Todos los días de invierno

By nyht99

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La vida de Hazel Green siempre se ha guiado por la misma constante: tiene que ser la mejor en todo. Hasta su... More

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50. EPÍLOGO
AGRADECIMIENTOS

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By nyht99

this is me trying – taylor swift

Hazel fue a visitar a Theo al día siguiente, justo al salir del instituto. Jordan le había dicho que le habían expulsado durante una semana, la culpa acumulándose entre sus pulmones mientras él masticaba una de las patatas congeladas que les habían servido en la cafetería.

Annie la había mirado entonces, los ojos suplicantes y el asiento a su lado completamente vacío. También había un hueco en la mesa de Rose Wang-Clarke y los demás, justo desde donde Peter McLaren se dedicaba a tirar comida a todo el que se cruzaba por su camino.

Aquella mañana, Astrid había corrido desde la otra punta del pasillo al ver a Hazel. Ella se la quedó mirando en silencio, la sensación de que había dejado de habitar el mismo planeta que las personas que la rodeaban. Le escocieron los ojos mientras observó cómo la noruega se aturaba a medio camino, sus brazos suspendidos en el aire justo antes de abrazarla.

—¿Estás bien? —preguntó.

La castaña frunció los labios, las manos escondidas en el bolsillo de su sudadera de El Gran Gatsby. Astrid se había pasado el día anterior llamándola, pero ella no le había cogido el teléfono.

—Sí.

La casa de Theo no era la casa que Hazel había conocido, aquel edificio a las afueras con hierbajos rodeando la entrada. Theo había vivido allí con su padre desde que Hazel tenía uso de memoria, aunque se había puesto en venta poco después de que desapareciera aquel verano de 2014. La castaña albergaba algunos recuerdos de aquel periodo de transición, el padre de Theo —que hablaba a gritos y siempre apestaba a cerveza— amenazándolas con que llamaría a la policía si volvían a llamar al timbre para preguntar por él. Annie se había echado a llorar entonces, pero Hazel ni siquiera se inmutó.

La nueva casa de su amigo de la infancia era más pequeña, pero estaba más llena de vida. Las paredes de la entrada eran de color verde y los muebles eran antiguos, la luz natural del exterior entrando desde el ventanal de la sala de estar. La estancia estaba llena de fotografías de familia y retratos de Edimburgo, una niña pequeña con el rostro repleto de pecas y una sonrisa que ocupaba el marco entero, un anciano con el rostro sereno y los ojos de un azul más intenso que el océano.

Hazel no tenía ni idea de quién era esa gente. Se preguntó cuántas cosas se le habían escapado de Theo, cuantas piezas del rompecabezas de todos sus años de amistad se habían extraviado.

Se le hizo bastante raro ver a la señorita O'Connor fuera del instituto. Ella no pertenecía allí, ella pertenecía a aquel universo paralelo donde pertenecían los profesores, los despachos con olor a café y los pasillos vacíos. Le dio la bienvenida antes de que apareciera Theo, su cabello pelirrojo recogido en un moño desordenado, sus gafas resbalándose por el puente de su nariz.

—Gracias —había dicho Hazel cuando la mujer le había ofrecido un té de arándanos, incapaz de decir en voz alta que a ella nunca le había gustado el té—. Tiene usted una casa muy bonita, muy...

—Nada de formalidades —le había dicho ella, el rostro más juvenil que se había encontrado jamás en alguien de su edad—. No estamos en el instituto, aquí no soy tu profesora. No hace falta que me trates de usted ni que me llames por mi apellido. Ivy está bien.

Hazel agradeció cuando apareció el chico, los rizos anaranjados más desordenados que nunca. Se sentó en la mesa de madera de la cocina, justo delante suyo. La castaña clavó la mirada en la ventana, la nieve cayendo sobre los árboles desnudos de su jardín.

—Te da puto asco.

La chica parpadeó, los dedos de Theo deslizándose sobre el cubo de Rubik, las pegatinas del juguete tan desgastadas que estaban a punto de caer.

