Guerra de Ensueño I: Princesa...

By Fantasy_book_queen

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Borrador final (espero) del primer libro de la saga Guerra de Ensueño antes de que sea publicado. Ziggdrall l... More

Oh, sh*t, here we go again!
Introducción
1: Ejército
2: Despierta en un lugar extraño
3: La torre de los magos
5: Mitos y Leyendas I
6: Permanencia
7: ¿Otro mundo?
8: ¿Magia para pelear?
9: Un matiz para la guerra
10: Conocer la guerra
11: Encuentros
12: Reparaciones
Interludio I
13: Volver a empezar
14: La reserva
15: ¿Una misión asistida?
Interludio II
16: Razones para mentir
17: Lionel
18: Volver a casa
Interludio III

4: La armada

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By Fantasy_book_queen

Los siguientes días en la pequeña habitación se me antojaron eternos cuando ni Inanna ni Sebastian volvieron a aparecer, dejándome en manos de Kaiya, quien se limitaba a revisar mis heridas en silencio, con una expresión a todas luces fastidiada y que no dejaba espacio para una conversación o siquiera para algo diferente a un escueto saludo.

Alexander se presentó entonces, demasiado críptico y serio para poder preguntarle algo acerca de mi destino, explicándome que Sebastian le había pedido que me trajera algunos libros y mapas que me ayudaran a entender Sygdral o como sea que se llamara el lugar en el que estaba. Sin embargo, él se había limitado a llevarme cosas en un idioma extraño, recomendándome, por mi propio bien, que me esforzara en estudiarlas y luego, dejándome sola con las cosas aun cuando le hice saber que no las entendía.

Suspiré, frustrada de solo recordar lo que había ocurrido hasta ahora, observando por la ventana cómo la luz de la mañana daba paso a la tarde de un día más allí encerrada, donde lo más interesante que había pasado era que por fin parecía capaz de caminar lo suficiente como para llegar a la pequeña mesa de Inanna, que ahora estaba repleta de papeles que, se suponía, debía estar estudiando.

Miré el conjunto de mapas extendido frente a mí sin poder evitar sentir una pizca de odio hacia ellos. Ninguno me había ayudado a recordar nada y sin ayuda de la pareja amable que me había llevado hasta allí, parecía que terminarían por echarme en un par de días para que lo que sea que hubiese estado a punto de matarme, tuviese oportunidad de hacerlo a gusto.

Frustrada, empujé los mapas, alarmándome un poco cuando uno de ellos se dobló con brusquedad, estando cerca de romperse.

—No, no, no te rompas —murmuré preocupada, pasando mis manos sobre él con cuidado para alisarlo, dado que era el único mapa que parecía escrito en un idioma que podía entender y también porque estaba segura de que Slifera y Alexander me asesinarían con magia si dejaba que algo le pasara a alguna de sus pertenencias, pues el muchacho había enfatizado una y otra vez, que eran un préstamo especial por petición de su hermano.

Comenzaba a darme cuenta de quién había heredado toda la amabilidad de la familia.

Traté de concentrarme en el mapa otra vez, analizándolo: me encontraba en un lugar llamado Ziggdrall, que tenía ecosistemas muy variados en su pequeño territorio. El norte estaba rodeado por una cadena montañosa, a la izquierda, abarcándolo casi todo, unas montañas nevadas con el nombre de Sneeuval y a la derecha, una sección de piedra negra que se extendía hacia el mar del este, con el nombre de Baki Dutse.

El centro era un conjunto de bosques delimitados con el nombre de Verkies, que era donde seguramente me encontraba ahora, mientras en la parte inferior derecha se encontraba una especie de desierto cuyo nombre parecía ser Tryjs. Finalmente, el océano que rodeaba casi todo el reino brillaba de color azul bajo la leyenda de Trane. Nada de eso me era familiar y mucho menos los nombres de los poblados que parecían cubrir la región:

Thallek, Yzelyn, Lidimta, Cert, Ruzes, Orghez, Nerjus, Dirílea, Zujaj, Zivawe, Uhmdala y Tryjs, no eran más que nombres vacíos y difíciles —realmente imposibles— de pronunciar. Por alguna razón, en el fondo de mi mente tenía la sensación de no pertenecer a este lugar en absoluto, como si yo viniera de otro mundo, cosa que también parecía imposible.

