lo escribieron siendo inspirados por el Espíritu Santo. La promesa más clara para nosotros fue dicha el mismo día de la caída de Adán, la volvió a recitar Moisés y todos sus escogidos de la antigüedad, quienes nos transmitieron el mensaje como una muy buena noticia; pero la humanidad escéptica poco lo entendió. Sin embargo, llegó el día de esa redención, porque Dios no cambia, porque Él es fiel a su palabra; todo lo ofrecido es deuda y debía cumplirse aunque el hombre no lo crea, todo debió cumplirse aun a prueba del mayor cataclismo, de las más horrendas catástrofes, o de aquello que comprometiese la supervivencia misma de la tierra o del cielo; nada de esto podría impedir que la promesa de Dios tenga su cumplimiento. En otras palabras, esto se daría porque se daría, nada podría impedirlo, y en efecto, el Señor nuestro Dios lo hizo de ese modo para gloria de su nombre. La grandeza de esas declaraciones no podían caber en una mente finita, estrecha y caída de la humanidad; por ello Dios las plasmó de tal modo que su inmutabilidad fuese autenticada y sellada, sin opción a la reforma ni a la abrogación. Dios es tan estricto con sus palabras mucho más allá de lo que fueron los reyes de Persia, cuyas leyes, una vez emitidas, no podían abrogarse aunque fuese a costa de la propia vida. El Señor de los cielos, muy superior a esos reyes, hacía lo propio, emitió el decreto y lo elevó de grado hasta lo más sublime del pensamiento humano, poniendo como testigos de su cumplimiento incluso al mismo cielo y a la tierra, de los cuales el hombre común poco y nada sabía. Prácticamente su palabra no pasaría por alto nada, por inverosímil que parezca. Y esta ha sido siempre su réplica: “El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán.” (Mateo 24:35). Bajo estos parámetros, la frase: “Hasta que pasen el cielo y la tierra”, contiene una especie de juramento divino, de modo que el hombre no tuviese la menor duda de su eficacia y de su cumplimiento. Dice la Biblia que Dios, al no tener a un ser superior a Él, sobre quien pudiese interponer juramento, para asegurarnos el cumplimiento de sus promesas, juró por sí mismo. “Por lo cual, queriendo Dios mostrar más abundantemente a los herederos de la promesa la inmutabilidad de su consejo, interpuso juramento; para que por dos cosas inmutables, en las cuales es imposible que Dios mienta, tengamos un fortísimo consuelo los que hemos acudido para asirnos de la esperanza puesta delante de nosotros.” (Hebreos 6:17-18).

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También el profeta Isaías aseveró de ello, y bajo la inspiración de Dios dijo: “Jehová de los ejércitos juró diciendo: Ciertamente se hará de la manera que lo he pensado, y será confirmado como lo he determinado.” (Isaías 14:24). Tanta es la fidelidad de Dios y su justicia, que no pasará por alto su palabra, y nuestro temor por las consecuencias debe movernos a actuar con reverencia a Él. No pasarían sus promesas por sobre todo vasto concepto de imposibilidades humanas, porque para Dios nada es imposible y lo hace. El Señor ha puesto como testigos al cielo y a la tierra en varias ocasiones; ellos podrían pasar o desaparecer, pero sus promesas jamás. Veamos otro ejemplo de similares características. “ Así ha dicho Jehová: Si pudiereis invalidar mi pacto con el día y mi pacto con la noche, de tal manera que no haya día ni noche a su tiempo, podrá también invalidarse mi pacto con mi siervo David, para que deje de tener hijo que reine sobre su trono”. “Así ha dicho Jehová: Si no permanece mi pacto con el día y la noche, si yo no he puesto las leyes del cielo y de la tierra, también desecharé la descendencia de Jacob y de David mi siervo, para no tomar de su descendencia quien sea señor sobre la posteridad de Abraham, de Isaac y de Jacob”. (Jeremías 33: 20, 21, 25, 26). Como podemos apreciar, Dios propone algo imposible para el hombre, a cambio de sus promesas para con David y su descendencia, de la cual procedería el Señor Jesucristo para ocupar su trono para siempre. Propone al hombre algo tremendo como eso de hacer cesar el día y la noche, o el cese de las leyes del cielo y de la tierra a cambio del cumplimiento de sus promesas para con David. Si acaso alguien pudiese hacerlo, también Él quitaría su promesa. Pero esto, como es obvio, jamás podría asumirlo ningún mortal. Así es Dios de maravilloso, grande y sublime. ¡Bendito sea el Señor! 8.- Lo más importante de este pasaje, y lo medular de la interpretación, sin duda está en la última parte de este versículo: “Hasta que todo se haya cumplido.” Como he manifestado anteriormente, la clave del asunto gira sobre la palabra “hasta”. Esta preposición nos está señalando un tiempo límite, no hasta el fin del mundo, sino hasta el cumplimiento de las promesas; porque llegado ese tiempo, ese día y esa hora, concluirá todo lo anterior para dar paso a lo segundo, sea que se haya anunciado o no. ¿Hasta cuándo estarían vigentes los anuncios previstos en la Ley? La Biblia dice que hasta Juan y hasta la venida de la simiente, porque a partir de entonces entraría en vigencia un Nuevo Pacto ya señalado con anterioridad y que remplazaría al anterior, conforme a la palabra del Señor. En efecto, luego de la muerte y resurrección de Cristo, nuestro bendito Salvador, todo se cumplió; los anuncios consignados en la Ley, en los profetas y en los salmos, fueron ejecutados estrictamente y al pie de la letra por parte del Señor Jesucristo. El propio señor Jesús, al momento de su muerte en aquella cruz de afrenta, exclamó con demasiada verdad, lucidez y convencimiento: “Todo está cumplido”. Algunas horas antes de su muerte, igualmente refirió aquello con sobradas razones, mientras daba cuentas de su trabajo al Padre. El Señor se refirió al cumplimiento de su tarea, de este modo:

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“Yo te he glorificado en la tierra; he acabado la obra que me distes que hiciese.” (Juan 17:4). Si el Señor había acabado la obra en el mundo y todo estaba cumplido en relación a Él y a las promesas de Dios, la preposición “hasta” cumplió con su cometido hasta allí; de modo que se complementa y se concreta su finalidad escritural; no podría ir más allá de eso. “El fin de la Ley es Cristo” asegura el apóstol Pablo, (Romanos 10:4). Y es lógico que en Cristo se encarnara toda la Ley y muriera con Él todo lo viejo para dar nacimiento a lo nuevo. Su nuevo mandamiento de amor hoy congrega a toda la antigua norma, todo anuncio de los profetas y demás promesas de Dios para la redención y el cumplimiento de sus planes ha sido hecho. “Porque: No adulterarás, no matarás, no hurtarás, no dirás falso testimonio, no codiciarás, y cualquier otro mandamiento, en esta sentencia se resume: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. El amor no hace mal al prójimo; así que el cumplimiento de la ley es el amor.” (Romanos 13:9-10). “Porque toda la Ley en esta sola palabra se cumple: Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Gálatas 5:14). Ampliaremos un poco el tema, consultando el texto en otra versión, de modo que nos sean mucho más claras las expresiones del Señor. “No crean que yo vine a suprimir la ley o a los profetas. No vine a suprimirla, sino para darle su forma definitiva. Les aseguro que primero cambiarán el cielo y la tierra antes que una coma de la Ley: Todo se cumplirá.” (Versión Latinoamericana). Si la Ley iba a ser cambiada y dada su forma definitiva, no podría ser ratificada hasta el fin del mundo, también esto sería erróneo; luego, el texto no ratifica eso, sino el juramento de un verdadero cumplimiento de ella por parte del Señor, quien había venido precisamente a eso, a darle cumplimiento y una forma definitiva. Entonces, las expresiones del Señor Jesús en la cruz no son vanas palabras, sino que tienen un más rico y profundo significado, y en ese contexto se desarrolla toda la Escritura. Nada es tan simple como para absorberlo a vuelo de pájaro. Si no coincidimos en estas cosas, entonces simple y llanamente la hermandad se ve en riesgo. ¿Cómo podríamos caminar juntos si no estamos de acuerdo? Pese a cuanto se diga, y por lo menos si declaramos amamos unos a otros y no lo hacemos, la verdad estará lejos de nuestro entorno cristiano; y ello ciertamente se advierte en nuestros días. La Biblia es clara en este aspecto: Si no hacemos la voluntad del Padre, no podremos llamarnos hermanos. (Mateo 12:50). ¿Es usted un hijo de Dios y hermano en Cristo? Espero que su respuesta sea afirmativa. Conozco que existen pequeñas voces de protesta en las diferentes congregaciones, tanto del pueblo que no carece de conocimiento, como del propio ámbito que rodea a los ministros. Las voces discordantes, como es de suponer, se refieren entre otros aspectos al diezmo obligatorio, porque muchos ya lo declaramos caduco, y sin efecto, porque se sustenta en una Ley abolida. Pero aquellos que tienen voto mayoritario y autoridad, continúan sordos para aceptar la palabra del Señor que habla por sí sola. No quieren perder los ingresos porque el bendito dinero tiene más peso que las mismas disposiciones de Dios. Y esto es lo grave y fatal.

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No hay duda que incansablemente se busca la manera de sustentar la práctica del diezmo obligatorio en la iglesia; la fatal amenaza de robarle a Dios es una espada de dos filos frente a cada cristiano. Pero no tiene valor moral, porque esa acusación no tiene base legal para nosotros. Sin embargo, frente a todo lo expuesto, y para rebatir todo comentario de la gente, que sin lugar a dudas se viene dando en las congregaciones, se van amoldando nuevas y urgentes interpretaciones del evangelio a fin de convalidar la práctica del diezmo. De este modo ha surgido un nuevo y sutil argumento que viene del siguiente versículo: “Porque os digo que si vuestra justicia no fuere mayor que la de los escribas y fariseos, no entraréis en el reino de los cielos.” (Mateo 5:20). (Versión Reina Valera). Con esta lectura se pretende asegurar que, si los maestros de la Ley y los fariseos hipócritas daban una décima parte de sus productos, nosotros deberíamos superarlos; es decir, que estaríamos en la obligación de “diezmar” desde un once por ciento, hasta un cien por ciento, para solo entonces tener acceso al reino de los cielos; caso contrario no lograremos entrar allí. Obviamente, esta interpretación causa risa porque carece de sentido y de verdad; pues, el Señor no está hablando de diezmos, aunque sí lo está haciendo sobre el cumplimiento de la Ley y de los mandamientos; pero su enfoque no va dirigido hacia el diezmo obligatorio, sino al imperio de la justicia, al estado de nuestras propias vidas que siempre deben ir por el camino de la perfección y de la santidad, porque sin ella nadie verá a Dios. Otra versión dice: “Y les digo que si su vida no es más perfecta que la de los maestros de la Ley y de los fariseos, no entrarán en el reino de los cielos.” (Mateo 5:20), (Versión Latinoamericana). No tengo una palabra correcta para describir una entrega del 12 %, del 15%, o del 20%, que un hermano proponga ofrendar al templo. Sin duda no sería diezmo, sino que utilizaríamos otro término parecido, como dociezmo, quinciezmo, veintiezmo, etc. Pero nada de esto existe en la Biblia como norma a seguir. La interpretación dada es tremendamente equivocada. Además de esto, existe algo curioso con respecto a nuestras apreciaciones humanas sobre el diezmo. Sabemos que las matemáticas de Dios son diferentes a las nuestras, y básicamente no van por un camino muy lógico que engrane con nuestros pensamientos, y vale la pena aclararlos. Así, mientras los hombres proponen un alza en el diezmo, según el plan bíblico, resulta que lo estaríamos bajando. El tanto por ciento, instituido por los hombres y aplicado a la matemática moderna, no existió en el pasado; la Biblia no lo menciona ni lo considera de ese modo, sino que estableció la división de la unidad en partes; y el diezmo, era la décima parte, no el diez por ciento. Hoy podemos aquilatar esto, pero en esa medida nada más. Si subimos la ofrenda al quince, por ejemplo, resultaría que la unidad debe partirse en quince porciones, de las cuales al Señor le tocaría una, y esto, obviamente, es menos. En cambio si lo bajamos al cinco, la unidad se repartirá en cinco pedazos, y en ese campo al Señor le tocaría más. Si lo bajamos más y dividimos la unidad en cuartos, en tercios o en mitades, lógicamente, la porción a repartir es mayor y no menor. He manifestado que no existen porcentajes en la Biblia, toda la Escritura no hace referencia de ello, sino que utiliza el sistema ordinal en el campo de la medida y del peso, cuya descripción va desde una

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mitad hacia atrás, y luego a los siguientes ordinales como son el tercio, cuarto, quinto, sexto, séptimo octavo, noveno, décimo, onceavo, doceavo, quinceavo, veinteavo, etc. Entonces, el diezmo era la décima parte de un bien; es decir que a la unidad se la dividía en diez partes, de las cuales una era dedicada a Dios. Mientras mayor fuese el número de pedazos, menos cantidad le tocaría; pero si la división es hacia abajo, mayor será la parte proporcional a recibir. Si el Señor estableció la ofrenda en una décima parte de los productos de la tierra, de los árboles y del ganado, en realidad era bastante pequeña esa cantidad, pero suficiente y abundante si todos cumplían. Bajo este esquema, los hombres han equivocado nuevamente el camino bíblico para proponer un diezmo mayor, tomando para el efecto la matemática humana del tanto por ciento y no la norma divina prevista y aplicada en la palabra de Dios. La justicia es un antónimo de injusticia; y dentro de este entorno jamás deben caer los cristianos, porque allí conviven el robo, la extorsión, el hurto, el engaño, la falsedad, la ingratitud, etc. Los escribas y fariseos, según se entiende, comulgaban con estas prácticas injustas; entonces, necesario era que el Señor aconsejara al pueblo a no ser como ellos, sino mejores en conducta y justos en todos los demás aspectos de la vida; pues, la justicia sí estaba marcada a lo largo y ancho de las Escrituras, de modo que no existía excusa, y es a estas cosas a las cuales se refiere el Señor Jesús, no al pago obligatorio de los diezmos o su reforma. Aquello que más se contrapone en este argumento es la sentencia dada a los injustos; esto es, para quienes no diezmen hasta más allá del diez por ciento, que tampoco sería diezmo sino otra cosa; para ellos la condena sería la separación eterna del reino de los cielos. Definitivamente la Biblia no dice eso. No podemos mezclar la justicia con la Ley del diezmo, porque son dos cosas totalmente diferentes. La justicia sí que imperará como mandamiento hasta el fin del mundo, pero no el diezmo obligatorio, porque ya ha sido abolido, anulado, abrogado, puesto fin en su misma Ley. El Señor Jesús no se está refiriendo ni remotamente sobre la condena en el infierno a quienes no entreguen obligatoriamente sus diezmos. Por el contrario, nos exhorta a ser perfectos y justos, siguiendo los consejos de Dios, porque vivimos en medio de lobos con pieles de oveja. Sería un contrasentido la condena en el infierno por no entregar los diezmos de la Ley, si no tenemos levitas en el ministerio; si Dios quitó y anuló esa ley sin que tengamos otra que regule estos casos, el juicio vendrá de otros lados, eso sí es seguro, porque lo hará con los injustos, quienes no heredarán el reino de los cielos. “¿No sabéis que los injustos no heredarán el reino de Dios? No erréis; ni los fornicarios, ni los idólatras, ni los adúlteros, ni los afeminados, ni los que se echan con varones, ni los ladrones, ni los avaros, ni los borrachos, ni los estafadores, heredarán el reino de Dios.” (1 Corintios 6:9-10). Es también controversial la actitud de ciertos ministros, quienes obran de tal manera que logran persuadir a la gente con sutiles pruebas de fe. He visto como se pretende desafiar a los fieles y se les increpa a depositar sobre la Biblia sumas considerables de dinero, sumas que representen un verdadero sacrificio económico, porque la promesa aplicada es que mientras más se siembra más se cosecha. Pero aquel desafío no es con los hermanos, sino con Dios, porque el Señor estaría obligado a recompensarles el doble o el triple, conforme aseguran que sucederá a corto plazo. Es como imponerle obligaciones a Dios, quien debe actuar inmediatamente y hacer efectivas sus bendiciones con aquellos donantes de buenas sumas de dinero. Sin embargo, cuando se actúa de ese modo, cuando damos esperando recibir el doble, cuando actuamos con una mirada fija en nuestras

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propias necesidades o ambiciones, las cosas no funcionan, y el feligrés pierde el pan de sus hijos, porque lo echó en un río sin caudal. No podemos dar algo pensando en nuestra propia necesidad, ni ofrecer pagos futuros, porque comprometemos algo que no tenemos; pero aun esto se hace, y muchos se comprometen a dar después, pidiendo al Señor que les provea para ese fin. Todo esto no es bíblico, porque primero debe existir nuestra disposición y voluntad para hacerlo, y no bajo una fórmula desafiante, presionada, impositiva, o por necesidad nuestra. Si damos una ofrenda a cambio de algún favor, la eficacia de ella será cuestionada por Dios. Por ello nuestro apóstol dijo: “Porque si primero hay la voluntad dispuesta, será acepta según lo que uno tiene, no según lo que no tiene.” “Cada uno dé como propuso en su corazón, no con tristeza ni por necesidad, porque Dios ama al dador alegre.” (2 Corintios 8:12; 9:7). Cierto es que el engaño ronda en muchos lugares y da lugar al nacimiento de peores actos de desacato a la palabra de Dios. En primer lugar, porque el dinero tiene otros fines; no lo pide el Señor; sin embargo, se obra y se lo pide en nombre de Dios. En segundo lugar, porque el Señor, en su Soberanía absoluta, no actuará por presión ni acomodo de nadie. Los hombres, para alcanzar el favor y para llegar al corazón de Dios, sólo tenemos una forma de hacerlo; esto es, doblando nuestras rodillas, sometiéndonos a su voluntad, y clamando, si es preciso, con ayuno, lloro y lamento, pero buscando justificación por obras, dádivas a cambio de dinero, de ninguna manera, porque también esto fue abolido. “Por eso pues, dice Jehová, convertíos a mí con todo vuestro corazón, con ayuno, lloro y lamento, rasgad vuestro corazón y no vuestros vestidos, y convertíos a vuestro Dios; porque misericordioso es y clemente, tardo para la ira y grande en misericordia y que se duele del castigo. ¿Quién sabe si se volverá y se arrepentirá y dejará bendición tras de él?” (Joel 2:12-14). Consecuentemente, la Ley mantuvo su vigencia hasta el cumplimiento de la promesa, fue buena y santa hasta el tiempo de reformar las cosas y llevarnos a Cristo; fue apenas una sombra de los bienes venideros y estableció esto último como un verdadero pacto eterno, firmado con su sangre. Pero hecho esto, no tenemos necesidad de más preceptos, sino aquellos que el Señor nos ha ordenado. (Hebreos 9:1-22).