—A ver —respondió, al ver sus ojos azules clavados sobre el té de arándanos—. Asco no.

—Joder, Hazel —replicó él, su voz tan serena como en el momento en el que había cogido a Peter McLaren por la nuca—. Habérselo dicho a mi madre. Lo estás mirando con una cara que..., mira. Da igual, mejor me lo bebo yo.

La castaña no dijo nada al respecto. Asintió, su mirada clavada sobre la mesa. Le dolía la cabeza como si estuviera pasando por la peor resaca de su vida.

—Gracias —murmuró.

Theo se encogió de hombros.

—Es mi favorito.

—No —la chica sacudió la cabeza, sus dedos entrelazándose sobre su regazo, las uñas en carne viva de tanto mordérselas—. No es por esto, es por... Bueno. Lo de Peter, lo de... No lo sé. Siento que te han expulsado por mi culpa.

—Fui yo quien estampó la cabeza a Peter McLaren contra la mesa.

Hazel vio un ápice de remordimiento en su mirada, sus dedos ágiles sobre el cubo. Ya lo había hecho y deshecho dos veces desde que habían empezado a hablar.

—Pero lo hiciste para defenderme.

Él le dedicó una sonrisa triste.

—Sí, bueno —respondió—. No pensé demasiado. Me gustaría haber podido hacerlo de otra forma, la verdad. No pretendía..., no sé. No quería hacerle daño, creo. A veces me pasa esto. A veces pierdo el control y da un poco de miedo.

—De todas formas, gracias.

El pelirrojo volvió a encogerse de hombros. Se quedaron sumidos en un silencio bastante incómodo, el sonido de la televisión desde la sala de estar como único acompañante. Hazel pensó que ya estaba, que ya había hecho su parte. Sin embargo...

—Cuando dejaste Starkville... ¿Nos echaste de menos?

Theo levantó la mirada del cubo de Rubik. Se tomó su tiempo para responder, recuerdos de tardes leyendo novelas en la casa del árbol de los Wang-Clarke flotando a su alrededor.

—Claro —respondió—. Os escribí un par de postales cuando estuve en Escocia, pero nunca las envié.

Hazel frunció los labios.

—Hemos sido un poco imbéciles.

—Da igual —replicó él—, supongo que tenía que ser así.

—Supongo.

Aquella tarde, mirando sus ojos cansados y apagados bajo la luz de su cocina, Hazel lo entendió: Theo siempre había sido una persona increíblemente triste.

—He sido bastante desconsiderada —dijo—. Lo siento.

Pensó en los «secretos» que había mencionado Annie, en las piezas del rompecabezas que había perdido. Quiso hacer un millón de preguntas, pero las guardó dentro de su garganta, un millón de sospechas incipientes que podrían ser la respuesta para completar aquel maldito artículo muriendo en una fracción de segundo.

Theo había tenido razón aquella mañana de septiembre en la cafetería. A Hazel no le importaba nada más que conseguir información. Solo quería respuestas.

Suspiró, clavando la mirada en una mochila que se le hizo extrañamente familiar sobre el suelo de una de las esquinas de la sala de estar.

—Deberías hablar con Annie —su amigo de la infancia rompió el silencio, sus dedos tamborileando sobre la madera—. Te quiere de veras. Creo que eres la persona que más le importa en todo el mundo.

La castaña sintió que se le cerraba la garganta.

—Sí —respondió, y, justo antes de levantarse de la silla, añadió: —Gracias.

Al salir de casa de los O'Connor, sintió una oleada de frío golpeándole el rostro. Se apretó la bufanda, sintiendo el tejido y el olor a suavizante contra la nariz y colocándose la capucha de su parka sobre la cabeza. Apretó los ojos, aguantando la capucha con las manos para que no se le escapara por el viento, pequeños copos de nieve arremolinándose a su alrededor.

No había caminado ni una cuadra cuando los vio, los brazos entrelazados y el tipo de energía que tan solo dos personas como ellos podrían emanar.

—¿Chica cuervo?