¿Por qué no podía recordar nada de esto? ¿De dónde demonios venía exactamente? No saberlo había dejado de entristecerme para comenzar a desesperarme. ¿Qué rayos me había pasado?

—Hey, nueva —llamó Alexander mientras abría la puerta, sacándome de golpe de mis pensamientos—. Oh, bien, estás despierta. Te traje un libro que quizás pueda ayudarte —anunció, mostrándome el tomo al tiempo que se sentaba en la silla de al lado, logrando que automáticamente me alejara de él.

—¿De qué se trata esta vez? —pregunté sin poder ocultar mi desconfianza. Aunque luego de nuestro primer encuentro había tratado de ser amable, me daba la sensación de que, al no tener memorias, Alexander comenzaba a considerarme una enemiga, algo que me ponía cada vez más ansiosa.

—Vaya, cuán feliz te hace mi visita —murmuró, analizándome con la mirada. Por un instante temí hacerlo enojar, por lo que me erguí, buscando desesperadamente algo coherente que decir.

—Es que empiezo a cansarme de pasar todo el día en esta habitación con papeles que no tienen sentido para mí. Te lo dije antes, no puedo leerlos —me excusé, tratando de sonar lo más sincera que podía—. ¿Qué papel crees que podrá ayudarme ahora si no lo entiendo? —añadí, dejando caer mi cabeza contra la mesa para evitar que viera mi expresión, aunque, si me era honesta, mucho de lo que había dicho, era verdad.

—No es solo papel —replicó—. Eres la primera persona que veo tan desinteresada por un libro. En Ziggdrall hace mucho que han dejado de hacerlos, así que cada uno de ellos es un tesoro, sobre todo uno como este —insistió, tendiéndome el viejo tomo—. Es un atlas detallado del reino. En él podrás ver pinturas de cada pueblo, quizás algo te parezca familiar...

Dudé un segundo, queriendo preguntarle al muchacho por qué si los libros eran un tesoro, vivían de forma tan humilde cuando la torre de los magos estaba repleta de ellos, pero supuse que mi pregunta no le gustaría y preferí tomar el libro y comenzar a revisarlo.

—Gracias. Si encuentro algo, no dudaré en avisarte —prometí, segura de que, como todos los días, se retiraría de inmediato. Sin embargo, rodó los ojos antes de arrebatarme el libro, hojeándolo por mí.

—Voy a revisarlo contigo —explicó, mirándome como si lo hubiese ofendido—. Dijiste que no entiendes el idioma. Hoy tengo tiempo libre. Voy a ayudarte —prometió con un tono que más que una sugerencia, parecía una orden.

De nuevo, temiendo hacerlo enojar, me obligué a asentir, tratando de regalarle el inicio de una sonrisa, como si realmente agradeciera su compañía y su apoyo, en lugar de sentirme como un ratón atrapado en una jaula con un gato hambriento.

Para mi alivio, él ni siquiera me prestó atención, comenzando a pasar las páginas del grueso tomo en el que se podían ver decenas de pinturas que parecían retratar la vida cotidiana de cada uno de los pueblos de nombre impronunciable. No tuve que fingir mi interés, encontrando fascinante cada pintura sin importar que en ellas siguiera sin encontrar nada familiar, al menos hasta que una imagen que parecía pertenecer a un pueblo llamado Yzelyn llamó mi atención, haciéndome detener a Alexander con un manotazo, antes de ser consciente de que lo había hecho.

La pintura mostraba un puerto de agua cristalina rodeado de casas de color blanco. En el largo muelle parecía haber numerosos barcos listos para zarpar, mismos que logré reconocer, sintiéndome emocionada: había un par de enormes carracas custodiadas por corbetas, con sus dos mástiles cubiertos por velas de un blanco impoluto. Un galeón con una constitución clásica de cuatro, dos, uno, esperaba su turno para ser abordado y a su lado, un enorme barco que, además de velas poseía un largo conjunto de remos, me hizo pensar en algún tipo de armada que, en mi mente, no tenía nada que ver con el sitio en el que estaba.