CAPITULO 6 ¿DAMOS O NO DAMOS EL DIEZMO? He señalado que nuestras acciones como cristianos siempre deben encaminarse bajo los preceptos de Dios y de Cristo; no es cuestión personal el hacer o dejar de hacer algo conforme a nuestra conveniencia; si estamos bajo su cobertura, y nos llamamos siervos del Señor, es por demás lógico que haremos todo aquello que Él nos ordena. Por ello, en esta parte, debo aclarar algo importante: De acuerdo con los conceptos anteriores, que bien pueden distorsionarse, no estoy proponiendo, ni he propuesto la

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nulidad de la ofrenda, porque también el diezmo fue una ofrenda dedicada al Señor. Aquello que sí he declarado, con estricto apego a la palabra de Dios, es la caducidad o abrogación de la Ley que dio vigencia al diezmo obligatorio en Israel, y por ello la práctica ha sido cuestionada, porque abolida la ley del diezmo, éste no puede subsistir bajo esas mismas normas. Esta es la fase medular del tema, y tiene sus bases demasiado convincentes, como hemos detallado ya. Sin embargo, de ninguna manera estoy proponiendo la debacle de las congregaciones y su ruina, porque difundido este libro nadie querría diezmar. Tampoco creo que esta sería la causa para que alguno llegue a cerrar su templo por deficiencia económica, (salvo que sus elevados intereses se hayan sustentado en el dinero fácil), o que la tarea de evangelismo y salvación del mundo se vaya al piso. Es muy probable que esto se piense o se comente en algún sector, pero no es así. No es mi intención dejar sin trabajo a los pastores ni sin el sustento al que tienen derecho; pero el acto de pedir diezmos obligatorios para su bienestar, y bajo el mandato de una Ley abolida no es lo adecuado, es totalmente ilógico. Pero si caminamos por el lado correcto, Dios proveerá conforme a su mandato, el Señor proveerá conforme a sus riquezas en gloria y nos dará todo aquello que haga falta; esta es la vida de fe que predicamos todos, pero que por falta de fe precisamente no la seguimos. Hemos puesto nuestra esperanza en los recursos económicos del hombre y no en los recursos que tiene nuestro Rey a quien servimos. Si enseñamos esto, si lo ponemos en práctica, si el pueblo conoce el destino adecuado y transparente de los recursos que entrega a la iglesia, creo firmemente que va a seguir aportando con sus ofrendas mucho más allá de los diezmos y se va a comprometer con el progreso de su congregación, con el apoyo a su pastor y su causa, como es la de ganar almas para el Señor y evitar que muchos sigan camino del infierno; yo creo en esto porque es bíblico. Pero hace falta transparencia, hace falta honestidad, enseñanza, desterrar el egoísmo, las ambiciones y demás herejías que hacen daño a la iglesia. Por una muy buena razón, también creo que muchos pastores, quienes han cimentado su economía en los diezmos obligatorios, no van a conformarse con perderlos, esto es muy normal que ocurra. Cambiar el modelo implementado en décadas, el cual les dio muchas satisfacciones personales, es tremendamente arriesgado, y no quieren hacerlo, esto también lo reconozco. Pastores que tienen ingresos más altos que un ministro del buró americano, y que verían mermados sus ingresos, van a poner su grito en las nubes; pero no creo que se atrevan a cerrar sus templos, porque ello significaría aceptar su propia incapacidad, y porque siempre habrá quienes tomen la iniciativa y lleven adelante la obra del Señor con humildad y rectitud, cualidades que si son respaldadas por Dios. “Riquezas, honra y vida son la remuneración de la humildad y del temor de Jehová.” (Proverbios 22:4). También es verdad que mucha gente, pese al consejo de sus ministros, pese a que se predica muy profusamente sobre el robo a Dios y hasta de la condena en el infierno, ellos no diezman; es verdad que mucha gente no ofrenda lo suficiente y practica la limosna como en los antiguos tiempos. Pero todo esto tiene sus puntos débiles; allí está, por ejemplo, la falta de enseñanza, la falta de un discipulado honesto, o porque no se les involucra sustantivamente en la obra del Señor y se concreta en ellos el don de la generosidad para con las causas del evangelio. Cierto es que mucha gente es mezquina de corazón, y antes que dar prefiere recibir algo; regularmente irán al lugar donde se ofrezcan dádivas, y hasta ron para el frío, como lo hizo un pastor inglés, pero esto tiene sus causas, y uno de aquellos males proviene del propio liderazgo que no ha dado ejemplo, que no da cuentas a todo su pueblo de los

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ingresos y egresos, y sólo se ocupa de arengarlos para que den. Esto es tedioso, cansado, frustrante, porque pese a todo eso la gente no colabora, o quizá no lo hacen porque se sienten engañadas, utilizadas, estimadas como el “tonto útil”, etc. Entonces el mal está en otro lado y no en el rebaño del Señor. He manifestado que muchos, talvez anteriormente buenos cristianos, cuanto más los inconversos, no quieren saber nada de iglesia, porque ésta sólo se ha desempeñado como explotadora de los recursos del pueblo; muchos no quieren saber de pastores porque algunos de ellos han demostrado una conducta desconectada con su don de ministros de Dios; no quieren saber de pastores porque los han visto en opulencia, enseñoreados, amos de todo, menospreciadores, insensibles ante un pueblo que padece necesidad, etc. Y no quieren saber de pastores porque solamente piden dinero, dádivas, prebendas, distinciones, etc. En la Biblia que yo leo, el Señor Jesucristo no enseña nada de eso sino todo lo contrario; Él no nos enseñó a ser servidos sino a ser siervos; esto es, a ser instrumentos de servicio a los demás, y no a enseñorearnos sobre la grey como se lo hace regularmente. “Apacentad la grey de Dios que está entre vosotros, cuidando de ella, no por fuerza, sino voluntariamente; no por ganancia deshonesta, sino con ánimo pronto; no como teniendo señorío sobre los que están a vuestro cuidado, sino siendo ejemplos de la grey.” (1 Pedro 5:2-3). De acuerdo con todo lo estudiado anteriormente, y con apego a las disposiciones bíblicas, creo más bien que si las acciones de nuestro padre Abraham fueron dignas de ejemplo y fueron aceptas delante de Dios, porque realmente se agradó de ello, porque en efecto nació de un corazón sano, justo y recto, la iglesia debería actuar de una manera semejante. Realmente el Señor se agrada de todos los actos que nacen de nuestro amor y de nuestra buena voluntad, tanto para con Él como para con los demás. Si hablamos sobre diezmos y de su entrega, o proponemos algo como eso, éstos no deben estar sujetos a la Ley de Moisés ni a ninguna otra disposición obligatoria venida de los hombres, porque nosotros no podemos imponer nada que no esté prescrito en la palabra de Dios. Si acaso en nuestro corazón mantenemos un sentimiento de amor y de eterna gratitud a Dios, y de todo corazón deseamos agradarle, si realmente somos agradecidos por ese gran sacrificio de nuestro Señor y Salvador Jesucristo, con el cual podemos entrar limpios y justificados ante su presencia siendo herederos de su gracia y de su reino, podemos dar nuestros diezmos y ofrendas al Señor si es preciso desde un dos por ciento, hasta un ciento por ciento, cuando nuestros recursos así lo permitan, pero jamás con carácter impositivo, sino completamente voluntario, nacido en lo más íntimo de nuestro ser. Un diezmo voluntario, creo yo, vale más que el diezmo de la Ley, porque primero existe la voluntad dispuesta, porque esto sí lo proponemos y lo damos de corazón para la obra del Señor. Por ello estoy completamente seguro que nuestra ofrenda será agradable a los ojos de Dios, porque habremos puesto en práctica nuestras obras de fe, o el fruto de la fe que sí produce obras y no lo contrario. Muchos podemos realizar un compromiso con Dios y con la iglesia, y ofrecer a su nombre un voto de generosidad, como lo hizo Jacob en Bet-el. Si le ofrecemos al Señor un diezmo voluntario, de cualquier monto, proveniente de nuestras ganancias, ya sea por un determinado tiempo o durante toda la vida, para llevar adelante su obra, para la difusión de su palabra o para la ayuda mutua, el compromiso será honesto, limpio y de corazón, como suele ser el deseo de Dios. Sin embargo, causará resistencia o sería

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desaprobado si sabemos que esos fondos no están destinados a los fines previstos y son el plato fuerte del pastor o ministro, quien los encamina a su favor y aduce su pertenencia. De manera que, si usted, hermano o hermana en el Señor, quiere dar “un diezmo”, por decirlo así, de cualquier cantidad que su corazón proponga para la obra de Dios, bien hace; si usted, se compromete con el Señor para apoyar con un diezmo voluntario de cualquier monto para la difusión del evangelio en el mundo, bien hace; pero de ningún modo obligado a ello, porque siempre esas prácticas han generado resistencia y han sido una piedra de tropiezo para quienes desean entrar a la casa de Dios. Los frutos del Espíritu deben llegar, no por Ley o mediante Ley, sino por la obra de cada corazón que de verdad rebosa de amor y de gratitud para con Dios. De allí proceden el amor, el gozo, la paz, la paciencia, la bondad, etc., virtudes y dones sobre los cuales no existe ley. Toda bondad proviene del bien y de hacer el bien a los demás; este es el evangelio que tenemos entre nosotros y que debemos difundirlo. No podemos mezclar las obras de la fe con mandatos de una Ley abrogada; no podemos imponer normas humanas para llevar a cabo la caridad o la gratitud, esto debe nacer en el alma de cada uno, pero luego de una guía y de una enseñanza correcta. Si alguno desea entregar su ofrenda como diezmo, o como quiera llamarlo, porque puede ser una décima parte, una doceava parte, una octava parte, menos o más de eso; talvez un centavo o un millón, si sus recursos así lo permiten, cuyo fruto proviene de su trabajo, bien hace. Su ofrenda irá como olor fragante delante de Dios, porque provendrá de un corazón alegre, agradecido, amante, recto; y nadie puede impedir nuestras actividades en este sentido, porque no hay ninguna ley que lo prohíba. Pienso y creo que este es el mandato del Señor en su evangelio: ofrendar a los ministros, dar generosamente para su obra, dar al necesitado, cualquiera que éste sea, etc. Y como contraparte, Dios no restringirá ni su palabra ni sus bendiciones para recompensar al siervo que así proceda; esta sí es una promesa que tiene cumplimiento, que se la ve, que se la siente y que permanece entre sus escogidos. De manera que si no quiere perderse las bendiciones del cielo, ofrende usted con gozo a la obra del Señor, a su iglesia, a su pastor honesto, o a sus semejantes, pero nunca obligado a ello por sutiles engañadores que han hecho mercadería de sus ovejas. Generalmente, “el diezmo”, como ofrenda dedicada al Señor, debe ser llevada al templo, donde estarán los administradores fieles que lo sabrán canalizar hacia los fines más vitales de la iglesia, como son: su funcionamiento, mantenimiento, y demás fines que promueve el evangelio, como veremos más adelante, pero de ningún modo como propiedad del pastor ni como caja chica de sus gatos personales. El pastor, ministro o sus familiares no deberían tener acceso a esos bienes, ni administrarlos tampoco, este es un trabajo de los ancianos administradores de la congregación, y seguro es que su integridad deberá ser probada antes de eso, porque manejarán los bienes de Dios mismo en la tierra. Todo ministro y siervo diligente recibirá lo justo y necesario de parte de Dios, porque trabajamos para Él en la viña de la tierra, y el Señor sabe a quien ordena entregar su recompensa, no como sueldo impositivo, sino como partícipe de las bendiciones que el pueblo recibió de Dios y que luego los comparte; pues, cualquier persona puede ser receptor de una ofrenda, empezando por el ministro de la congregación de manera directa, los padres de uno, los hermanos o familiares en necesidad, y aun por el mismo prójimo, cualquiera que éste sea. Sin duda el Señor no es deudor de nadie; sus recompensas superan con mucho a nuestras ofrendas, esto es muy cierto, pero por estas mismas consideraciones, nunca debemos alterar su voluntad haciendo algo opuesto a su palabra y por conveniencias personales.

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No es justo que tengamos a pastores millonarios a costa del pedazo de pan de sus fieles, muchos de los cuales se debaten en la miseria. El Señor no promueve esto sino que haya igualdad, que la provisión de unos sirva para el bien de otros que realmente lo necesitan, y que todas sus criaturas en toda su casa gocen de bienestar. Esto anunció Malaquías en su libro, y esto es cuanto el apóstol Pablo ratifica. “Porque no digo esto para que haya para otros holgura, y para vosotros estrechez, sino para que en este tiempo, con igualdad, la abundancia vuestra supla la escasez de ellos, para que también la abundancia de ellos supla la necesidad vuestra, para que haya igualdad.” (2 Corintios 8:13-14). Si usted, como Abraham o como Jacob, desea colaborar y compartir sus diezmos y ganancias con las causas de Dios y su iglesia, con la difusión del evangelio en el mundo y con el prójimo, bien hará y es libre de hacerlo voluntariamente, conforme a los dictados de su corazón. Sin embargo, todo esto se hace por una sencilla razón: hemos conocido el amor de Dios en nosotros, y ese amor produce frutos que luego darán mayor rédito y se pondrán en nuestra cuenta. Por todo esto vale la pena ser generoso, vale la pena cumplir con todo aquello que el Señor nos ha mandado hacer; y todos esos mandatos son claros y diáfanos, no gravosos ni difíciles de cumplir. El mandato para todo cristiano establece aquello: la gratitud, la generosidad y el amor a los demás, de allí nacen los frutos de la obediencia. Esto es lo que también yo comparto, bajo aquella disposición del Señor. “Enseñándoles que guarden todas las cosas que os he mandado.” (Mateo 28:20).

CAPITULO 7 LAS OFRENDAS En términos generales hemos visto algunos conceptos sobre las ofrendas en el capítulo anterior, pero no hemos profundizado lo suficiente como para formarnos un criterio sobre la naturaleza de las mismas, su implementación y su finalidad. Todo esto converge hacia un tema igualmente de mucho valor y que merece un tratamiento exclusivo, porque las diversas actividades humanas han hecho de las ofrendas un plato muy apetecido, tanto como los diezmos.