Observó a Peter, la nariz grande, tosca y masculina, algo enrojecida por el frío. Se le habían pegado un par de mechones de pelo a la frente y la estaba mirando con un interrogante formándose entre las arrugas de su ceño fruncido.

La castaña bajó la mirada, dispuesta a seguir con su camino.

—Que te den, Peter.

—Espera —sintió unos dedos agarrándola del brazo, sus ojos verdes mirando a cualquier lugar menos a ella—. Quería hablar contigo, quería...

A Hazel no se le pasó por alto cuando Ruby le pellizcó el brazo, unas orejeras de color rosa pastel por encima de su coleta alta.

—Dilo ya, anda —replicó, sus uñas acrílicas clavándose en el brazo del chico—. No es tan difícil.

Peter se rascó la nuca. Hazel empezó a balancearse sobre sus talones, las manos escondidas en los bolsillos de su abrigo. Hacía muchísimo frío, pero no quería volver a casa. Una parte de ella detestaba a Peter, pero la otra estaba dispuesta a dejar que le hiciera perder todo el tiempo del mundo.

—Quería pedirte perdón —dijo él entonces, la voz más grave de lo que Hazel recordaba. Se preguntó cuándo había pasado, cuándo había dejado de ser el preadolescente con acné y problemas para socializar para convertirse en un chico que estaba de camino a convertirse en hombre—. Íbamos a ver a Theo, pero bueno. Casi me pega una paliza, pero creo que me lo merecía.

Hazel se mordió el labio inferior.

—Un poco sí.

—Soy bastante imbécil, a veces —respondió él, las pestañas postizas de Ruby Williams agitándose cuando empezó a asentir de manera efusiva—. Soy consciente de ello.

La castaña no supo qué contestar.

—Bueno —dijo—. Está bien que lo sepas.

Ruby soltó una carcajada, un par de hoyuelos hundiéndose en cada una de sus mejillas. Hacer reír a alguien como ella era incluso mejor que recibir una disculpa por parte de Peter McLaren.

—A veces no sé por qué actúo así —admitió él, el vaho escapándose entre sus labios mientras hablaba. Parecía más maduro, más adulto. Quizás estaban creciendo, todos juntos—. Para gustarle a los demás, supongo.

—Lo entiendo.

Acabaron despidiéndose, la incomodidad y la complicidad entremezcladas, la sensación de que habían desbloqueado un nivel más dentro del entresijo de vidas que se mezclaban entre las calles del pueblo más frío de Colorado. Hazel escuchó la voz de Peter desde la distancia, justo antes de que la pareja cruzara la carretera para llegar a casa de Theo.

—Lo he hecho bien, ¿no?

—Más te vale hacerlo mejor con O'Connor —Ruby tiró de uno de sus mechones de pelo antes de añadir: —. No me gustaría tener que ver tu cabeza estampada contra una mesa.

Quizás, pensó Hazel, Peter y ella no fueran tan diferentes como pensaba.

Peter quería atención. Quería amigos. Quería que le rieran las gracias y le chocaran la mano por los pasillos. Quería que estuvieran por él, incapaz de ver las líneas que marcaban los límites, incapaz de advertir cuándo había llegado demasiado lejos.

Hazel quería validación. Quería números altos en sus exámenes, quería trofeos en las vitrinas de su habitación. Quería que su madre sonriera al verla, quería que asintiera al ver las calificaciones en el papel que llevaba a casa.

Quería demostrarle que no tenía por qué entrar en Yale para ser excelente. Si conseguía entrar en la Joseph Pulitzer, podría darle las evidencias suficientes para que pudiera ver que su nombre podía acabar entre las páginas de los periódicos más importantes del país.

Peter había hecho cosas cuestionables para ganarse la aprobación de los demás, pero Hazel no era mucho mejor que él.

Había intentado ignorarlo, el rostro de Astrid cruzando sus pensamientos cada vez que un copo de nieve desaparecía al aterrizar sobre su chaqueta.

Quería entrar en la Joseph Pulitzer.

Debía hacerlo.

Y habría sido capaz de traicionar a cualquiera por conseguirlo.

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