El vínculo mágico © - Libro 1

By LauraMontesSimoes

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Casi un año después de su accidente, Nathaly encuentra una carta muy extraña que, según la nota que la acompa... More

Capítulo 1 - Los secretos del baúl.
Capítulo 1 - Parte 2
Capítulo 2 - La huida.
Capítulo 2 - Parte 3
Capítulo 2 - Parte 4
¡Y se acabó el contenido de muestra!

Capítulo 2 - Parte 2

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By LauraMontesSimoes

  Sara paró el coche justo enfrente de la entrada al colegio. Nathaly, que ya se había quitado el cinturón de seguridad, se colgó la mochila en el hombro y abrió la puerta.

  —Espera —dijo Sara, agarrándola del brazo. Sus ojos la revisaron con prisas.

  —¿Qué ocurre, tía?

  —Nada —respondió de manera autoritaria—. ¿Llevas el pañuelo en la mochila?

  —Sí, lo llevo.

  —Acuérdate de que nadie tiene que...

  —Nadie tiene que ver mi colgante ni mi pulsera —dijo al mismo tiempo, terminando la frase en su lugar—. Lo sé. Tranquila. Si tengo calor, me pondré el pañuelo en la muñeca antes de quitarme la sudadera.

  —Sabes que ambos cuestan un dineral, ¿verdad?

  —Sí, lo sé. Me lo has dicho muchas veces.

  —Está bien. Ya encontraré la manera de quitártelos. Por el momento, haz lo que te tengo dicho.

  Nathaly se quedó mirándola. ¿Por qué después de tanto tiempo estaba volviendo a tener esa obsesión y esa angustia por quitárselas?

  —Vamos, vete ya. —Agitó la mano—. Tengo muchas cosas que hacer.

  —Hasta luego, tía —se despidió de ella antes de bajar del coche.

  Al igual que el trabajo de su tía, su colgante y su pulsera eran otro misterio más en la familia. Ambos eran de platino y portaban piedras preciosas auténticas. ¿Algo realmente maravilloso? Quizá lo sería si se los pudiera quitar de algún modo. Ninguno de los dos tenía cierre.

  Según le contó su tía, el colgante era el más peligroso de los dos. ¿Por qué? Ni ella misma lo sabía, pero, por el nerviosismo de su tía, estaba claro que la historia que se escondía tras él no era algo que se pudiera tomar a la ligera. Por eso Nathaly se pasó al menos media vida revisándolo una y otra vez, para ver si encontraba algún pequeño detalle que le diera una mísera pista. Lo malo es que, aparte de ser de platino y colgar de una cadena de pequeños eslabones del mismo metal, que era uno de los más caros del mundo, no había nada de especial en él. Solo era una medialuna delgada y tan cerrada que las puntas no se tocaban por muy poco. En su interior abrazaba un delgado y brillante diamante que, de lo transparente que era, casi veías a través de él, y, aunque el diamante era toda una delicia para los joyeros, no era lo que más les fascinaba. No. Cada vez que veían su colgante por primera vez, su atención siempre recaía en las cinco piedras preciosas que estaban incrustadas en la cara delantera de la medialuna: una aguamarina, una esmeralda, un diamante, un rubí y un zafiro. La aguamarina y el zafiro, que eran las más próximas a los extremos de la medialuna, eran las más pequeñas, y el diamante, que era el que se encontraba en el centro, era el más grande.

  Su pulsera no se quedaba atrás. Compuesta por una sucesión de zafiros de corte redondo y de diamantes en forma de estrella, los eslabones que las unían eran de puro platino, y todo aquel que tenía el privilegio de verla siempre decía que era una pieza digna de la más alta alcurnia, que a saber qué significaba eso.

  Entrando en clase, Nathaly se sentó al final, como de costumbre. Tras el examen de ciencias y la doble clase de matemáticas, por fin vino el pequeño descanso de media mañana. Dirigiéndose al único rincón del patio donde había un asiento debajo de un árbol, se sentó nada más llegar, posando la mirada al azar en un grupo de chicos que jugaban al fútbol en medio del patio. Mientras unos pocos perseguían el balón con ahínco, los demás se mantenían cerca, esperando la oportunidad de recibirlo.

  Aburrida de mirarlos, Nathaly desvió la mirada hacia un grupo de chicas que iban a su misma clase. Estaban en corrillo, cuchicheando con escandalosa emoción mientras dos de ellas buscaban algo en sus teléfonos móviles. Todavía recordaba bien los intentos que hizo por charlar con ellas, al igual que con todas las demás.