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Es obvio que las disposiciones de Dios sobre las ofrendas, nacen también en el marco de la Ley, pero tienden a ser diferentes de los diezmos; primero, por el carácter voluntario que propuso Dios para su aplicación; y segundo, porque las disposiciones sobre las ofrendas sí se encuentran ampliamente reconocidas y recomendadas en el Nuevo Testamento, ya por el Señor Jesucristo, como por sus apóstoles, pero siempre con el carácter de voluntarias. Pese a ello, en varias congregaciones cristianas la petición y entrega de estos bienes casi se convierte en una norma obligatoria e impositiva. Un creyente sabe que debe llevar dinero a cualquiera de las reuniones cristianas programadas dentro y fuera de su localidad; de otro modo, si no quiere sentirse avergonzado frente a los demás por no depositar algo en la cesta, prefiere no asistir, aunque su alma quiera hacerlo. También se rumora que los pastores programan todo tipo de reuniones y muy a menudo, precisamente para tener acceso y oportunidades para pedirlas, generando así mayores ingresos. En casos como este, indudablemente se estaría poniendo una traba, una piedra de tropiezo en el camino de mucha gente humilde que busca en Dios una esperanza; entonces, en vez de reunir a las ovejas, se estaría ahuyentando el rebaño. En cierta ocasión, los siervos y la Administración de nuestra congregación, aceptamos participar en una campaña evangelística a nivel nacional. Los ejecutores del programa habían propuesto, entre otras de las actividades, la proyección de una película cristiana. El trabajo consistía en difundir la noticia entre la gente de la localidad para que asista a la película y aprovechar esa reunión para una pequeña charla de evangelismo al final de la función. La idea era buena hasta allí; lo cuestionable del asunto fue que, siguiendo una singular costumbre, se pensaba imponer un costo por la entrada de cada persona; la recaudación obviamente serviría para costear los gastos del equipo de proyección y alquiler de la cinta, porque hasta esos días esto era así. Por razones más que obvias, yo presenté algunos reparos a la moción, y propuse algo diferente. Sugerí que la entrada debía ser gratuita y, a más de eso, que se brinde a los asistentes un pequeño aperitivo, talvez una fundita de palomitas de maíz, u otro efecto de poco valor, pero que sea la congregación la que afronte todos los gastos. La moción, aunque incómoda para alguien, finalmente fue aprobada; lo malo fue que, pese a todo esfuerzo, ni aun así la gente respondió al llamado; la asistencia de particulares al evento fue muy pobre y ese día no ganamos ni una sola alma para el Señor. He manifestado, y hemos constatado, que siempre se piden ofrendas en las reuniones de la iglesia, ya dentro o fuera de ella, pero en la mayoría de las veces, no se sabe para qué fin fueron tomadas. Aun en los cultos, a la hora de las ofrendas, solamente se solicita la contribución de la gente, y se menciona el hecho de dar alegre y generosamente, de sembrar abundantemente para cosechar de igual manera, etc., aunque no se diga el motivo. Pienso que las cosas del Señor y las actividades dentro de su casa, no deben ser llevadas ni manejadas de esa manera, sino con cierto orden, con propósitos claros, con transparencia y honestidad. Toda ofrenda es voluntaria; debe ser voluntaria y espontánea de lo que uno tiene, de aquello que Dios nos ha provisto, y debe ir al tesoro de la casa de Dios con una finalidad específica. Los pastores y ministros deberían exponer los motivos antes de solicitarlas, y entre otros de esos motivos, podríamos mencionar simplemente: “Ofrendas para la obra del Señor”, si acaso no tenemos en mente la finalidad principal para estos recursos; pero no se dice ni eso; la invitación a veces sólo tiene un aviso: “Vamos a recoger los diezmos y las ofrendas”. Seguidamente se ora por ellas y es todo. Pero el acto talvez deliberado de pedir ofrendas sin un objetivo, de ningún modo faculta a los ministros para usar esos

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recursos en cualquier cosa que se presente y menos a usarlas como su cuenta de gatos personales. Cierto es que se lo hace hasta por costumbre, talvez esto se dijo alguna vez y no hace falta que lo volvamos a repetir; es decir, nos movemos a veces como seres autómatas que se rigen por reglas ya programadas de antemano. Pero los seres humanos, definitivamente no somos eso, nos movemos y actuamos básicamente guiados por emociones y sentimientos antes que por obligaciones. Además, mucha gente llega por primera vez y no entiende nada de esas costumbres; bien pueden suponer que allí se pide dinero quién sabe para qué, y así es; muchos salen inconformes por estas cosas y no regresan más. Un buen padre de familia no va a su trabajo por una obligación de trabajar, (yo creo esto), sino porque ama a su familia y quiere darles lo mejor, porque desea su bienestar, y para ello requiere y busca los recursos que no los obtiene sino laborando de sol a sol; él se sacrifica, sufre hasta vejámenes de parte de sus jefes o compañeros, pero es feliz viendo a sus seres queridos a su lado, que lo abrazan y le colman de besos como un hermoso gesto de gratitud por su esfuerzo. Esto es lo ideal, y esto es cuanto Dios enseña en su palabra, ya para actuar frente a Él, como en nuestras relaciones con el prójimo. De por medio siempre aparecerá el amor, porque sólo él nos guía hacia lo perfecto. La ofrenda voluntaria nace, entonces, del amor, de la gratitud, de la bondad, de la fe, tal y como lo señaló el apóstol; es decir, con voluntad dispuesta; fruto agradable y fragante como para Dios. La ofrenda no siempre será sistemática, ni puede instaurarse como regla general en todas las reuniones posibles gracias a una mala interpretación bíblica. La necesidad del dinero debe aplacarse con oración y ruego al que lo tiene todo, no saturando la fuente de las ovejas. El apóstol Pablo no dispuso aquello, y si en algún momento propuso algo parecido, fue solamente por un determinado tiempo y por razones que iban más allá de su entorno; esto es, que los hermanos de Corinto, de Macedonia o de Galacia, quisieron enviar sus contribuciones a los hermanos de Jerusalén, quienes padecían necesidad y persecución en esos días; pero ellos lo hacían de su propia generosidad, basados en alguna buena enseñanza que Pablo ya había sembrado en sus corazones con anterioridad. “En cuanto a la ofrenda para los santos, haced vosotros también de la manera que ordené en las iglesias de Galacia. Cada primer día de la semana cada uno de vosotros ponga aparte algo, según haya prosperado, guardándolo, para que cuando yo llegue no se recojan entonces ofrendas.” (1 Corintios 16:1-2) El versículo no está proponiendo que se solicite ofrendas cada domingo de todas las semanas del año, ni en todos los días de culto, como sostienen algunos, sino que debían hacerlo solamente hasta la llegada de Pablo a Corinto, nada más; luego de eso debían cesar. En esta parte se trataba de ofrendas temporales y específicas. Pablo no habría pedido ofrendas directamente, él sólo había enseñado la virtud, las causas y las bendiciones del don de dar, de la ayuda a los hermanos, de la hospitalidad, etc., pero esto no propone que sistemáticamente, o religiosamente, como dicen algunos, cada domingo, cada primer día de la semana, o en toda reunión, se pidan y se recojan ofrendas poco o nada específicas. El apóstol expone claramente que a su llegada a Corinto no se recogerían más ofrendas, sino que le serían entregadas aquellas que se apartaron para ese fin hasta antes de su llegada. Además, vemos que allí existía una finalidad o destino final para esas ofrendas, y no eran ni Pablo ni los ministros de la iglesia local los beneficiarios, sino los santos hermanos de Jerusalén.

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Una práctica sensata sería, por ejemplo, anunciar al pueblo que se pedirá ofrendas todos los domingos del año, para capitalizar un fondo destinado a la ampliación del templo, y que para el efecto se ubicará un ánfora especial al costado derecho de la puerta de entrada. Esta actividad tendría la suficiente acogida, pero nadie podría usar ese dinero si no es para el fin trazado anteriormente: la ampliación del templo. En este caso, obviamente, las ofrendas serían regulares y constantes, pero ello no interfiere con las demás contribuciones que se pedirán para otros fines ya establecidos o canalizados con anterioridad, como es el mantenimiento del templo. El Señor promueve las ofrendas voluntarias, las enseña y las recomienda a todos sus hijos, precisamente para que haya igualdad, sustento para todos y bienestar en su iglesia; por algo instauró el mandamiento número dos en la vida del cristiano, como es: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”. Y conocido es que si actuamos en esa línea, el Señor derramará sus bendiciones sobre cada uno de sus hijos obedientes, amorosos y fieles. Sin embargo, como parece no existir Ley alguna sobre las ofrendas, muchos actúan de manera totalmente apartada del contexto bíblico, porque la mayor parte de ellas no tienen finalidad ni destino, y el único en hacerse eco de su pertenencia es el pastor, porque lo depositaron en su templo. Pero las personas no propusieron eso, sino que lo hicieron pensando en la obra del Señor y por obediencia a Él. Es muy desagradable reconocer que existen personas, iglesias o denominaciones a las cuales la gente no desea ofrendar; y si de antemano se conoce que es el pastor el único beneficiario, muchos prefieren no hacerlo. En estos casos se evidencian un poco de problemas, porque de ese modo la obra no marcha, algunos se van de la iglesia, y otros buscan nuevas congregaciones; pero lamentablemente el sistema es casi el mismo en todos los lugares. El problema, entonces, sería el propio ministro, porque no estaría actuando como es debido; haría falta honestidad y transparencia; no habría la enseñanza adecuada; la falta de amor sería notoria, etc. Si realmente no existió una finalidad clara al momento de entregarse una ofrenda en el cesto de la iglesia, la única razón que tácitamente se puede entender es que dichas ofrendas fueron para la casa del Señor; pero no del señor anciano, pastor o siervo, sino del Señor, nuestro Dios de los cielos. Y bajo esta perspectiva, esa ofrenda tendrá un destino compatible con Dios, porque la ofrenda es suya; es decir, deberá entrar a su tesoro, siendo santificada y luego deberá ser usada en las cosas santas de su casa; no existe otra regla. Por obvias razones, la ofrenda del templo no es propiedad de alguno, quien a pretexto de ser ministro, pastor, anciano, evangelista o maestro, quiera tomar provecho de ella. El acto, este sí, caería en el pecado mayor del robo a Dios, lo cual sería oneroso y grave, porque se estaría actuando con cierto menosprecio de sus cosas santas, tal y como lo hicieron los hijos de Elí. “Era, pues, muy grande delante de Jehová el pecado de los jóvenes; porque los hombres menospreciaban las ofrendas de Jehová.” (1 Samuel 2:17). No me agrada la acción ni comparto la costumbre de muchos, quienes utilizan el nombre del Señor en beneficio personal; no me agrada que el santo y bendito nombre del Señor Jesús sea expresado irrespetuosamente, como si fuese un “pana” o amigo de la vecindad; definitivamente no me agrada que muchos lucren en su nombre. En mi concepto, una oración suena hueca y vacía cuando al final sólo se dice: “En el nombre de Jesús”. Pocos somos los verdaderos adoradores que aun en esta parte solemos añadir un adjetivo compatible con su naturaleza, como: “Señor Jesús”, “Bendito Señor”, “En el precioso nombre del Cristo Jesús”, etc. Para mí, Él es “Señor” con mayúscula,

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porque es Dios, porque es el mayor Rey Soberano y Eterno de todo el universo, ante quien toda rodilla deberá doblarse. De ese modo lo reconoce Pablo, y de ese modo quiero hacerlo siempre, postrándome cada día, incluso hasta apoyar mi frente en la tierra que Él formó, porque eso es lo que siento, porque esa es mi formal obligación como siervo, y porque esto lo ratificó Él y dio ejemplo. “Vosotros me llamáis Maestro y Señor; y decís bien, porque lo soy.” (Juan 13:13). Sin embargo, cuando las palabras de ese gran Maestro nos dicen que había venido a servir y no a ser servido, chocan con varios de los conceptos humanos hoy difundidos en la iglesia, pocos somos los que tratamos de seguir el ejemplo. Finalmente, me disgusta que no hayamos entendido el verdadero sentido de las ofrendas, hasta el punto de haberlas desvirtuado y degradado como cosa vana, o para usarlas con fines particulares. Cierto evangelista, pastor de una próspera congregación en los Estados Unidos de América, a quien logré escuchar mediante uno de sus vídeos, decía en su sermón, que la ofrenda que llevó Caín no fue acepta por Dios, porque sólo estaba constituida por los frutos de la tierra; y como la tierra estaba maldita, esos productos fueron desechados por el Señor. En cambio aceptó la ofrenda de Abel, porque provino de entre los animalitos creados por Dios y no como fruto de la tierra maldita. Talvez todos tenemos ocasiones cuando el mal genio parece enseñorearse de nosotros, pero cuando escuché esto, ardió mi alma fuera de los límites normales. Sin duda llegamos a pensar mal de estos hombres, porque se salen de la realidad más elemental para predicar engaños, para alterar la palabra de Dios y para hacer daño en la iglesia. Pese a su preparación, a su influencia y a su larga trayectoria ministerial, cosas como estas les convierte en neófitos y en analfabetos bíblicos. Quizá el mencionado pastor había olvidado el tiempo que transcurrió hasta ese día (y esto lo hacen muchos otros hoy en día, porque no tienen noción de los tiempos bíblicos), porque desde la caída de Adán y Eva hasta cuando sus dos primeros hijos estaban hombres, sin duda pasaron muchos días, quizá 25 o 30 años, y las ovejas no viven decenas de años. Pero además de ello, ¿acaso las ovejas de Abel no habían comido pasto maldito? ¿Habiéndose alimentado de algo con esencia maldita, acaso no se habían contaminado las ovejas que nacieron en su rebaño, el mismo Abel y toda la familia de Adán, porque todos se alimentaron de los frutos de la tierra? ¿Acaso Dios no creó también la hierba del campo y los árboles frutales de toda especie? ¿Ha dicho el Señor que los frutos de la tierra eran o son malditos? ¿Acaso las primicias de la tierra, y el fruto de ella, los granos que el Señor dispuso se entreguen como primicias o diezmos, eran malditos y así llegaron al alfolí hasta la venida del Señor Jesucristo, o hasta hoy? La causa para que el Señor no mirase con agrado la ofrenda de Caín no estaba en su contenido, sino en la actitud de su corazón; el problema no estaba en los frutos de la tierra, sino en la excelencia que Dios se merece y demanda para Él, lo cual seguramente no fue observado por Caín, y esto es diferente. La Biblia no dice que Dios rechazó la ofrenda de aquel hombre, sino que simplemente no la miró con agrado. Consecuentemente, las ofrendas elevadas o dedicadas al Señor, ya sean específicas o no, deben ser hechas con excelencia, con amor, con reverencia a su Santidad y a su Nombre; por lo tanto deberán ser usadas y manejadas con igual sentido, porque al ser parte de su casa se han santificado y son santas. Las ofrendas del templo no son salario del pastor, del anciano o del sacerdote, ni caja chica de sus gastos personales, como ya he manifestado; pues, la paga que el Señor nos

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ha dado es diferente; y aunque puede venir de la mano de los buenos administradores de esos bienes, no siempre debemos esperarlo en buenas cantidades, porque Dios usa aun al impío para bendecir a sus hijos. No podemos identificarnos con los hijos del sacerdote Elí para usufructuar de lo mejor y hasta más allá de lo que es justo, porque no es de nuestra propiedad, sino que el salario del obrero proviene de lo alto, de Dios, aun sin pedirlo, porque el Señor tiene cuidado de nosotros; pues, somos producto de sus manos, siervos suyos, imagen suya. Quisiera oír un amén de sus labios, si acaso estas palabras tocaron su corazón. Es un error, pienso yo, que de las ofrendas recibidas y dedicadas al Señor, se gaste alegremente en un paseo de los directivos de la iglesia. Otro error consiste en pedir ofrendas para la compra de un piano , por decir algo, pero luego, por algún motivo, no se compra el piano, sino que se paga como sueldo al conserje. Definitivamente, aquello que tiene un objetivo, que de paso debe ser guiado u ordenado por Dios, no puede distraerse en otros fines y metas, por justas que éstas sean; cada cosa tiene su función y es allí donde deben terminar los recursos. Todo ingreso, ya especificado con anterioridad, debe contar con su propia contabilidad, aparte de los demás rubros. Aquí debe intervenir el don de los ancianos y diáconos administradores, conforme lo enseña la palabra del Señor, porque las disposiciones de Dios no están en la Biblia sólo para verse, sino para hacerse, para cumplirlas fielmente y para guiarnos por ellas; pues, esa ha sido, es y será la voluntad de Dios. Obviamente, no encuentro en la Biblia una sola sugerencia ni sustento como para establecer la entrega de ofrendas para el pago obligatorio de jugosos sueldos a los pastores o ministros que participan en los servicios de la iglesia, ni tampoco se advierte que éstos deban cobrar por ello en ningún estamento del servicio. No es lícito cobrar por una prédica, no es lícito cobrar por un acto de bautismo, por la celebración de un matrimonio, por la enseñanza, por una oración intercesora, por una oración en memoria de un difunto, o por cualquier otro acto religioso; la palabra del Señor no convalida esos salarios, porque su palabra dice enfáticamente que, aquello que gratuitamente recibimos, gratuitamente debemos darlo; es más, debemos compartir aun lo nuestro con aquellos que no tienen nada. Esta es una conclusión de aquel sermón de Juan: “El que tenga dos túnicas dé una al que no tiene”. (Lucas 3:11). Por todas estas consideraciones, creo necesario recalcar que las Escrituras sí nos enseñan la manera correcta para implementar, consignar y distribuir nuestras ofrendas, siempre dentro de un campo de corrección, de santidad y justicia. Entre otras, aquí tenemos algunas de esas disposiciones.

