El vínculo mágico © - Libro 1

By LauraMontesSimoes

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Casi un año después de su accidente, Nathaly encuentra una carta muy extraña que, según la nota que la acompa... More

Capítulo 1 - Los secretos del baúl.
Capítulo 1 - Parte 2
Capítulo 2 - La huida.
Capítulo 2 - Parte 2
Capítulo 2 - Parte 3
¡Y se acabó el contenido de muestra!

Capítulo 2 - Parte 4

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By LauraMontesSimoes

  Saliendo a la carretera, Sara frenó, cambió a primera y pisó de nuevo el acelerador. Nathaly, que no le quitaba el ojo de encima al hombre del tatuaje, vio cómo este paró de correr nada más plantarse en medio de la carretera. Su turbia mirada era espeluznante.

  —Nathaly, al frente —ordenó Sara.

  Nathaly echó un último vistazo al hombre tatuado antes de hacer lo que le pedía su tía. En cuanto vio cómo se convirtió en un oscuro y espeso humo que, con rapidez, descendió al suelo, se esparció hacia los lados y desapareció sin dejar rastro, un terrorífico escalofrío ascendió por todo su cuerpo.

  Sin fijarse en dónde pisaba, Nathaly pasó hacia delante completamente asustada. Eso solo lo había vivido en sueños, donde ese humo oscuro era su peor pesadilla. ¡Y se suponía que las pesadillas no se volvían realidad!

  —¿Qué es lo que está pasando? —exigió saber Nathaly, nerviosa—. ¿Quiénes son esos dos hombres?

  —Ponte el cinturón —ordenó Sara, intentando mantener la calma—. ¿Y dónde está tu mochila? ¡No la dejes atrás! ¡Cógela!

  Estirando el brazo, Nathaly agarró su mochila y la puso a sus pies.

  —Escúchame —dijo Sara, mientras Nathaly se ponía el cinturón—. No puedes dejar que nadie toque tu libro del alma, ¿entendido? Vayas donde vayas, llévalo siempre contigo. Y cuando digo siempre, es siempre. ¿Qué más había en el baúl?

  —Un álbum de fotos, una capa negra y una carta —enumeró, mientras tomaba de nuevo su mochila y se abrazaba a ella.

  —Una capa negra... —le resultó gracioso escuchar—. Muy típico de ti. Lo que me costó que dejaras de llevarla puesta a todas partes.

  Nathaly hizo una mueca de incomodidad al no saber qué decir. Al menos eso explicaba por qué las chicas de su anterior colegio la consideraban una friki.

  —Espera —saltó Sara—. ¿Has dicho una carta?

  —Sí.

  —¿Qué pone?

  —No lo sé. No tiene más que símbolos ilegibles. Iba acompañada de una nota que decía que, si aún no recordaba nada, se la diera a Leo.

  —Ya. Genial. El misterioso señor Leo.

  —Mira el lado positivo, tía. Al menos estamos a salvo.

  De la nada, un humo negro que nació sobre el capó y se multiplicó con rapidez tomó forma y se transformó en el hombre del tatuaje en el cuello, que apareció arrodillado sobre una pierna y apoyado en su puño izquierdo. Levantando la cabeza, las miró con una malévola sonrisa en su rostro, y ambas, del susto, chillaron presas del pánico. El hombre, en lugar de llevarse las manos a la cabeza o retorcerse de dolor, desafió todas las leyes de la física y se puso de pie sin esfuerzo.

  Sara frenó con todas sus fuerzas y dio un pequeño volantazo para librarse de él, pero terminó perdiendo el control del coche al tratar de esquivar al conductor que venía de frente. Mientras tanto, el hombre del tatuaje, que había rodado por encima del vehículo, aterrizó en medio de la carretera, con las piernas flexionadas y con los dedos de su mano derecha tocando el negro y áspero asfalto. Deslizándose sobre él, lo destrozó a su paso y, una vez que consiguió detenerse, se incorporó sin esfuerzo ni dolor aparente ante la atónita mirada de los presentes. Fijándose en el todoterreno, que ya había dado unas cuantas vueltas de campana en el aire, vio cómo este aterrizó de lado con brusquedad y dio un par de vueltas más antes de acabar boca abajo.

  Dirigiéndose hacia el coche, que acabó más destrozado de lo que debería haber quedado para ir a sesenta kilómetros por hora, se percató de que el número de curiosos aumentaba cada vez más. El que se mantuvieran al margen, preguntándose cómo había sido capaz de ponerse de pie, sin un solo rasguño y después de que hiciera semejante surco en el asfalto, le hizo sonreír con delicia y arrogancia.