Antes de que Alexander pudiera reclamarme mi arrebato, terminé por quitarle el libro de las manos, queriendo absorber cada detalle de la imagen, sintiéndola familiar.

—Conozco los barcos —murmuré sin poder dejar de mirarlos, no importándome lo molesto que Alexander debería estar ahora.

—¿Has estado en Yzelyn? —preguntó sorprendido.

—No lo sé... no estoy segura —admití, recorriendo el contorno de la imagen con la yema de mis dedos—. No consigo recordar bien el lugar, pero... los barcos... Puedo decir con exactitud el nombre y uso de cada uno. Es... ¿Podría ir a ese lugar? —me animé a pedir, alzando la vista para juzgar mis posibilidades de convencerlo. Sin embargo, el muchacho hizo una mueca un tanto extraña antes de negar con la cabeza.

—Yzelyn ya no existe —dijo con un suspiro, desviando la vista a la mesa. Pude ver que sus manos se apretaban en puños—. Fue arrasada hace unos siete años. Los magos del rey la incendiaron hasta los cimientos. No queda nada de ella. La verdad es que mucho de lo que hay en los mapas y pinturas del reino dejó de existir hace muchos años.

—¿Por qué? —me atreví a preguntar, abrazando el libro con fuerza como si así pudiera sacar a Yzelyn del papel, sin poder evitar que se apagara la chispa de esperanza que no sabía que había nacido en mi pecho al reconocer ese sitio, dejando en su lugar un horrible vacío—. ¿Qué pudo haber hecho un puerto tan bonito como para molestar al rey y a sus magos?

—Ya te lo dije antes. La guerra ha arrasado con la mitad del reino y con casi todo lo que conocíamos. Los hombres del rey Hakém han llevado el reino a la ruina —admitió con una nueva mueca, dejándome ver que eso realmente lo frustraba.

Hasta hoy, él nunca había pasado más que unos obligados minutos conmigo siendo mandón y frío, pero por alguna razón, el que se quedara comenzaba a esfumar el miedo que sentía por él, reemplazándolo por una pizca de empatía que la tristeza que fluía de él me obligaba a sentir.

—Siempre dices lo mismo, Alexander. ¿Por qué el reino está en guerra? —pregunté, esperando que se sintiera con ánimos de contestarme. Odiaba esa palabra y no entendía bien el porqué, así que, como todo lo que escapaba de mi comprensión hasta ahora, me sentía obligada a conocerlo y entenderlo.

—Es por el rey. Se supone que debería ayudar a su pueblo, pero... hace doce años, mató a los herederos que había en el castillo para no ceder el trono y luego, le declaró la guerra a la Corte y al Consejo, huyendo del palacio de cristal para construir uno nuevo aquí —contó, señalando en uno de los mapas, un punto en el extremo este del reino, muy cerca del pequeño pueblo de Nerjus—. Insiste en que pese a lo que hizo él es el legítimo rey y la única autoridad del reino, así que se ha deshecho de todas las personas y de todos los lugares que se han opuesto a él...

—Incluyendo Yzelyn —completé, desanimada.

—Yzelyn era el puerto más importante de Ziggdrall, geográfica y comercialmente. Destruirlo formaba parte de una estrategia política para aislar al reino. Por otro lado, Nerjus era un pueblo pequeño. No había nada interesante allí, pero estaba donde el rey quería su castillo, así que tampoco queda nada de ellos. —Volvió a suspirar con un brillo de nostalgia en la mirada por el cual no me atreví a preguntar—. Lo siento si no es posible seguir la única pista que tu memoria nos dio —añadió sincero.

—No... no te preocupes —tartamudeé sin saber cómo responder ante su repentina honestidad, antes de soltar por fin el atlas, tendiéndoselo de regreso.

Para mi horror, al haberlo sostenido con tanta fuerza, el lomo del libro pareció ceder y lo que entregué al soldado no fue más que un par de pastas, mientras el conjunto de hojas que formaba el libro terminó desparramándose por el piso sin que ninguno pudiera hacer nada para evitarlo.