1.- LAS OFRENDAS PARA EL TEMPLO DEL SEÑOR. El fin primordial del cristiano es acercarse a Cristo y a Dios mismo; y para hacerlo, en nuestra condición humana, lo realizamos con un acercamiento y entrega total de nuestras vidas primero, en franco sometimiento a sus normas y mandatos; este es nuestro sacrificio vivo, agradable y perfecto. Otra forma de hacerlo es con la ofrenda, porque en ella queremos plasmar nuestro reconocimiento y el agradecimiento más sincero al Señor por su salvación, por su cuidado, por su amor, por su misericordia, etc. Agradecidos

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somos por todo eso y más, a la vez que anhelamos que muchos hombres y mujeres de toda la tierra lo conozcan, lo sientan de igual manera que nosotros y lleguen al camino de la salvación, a ese antro más feliz y grandioso de toda nuestra existencia. Todos creemos que esta debería ser la meta, y para ello destinamos nuestros esfuerzos, nuestros recursos y nuestras vidas, en aplicación a la ordenanza impartida, de ir y predicar el evangelio a toda criatura, no para medrar de ellas sino para que muchas almas se salven de las penas del infierno. Como se ha dicho, todas las ofrendas que llegaron al tesoro de la casa de Dios, ya sea que fueron consignadas con ese objetivo o no, formarán parte de los bienes del Señor, y serán para Su casa, para Su obra, así como para la proyección de la iglesia en el mundo. Las necesidades de la iglesia indudablemente son múltiples y se requieren muchos recursos en cada una de sus metas; sin embargo, cuando no existe lo suficiente debemos establecer prioridades dentro de la congregación, para finalmente salir a nuestro entorno comunitario después y continuar la expansión de acuerdo con las posibilidades, conforme el Señor lo encamine, ordene y prospere. Las necesidades locales o de la iglesia casi siempre se circunscriben dentro de los siguientes aspectos: a.- Las labores de mantenimiento, tanto del edificio, como de todos los bienes muebles.- La enseñanza podemos tomarla de la siguiente Escritura: “Ve al sumo sacerdote Hilcías, y dile que recoja el dinero que han traído a la casa de Jehová, que han recogido del pueblo los guardianes de la puerta, y que lo pongan en manos de los que hacen la obra, que tiene a su cargo el arreglo de la casa de Jehová.” (2 Reyes 22: 4-5). No creo necesario abundar en explicaciones cuando la guía es muy clara. El dinero traído a la casa de Dios servirá para su mantenimiento. b.- Arriendo de locales destinados a las reuniones, enseñanza o cultos.El ejemplo proviene también de la palabra de Dios. “Y Pablo permaneció dos años enteros en una casa alquilada, y recibía a todos los que a él venían, predicando el reino de Dios y enseñando acerca del Señor Jesucristo, abiertamente y sin impedimento.” (Hechos 28:30, 31). c.- Pago de planillas de servicios.Sin duda el gasto corresponde y debe sumarse a los rubros de mantenimiento. Estos egresos corresponderán, entre otros, a los pagos por: energía eléctrica, gas, agua, teléfono, Internet, e impuestos municipales. d.- Compra de equipos e instrumentos para la alabanza y su buen funcionamiento.El ejemplo lo podemos tomar de las correspondientes disposiciones del rey David. “Asimismo dijo David a los principales de los levitas, que designasen de sus hermanos a cantores con instrumentos de música, con salterios y arpas y címbalos, que resonasen y alzasen la voz con alegría.” (1 Crónicas 15:16). e.- Materiales para todas las actividades de la iglesia.-

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Aquí podemos enumerar algunas de ellas: Materiales para la enseñanza, ya sea de la Escuela Dominical, discipulados, distribución de tratados, material evangelístico, materiales de oficina, elementos como el vino y el pan de la santa cena, materiales de limpieza, etc. f.- Ayuda para las personas que atraviesan dificultades y más necesitados de la congregación.Esta actividad, como una de las más importantes, debería implementarse y prevalecer en la iglesia como un deber ineludible, así como de todos sus miembros. “Así que no había entre ellos ningún necesitado; porque todos los que poseían heredades o casas, las vendían, y traían el precio de lo vendido, y lo ponían a los pies de los apóstoles; y se repartía a cada uno según su necesidad.” (Hechos 4:34-35) La enseñanza no obliga a que los cristianos vendan sus casas o propiedades y lo den todo a la iglesia, ni que solamente de ello se reparta a los necesitados. Si hemos dicho que la ofrenda es voluntaria, nadie estaría inmerso en una disposición que no existe. La dádiva en este sentido fue y debería ser opcional, conforme Dios mueva su corazón. Si alguna persona desea hacerlo de ese modo, está en su derecho y puede hacerlo, pero no como algo impositivo, obligatorio o sugerido por alguien. Ananías y Safira no murieron por ello, sino por haber comprometido su donación y haberla falseado después. (Hechos 5: 1-11). La ayuda mutua y en especial para quienes sufren alguna calamidad o desamparo es la mayor bendición que podemos adquirir en esta tierra. Y debe llegar sin las consabidas discriminaciones raciales, sociales o religiosas muy en boga en nuestro mundo. “En aquellos días, como creciera el número de los discípulos, hubo murmuración de los griegos contra los hebreos, de que las viudas de aquéllos eran desatendidas en la distribución diaria.” (Hechos 6:1). “La religión pura y sin mácula delante de Dios el padre, es esta: Visitar a los huérfanos y a las viudas en sus tribulaciones, y guardarse sin mancha del mundo.” (Santiago 1:27). g.- Ofrendas para los ministros.La enseñanza para esta actividad, obviamente está dentro del correspondiente entorno bíblico. La palabra de Dios nos enseña a honrar a nuestros superiores, especialmente a quienes predican y enseñan; pero no propone un diezmo u ofrenda obligatorios para ellos, ni un sueldo jugoso que los eleve de categoría, sino que el consejo se encamina siempre por el lado de las ofrendas voluntarias. Si el diezmo de los diezmos que sustentaba al sacerdocio levítico no es propuesto para estos fines en la iglesia cristiana, porque dejó de ser, Dios dispuso formalmente la manera de hacerlo a través de las ofrendas. Este es un acto de justicia que necesariamente debe nacer en el corazón del pueblo para con su pastor o ministro que los presiden, según sean su desempeño y su conducta. “Los ancianos que gobiernan bien, sean tenidos por dignos de doble honor, mayormente los que trabajan en predicar y enseñar.” (1 Timoteo 5:17).

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El pueblo debería ofrendar a su pastor de manera directa, pero como no se lo hace regularmente, y la ofrenda de los fieles se confunde entre todas, porque no hay enseñanza al respecto, se deberá entonces tomar otro camino. Mientras esto funcione, será la administración de la iglesia la encargada de ello con los recursos que percibe, en el monto que estime necesario y conforme sean los ingresos. No puede establecerse ninguna regla sobre el “trabajo a tiempo completo”; esto es, que el pastor no debe ocuparse en nada fuera de la iglesia, y por lo tanto es ella quien debe sustentarlo y cubrir todas sus necesidades. El apóstol Pablo se refiere tajantemente sobre este asunto. “Ni plata ni oro ni vestido de nadie he codiciado. Antes vosotros sabéis que para lo que me ha sido necesario a mí y a los que están conmigo, estas manos me han servido. En todo os he enseñado que, trabajando así, se debe ayudar a los necesitados y recordar las palabras del Señor Jesús, que dijo: Más bienaventurado es dar que recibir” (Hechos 20: 33-35). Ningún ministro puede excluirse por sí mismo a no trabajar fuera de la iglesia. La Escritura en todas sus páginas no enseña eso, sino todo lo contrario. Si puede hacerlo, bien hace, porque el trabajo está recomendado para todos los hombres, incluidos los apóstoles. Sin embargo, y en la mayoría de casos, aquello que más se resalta de este versículo es la parte final, nada más, porque, según la interpretación de algunos, el pueblo es el que debe dar antes que recibir, no el pastor. Pero si entendemos la lectura, Pablo no dice eso, sino que se incluye él mismo entre los que deben ayudar a los necesitados con el fruto de su trabajo. “Y que procuréis tener tranquilidad, y ocuparos en vuestros negocios, y trabajar con vuestras manos, de la manera que os hemos mandado, a fin de que os conduzcáis honradamente para con los de afuera, y no tengáis necesidad de nada.” (1 Tesalonicenses 4:11-12). Es obvio que todos debemos trabajar por nuestro sustento, sin ser gravosos a nadie; sin embargo, si las actividades del pastor de la iglesia son tales que aquello le es imposible, si las tareas u ocupaciones en el servicio a la casa de Dios es tan amplia que no le queda tiempo para el trabajo secular, el siervo tiene que estar en la capacidad suficiente para aceptar la vida que le depara dentro de su ministerio, y aceptar humildemente la ayuda que pueda provenir de los hermanos, o de la congregación, conforme a sus capacidad económica, o finalmente no hacerlo; pero nunca exigiendo de ellos o de los fieles una remuneración que le garantice una vida plena y de confort, o imponiendo algo en beneficio personal. Pero si esto no le satisface, entonces trabaje durante las horas necesarias. Pablo nos demostró que él no quiso ser gravoso a la iglesia, y creo que nunca lo fue, pese a que por casi treinta años trabajó en la obra del Señor a tiempo y fuera de tiempo. Nunca obligó a nadie ni anduvo pidiendo diezmos u ofrendas personales. Pablo no vivió de la mendicidad, sino que mientras tuvo oportunidad trabajó duro día y noche para sus necesidades, conforme él mismo lo atestigua. Si recibió ofrendas, ello vino de la generosidad de los hermanos y por gratitud de ellos, porque en su caso, especialmente en los últimos días de su vida, no podía trabajar en la prisión.

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“Porque os acordáis, hermanos, de nuestro trabajo y fatiga; cómo trabajando de noche y de día, para no ser gravosos a ninguno de vosotros, os predicamos el evangelio de Dios.” (1 Timoteo 2:9). Si la Biblia aconseja nuestro reconocimiento a los ancianos, pastores y maestros, esto debería hacerse; no existe impedimento alguno para que los hermanos entreguen una ofrenda directamente a su pastor o ministro, en franco reconocimiento a su trabajo de predicar y enseñar, cuyo honor les ha sido dado, y cuyo reconocimiento les ha sido otorgado. Esto sí enseñó Pablo y lo practicó en sus días, pero nunca exigió réditos a su nombre ni propuso diezmos para su provecho. Sería bueno que los creyentes ofrendaran a sus ministros de manera personal y directa, aunque sea de vez en cuando, no como obligación ni como sueldo, pero sí por convicción y por gratitud hacia ellos, cuando sabemos que gobiernan bien a la congregación y que trabajan abnegadamente en ella, o cuando sabemos que atraviesan por dificultades económicas, de salud, etc. Obviamente, aquellos que no gobiernen bien ni cuiden del rebaño del Señor, encontrarán mucha resistencia en este campo. Además, una ofrenda no siempre será en dinero, ni obligatoriamente debe ser en dinero, ni el doble de lo que pidan; el doble honor se refiere al acto de reconocer su labor y sacrificio en bien de los demás, de manera especial y deferente; pues, esto es sinónimo de mérito, de privilegio y de un honor más alto, logrado por su servicio desinteresado. Cualquier persona puede compartir lo suyo con el siervo de Dios, y en ello no cuenta el dinero solamente, sino que bien puede hacerlo con otros bienes como ropa, alimentos, objetos varios, muebles, etc. Y no implica que exista la obligación expresa de hacerlo, sino que nuestro gesto de gratitud debe honrar al anciano o pastor, cuando vemos que realmente su trabajo así lo amerita, o que sus necesidades son evidentes. En muchos lugares existe una muy mala costumbre, la cual confluye hacia otros lados; esta práctica consiste en ofrecer dinero a los predicadores invitados, o que se hacen invitar, cada vez que lo hagan fuera de su iglesia. Y no es raro que muchos vayan en busca de espacios para predicar en las demás congregaciones, porque saben que recibirán una recompensa monetaria por sus servicios, aunque disfrazada de “ofrenda de amor”. El mandato de predicar y enseñar se convierte, entonces, en un servicio remunerado. La ofrenda de amor, o como se la llame, si bien vendría bajo el esquema de ofrenda, lo cual es lícito y justo, también tiene sus desfases, porque se estaría convirtiendo en norma que se contrapone a la gratuidad del evangelio. Si existe la buena voluntad de ofrendar al predicador, creo que debería hacerse por otras y variadas causas que no sean precisamente las de predicar la palabra de Dios; el doble honor no consigna al dinero solamente, sino a muchas otras formas de manifestar nuestra gratitud por el trabajo y labor de los siervos, prediquen o no en las demás congregaciones. Sin embargo, esta práctica, calificada como un negocio de ciertos predicadores ambulantes, contradice al evangelio del Señor, y es allí donde radica el problema. Cierto hermano de una congregación amiga, había sido invitado por otro consiervo que lo conocía, a “llevar un mensaje” a la pequeña iglesia donde yo asistía en los inicios de mi vida cristiana. Después de su predicación, por cierto muy buena, se lamentaba porque los directivos no le daban pronto su “ofrenda”; pues el hombre demostraba tener mucha prisa y deseaba irse cuanto antes de allí. Cuando finalmente lo hicieron, se lamentó más por la cantidad que le fue dada. Según parece no llenó sus expectativas; así que, prometiendo no volver jamás por allí, se alejó contrariado. Lamentablemente estuve cerca de los acontecimientos y sin querer fui testigo de ello.