  —Disfruta del momento. —Golpeó la tripa de su compañero delgado, sin ralentizar su paso. Sabía que ver a algunos jóvenes tomar sus teléfonos móviles para ponerse a grabar lo había puesto de mal humor.

  Nada más llegar, el hombre del tatuaje le puso la mano en el hombro a la única persona que se había atrevido a acercarse al coche para ver si los ocupantes se encontraban bien. En cuanto lo miró, le regaló una sonrisa maquiavélica y, empujándolo hacia atrás con brusquedad, lo tiró al suelo.

  Mientras su compañero le echaba un vistazo al interior del vehículo, el hombre del tatuaje hizo crujir sus nudillos sin dejar de mirar con delicia al joven y fortachón treintañero, que no estaba siendo capaz de ponerse de pie por el dolor y el miedo que estaba sintiendo. Paciente, esperó a que de una buena vez se levantara, pero, una vez que lo logró, el chico salió corriendo de inmediato.

  —Cobarde —siseó entre dientes, nada contento.

  —No están —informó su compañero.

  —¿Cómo que no están? —estalló con furia, acercándose a él.

  —Han utilizado una brecha de emergencia.

  —¡Maldita sea! —Estampó su mano en el todoterreno, haciendo que este se tambaleara—. Me faltó muy poco para trasladar el coche al descampado.

  —¿Qué hacen discutiendo? —dijo un hombre cincuentón, histérico—. ¡Ayuden a quienes estén dentro!

  —¡Que no hay nadie! —le gritó el hombre del tatuaje.

  —¿Cómo no va a haber nadie? ¡Dejen de decir disparates! —estalló, yendo directo hacia ellos.

  El hombre del tatuaje, ni corto ni perezoso, le dio un fuerte empujón al cincuentón, alejándolo un par de metros de él.

  —No tientes a tu suerte, viejo, porque hoy no estará de tu lado. —Le señaló con el dedo.

  —¿A quién estás llamando viejo? —reclamó el cincuentón con enfado, mientras se frotaba el pecho con la mano para calmar su dolor.

  —Eh —le advirtió el hombre delgado a su compañero en voz baja, mientras lo frenaba con la mano—. Aquí no. Demasiados huesos andantes.

  El hombre del tatuaje, que tenía clavada la mirada en el cincuentón, se rindió de muy mala gana.

  —¿Y ahora qué hacemos? —le preguntó a su compañero por lo bajo—. No podemos llegar con las manos vacías.

  —¡Te he dicho que a quién estás llam...!

  Antes de que el hombre cincuentón pudiera terminar la frase, el hombre del tatuaje lo tumbó de un puñetazo en la cara. Al instante, unos pocos corrieron a socorrerlo.

  —¿Dónde estarán? —se preguntó el hombre del tatuaje con calma, ignorando la avalancha de quejas e insultos que muchos le estaban lanzando.

  —En la sede de magia blanca —contestó su compañero.

  —Genial —le pareció el colmo—. Ahí no podemos entrar.

  —Vámonos de aquí antes de que vengan los cenizos de seguridad mágica. —Le cogió del brazo y lo obligó a caminar con él.

  —¡Maldita bruja! El día que la encuentre te juro que se arrepentirá de haber jugado con nosotros.

  —¿Quieres dejar ya de dar la nota? —Frenó, más que harto.

  —¿Y qué más da? Cuando vengan esos estirados, ninguno de los presentes recordará nada. Tú tienes la culpa de que no le haya dado una paliza a ese vejestorio. —Entrecerró los ojos y le amenazó con el dedo.

  —¿Cómo puedes pensar ahora en divertirte? —le gritó por lo bajo, después de agarrarle de la camisa y acercarlo de un tirón—. ¡Vamos a volver con las manos vacías! ¿Cómo vamos a explicarle al jefe que esa bruja se nos ha escapado con su trofeo?

  —¿Estás seguro de que usaron una brecha de emergencia?

  —Por si no te lo he dicho ya suficientes veces, soy un rastreador, ¡así que no vuelvas a cuestionar mi trabajo, orangután sin cerebro!

  Y es que el hombre delgado tenía razón. Justo cuando el coche volaba por los aires, Sara agarró a Nathaly, puso la pequeña varita de su pelo entre ambas con la punta mirando hacia arriba y, convocando un rápido hechizo que las capturó en un flash, aparecieron en una amplia sala donde el suelo estaba recubierto por colchonetas de gimnasia. Nathaly, que fue la primera en incorporarse, se empezaba a plantear con seriedad si estaba muerta, pues lo único que sentía era un fuerte dolor de cabeza.