La expresión de Alexander se descompuso por un instante de un modo que me hizo recuperar no solo el recelo que sentía por él, sino también todo el miedo, obligándome a levantarme en busca de las pinturas, pero al mover la silla con rudeza, pude escuchar como más de una hoja se deshacía debajo de las patas, dejándome congelada en mi lugar.

—Alexander, yo... —comencé, pero él me hizo callar con un gesto de mano, agachándose para recuperar todas las hojas del libro por su cuenta, con tal cuidado, que me sentí mucho más culpable por lo sucedido.

Luego de unos minutos recuperó cada pintura y se sentó a la mesa, acomodándolas sin siquiera revisar los números de las páginas, como si lo hubiese hojeado tantas veces que hubiese memorizado cada una de las imágenes y el orden que tenía.

Intenté ayudarlo más de una vez, pero el muchacho me apartó en cada ocasión, a tal grado de quitarme las hojas de las manos con rudeza la última vez.

—¿No crees que ya ayudaste lo suficiente? —preguntó con un tono cortante, pero que parecía ocultar una ira fría que, lejos de hacerme retroceder, me hizo sentir molesta.

—¿Y tú crees que era mi intención romperlo? —reclamé—. Si era tan valioso no debiste dejarme tenerlo. Recuerda que yo no te pedí ese libro. Al contrario, te advertí que lo que menos quería era más papel que no pudiese entender —añadí, cruzándome de brazos y dejando que mi mirada molesta se clavara en la madera de la pequeña mesa frente a nosotros.

Sin embargo, apenas unos segundos más tarde, escuché cómo el soldado cerraba el libro de golpe luego de haber acomodado las hojas que habían logrado salvarse y tuve miedo de verlo a los ojos, pues ese arranque de valentía había terminado tan rápido como había comenzado.

—Tienes razón. Tú no pediste nada de esto. Hice esto porque mi hermano me lo pidió a mí. Le avisaré que no ayudó en nada —prometió poniéndose de pie, supuse que para irse, sin embargo, no pude haber estado más equivocada, pues en menos de un segundo me levantó de la silla con facilidad, sacándome de la habitación y sorprendiéndome tanto que ni siquiera tuve ocasión de gritar.

—Alexander... —murmuré con voz ahogada sin tratar de resistirme, sabiendo que él tenía mucha más fuerza que yo y que me sería imposible correr—. No quería hacerte enojar —aseguré sin poder evitar que me temblara la voz—. Fue... fue un arranque, solo... Tienes razón. Me advertiste de los libros y fui descuidada con el más valioso que me prestaste. Tienes derecho a estar enojado, pero por favor, piénsalo un poco... Por favor, no me saques así de aquí. Apenas conseguí caminar un poco, no habrá forma de que pueda salir de aquí ahora... —rogué aferrándome a su uniforme, casi tirando de él, dándome cuenta de que me estaba llevando al oeste, una parte que todavía no había visto y en donde seguramente estaba la puerta.

El muchacho no me respondió, ni siquiera cuando tiré de su ropa, mostrando un desinterés total en mí sin importar cuántas veces le dije que lo sentía y cuánto le rogué que no me echara. Iba tan concentrada en hacer que me bajara que, para cuando realmente lo hizo, no me di cuenta de que habíamos entrado en un edificio lleno de vapor sino hasta que me dejó caer en una tina llena de agua.

Grité por la sorpresa, haciendo que mi boca se llenara de agua caliente que me vi obligada a escupir de inmediato, tratando de sentarme, o al menos aferrarme a la orilla de la tina para poder mirar a Alexander y comprender qué rayos estaba sucediendo.

—Mi hermano también me pidió que te ayudara a tomar un baño —murmuró, para nada arrepentido—. Puedes tomar una toalla del fondo. Estaré esperándote afuera.

»Ni siquiera pienses en tratar de escapar —advirtió con seriedad, haciéndome desear que el agua me tragara, antes de dar media vuelta y azotar un par de puertas en su camino, dejándome tan sola como confundida y empapada.

Para mi sorpresa, me encontré soltando un suspiro de alivio. Alexander no me había sacado de la armada todavía y a cambio, aunque mi ropa estaba empapada, podría tener la oportunidad de tomar un baño. Algo que obviamente necesitaba desesperadamente.