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Estas cosas no deben suceder porque alteran el sentido bíblico. El honor debido a los pastores, maestros o ancianos, no es un negocio, es pues, un regalo que bien no puede llegar ni ser grande. El arte o el don de predicar no tiene precio, es gratuito, y debe ser gratuito, porque así lo enseñó el Señor Jesús. “De gracia recibisteis, dad de gracia.” (Mateo 10:8). Y el apóstol Pablo advierte aquello con mucha claridad. “¿Cuál es pues, mi galardón? Que predicando el evangelio presente gratuitamente el evangelio de Cristo, para no abusar de mi derecho en el evangelio.” (1 Corintios 9:18). Y de este derecho en el evangelio hablaremos más adelante, porque muchos no han seguido este ejemplo, sino todo lo contrario; pues, exigen ese derecho hasta más allá del mandato divino. Dios no ha solicitado dinero para Él jamás; cuando lo ha hecho ha sido específicamente para el bienestar de sus hijos, de su templo, y de la obra en el mundo. Pero hay quienes lo piden en su nombre y no cumplen con ninguno de esos fines. La ofrenda entregada al Señor es santa y como tal debe ser usada; no es propiedad de alguno. Sería personal solamente cuando se lo entregue directamente al interesado y con la intención expresa que se trata de un regalo, fuera de los compromisos con el templo. Analicemos por un momento, sobre el dinero que fue entregado por los sacerdotes de Jerusalén a Judas Iscariote. Ciertamente no conocemos el origen de ese dinero; posiblemente provino del bolsillo de alguno de ellos, o del mismo templo. Pero cuando Judas, en su arrebato fatal, lo devolvió y lo dejó tirado en los atrios de la casa de Dios, los sacerdotes no lo ingresaron al tesoro del templo, porque era un dinero mal habido, porque estaba manchado y sucio. Más tarde ellos comprarían un terreno para cementerio de los extranjeros, pero ese dinero manchado por la sangre inocente del Señor, no sirvió para las cosas santas de Dios. Al menos en esto hicieron bien aquellos hombres. A veces las ambiciones no traen buenas consecuencias. Por ejemplo: si conocemos o sospechamos algo sobre una ofrenda mal habida, la oración no santificará el dinero; si éste proviene del narcotráfico, de la prostitución, de la falsificación, del robo, o de cualquier otro ámbito ilícito, no será acepta delante de Dios. En realidad las ofrendas para el Señor deben ser de origen lícito, legal, justo, bueno, excelente, de otro modo no serán del agrado de Dios, como no lo fue la ofrenda de Caín, aunque su caso haya sido diferente. Para ciertos ciudadanos que se guían por costumbres ancestrales, especialmente, les resulta difícil ofrendar, y se buscan lo más bajo, y hasta se halla el billete más viejo, talvez roto o remendado, o porque no lo reciben en otros lados, para darlo como ofrenda. Entonces, si se lo hace con mala voluntad, con desgana o bajo presión, como sería la ofrenda de Caín, no será acepta. Observemos también cómo el Señor reprendió a su pueblo Israel, y cómo el Señor rechazaba sus ofrendas, porque ellos ofrecían en holocausto animales enfermos, mutilados o con defectos congénitos. “Y cuando ofrecéis el animal ciego para el sacrificio, ¿no es malo? Preséntalo, pues, a tu príncipe; ¿acaso se agradará de ti, o le serás acepto? Dice Jehová de los ejércitos.” “Habéis además dicho: ¡Oh, qué fastidio es esto!, y me despreciáis, dice Jehová de los ejércitos; y trajisteis los hurtado, o cojo, o enfermo, y presentasteis ofrenda. ¿Aceptaré

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yo eso de vuestra mano?, dice Jehová. Maldito el que engaña, el que teniendo machos en su rebaño, promete, y sacrifica a Jehová lo dañado. Porque yo soy Gran Rey, dice Jehová de los ejércitos, y mi nombre es temible entre las naciones.” (Malaquías 1: 8, 13, 14). Otra de las actividades, por cierto muy frecuente en las congregaciones, tiene que ver con la oración por los diezmos y las ofrendas. He visto que generalmente se ora por ellas antes de recogerlas; es decir, se ora por la ofrenda cuando ésta aún reposa en los bolsillos de la gente. ¿No sería lógico que se ore por ellas luego de tenerlas en la cesta, previo a su ingreso al tesoro de la casa del Señor? Verdaderamente estamos bajo la cobertura de un Dios grande, quien es tres veces santo y es el Rey más grande de todo el universo; nuestra insignificante condición nos impulsa a honrarlo y adorarlo como Él se merece. En tal sentido, toda actividad en su nombre debería hacerse con temor y temblor, pero pocas veces lo entendemos así y obramos de ese modo. 2.- OFRENDAS PERSONALES VARIAS. En este campo se conjugan muchos de los actos de fe de un cristiano, porque realmente existen ejemplos a seguir y ciertas ordenanzas muy notables que debemos acatar. Sin embargo, por tratarse de una ofrenda, ésta no viene del lado obligatorio, sino de la propia buena voluntad del hombre, de ese corazón generoso y servicial que por amor despliega toda alma de Dios hacia sus semejantes. Entre ellas, anotaremos las siguientes: a)- Ofrendas para los Hermanos en Necesidad.Si bien esta actividad la hemos considerado como parte de la tarea administrativa de la iglesia, no es menos cierto que todos tenemos una participación directa en ello. Cualquier hermano en la fe puede canalizar esa ayuda, personal o de grupo, a cualquier otro de sus semejantes, ya sea dentro de la congregación o fuera de ella, tan pronto se conozca de una gran necesidad. Nadie está exento de sufrir un percance en la vida y de tener un sufrimiento repentino; las dificultades pueden ser económicas, por accidentes, o por diversas catástrofes; en estos casos la ayuda debe ser oportuna y directa, sin distingos de raza, nacionalidad, credo o condición social. Dios no hace acepción de personas y nosotros tampoco deberíamos pensar de ese modo. El apóstol Pablo nos muestra varios ejemplos a seguir, como estos: “Compartiendo para las necesidades de los santos.” (Romanos 12:13). “Todos los discípulos, cada uno conforme a lo que tenía, determinaron enviar socorro a los hermanos que habitaban en Judea.” (Hechos 11:29). “Así que, según tengamos oportunidad, hagamos bien a todos, y mayormente a los de la familia de la fe.” (Gálatas 6:10). “Y de hacer bien y de la ayuda mutua no os olvidéis; porque de tales sacrificios se agrada Dios.” (Hebreos 13:16). La enseñanza es abundante en este sentido, y ella nos impulsa a desarrollar un medio eficaz para ayudar a sobrellevar las cargas de los demás. No se trata solamente de ayudar

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a cargar una maleta, sino de la colaboración en todas las actividades posibles, y en aliviar o paliar en algo las dificultades presentes de los hermanos en la fe especialmente. b) Ofrendas para los Padres de Uno.Si bien el apóstol Pablo expone que los hijos no deben atesorar para los padres, sino los padres para los hijos, (2 Corintios 12:14), aquella fue una analogía especial que él proponía, en relación con la obra misionera en Corinto, a cuya iglesia no quería molestar económicamente, sino más bien ofrecerle todos sus afanes, dedicación y trabajo. Esto lo entendemos así, porque de otro modo estaría en contradicción con aquella disposición de su parte, suscrita en la carta a Timoteo, donde recomienda ayudar a nuestros padres terrenales. La disposición se inserta bien en el contexto bíblico, porque los padres terrenales nuestros tienen un privilegio mayor. Hasta el mandamiento de honrarlos conlleva un motivo de bendición en la vida de los hijos, y la honra va también del lado de la ayuda. Si bien algunos pueden mantenerse en la vejez con el fruto de su trabajo de toda una vida, porque administraron bien su economía, la gran mayoría no tiene las mismas posibilidades. Entonces, la disposición bíblica se convierte en obligación para los hijos, especialmente cuando los viejos han perdido sus fuerzas y capacidades para valerse por sí mismos. “Pero si alguna viuda tiene hijos, o nietos, aprendan éstos primero a ser piadosos para con su propia familia, y a recompensar a sus padres; porque esto es lo bueno y agradable delante de Dios.” (1 Timoteo 5:4). La Biblia va más allá de esto, porque las personas que más han merecido la atención de Dios en toda la historia de la humanidad, han sido precisamente las viudas, los huérfanos, los pobres y los desamparados; por ello han tenido parte aun de los diezmos de la casa del Señor. Y no es raro que los padres de uno estén dentro de alguno de estos grupos. El Señor Jesús, también les adjudicó una parte de los bienes de su Casa a ellos. En el siguiente discurso, nos enseña algo fabuloso. “Pero vosotros decís: Basta que diga un hombre al padre o a la madre: Es Corbán (que quiere decir mi ofrenda a Dios) todo aquello con que pudiera ayudarte, y no le dejáis hacer más por su padre o por su madre, invalidando la palabra de Dios con vuestra tradición que habéis transmitido.” (Marcos 7:11-12). El pueblo de Israel, como destinatario de la Ley de Moisés, estaba obligado a presentar sus ofrendas a Dios. Aunque muy pocos cumplían con estas obligaciones, y separaban el diezmo de las cosechas, de los árboles y del ganado, las primicias de los productos de la tierra, los holocaustos, ofrendas para la expiación, votos voluntarios, acciones de gracias, etc., esto, en la práctica, se había vuelto muy problemático por la serie de disposiciones que daban los sacerdotes al respecto. Como en todo el país sólo existía un templo, quienes vivían lejos de la ciudad de Jerusalén, no siempre podían hacerlo, sino una o dos veces al año, para lo cual debían realizar sus peregrinajes a la ciudad y en ellos aprovechaban para la entrega de sus ofrendas al templo. Por esta causa, se les dio la facultad de vender sus productos y guardar el dinero para llevarlo al templo

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en su debida oportunidad. A ese bien, a ese dinero guardado como ofrenda dedicada a Dios, se lo llamó Corbán. De aquí se desprende un hecho muy común en esos lugares, y vemos la razón por la cual los salteadores de caminos se ensañaban con la gente que iba a Jerusalén, porque casi siempre llevaban dinero para los sacrificios en el templo y ellos les arrebataban sin piedad. Esta sería la razón primordial para que muchos viajaran en caravanas y grupos grandes, especialmente en épocas de la pascua, para evitar el robo en los caminos, actos que generalmente se daban en Israel. Pero la enseñanza recibida al respecto, por parte de los líderes religiosos de la época, les decía que ese dinero o Corbán que estaba dedicado a Dios, no lo podían tocar para nada ni gastarlo en otros asuntos, sino que necesariamente debía entregarse al templo pase lo que pase. (Sabemos que estas cosas aún se dicen en nuestros días, y se predica del robo a Dios). Bajo este aspecto legal, entonces, aunque podía llegarse al caso más extremo de necesidad, como era el peligro de muerte de uno de los padres o de ambos, el dinero del Corbán no podía tocarse ni podía servir para ayudarlos, aunque estuviese en sus manos la solución y el querer hacerlo. El Señor Jesús, en lugar de respaldar aquella tradición, reprochó duramente a los fariseos, porque esa disposición violaba el mandamiento de honrar al padre y a la madre; pues, los hijos, pese a tener los recursos en sus manos y con ello salvar la vida de sus padres, se encontraban maniatados por las órdenes religiosas que prohibían el uso personal de esas ofrendas. Sin embargo, el Señor Jesús reprocha e invalida esa práctica por considerarla ilegal, y faculta al hombre la utilización de esa ofrenda dedicada a Dios, para con ella ayudar a los padres, si ello era necesario, sin la particularidad u obligación de reintegrarla o devolverla para cumplir con su anterior finalidad. Verdaderamente, si Dios dispuso que las viudas y los huérfanos tomasen parte de Sus diezmos, aunque fuese cada tres años, no es de extrañar que lo hiciera también con Sus ofrendas, excepto aquellas que habían sido consagradas mediante votos. Entonces, aquí tenemos un compromiso mayor e ineludible con respecto a nuestros padres, quienes llegan a participar hasta de las cosas santas de Dios. La responsabilidad de los hijos frente a sus padres no termina sino con el final de la vida de uno de ellos; y mientras esto acontece, los viejos participarán de toda la ayuda nuestra y del Señor en la tierra. c) Ofrendas para los Pobres.Este es otro de los grandes compromisos que tiene el cristiano; pues, el Señor nos advirtió que los pobres siempre estarán entre nosotros en la tierra (Juan 12:8); y todos, sin excepción, gozarán del don y de la buena voluntad de sus semejantes, porque ya lo hacen de parte de Dios, si han depositado en Él su fe y su confianza. “Mi mano hizo todas estas cosas, y así todas estas cosas fueron, dice Jehová; pero miraré a aquel que es pobre y humilde de espíritu, y que tiembla a mi palabra.” (Isaías 66:2). “Mas cuando hagas banquete, llama a los pobres, los mancos, los cojos y los ciegos; y serás bienaventurado; porque ellos no te pueden recompensar, pero te será recompensado en la resurrección de los justos.” (Lucas 14:13-14). “Hermanos míos amados, oíd: ¿No ha elegido Dios a los pobres de este mundo para que sean ricos en fe y herederos del reino que ha prometido a los que le aman?” (Santiago 2:5).

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“El ojo misericordioso será bendito, porque dio de su pan al menesteroso.” (Proverbios 22:9). “Jesús le dijo: Si quieres ser perfecto, anda vende lo que tienes y dalo a los pobres, y tendrás tesoro en el cielo.” (Mateo 19:21). Podemos afirmar que gran parte de la perfección cristiana depende de nuestra generosidad para con los necesitados. El Señor no dijo: anda vende lo que tienes, entrega primero tu diezmo y lo que te quede dalo a los pobres, sino que compromete todo lo nuestro para esa causa. El grado de misericordia en cada uno de nosotros demuestra la autenticidad como verdaderos hijos de Dios, porque obedecemos su palabra. Si en la tierra no existe igualdad, no es por causas del cielo, sino por el egoísmo de los hombres y por su falta de amor hacia los demás; de allí nacen las ambiciones, las codicias, y muchas cosas de esta índole, pero culpamos a Dios por las injusticias humanas. El don de dar trae consigo grandes e insospechadas bendiciones; así lo ha prometido Dios en todo tiempo. Si no lo hace en la tierra, por alguna razón, lo hará en el cielo, pero no faltará jamás a su palabra, y es obvio que ese tesoro nos será devuelto con muchos intereses. Aquello que más he podido admirar en el mundo, ha sido la alegría y la gratitud del pobre cuando es objeto de una ofrenda, cualquiera que ésta fuese. Las expresiones sinceras de un “Dios le pague”, penetra en lo más íntimo del alma, porque, aunque ellos no lo crean ni lo entiendan, esas palabras se cumplen y son bendición eterna, porque en efecto, si se pone a Dios como testigo, Él paga esa deuda con mucha más generosidad. “A Jehová presta el que da al pobre, y el bien que ha hecho se lo volverá a pagar.” (Proverbios 19:17). “Porque Macedonia y Acaya tuvieron a bien hacer una ofrenda para los pobres que hay entre los santos que están en Jerusalén.” (Romanos 15:26). Es evidente que hubo y habrá pobres entre los santos, y los habrá en cualquier lugar del mundo. La prédica de algunos que anuncian la prosperidad y la provisión del Señor con muchos de los bienes materiales de este mundo, porque los hijos de Dios todos somos príncipes y como tales debemos vivir, ha hecho alejar incluso a la misericordia y al amor que debemos a los pobres. Muchos han catalogado a la pobreza como maldición, pero Dios lo ha desmentido siempre, porque en su iglesia no están solamente los prósperos. Algunos no aceptarán la pobreza ni al pobre, porque lo creen pecador, miserable y repulsivo; pero el verdadero cristiano sabe que debe ayudarlo a salir de esa situación y no a maldecirlo; sabe que debe darle la mano, pero no una mano vacía a efectos de un saludo, sino una mano generosa que contiene algún presente. La prédica humanista, que toma como ejemplo la vida de Abraham, de David, de Salomón o de Job, en el fondo sólo tiene una finalidad: Pedir más dinero al pueblo, amparados en las promesas que el Señor dio a esas personas. Y se promueve la cita: “El que más siembra, más cosechará”, siempre con alusión al dinero antes que a otra cosa. Según esta interpretación, las bendiciones del Señor no tardan y siempre darán una cosecha excelente, y es posible que hasta lleguen a la prosperidad de aquéllos grandes personajes de la Biblia. Lo malo de esto, como se ha dicho más atrás, es que algunos hombres tratan de comprometer a Dios, quien forzosamente debería emitir sus bendiciones para con los donantes, existan o no los elementos necesarios para merecer el favor del cielo, porque no es cuestión de dar por dar y en buenas cantidades, ni buscando