  —¡Tía Sara! —Gateó hacia ella al ver cómo se retorcía—. ¿Estás bien?

  —Sí, ¡no me toques! Déjame respirar —le pidió. Tumbándose como pudo boca arriba, cerró los ojos, tosió y, después de tomarse un par de segundos para coger fuerzas, le dijo a su sobrina—: Busca tu mochila.

  Nathaly no tardó nada en encontrarla. Como no estaba lejos, se acercó a ella gateando y, en cuanto la tuvo entre sus manos, deslizó la cremallera. Sacó por completo la capa, revisó el libro grande, que no se había dañado, y después el álbum de fotos. A este último poco le faltaba para partirse por la mitad.

  —Tranquila. Solo es un álbum. Eso se puede arreglar.

  Afirmando con la cabeza, Nathaly lo guardó todo en su mochila y le echó un vistazo al lugar, que parecía ser una sala de entrenamiento de kárate del tamaño de una cancha de baloncesto profesional. Estaba rodeada por tres filas de asientos en escalón, excepto en una de las dos paredes más largas, donde había una puerta en el centro y un par de ventanas muy largas. A través de ellas había gente moviéndose, y tras esa gente había mesas de oficina bien agrupadas.

  —Tía Sara... —arrastró sus palabras con temor, pues cada vez más gente se paraba a mirarlas con desconcierto y preocupación.

  Antes de que Nathaly pudiera preguntarle dónde estaban, una mujer abrió la puerta de sopetón, quedándose paralizada en la entrada nada más ver a...

  —¿Sara? —preguntó con asombro.

  Su tía bufó y se negó a mirarla por más tiempo. La mujer tuvo la predisposición de ir hacia ellas, pero un hombre la frenó. Diciéndole algo que Nathaly no logró escuchar, la mujer salió con prisas de la sala, mientras que él corrió hacia ellas. Cuando a los pocos pasos desapareció entre un haz de luz para reaparecer cerca de ellas del mismo modo, Nathaly se frotó los ojos de inmediato. ¿Acababa de ver lo que acababa de ver o eran imaginaciones suyas?

  —Sara —dijo el hombre, abofeteándola con suavidad—. Sara, respóndeme.

  —¡Maldita sea, Roberto, para ya! —protestó Sara, contraatacando con las escasas fuerzas que tenía—. ¡Estoy bien!

  Nada más decir eso, Sara se retorció de dolor.

  —Ahora mismo viene un curandero —dijo Roberto—. No hagas esfuerzos.

  —Rober.

  —¿Sí?

  —Te odio —recalcó con rencor.

  Roberto sonrió con emoción, faltándole muy poco para echarse a llorar. Nathaly, por supuesto, no lo entendió.

  —¿Se conocen? —se atrevió a preguntar.

  La sonrisa de Roberto se apagó al instante.

  —¿Es que no me reconoces, Nathaly? Soy yo, Roberto.

  —No te molestes —intervino Sara, antes de que Nathaly respondiera—. No se acordará.

  —¿Por qué? ¿Qué ha pasado?

  —Ya estoy aquí —anunció un hombre con bata blanca desde la entrada.

  Dándose prisa en llegar hasta ellos, el hombre se arrodilló al lado de Sara. Sacó unas gafas del bolsillo de su bata, se las puso y, después de revisarle la cara y los ojos, relajó su tensión y se quitó las gafas.

  —Está bien. Solo necesita un poco de reposo.

  —¿Está seguro, doctor? —preguntó Nathaly, pues su tía lucía muy aturdida.

  El hombre la miró desconcertado. ¿Por qué lo llamaba doctor?

  —¿Puedes revisar a Nathaly, por favor? —le pidió Roberto—. No me recuerda. Y que te llame doctor me está dando mala espina.

  Soltando un pequeño suspiro de rendición, el hombre se puso las gafas con calma y la miró a los ojos. Quedándose estupefacto al segundo, su mirada fue descendiendo con suavidad y una pizca de ansia hasta llegar a la altura de las clavículas, donde se paró y abrió los ojos con horror.

  —No puede ser.

  —¿Qué ocurre? —preguntóRoberto.

  El hombre se quitó las gafas de golpe y le dijo:

  —Está superando el nivel máximo de magia. Ni siquiera soy capaz de saber cuánto ha acumulado.

  —¿Qué? —se alarmó Roberto.

  —¿Qué? —le pareció absurdo a Nathaly.

  Roberto, que se levantó de sopetón, danzó de un lado a otro con nerviosismo.

  —No puede ser. No puede ser. ¡No puede ser! —Se alborotó el pelo con las manos.

  El hombre no lo soportó más. Se levantó, se acercó a él y lo agarró de los brazos.