Me relajé en el agua que parecía estar a una temperatura ideal y me permití mirar alrededor, tratando de analizar el sitio en el que ahora estaba: la bañera parecía hecha de pequeñas rocas, dando la apariencia de ser un pozo y, aunque la orilla raspaba al contacto con la piel, el interior parecía haber sido pulido a consciencia, sintiéndose suave y agradable. La habitación en contraste, parecía hecha de paredes de madera pintadas de un modo que recordaba al bosque del exterior y, tal como Alexander había dicho, en el fondo había varios estantes con toallas limpias y botellas que parecían contener algunos jabones.

Me pregunté si mi tobillo sería capaz de sostenerme para llegar a los estantes, pero tras un vistazo al agua, supe con vergüenza que no solo necesitaría jabón, sino que también tendría que vaciar la tina, pues el agua comenzaba a llenarse de una mezcla de mugre y sangre seca.

Suspiré frustrada, poniéndome de pie con algo de dificultad gracias al agua, las vendas y a la ropa empapada, Me deshice de todo lo que llevaba y lo exprimí, pensando que tal vez debería lavarlo primero y ponerlo a secar mientras me bañaba, pues me tardaría bastante, tomando en cuenta que sentía el cabello lleno de sangre. Sin embargo, apenas quité las vendas, supe que esas no tendrían solución y terminé por descartarlas con una mueca de desagrado.

¿Cuánto tiempo habría pasado desde la última vez que había tomado un baño? ¿Dónde habría sido eso? Mi pecho dolió al pensar que no podía obtener las respuestas ni a esas simples preguntas, pero decidí dejarlo de lado, concentrándome en lavar lo mejor posible mi ropa, vaciar la tina y por fin, bañarme como Alexander había solicitado.

Me apresuré lo más que pude, no queriendo molestar al soldado, descubriendo en mi intento por agilizar las cosas que la tina funcionaba de forma casi automática, gracias a un mecanismo que dejaba entrar el agua caliente y limpia desde una especie de río tallado en la pulida piedra del suelo mientras otro más, dejaba salir el agua del otro lado, guiándola fuera de la habitación por un canal muy parecido que seguramente iba a dar fuera del edificio.

No pude evitar preguntarme quién habría diseñado ese ingenioso mecanismo y me descubrí pensando que podría tratarse de Sebastian, al tiempo que caminaba hasta la puerta de madera. Al otro lado encontré el origen del pequeño canal de agua caliente y pude ver el edificio principal de baños. Un río dividía la habitación en dos cubículos y el mismo se alimentaba por lo que parecía una cascada que bajaba desde el techo y que, gracias a los canales, guiaba el agua caliente por todo el lugar.

Cerré la puerta del cubículo en el que había estado sin poder ocultar mi asombro. Ese lugar parecía imposible y maravilloso a la vez, lleno de vapor y agua por todos lados, que parecía guiarse a sí misma por corrientes invisibles de magia hasta estar donde debería hacerlo para la comodidad de todo aquel que pasara por allí.

Incluso el hecho de que mi ropa seguía mojada y me hacía temblar de frío quedó relegado a un rincón de mi mente mientras avanzaba con cuidado por el resbaladizo piso de piedra pulida y húmeda, siguiendo el camino del río que dividía la habitación y daba la vuelta muy cerca de la puerta, como si se tratara de una fuente que seguía circulando y alimentándose a sí misma.

Algo me dijo que, con recuerdos o no, nunca había visto nada tan asombroso como ese pequeño paraíso escondido en el bastante descuidado cuartel de esos soldados. De nuevo, conforme llegaba a la puerta de dos hojas del edificio, me encontré preguntándome quién habría construido algo tan grandioso. Al menos hasta escuchar un par de voces afuera que me recordaron que seguía siendo una invitada poco grata para ellos y que, al parecer, mi permanencia dependía de que no hiciera enojar a Alexander de nuevo.

Sin embargo, para mi sorpresa, ninguna pertenecía al soldado, cosa que me hizo sentir tanto asustada como curiosa. ¿Adónde se habría ido Alexander y quienes estaban afuera?

—Oh, vamos, no tardaré, lo prometo —pidió uno de ellos, haciendo que me preguntara por primera vez cuánta gente viviría allí.