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la multiplicación en provecho personal, sino que la ofrenda proviene de un corazón alegre, agradecido y amante; de otro modo no existe ninguna siembra. Pablo decía: “Y si repartiese todos mis bienes para dar de comer a los pobres, y si entregase mi cuerpo para ser quemado, y no tengo amor, de nada me sirve” (1 Corintios 13:3). Hubo una mujer que ofrendó la cantidad astronómica de dos blancas; esto es, como dos monedas de cinco centavos de dólar; pero en aquel día ella había dado más que muchos ricos de su época delante del Señor. La suma no fue importante, sino la forma y la disposición de hacerlo de corazón, allí estaba el mérito; ella había dado todo lo que tenía a mano ese día. Pero aun en estas cosas cierta gente no lo estima así; por ello pide más cada día, en el nombre del Señor, y lo toman luego para sus gastos personales, aduciendo un derecho que les faculta a vivir del evangelio. Aquellos que predican sobre la prosperidad de los hijos de Dios, sin duda no han estudiado mucho sobre la vida de los profetas, de los apóstoles y demás discípulos del Señor, cuyas vidas no fueron prósperas, sino ejemplos de sufrimiento y de martirio; por ello dirá el apóstol Pablo que solamente a través de muchas tribulaciones entraremos en el reino de los cielos. (Hechos 14:22). Pero es obvio que algunos seres humanos de ninguna manera quieren tribulaciones sino una vida de príncipes, por eso anhelan una vida próspera y fácil, lejos de la pobreza, del padecimiento y las pruebas; ello les motiva a exigir de los hermanos, ofrendas y diezmos fuera de la norma, porque han tomado como base una ley abolida que no cumplen, y unas normas personales que son el norte de su economía. Cuando el Señor dice que a los pobres siempre los tendremos entre nosotros, no hace ninguna diferencia entre cristianos e impíos ni propone que solamente éstos tendrían esa cualidad mientras sus discípulos gozan de todo bien. Cuando el Señor autoriza que se preste dinero a los pobres, no está proponiendo que éstos serán del grupo de los impíos solamente, porque sabemos muy bien que los pobres también están entre los santos y que son bienaventurados. “Bienaventurados vosotros los pobres, porque vuestro es el reino de Dios.” (Lucas 6:20). d) Ofrendas para los Enfermos. Sin duda existe un campo muy fecundo aquí. El Señor ha dispuesto no solamente las visitas a los enfermos, sino que también ha comprometido la ayuda física, económica, anímica y de consuelo para estas personas. Obviamente, todo esto debe darse mediante las visitas a nuestros semejantes que se encuentran en el lecho del dolor, especialmente si no tienen los recursos necesarios. “Para que no haya desavenencia en el cuerpo, sino que los miembros, todos se preocupen los unos de los otros. De manera que si un miembro padece, todos los miembros se duelen con él.” (1 Corintios 12:25-26). Indudablemente, todos los cristianos somos miembros de la iglesia del Señor e integrantes de su cuerpo, en tal razón, la preocupación entre nosotros debe funcionar en amor, unidad y armonía, pero no solamente con palabras sino con hechos, porque la

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preocupación en sí no tiene frutos si no viene acompañada con obras; y los hechos son acciones de ayuda en todos los campos de la solidaridad humana. Cuando el Señor propuso aquella parábola de las cien ovejas, de las cuales una se había extraviado, nos dijo que el pastor salió a buscarla, y hallándola en el campo la cargó sobre sus hombros hasta llegar a su casa (Lucas 15:4-5). Si la oveja fue llevada en hombros, tácitamente entendemos que estaba herida y no podía caminar. La figura destella en ese mismo sentido para con los hermanos de la iglesia, y el pastor tiene esta obligación ineludible de ir en rescate y en ayuda de sus ovejas, tanto como lo tenemos todos; y los enfermos son un tipo de ovejas lastimadas, con muchas necesidades y que requieren de la ayuda mutua de sus hermanos. “Y de hacer bien y de la ayuda mutua no os olvidéis.” (Hebreos 13:16). En todas estas cosas, la actividad cristiana debería conducirse con mucha sabiduría, puesto que aun en estos ámbitos a veces caemos engañados por falsificadores de enfermedades y por mendigos tramposos. No podríamos actuar guiados por emociones o por apariencias humanas solamente, porque éstas tienden a equivocarse muchas veces, y en lugar de hacer bien obremos como ingenuos en contra de la palabra de Dios. Podemos asegurar que las ofrendas bien canalizadas y elevadas a su finalidad correspondiente, son el mejor camino para las bendiciones, pero nunca bajo imposiciones, sugestivas motivaciones, o buscando recompensas y réditos. No podemos ser gravosos hasta más allá de los límites, ni codiciosos de ellas, porque allí cesan los principios bíblicos y las promesas de Dios. El pueblo debe conocer el motivo de la ofrenda y para qué fines estará destinada; nunca podrá ser distraída de esos objetivos. Siempre se orará por las ofrendas del Señor, y se lo depositará en manos de sus siervos Administradores para que haya bendición sobre ellas, para que ellas sean bendición en toda la casa, en la obra y en las manos de quienes las usan.

CAPITULO 8 VIVIR DEL EVANGELIO Por extraño que parezca, los hombres nos guiamos mucho mejor por el sendero de las apariencias que por el camino de las realidades. A veces nos mueve más el instinto

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natural de la especie, antes que el consejo o la experiencia de otros. Dice un proverbio popular: “No hay experiencia ajena que valga”, y parece tener sus razones, porque no llegamos al conocimiento cabal de las cosas sin que nosotros lo constatemos, sin que lo sintamos o lo experimentemos en carne propia; pues, una buena parte de nuestra vieja naturaleza no siempre habrá dejado del todo su anterior costumbre. Pese a cuanto nos enseña la palabra de Dios, no es raro que la descuidemos, que la dejemos a un lado y propongamos un sendero distinto para encaminarnos por él, conscientes en nuestro ego que vamos por el camino correcto, pero sin advertir su final, cuya senda bien puede conducirnos a la muerte. Otras veces, en cambio, fácilmente aceptamos los consejos y experiencias del mundo, pero no aceptamos los consejos de Dios, posiblemente porque son muy raros y no los vemos muy claramente, o porque no son usuales en la práctica, tal y como nosotros queremos. Tal parece que el poder de Satanás nos mantiene atados aún a los designios del mundo y no podemos salir de allí, no siquiera creyendo y apoyándonos en las promesas del Señor. Por ello, su sentencia vendría en ese sentido. “Yo he venido en nombre de mi Padre, y no me recibís; si otro viene en su propio nombre, a ése recibiréis.” (Juan 5:46). Cuando el apóstol Pablo se dirigió a los cristianos de Corinto mediante sus cartas, no estaba enseñándoles una forma obligatoria de remuneración para los misioneros, quienes debían recibir una paga bastante buena por los servicios de predicación o enseñanza en sus congregaciones, ni tampoco sugirió que éstos tuviesen precio cada vez que lo ejercían. El contexto bíblico no apoya eso, y menos que existan reuniones pagadas. La Biblia no promueve ni ordena ninguna remuneración económica por concepto de alabanza, predicación o enseñanza de su palabra, sino que propone un acto voluntario del pueblo por esa labor y con cualquier bien que tengamos a mano. El hecho de lucrar a costa del evangelio es una antítesis del mismo. El Señor Jesús, Pablo o alguno de los discípulos, no hicieron tal cosa jamás; muy al contrario, la palabra del Señor hecha mandamiento, dispone algo distinto. “Y yendo, predicad, diciendo: El reino de los cielos se ha acercado. Sanad enfermos, limpiad leprosos, resucitad muertos, echad fuera demonios; de gracia recibisteis, dad de gracia.” (Mateo 10:7-8). Yo creo que esta gran tarea sí nos alcanza y nos compromete a todos los hijos de Dios. El mandato del Señor a sus discípulos sí es motivo de ejemplo para todos nosotros y en todos los ámbitos de las necesidades humanas, pero tenemos en nuestros días apóstoles, pastores y evangelistas que no hacen nada de esto. Hoy vemos con mucha tristeza que el afán por el lucro y la remuneración siempre van por delante de esos principios, porque detrás de todo servicio siempre está de por medio el rédito y la remuneración económica. Pablo, o el Señor, no enseñaron eso; pues, sería una contradicción a la palabra arriba escrita. El acto de predicar, obligatoriamente se incluye en la gratuidad, así como todos los demás actos de ministración. Pero en muchos lugares nada es gratuito ahora. ¿Qué significa realmente vivir del evangelio? Veamos esa parte de la Escritura para entenderla mejor y así podamos emitir un juicio al respecto.

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“¿No sabéis que los que trabajan en las cosas sagradas, comen del templo, y que los que sirven al altar, del altar participan? Así también ordenó el Señor a los que anuncian el evangelio, que vivan del evangelio.” (1 Corintios 9:13-14). Aquí tenemos por lo menos dos temas muy relevantes que veremos enseguida. Pero para entenderlo con mayor propiedad, analizaremos también las disposiciones del Señor Jesús, porque Pablo está poniendo de por medio las órdenes del Señor en tal sentido; pues, la palabra de Dios no irá jamás en contra de aquello que se ha dicho antes, sino que lo complementa y lo clarifica. El Señor Jesús dio las siguientes disposiciones a sus discípulos, cuando éstos iniciaron la vida misionera en el mundo: “Y posad en aquella misma casa, comiendo y bebiendo lo que os den; porque el obrero es digno de su salario. No os paséis de casa en casa. En cualquier ciudad donde entréis y os reciban, comed lo que os pongan delante.” (Lucas 10:7-8). Si tomamos como algo aislado el consejo de Pablo, parecería estar en contra del mandato del Señor, porque talvez en su lugar propone un vivir del evangelio diferente y con carácter remunerativo, o como recompensa obligatoria por el hecho de predicar el evangelio y obrar en su nombre. Pero, según vemos en la Escritura, no es ese el sentido contextual de su mensaje, porque no está disponiendo el pago por servicios prestados a las causas del evangelio, sino un acto de provisión para su cuerpo. 1.- En la escritura de 1 de Corintios 9:13-14, el apóstol hace referencia, primero, a un modelo ya conocido y establecido con anterioridad en la Ley; es decir, que era aplicable para con aquellos siervos que trabajaban en las cosas sagradas o que servían en el templo; esto es con los levitas y sacerdotes, quienes participaban de los sacrificios y ofrendas que el pueblo traía a la casa del Señor. Pero esta participación básicamente consistía en carnes, cereales, harina, aceite, vino, etc.; es decir, constituía una buena parte de la alimentación, o la comida de esos siervos. Por ello, el apóstol declara que ellos “comen del templo, y del altar participan”, en franca alusión a ese principio. No se introduce un mandato sobre la vigencia de la Ley en este campo, puesto que sería contradictorio, sino que se toma ese contexto, se acoge y se proyecta el espíritu de esa norma, que seguramente aún se hacía en Israel, para introducir una práctica similar en la iglesia, cuyo mandato del Señor a sus discípulos, iba precisamente en esa línea, y se relacionaba con la alimentación de sus siervos mientras éstos anduviesen de misiones en el mundo. No creo hallar otro sentido a ese texto; pues, la enseñanza de Pablo oscila en ese ámbito y en lo que eran las participaciones de los levitas y sacerdotes con respecto a su alimentación. De aquí se desprende que, en los actuales tiempos, los misioneros y siervos del Señor que trabajan en el templo, tengan su participación de las cosas del altar para su alimentación y sustento; en este caso, de los diezmos y ofrendas, pero muy aparte de las normas de la Ley de Moisés, porque ella ordenaba algo distinto y estaba fuera. Incuestionablemente, la participación o el derecho a comer una parte de esas ofrendas, fue el alimento permanente de los sacerdotes y levitas; pero esto no implica ni propone que los pastores y evangelistas de hoy, se conviertan automáticamente en levitas para tener derecho a comer de las cosas sagradas. Ninguna norma del Señor dice eso. Definitivamente no se proyecta la antigua Ley, sino una analogía de la misma, pero bajo circunstancias diferentes, porque la era de la gracia marcó una nueva forma de vida para todos los siervos de Dios, no con diezmos, sino con ofrendas voluntarias.

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Aunque esta postura toma un sentido bastante normal y práctico en la actualidad, porque los pastores reciben una ofrenda del templo, la cual es usada para su normal subsistencia, claramente vemos que no existe ninguna ordenanza que proponga una remuneración económica adicional o especial, sino que la Escritura describe el salario para los siervos del Señor, cuya particularidad se basó en la alimentación de los mismos y no en una paga extra por sus servicios. Pese a todo esto, en la iglesia de hoy, o en el altar del templo de Cristo, se ve y se nota que es muy diferente del que existía en la Ley, porque ahora no tenemos una norma clara al respecto. Analicemos el siguiente texto y admiremos esta realidad. “No os dejéis llevar de doctrinas diversas y extrañas; porque buena cosa es afirmar el corazón con la gracia, no con viandas, que nunca aprovecharon a los que se han ocupado de ellas. Tenemos un altar, del cual no tienen derecho de comer los que sirven al tabernáculo.” (Hebreos 13: 9-10). El altar del cual no tienen derecho a comer los que sirven en el tabernáculo, en nuestro caso el templo, obviamente tiene que ver con el nuevo esquema de la gracia, porque los ritos de comidas y bebidas que regía para los sacerdotes levitas cesaron, y porque estas cosas, espiritualmente, no fueron provechosas para ninguno de ellos. Pero, es posible que esto no lo tengamos en cuenta, para que el espíritu de la Ley prevalezca. Si tomamos al pie de la letra este precepto sagrado, que por otro lado nadie predica, todos los ministros del Señor Jesucristo no tendrían derecho a ninguna participación de las cosas sagradas, y creo que esta es también palabra de Dios que tiene un objetivo y que debería aplicarse. ¿No ha sido aplicada esta parte porque nos ha parecido oscura e incongruente? ¿A qué altar se refiere el evangelista? Yo creo que esta palabra no puede referirse a los levitas, quienes al no tener ya el antiguo tabernáculo, han quedado fuera del altar de Cristo, sino que en ese altar, o templo, estamos inmersos todos los creyentes de la tierra. 2.- Cuando el apóstol Pablo señala: “Quienes anuncian el evangelio vivan del evangelio.”, no puede estar en contra de todo el esquema anterior; esto es, que se lo ponga fuera de todo aquello que tiene relación directa con la comida o con el alimento de los siervos del Señor. La frase: “Así también”, nos invita a seguir en la misma línea, en el mismo consejo anterior sobre la analogía tomada de los levitas; y esto se refleja así a lo largo de la Biblia, como veremos más adelante. La paga, o el salario, estipulado para los obreros del Señor Jesucristo, no contemplaron ni el oro ni el dinero sino el alimento. Sin embargo, y pese a la claridad de estas disposiciones bíblicas, algunos ministros proponen algo diferente, y exigen su paga en efectivo, ya de los hermanos como de los recursos económicos del templo, aunque a veces no estén sirviendo en ningún templo. Tengo conocimiento de dos casos específicos, aunque pueden existir más, que ciertos hermanos fueron objeto de una visita especial, en sus casas, por parte de pastores, quienes les solicitaron la entrega de los diezmos en dinero. Uno de ellos me consultó sobre el asunto, si era lícito dar diezmos a todo aquel que llamándose pastor iba por sus propiedades. Por supuesto, yo aconsejé que no debían hacer tal cosa, porque, además de esto, yo sabía que uno de esos pastores no estaba al frente ni servía en ninguna congregación. ¿Se llegó al colmo de ir por los diezmos de casa en casa? Sólo un salteador pretende obtener “lana” de ovejas ajenas. Es duro reconocer esta historia, pero es verdadera; no puedo dudar de las personas que así lo atestiguaron.