  —Roberto, no podemos perder más tiempo. Hay que extraérsela. Lo sabes.

  —No estoy autorizado para hacer eso, Ernesto.

  Las facciones de Ernesto se endurecieron al instante.

  —Roberto, si no le retiramos parte de su magia ahora mismo, el proceso de descomposición empezará en cualquier momento. Y ya sabes lo que eso significa.

  —Ya lo sé. ¡Maldita sea!

  Frustrado, Roberto se agachó junto a Sara y la cogió en brazos. Nathaly, que se levantó al mismo tiempo que ellos, quiso seguirlos, pero su cuerpo, sin saber cómo ni por qué, se negó a moverse de allí. ¿Qué la estaba pasando? ¡Era como si pesara una barbaridad!

  —¡No! —chilló Sara, que despertó por fin de su aturdimiento—. ¡Bájame ahora mismo! ¡Roberto! —exclamó con enfado, al mismo tiempo que Ernesto.

  —Llévate a Nathaly y averigua cuál es su nivel actual y cuánto tiempo tenemos —ordenó a Ernesto, sin parar sus pasos—. Infórmame de...

  —¡Nathaly! —chilló Sara asustada, al ver cómo se desmayaba. Ernesto y Roberto se giraron de inmediato.

  —¡Te lo dije, Roberto! —exclamó Ernesto, antes de ir a por Nathaly—. ¡Si no vaciamos ahora mismo parte de su magia, morirá!

  —Roberto... —le suplico Sara con angustia, mientras intentaba retener las lágrimas.

  —Está bien, tranquilizaos —les pidió Roberto. Mientras Ernesto levantaba a Nathaly en brazos con mucho esfuerzo, pensó rápido en una solución—. Ernesto, llévala a la sala dos y realiza un traspaso de su magia a...

  —¡¿Te has vuelto loco?! —Abrió los ojos con horror.

  —¡Tú solo hazlo! —saltó nervioso—. Me hago responsable.

  —Roberto, la magia de Nathaly es la más pura que haya visto jamás —le dijo, mientras se dirigía hacia él—. ¡Su alma deslumbra hasta el punto de ser cegadora!

  —Confía en mí. Funcionará. El que porte partículas de su don la ayudará.

  —No, Roberto, tú no lo entiendes. Su magia es demasiado espesa. ¡Matará a Mirley!

  —¿Mirley? —saltó Sara estupefacta—. Rober, ¿no se estará refiriendo a...?

  —Ahora te lo explico —la interrumpió con tacto—. Ernesto, haz lo que te digo. No la matará.

  —¡Sí que lo hará! Roberto, por favor, confía en lo que te digo ¡y no me hagas hacer una locura!

  —No la matará —dijo Sara con dificultad.

  Ernesto, que estaba a punto de protestar, se quedó impactado al ver el rostro de Sara.

  —No le ocurrirá nada a ninguna de las dos —añadió Sara con seguridad, intentando no echarse a llorar—. Confía en mí.

  —Pero...

  —Por favor —agarró su brazo—, sálvala. Te lo ruego. Ni ella ni Nathaly pueden morir. No sin antes saber que... —se le atascaron las palabras en la garganta por los nervios. Cuando cerró los ojos para intentar calmarse, un par de lágrimas recorrieron sus mejillas.

  —Está bien. Tranquilízate. Si eso es lo que quieres, lo haré. Pero solo porque tú eres la única que puede decidir por ellas. Y solo espero que no te equivoques. Que ninguno de los dos os equivoquéis.

  Dándose prisa, ambos giraron a la derecha nada más salir de la sala. Mientras Ernesto seguía recto por el pasillo, Roberto se metió en una de las salas de la izquierda. Soltando a Sara con cuidado en uno de los sofás, se arrodilló ante ella y la tomó de las manos.

  —Sara, te juro que te he buscado por todas partes.

  —Lo sé. Lo he leído en tus pensamientos. Sé que, si no me lo has dicho, es porque aún no has tenido la oportunidad de hacerlo —confesó, agachando la cabeza. Roberto se sentó a su lado—. También sé lo mucho que te has preocupado por mí y... de verdad que lo siento. Lo siento mucho, Rober —sollozó, agachando la cabeza y llevándose una mano al rostro—. Perdóname.

  —Está bien. Cálmate. —Roberto la envolvió entre sus brazos con ternura—. Lo importante es que estás bien. Que las dos estáis bien. Aquí estáis a salvo.

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La sangre desborda la tierra, las araucarias y los pinos. Un cadáver. Una chica. Una asesina o un asesino. O varios, tal vez. ¿Quieres unirte en esta...