Alguien murmuró una respuesta y la primera voz insistió.

—¡Por favor! Tendrás un turno en la torre esta tarde, Gaby, solo será un momento.

Otra respuesta masculina, pero esta vez, con menos energía. Parecían estarlo convenciendo.

—¡Te regresaré en cinco minutos! ¡Alexander ni siquiera notará que te fuiste! —celebró la primera voz, haciendo reír al muchacho que, supuse, se llamaría Gabriel.

Los dos comenzaran a alejarse, demasiado rápido como para que pudiera seguirlos con mi tobillo herido pues muy tarde consideré que tenía la ropa mojada, ni siquiera tenía zapatos y al parecer mi única forma de volver era con la ayuda de ese soldado que se alejaba y que, por el tono de su compañero, no planeaba volver en cinco minutos.

—¡Oigan! —llamé, tratando de hacerme escuchar sobre el ruido del agua, al tiempo que trataba de correr, consiguiendo únicamente que mi tobillo se quejara con fuerza y decidiera rendirse ante mi peso, haciéndome caer en el piso mojado y soltar una maldición.

Ahogué un gemido, tratando de ponerme de pie y notando que me había abierto una herida en la rodilla y un hilillo de sangre comenzaba a mezclarse con el agua de mi piel que, en comparación con ella, me resultó extrañamente pálida. ¿Cuándo había estado bajo el sol por última vez? ¿Siquiera tenía permitido salir o había estado atrapada como ahora?

¿Acaso había escapado de algún sitio? ¿Por eso estaba herida? Decenas de nuevas preguntas llegaron a mí, causándome dolor de cabeza, como si estuviese demasiado cerca de encontrar una respuesta, pero esta se escurría fuera de mi alcance como arena entre mis dedos.

No supe cuánto tiempo me quedé así, sosteniendo mi rodilla con una mano y mi cabeza con la otra en una posición de lo más incómoda, hasta que sentí que alguien me tomaba del brazo con cuidado, tratando de llamar mi atención.

Me resistí, creyendo que se trataba de Alexander, pero una vez más me equivoqué pues una muchacha de brillantes ojos cafés me miraba con preocupación, tratando de saber si podía escucharla y si estaba bien. Por su tono, supuse que no era la primera vez que me hablaba y eso me hizo sentir avergonzada.

—Estoy... estoy bien —tartamudeé—. Me resbalé con el agua, pero no es nada grave —aseguré, todavía más apenada al pensar en lo ridículo que sonaría que me había abierto la rodilla en un intento de caminar fuera de los baños.

Para mi sorpresa, la muchacha no se burló, sino que se preocupó incluso más, ayudándome a ponerme de pie.

—¡Megan! ¡Megan! —llamó con fuerza, pues yo parecía ser un par de centímetros más alta que ella y, aunque su cuerpo era más robusto que el mío, que parecía estar hecho de huesos y piel, le resultó difícil cargar conmigo cuando mi tobillo se negó a sostenerme sin protestar.

—¿Cuál es la emergencia, Abby? —se quejó la recién llegada, echando a un lado un bulto de ropa y pequeñas botellas que parecían tener perfume al ver que su amiga trataba de cargar conmigo—. No puede ser, ¿trató de escapar? —cuestionó al verme, ayudándome a mantenerme erguida mientras yo negaba con la cabeza.

—Alexander me trajo para que pudiera bañarme —intenté explicar.

—Pero no había nadie afuera —replicó, mirándome con sus brillantes ojos oscuros, enmarcados con una gruesa línea de kohl, haciéndome pensar, estúpidamente, que era incluso más bonita que Kaiya.

—Había alguien en la puerta y se fue —murmuré, sin saber por qué hablaba tan bajo.

—Megan, está empapada y herida, ¿podemos dejar esto para más tarde y llevarla por algo de ropa? —pidió Abby, ayudándose de Megan para cargarme como había hecho antes Alexander.

Megan suspiró, atando su largo cabello rojo sangre una vez más en un alto moño antes de asentir.

—Entonces vamos a mi habitación —pidió, abriendo la puerta para nosotras—. Estoy segura de que tengo algunas vendas de mi última misión con Osiris y algo de ropa que pueda quedarle.

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