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En referencia al salario del obrero, no vemos que esté de por medio una remuneración en dólares, como nosotros podemos entenderlo ligeramente; la Escritura no se sale de su ámbito, y se proyecta en la misma línea que hemos estudiado. “Porque en la ley de Moisés está escrito: `No pondrás bozal al buey que trilla`. ¿Tiene Dios cuidado de los bueyes, o lo dice enteramente por nosotros? Pues, por nosotros se escribió; porque con esperanza debe arar el que ara, y el que trilla con la esperanza de recibir del fruto.” (1 Corintios 9:10-11). Esta Escritura tiene un amplio contexto; y vamos a entenderlo desde ese punto de vista, para luego enlazarlo con aquello que lo complementa más adelante. a) Como en el pasaje anterior, aquí se toma nuevamente un texto de la Ley de Moisés como referencia escritural y hasta espiritual, como dicen algunos. Si hemos entendido bien el tema de su abolición, no debemos preocuparnos por su vigencia o mandato en la época actual, y Pablo no está proponiendo la vigencia de la Ley o su cumplimiento, sino que proyecta una analogía de ella como enseñanza en el nuevo ámbito de la iglesia. b) Cuando Dios dispuso en la Ley, no poner bozal al buey que trilla, ello tenía sus razones; el mandamiento no vendría solamente porque el Señor estaba pensando en la era de la gracia, ni que el buey fuese figura del pastor de una iglesia, a quien no debemos ponerle bozal o trabas para que participe del alimento; esto no suena muy lógico. En aquellos días, y entre las naciones paganas, existía la costumbre de poner bozal al buey cuando éste era llevado a la era para trillar el trigo; con ello se pretendía impedir que el animal se entretuviera con la paja, o que la consumiera con trigo y todo, distrayéndose de su principal tarea de pisar las espigas para desprender el grano. Dios enseñó al pueblo de Israel a no hacerlo de ese modo, conforme a las costumbres de esas naciones, seguramente para permitirle al buey su alimentación mientras trabajaba, y de este modo mantenerse vigoroso durante las horas de labor asignadas a él, porque habría abundancia de trigo para su pueblo e incluso para el buey. La analogía dice, entonces, que si el buey tenía derecho a comer de la paja que pisaba, también el obrero de su viña tendría derecho a comer por su trabajo en ella. Y el consejo bíblico, anotado en Lucas 10:7-8, tiene ese mismo sentido; el salario del siervo no se ve reflejado en dólares, sino en el alimento que el anfitrión o el dueño de la casa pusiese delante del obrero, de acuerdo con su conveniencia y posibilidades. c) Si aquella norma la estableció Dios en principio, la cual sería tomada en cuenta en el futuro para beneficio de sus obreros, igualmente el contenido no cambiaría. Esto quiere decir que el obrero recibiría su salario en alimento por su labor en el evangelio. Y cuando la analogía propone el acto de arar la tierra, necesariamente está en relación directa con los productos de la tierra y con el pan de cada día, no con el dinero. d) Analicemos con propiedad la función del artículo contracto “del”. La Escritura no dice: “con la esperanza de recibir el fruto”, en cuyo caso hasta podría pensarse en una generalidad o en una definición más amplia que abarcaría a otros productos objeto de ganancia; pero al señalar esta otra forma, empleando el artículo “del”, para señalar concretamente la frase: “del fruto”, la expresión nos define o contrae la idea hacia el arte o trabajo de trillar del cual está hablando, de recibir el fruto del trabajo que está desarrollando, es decir, de trillar el trigo. Si recibir algo “del” fruto de esta labor, no es

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otra cosa que trigo, y este grano es el alimento básico del hombre en todo el mundo, la analogía está fundada en algo concreto como es el alimento. Obviamente, podemos suponer que el trigo es ajeno y el obrero no puede tomarlo, porque su trabajo ha sido contratado y en vez de trigo recibirá dinero. También es cierto que si recibimos dinero en efectivo, es lo mismo, porque éste nos sirve para comprar alimentos; pero la Biblia no está señalando ese tipo de salario, sino que enfoca muy verticalmente el tema y va hacia los alimentos del obrero. No podemos interpretar la Escritura de otra manera y señalar el salario en dinero, por las siguientes razones: 1) Se cambiaría el propio espíritu de la Ley, porque la analogía está proponiendo algo concreto en relación a ella, como es el alimento físico. 2) Tendríamos un problema con la gratuidad del evangelio. Analicemos ahora las disposiciones del Señor Jesús, recogidas por el evangelista san Lucas, y avancemos en el contexto. “Y posad en aquella misma casa, comiendo y bebiendo lo que os den; porque el obrero es digno de su salario. No os paséis de casa en casa. En cualquier ciudad donde entréis y os reciban, comed lo que os pongan delante.” (Lucas 10:7-8). 1.- La ordenanza proviene del Señor, y tiene disposiciones claves sobre la hospitalidad para con el siervo de Dios que lleva las buenas nuevas. Pero deberá estar sujeta a la buena voluntad del dueño de casa que desee recibirlo. No podemos visualizar ninguna disposición adicional que sugiera situaciones extras o que demanden atenciones especiales para el misionero; pues, no podría exigir un hotel de algunas estrellas, para que el costo lo sufrague la iglesia local. Esto es muy claro. 2.- La paga o salario del obrero del Señor está claramente determinada y tiene relación directa con la comida y la bebida nada más. Por supuesto, no se referirá a bebidas alcohólicas en buenas dosis, sino a los refrescos para calmar la sed, y talvez a una copa de vino, como era costumbre en aquellos días. En términos generales no vemos que se proponga otro tipo de salario, el Señor no hace mención sobre el dinero, sino sobre el alimento. 3.- El obrero no debe andar de casa en casa, buscando las mejores atenciones, sino que con humildad debe permanecer en un solo lugar, aceptando la comida y la bebida que le pongan delante, excepto si el dueño de casa lo despide y el siervo sea invitado a comer en otro sitio antes de su partida. Esta analogía también nos permite advertir algún desfase con la costumbre de quienes, no conformes con la paga o remuneración en sus propias congregaciones, buscan espacios para predicar en otros lados, conscientes que sus servicios serán pagados con aquella “ofrenda de amor” dentro de un sobre. Esta práctica tiene mucha similitud con el acto de ir de casa en casa buscando prebendas y beneficios personales que están fuera del contexto bíblico. No lo promueve ni lo dispone el Señor, pero se lo viene haciendo. 4.- El salario proviene de la buena voluntad y de la generosidad del anfitrión; no podemos visualizar algún tipo de exigencia, imposición o condicionamiento, ni de parte de Dios ni del obrero para otro tipo de normas al respecto. No pueden cambiarse las

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disposiciones del Señor por costumbres humanas que proponen la entrega de dinero en efectivo a cambio de las atenciones alimenticias. 5.- El Señor Jesús está señalando el destino de los obreros; es decir, que también irán a las ciudades, tanto como lo harían a los campos y aldeas. Luego, tanto el habitante de la ciudad como del campo, están en las mismas condiciones; esto es, de proporcionar comida y bebida al siervo del Señor en su casa. Sin embargo, cumplirá con la sagrada obligación de dar hospitalidad al peregrino y pan al hambriento, mucho más si se trata de hermanos en la fe. El gran resumen contempla, entonces, que el salario del obrero no es dinero, ni es impositivo, sino que tiene el grado de ofrenda y ella es dada en alimentos, alojamiento y atenciones de ese estilo. El sentido que el apóstol Pablo propone en su carta a Timoteo es igualmente idéntico, no se sale del contexto para nada. “Los ancianos que gobiernan bien, sean tenidos por dignos de doble honor, mayormente los que trabajan en predicar y enseñar. Pues la Escritura dice: `No pondrás bozal al buey que trilla`; y, digno es el obrero de su salario.” (1 Timoteo 5:17-18). Como podemos apreciar, la Escritura no promueve alguna remuneración impositiva de carácter económico, sino que propone el reconocimiento voluntario del pueblo a la dignidad de los predicadores y maestros, porque sencillamente no estamos tratando al salario bajo una acepción moderna, sino con las bases prescritas en la Biblia, y ella trata estos asuntos desde hace miles de años atrás, cuando el salario era precisamente pagado de distintas maneras. Si hoy entendemos que salario es un sueldo o una remuneración en dinero, en el pasado no estaban del todo establecidos estos principios, sino hasta la aparición del dinero. Pero si lo aplicamos en su literalidad ahora, vemos que no engrana con el piñón adecuado y altera el concepto de la gratuidad del evangelio; luego, las cosas no son de esa manera. Lo que sí podemos visualizar claramente es la práctica de la ofrenda voluntaria, aquella que realmente representa el salario del obrero, gracias a una estricta generosidad del hombre, quien está en el deber de ser grato con los siervos del Señor. Es más, creo que Dios moverá las fichas adecuadamente para que sus siervos hallen gracia delante de sus semejantes y obtengan su salario con cualquier tipo de ofrenda, incluido el dinero, pero jamás como norma exigida o como un derecho obligatorio por sus servicios. Si entendemos bien el ejemplo del buey que trilla, cuya analogía se aplicó a la iglesia, podemos ver que en efecto la paga del buey por su trabajo y en su trabajo, era su alimento, porque al buey no se le pagaba un salario en dinero; y si esto era así, el dinero lo debía recibir su dueño, pero no el buey. En el evangelio de Mateo, el Señor Jesús está señalando el mismo concepto anterior y concuerda plenamente con el contexto que hemos estudiado. “No os proveáis de oro, ni plata, ni cobre en vuestros cintos, ni de alforja para el camino, ni de dos túnicas, ni de calzado, ni de bordón; porque el obrero es digno de su alimento.” (Mateo 10:9-10). Bien podemos no entender muy bien las razones que tuvo el Señor para dar una disposición semejante a sus discípulos. La situación fue muy diferente a cuanto podría

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hacerse según nuestros humanos conceptos de hoy. Cuando uno va de misiones, sin duda se provee de todo lo necesario, y de manera especial todo esto que el Señor acabó de prohibir y más. Pero no sucedería así en los días siguientes, porque aquella fue una disposición expresa y única para ellos en su tiempo y en esta ocasión. No sería una regla a seguir por parte de la iglesia, porque nuevas disposiciones se dieron al respecto. Sin duda el Señor estaba poniendo de por medio una enseñanza diferente, encaminada talvez a probar la fe de sus discípulos, a los cuales no desampararía Dios, desde luego. Tal es así que, a su regreso, el Señor les preguntó si habían sufrido alguna necesidad en ese viaje, y ellos respondieron muy gozosos que nada. Pero aquello que más nos llama la atención ahora, es la parte final del versículo, donde el Señor Jesús, en forma clara y concluyente, está señalando el salario del obrero. En páginas anteriores leímos: “Porque el obrero es digno de su salario”; en esta parte, en cambio, podemos apreciar el término mucho más claro, cuando dice: “Porque el obrero es digno de su alimento.” Entonces, no son dos cosas diferentes, sino que todas confluyen hacia un mismo punto central que habla de los alimentos. Naturalmente, todo esto tiene sentido y un fondo lógico, porque si entendiésemos que el salario sólo es una remuneración económica y en dinero, y en lugar de alimentos le damos dinero al obrero, la Escritura sufrirían una alteración significativa, por dos razones: a) El obrero podría tomar su salario entregado en dinero, si ese es también el deseo del dueño de casa; pero bien podría gastarlo en otras cosas que no sean alimento. En este caso se alteraría el orden del mantenimiento ya dispuesto en la Escritura, y se estaría violando el mandato del Señor, porque se daría algo no ordenado por Él. b) El obrero, al recibir su salario en dinero, seguiría con hambre; no tendría oportunidad de saciarla en aquella casa, no podría comerse el dinero, y necesariamente se vería obligado a salir de allí para buscar alimento en otro sitio, ya sea con ese mismo dinero, o insinuándose para ser merecedor de una nueva ofrenda en comida. Pero esto tampoco es lo que el Señor nos recomienda; el siervo no debe salir de aquella casa, debe permanecer allí, comiendo y bebiendo todo lo que le pongan delante, sin reclamar nada. Si no lo hace, altera también el mandato de Dios. La palabra de Dios tampoco define ni enseña que se deban dar las dos cosas a la vez: alimentos y también dinero. Por desgracia, esto no lo veo en ningún lado. Pero, aunque no existe disposición alguna en este sentido; es decir, que el obrero solamente debe recibir su alimentación y nada más, esto queda fuera de toda ley y de toda ordenanza del Señor. No hay ninguna disposición que le impida al anfitrión ofrecer algo más, ni al obrero recibir otro tipo de ofrendas que le vengan por añadidura; de modo que las dos partes pueden obrar de esa manera, pero todo ello dentro de la más estricta generosidad y bajo los dictados de la buena voluntad de las personas; es decir, bajo su entera y particular disposición, pero nunca bajo imposición, sugerencias o mandatos de otro tipo; pues la Escritura no convalida eso. “Por tanto, tuve por necesario exhortar a los hermanos que fuesen primero a vosotros y preparasen primero vuestra generosidad antes prometida, para que esté lista como de generosidad, y no como de exigencia nuestra.” (2 Corintios 9:5).

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Es por todo esto que no puedo estar de acuerdo con aquellos actos violatorios que traspasan la palabra de Dios para imponernos otra doctrina, una que necesariamente genere ganancias poco o nada honestas. ¿Quién dispuso el pago por todo servicio de predicación? ¿Quién dispuso el cambio del salario del obrero y ordenó la entrega de dinero en lugar del alimento? Es obvio que Dios no lo ha hecho. Cierto es que muchos han dejado de ser siervos para convertirse en amos, porque de ese modo pueden manejar las cosas a su entera satisfacción, pero quien cambió el orden de las cosas, no aprecia la palabra de Dios ni la teme. Sin duda hay pastores que anhelaron ser apóstoles, y éstos ya desean transformarse en súper apóstoles o apóstol de apóstoles, y habrá súper apóstoles que ya deseen ser Jesucristo, como lo ha hecho cierto personaje en Centro América; pero esto solamente reflejará una parte del orgullo que perdió a Lucifer y que lo hará con muchos de sus seguidores. Normalmente necesitamos el dinero para cubrir nuestras necesidades básicas y fundamentales en este mundo, como es la vivienda, el vestido, el transporte, la educación, etc., pero estos recursos deben ser lícitos, provenientes de nuestro propio trabajo, negocio o empresa; y si provienen de alguna ofrenda especial, en buena hora, pero de ningún modo debemos basar nuestra economía exigiendo estos recursos que bien no pueden ser muy significativos ni regulares. El apóstol Pablo, según lo afirma él mismo, se ganaba la vida confeccionando tiendas en sus horas disponibles, a fin de no ser gravoso para nadie; y el consejo de Pablo invitándonos a ser sus imitadores, debería ser la guía en todos los caminos de nuestra vida. “Sed imitadores de mí, así como yo de Cristo.” (1 Corintios 11:1). Hubo una pequeña congregación a la cual asistíamos mi esposa y yo durante los primeros meses de creyentes en el Señor. Era una congregación que empezaba, y por estar muy cercana a nuestro hogar, decidimos asistir a ella. Cierto día, el pastor salió de viaje al exterior y dejó como su reemplazo en la iglesia a otro pastor amigo y conocido suyo. Este hombre venía a dejarnos sus enseñanzas y su mensaje dos veces por semana, desde luego dándose su tiempo y costeándose él mismo los gastos de combustible para su vehículo, en los diez kilómetros de ida y otros tantos de regreso; nunca había solicitado un centavo para sus gastos. Los hermanos de la congregación (diáconos y administradores), entre ellos también yo, preocupados por esta situación, acordamos entregarle una pequeña ofrenda con el producto de las reducidas aportaciones hechas por los hermanos al templo, a fin de compensar en algo sus gastos y su labor en la obra. Ya había pasado al menos un mes y nuestro pastor no retornaba del Brasil. En buena parte, yo estaba convencido que las cosas se manejaban así; como alguien lo había sugerido, me pareció muy justo ayudar al siervo por su abnegada labor. El dinero se lo ubicó en el interior de un sobre de carta, y al final del culto la tesorera procedió a la entrega, destacando primero nuestra buena voluntad y amor hacia él. El hombre, de unos 65 años aproximadamente, no sólo que se molestó por la actitud que habíamos tomado, sino que, al ver el sobre y adivinando su contenido, rotundamente se negó a recibir la ofrenda. Con buenas palabras insistió que no era ese su afán, sino el de cumplir con su tarea de evangelista, y de cumplir con la tarea a él asignada hasta el regreso del titular. Sorprendidos por esta actitud, los hermanos decidieron cambiar de método. Para la siguiente visita le tenían preparada otra ofrenda; ésta consistía en una canasta, en cuyo interior se habían colocado varios productos alimenticios. El regalo, esta vez sí fue acepto.

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De esta lección aprendí mucho, y con el correr de los años comprendí que aquella actitud había sido la correcta, porque nacía de un principio bíblico real. ¡Cómo quisiera que existan hombres de esta calidad, cuya integridad conmovió mi espíritu! No así, hasta hoy nos alcanza una era de materialismo muy propio de las concepciones humanas, y se llena la medida, porque en la práctica, detrás de las ambiciones personales, el dinero ha sido siempre lo primordial para muchos pastores. “Sus jefes juzgan por cohecho, y sus sacerdotes enseñan por precio, y sus profetas adivinan por dinero; y se apoyan en Jehová, diciendo: ¿No está Jehová entre nosotros? No vendrá mal sobre nosotros.” (Miqueas 3:11). Las bases para exigir dinero al pueblo talvez provengan de este versículo, pero, como se puede advertir, nada de esto sería para bien, sino para desplegar la ira y el rechazo de Dios. ¿Cómo podría un ministro cristiano hacer lo mismo? Sin embargo, vemos que se lo hace, muchas de las enseñanzas bíblicas van en sentido contrario hoy en día. Pero es obvio que los verdaderos hijos de Dios no pueden comulgar con las actitudes de aquellos profetas y sacerdotes codiciosos. El apóstol Pablo, en su tiempo, aconsejaba algo muy diferente, pero hermoso. “¿Cuál, pues, es mi galardón? Que predicando el evangelio, presente gratuitamente el evangelio de Cristo, para no abusar de mi derecho en el evangelio.” (1 Corintios 9:18). Evidentemente, muchos ministros piensan con mayor profundidad y creen que aquí existe un derecho, y que el vivir del evangelio es un mandato de Dios que faculta a los pastores para exigir dinero y vivir cómodamente de sus ovejas. Esto no es así, pues, la interpretación ha sido distorsionada premeditadamente. En alguna Biblia que no conozco quizá exista el derecho para exigir dinero, exigir diezmos y ofrendas obligatorias para provecho personal, a fin de dar cumplimiento y centrar la fe en esta parte; pero en la Biblia que yo tengo y que hoy estoy leyendo, no tengo esos versículos. El apóstol Pedro, quien se identifica entre aquellos que no siempre tenían plata en su bolsa (Hechos 3:6), cuando un samaritano le ofreció dinero por sus dones, con cierta vehemencia respondió: “¡Tu dinero perezca contigo!” (Hechos 8:20). Y creo que su actitud también es de ejemplo para todos nosotros, pero sencillamente no vemos esos principios, sino aquello que realmente conviene para pedir dinero a las ovejas bajo cualquier pretexto. No propongo la negación del derecho a vivir del evangelio, porque en efecto así está escrito, pero debe hacerse conforme a ese principio bíblico, específico y real basado en la ofrenda generosa de la gente. Sin embargo, aquello que sí percibo aquí es una verdad más evidente. Si Pablo, con toda su autoridad de apóstol rehusó tomarlo, no quiso usar ese derecho y así lo aconseja para no poner tropiezos al evangelio de Cristo, la mayoría de ministros de hoy sí lo reclaman con cierta autoridad. La gratuidad que propuso Pablo hoy tiene costos; la enseñanza gratuita ha dejado de ser, porque hoy, exquisitamente, se la llama: “Conferencia”; ¡y ésta sí tiene réditos! “Si otros participan de este derecho sobre vosotros, ¿cuánto más nosotros? Pero no hemos usado de este derecho, sino que lo soportamos todo, por no poner ningún obstáculo al evangelio de Cristo.” (1 Corintios 9:12).

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¿En qué lugar está usted? ¿Talvez en el bando de esos “otros”, o en las filas de quienes imitamos a Pablo? Ciertamente la presencia de esos “otros” en las iglesias es un obstáculo para quienes buscan un camino al cielo, porque están cerrando el paso a las ovejas del Señor con sus prácticas abusivas de pedir dinero por sus servicios, en toda reunión, y a veces hasta de casa en casa. “Porque os acordáis, hermanos, de nuestro trabajo y fatiga; cómo trabajando de noche y de día, para no ser gravosos a ninguno de vosotros, os predicamos el evangelio de Dios.” (1 Tesalonicenses 2:9). “Porque vosotros mismos sabéis de qué manera debéis imitarnos; pues nosotros no anduvimos desordenadamente entre vosotros, ni comimos de balde el pan de nadie, sino que trabajamos con afán y fatiga día y noche, para no ser gravosos a ninguno de vosotros; no porque no tuviésemos derecho, sino por daros nosotros mismos un ejemplo para que nos imitaseis.” (2 Tesalonicenses 3:7-9). ¿Dónde ha quedado ese ejemplo? ¿El vivir del evangelio significa no trabajar, y vivir a expensas de los demás como un derecho, exigiendo el pago de diezmos y ofrendas en provecho personal? ¿Debemos ser gravosos con el pueblo de Dios a pretexto de trabajar en las cosas del Señor? Yo entiendo que la palabra de Dios no enseña algo como eso, ni se ha canalizado el salario de esa manera. Es verdad que los hermanos de Macedonia, especialmente, decidieron enviar algunas ofrendas voluntarias a Pablo, pero nunca lo hicieron por imposición o mandato, sino bajo un acto de gratitud y de buena voluntad para con este hombre, cuya integridad sí era de muchos kilates. Estas escrituras no han estado ocultas ni selladas para no verlas o entenderlas; tampoco han sido enigmáticas u oscuras para no aplicarlas, salvo que en algunas mentes haya reposado el entenebrecimiento de parte de Dios, porque cuando el Señor dispone su desagrado o su rechazo, en franca reciprocidad a las obras humanas, porque todo lo que se siembra se cosecha, las consecuencias jamás irán por el camino de la luz y del bien. Si el derecho existe, es mejor no usarlo, dice el apóstol, si con ello causamos perjuicio al rebaño de Dios; pues, muchas almas no quieren ser usadas, utilizadas o explotadas bajo normas humanas, porque están cansadas de lo mismo y no quieren cargar con ningún yugo más. El sendero del evangelio no puede contener tropiezos, sino amor y misericordia; pero aun estas virtudes a veces desaparecen porque muchos prefieren falsificar el evangelio a fin de lograr sus objetivos. “Pues no somos como muchos, que medran falsificando la palabra de Dios, sino que con sinceridad, como de parte de Dios, y delante de Dios hablamos en Cristo.” (2 Corintios 3:17). Es posible, y talvez siempre hayan esos “otros” o esos “muchos” que no siguen por el camino correcto; siempre habrá quienes prediquen por dinero y cobren por sus enseñanzas; pues, se acostumbraron a medrar de ello, pese a que la palabra de Dios no dispone tales cosas. Luego, la falsificación de ella se ha consumado bajo sutiles e incorrectas interpretaciones. Definitivamente, el deseo del Señor, de Pablo, y de todos los apóstoles de Dios, no ha sido ese sino todo lo contrario, porque Dios es quien da el salario, no los hombres.

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“No seáis tropiezo, ni a judíos, ni a gentiles, ni a la iglesia de Dios; como también yo en todas las cosas agrado a todos, no procurando mi propio beneficio, sino el de muchos, para que sean salvos.” (1 Corintios 10: 32-33). ¡Ay de aquellos, por quienes vienen los tropiezos!, dice el Señor; y podríamos añadir una cadena de ayes por aquellos que lucran en su nombre; ayes por quienes han hecho del evangelio su medio de vida, pero que no han dado su vida al servicio del evangelio, como es tarea de los santos; ayes por aquellos que no se conforman con poco y piden doble ofrenda; ayes por quienes han tomado como suyo el dinero del Señor, etc. El vivir del evangelio no puede interpretarse como un derecho u ordenanza que motiven a la corrupción, sino que ordena un camino de santidad, perfección e integridad, y todos los siervos del Señor deben ostentar estas virtudes. El pueblo, en su orden, sabiamente debe reconocer el trabajo honesto de sus ministros, de aquellos que saben gobernar bien sus casas y su rebaño, y ofrecer su reciprocidad en la tarea, dándoles el honor debido, así como el apoyo y su alimento; pero todo ello en el verdadero sentido de la gratitud, de la buena voluntad y del amor recíproco que sí debe enseñarse. El anhelo por las ganancias deshonestas ha hecho rodar por el suelo la palabra de Dios; y ese anhelo, presente en todos los tiempos, ha cerrado el camino a mucho pueblo, el cual no ha tenido la oportunidad de conocer a Dios, tal y como Él es. Aunque se habla de la presencia del Espíritu Santo en la iglesia, la mayoría de veces no aparece su obra, sus dones o su palabra. Por un sano temor de Dios, creo que esto debería cambiar en el mundo; el afán por el dinero, la fama o la honra terrenal deberían aplacarse y dejarlos muy lejos. Los siervos del Señor, obviamente, tienen un derecho consignado en la palabra de Dios, y pueden vivir del evangelio, tal y como está escrito, pero gracias a la ofrenda voluntaria de sus consiervos, gracias a la generosidad de los fieles, cuyas dádivas no vienen por imposición, sino por amor a Dios y a su causa. La ofrenda puede venir como alimentos, bienes o dinero, pero nunca exigidos, sino ganados con el trabajo honesto, desinteresado y fiel de los ministros. La ofrenda puede salir incluso del tesoro del templo y servir para las necesidades del pastor de la congregación, pero no obligatoriamente ni como sueldo imponible a satisfacción del interesado, porque si el pastor tiene derechos, también lo tienen todos los que trabajan con él y colaboran en la obra. En algunos lugares, el pastor recibe un tanto por ciento de los recursos, y son los ancianos administradores quienes lo entregan según haya prosperado la iglesia, y esto sería lo adecuado; pero el hecho de apropiarse de todos los ingresos como sueldo y como caja chica personal, está fuera de toda enseñanza bíblica. Quizá he tocado un nervio más en la columna vertebral de los ministros y debo decirlo claramente. Sabemos que no solamente el pastor es quien ministra, sino que lo hacen también los miembros de la alabanza, el director del culto, etc., a quienes poco o nada se les reconoce. Muchos músicos y cantores son usados nada más para los fines de la iglesia, porque el único con derechos es el pastor de la congregación; casi nunca se les extiende un incentivo u ofrenda como ministros de la alabanza y adoración a Dios. Pienso que también ellos, como sacerdotes del Señor, deben participar de las cosas del altar, porque sirven y son canales de bendición para el pueblo. Sin embargo, el dinero de los diezmos actualmente no es para eso, porque tienen un destino ya definido por los hombres que los manejan, y por quienes aducen su pertenencia. La honra y el honor debidos a los maestros y a quienes nos presiden deben ser justos y deben contarse como deuda también para ellos aunque fuese periódicamente y según las disposiciones económicas de la congregación. Sin embargo, y pese a sus derechos, a los

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alabantes, diáconos, ujieres, etc., se les dice que ellos solamente tienen un voluntariado, un trabajo para el Señor que no es remunerado, pero el pastor que predica sí los tiene. Sin embargo, hemos advertido que el evangelio del Señor no propone estas prácticas. De todos modos, es Dios quien ve las obras de cada uno, y será Él quien dé el pago en su momento, pero ciertamente duele saber que su palabra no esté en el sitial que le corresponde y se vea alterada por sutiles intereses humanos. De todos modos, si Dios permite algunas manifestaciones desleales en Su iglesia, pienso que aquella decisión obedece al desarrollo de sus planes perfectos y eternos, muchos de ellos encaminados hacia el final de los tiempos, donde en verdad se apostatará de la fe y muchos se guiarán por la vía de las fábulas. Siempre un mundo corrupto precede a toda caída, y es doloroso que nosotros mismos, como protagonistas de ello, propiciemos este final. Dios no es tan paciente como podemos suponer, aunque nos pasemos la vida pregonando siempre de su amor y su gracia; finalmente levantará su mano y con un cierto grado de ira, juzgará al mundo rebelde, porque el mal en el seno de Su iglesia y en el mundo, no va a pasar desapercibido ni durará para siempre. La Biblia registra la caída del hombre por causa de una serpiente; más tarde el diluvio arrasó con la vida del planeta por causa de la maldad de los hombres; ciudades y reinos como el imperio romano, cayeron gracias a la corrupción y al desenfreno. Pero, al parecer, no ha sido suficiente el ejemplo para muchos hombres y mujeres de nuestro tiempo, quienes prefieren seguir gozando de sus derechos, aunque no sean del todo bíblicos. “Mas, os ruego, hermanos, que os fijéis en los que causan divisiones y tropiezos en contra de la doctrina que de nosotros habéis aprendido, y que os apartéis de ellos. Porque tales personas no sirven a nuestro Señor Jesucristo, sino a sus propios vientres, y con suaves palabras y lisonjas engañan los corazones de los ingenuos.” (Romanos 16:17-18). Pese a la dureza de esta palabra, muchos dirán: `Felizmente yo no estoy en el grupo de esas personas; a mí no me toca esa Escritura, porque estoy en el camino correcto`. Y pienso que nadie, absolutamente nadie, se hará cargo de esta palabra. Pero ella no está allí por nada ni por nadie, sino porque tenemos en nuestro medio a los protagonistas, a los que causan divisiones, a los que ponen tropiezos, a los que cambian la doctrina de Dios por otra mejor, según sean sus intereses. Pero el consejo del Señor apunta a que nos apartemos de ellos, nos mueve a actuar en sentido opuesto para que no seamos partícipes de su maldad ni cómplices de su pecado, y tenemos que hacerlo. Sin duda existe en el mundo mucha gente que no sirve a nuestro Señor Jesucristo, pero que actúa bajo el imperio de su nombre; vemos el interés desmedido por el dinero, el cual alienta su sed y es lo único que llena su vientre. Muchos siervos del Señor, entre los cuales debo sumar mi modesta opinión, no estamos vertiendo opiniones antojadizas, sino que nuestra experiencia da testimonio del cumplimiento de la palabra de Dios en ellos. Si tenemos entre nosotros a los lisonjeros y a los engañadores, ciertamente es motivo de cuidado. Pero también es cierto que muchos hemos sido ingenuos, y otros lo siguen siendo, para dar cabida en su corazón al poder engañoso. No podemos cerrar los ojos a la realidad, ni podemos convencernos que todo está bien en la iglesia; aunque así se diga y se predique, aunque se diga que van por el camino correcto y que se obra en apego a los mandatos divinos, no son sino lisonjas que tuercen el sentido normal de la verdad, porque los fines y sus frutos van en dirección opuesta.

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Aunque el apartarnos de ellos represente una división, ésta sí está recomendada por Dios; y para hacerlo, no tema al hombre, tema al Señor en todo y haga su voluntad antes que la de muchos codiciosos. Si hemos sido llamados a ser un real sacerdocio de Cristo, honremos con nuestra vida al Señor, cambiemos de ruta y demos la vuelta hacia el camino correcto, antes que se nos diga: “Y ya no hubo remedio.” (2 Crónicas 36:16). No podemos convertirnos conscientemente en necios, en sujetos que toleran el imperio del error, del engaño y la falacia, que toleramos a quienes nos devoran, nos despojan de lo nuestro, y como pago nos regalan recias bofetadas, tal y como hará el mismo diablo con sus devotos. “Porque de buena gana toleráis a los necios, siendo vosotros cuerdos. Pues toleráis si alguno os esclaviza, si alguno os devora, si alguno toma lo vuestro, si alguno se enaltece, si alguno os da de bofetadas.” (2 Corintios 11:19-20). No hay duda que existen personas esclavizadas por sus pastores y que actúan bajo un sentimiento de lealtad y sometimiento a la autoridad, pero el sometimiento a sus prácticas debe hacerlos meditar mucho, porque compromete su complicidad. Si muchas veces esto hemos sido todos, o algo de esto pudimos ser, es hora de gritar. ¡Basta! Bueno sería, y este es mi sueño, si pudiésemos armar un gran Concilio de Cristianos, pero de cristianos auténticos, capaces y sabios, de hombres que teman a Dios, a fin de trazar las bases y principios que deben normar en la iglesia del Señor a nivel mundial, basados en su palabra real, que sólo haya una denominación, una sola doctrina y una sola meta, para que al fin podamos decir acertadamente que seguimos a Cristo, que somos cristianos, que obedecemos sus leyes, que somos uno y que nos amamos unos a otros. ¡Qué feliz sería ese mundo! ¡Yo creo que entonces el Señor nos miraría con una amplia sonrisa! Pero hace falta deponer esos mezquinos y personales intereses, hace falta cortar de raíz el egoísmo, el orgullo, la auto-suficiencia, la auto-justificación, lo cual sin duda no es una tarea fácil. Bueno sería si pudiésemos adoptar una sola teología para regirnos por ella todos los siervos del Señor; pero actualmente seguimos divididos; no nos agrada lo que dicen o lo que hacen las otras denominaciones, porque nosotros somos los únicos portadores de la verdad, como si existiesen tantas o miles de verdades para cada bando. Esto de suyo es falso, pero pedimos muy devotamente a Dios que se manifieste en todos estos lugares, como si el Señor fuese un dependiente nuestro o alguien que debe estar atento al capricho de los hombres. Y claro es que Dios no se manifiesta en muchos lugares, porque su Santo Espíritu ha sido contristado con desleales actitudes. Es cierto que mientras este conglomerado de humanos imperfectos exista sobre la faz de la tierra, no habrá iglesia perfecta; es cierto que si entre nosotros tenemos a muchos de nuestros ministros marcados con el signo de la imperfección, la iglesia también seguirá igual; pero todo esto puede solucionarse con la ayuda gratuita de Dios y bajo el imperio de la perfección de Cristo, nuestro Bendito Salvador. Si todos volcásemos nuestra mirada al Señor y le fuésemos obedientes, creo que la tarea sería posible de realizar, o al menos trataríamos de caminar por ese rumbo, pero no a ciento ochenta grados de distancia. Muchos nos sugieren que debemos aceptar lo bueno y rechazar lo malo, pero el hombre es incapaz aún para discernir entre lo bueno y lo malo, porque, sin duda, muchos dicen a lo malo bueno y a lo bueno malo (Isaías 5:20); de esta manera el caos nos agobia y nos domina, como un yugo de hierro, cuya particularidad es la de ser pesado e irrompible.

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Y mientras el diablo haga de este mundo el centro de sus actividades, y no tengamos el poder suficiente para echarlo fuera, mucho de lo mismo tendremos por delante. ¡Que Dios tenga misericordia de nosotros! &&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&

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