  Suspirando sin remedio, Nathaly se preguntó una vez más por qué la rehuirían o por qué se burlarían de ella a la menor oportunidad. ¡No les había hecho nada malo a ninguna de ellas! Y sí, era consciente de que su forma de ser no era la habitual en una chica de doce años, pero ¿qué mal había en ser como era? En ser... diferente. «Rara», le corrigió su mente de inmediato.

  Nathaly sonrió de manera involuntaria al recordar lo que su tía le dijo el primer día que empezó a formar nuevos recuerdos. «Si los demás nos ven como cosas raras andantes es porque no tienen ni respeto ni empatía por nadie que no sean ellos mismos. Recuerda siempre que, cuando alguien piensa que somos raras, ese alguien no se queda atrás. Cada uno es como es y, mientras se respete a los demás, nadie tiene por qué meter las narices donde nadie le ha invitado». Cómo añoraba esos primeros días que pasó con ella. Le enseñó cómo comer, vestirse o interactuar con alguien con un cariño y paciencia que jamás volvió a demostrar. Si todo lo aprendió con rapidez fue gracias a ella, aunque todavía seguía habiendo muchas cosas que desconocía, como el saber si los humanos eran capaces de curarse a sí mismos.

  Cuando Nathaly se curó a sí misma por primera vez, actuó de manera natural. Estaba sola, en una esquina del patio, donde alguien había dejado un tiesto con unas rosas rojas muy bonitas. Su aroma, agradable y tentador, la arrastró hasta ellas y, al ir a tomar una por el tallo, se pinchó. En cuanto vio que la yema del dedo índice le empezaba a sangrar, pasó el dedo corazón por encima de la herida sin llegar a rozarla y, antes de que se diera cuenta de lo que estaba haciendo, esta ya se estaba regenerando con rapidez ante sus ojos. ¿Quizás eran pocos los que hacían lo mismo que ella? Nunca se atrevió a preguntárselo a nadie, y mucho menos decírselo a su tía, que siempre echaba mano del botiquín que tenían en casa. Es por eso que su boca jamás logró gesticular palabra alguna en ninguna de las veces que reunió el valor suficiente para plantarse frente a ella y contárselo todo. No quería que pensara que estaba loca, porque no lo estaba, aunque soñara siempre con el mismo chico todas las noches.

  Cerrando los ojos con fuerza, Nathaly empezó a sentirse confusa al pensar en su último sueño. Le resultaba extraño que Leo no apareciera, pues siempre estaba en ellos, aunque no estuviera de cuerpo presente. ¿Quizá debería haberlo hablado con su tía? A lo mejor significaba algo. Nathaly negó con la cabeza al instante. Seguro que la debilidad que sentía por los leones tenía la culpa de que hubiera soñado con algo así esa noche.

  Desviando su vista un poco más a la derecha, Nathaly vio a la profesora de ciencias, que estaba vigilando a todos los estudiantes desde la entrada al edificio del colegio. Pensando en si ella sería capaz de aclarar alguna de sus dudas, algo en su interior la empujó a levantarse e ir a por respuestas.

  —Las notas os las diré mañana en clase, Nathaly —dijo su profesora, sin apartar la mirada del patio y antes de que consiguiera decir una sola palabra.

  —No es eso, señorita Julia.

  —¿Entonces? —preguntó aburrida—. ¿Qué te ocurre?

  —Yo... Quería preguntarle algo sobre las personas. Como usted imparte ciencias naturales...

  —¿Sobre las personas? —preguntó con ojos divertidos—. Sé más específica, porque no te entiendo.

  —Pues... quería saber si nosotros, es decir, los humanos, podemos curarnos a nosotros mismos. Sin ningún tipo de medicamento.

  —¿A qué te refieres?

  —A... —Nathaly paró y, arrepentida, terminó diciendo—: Da igual. Es una tontería.

  —No, a ver, dime. Explícate un poco mejor.

  Nathaly dudó, pero enseguida pensó que no pasaría nada por hablarle de ello. Total, ¿qué perdía por intentarlo? Al fin y al cabo, era una persona adulta y responsable. No obstante, por si acaso...

  —Curarse uno mismo en un momento, mediante sus propias manos —resumió Nathaly. Al ver que su rostro no cambiaba, añadió—: Físicamente.

  —¿Qué? No, eso no es posible. ¿De dónde has sacado...? ¡Ah, ya sé! —alargó su última frase, no augurando nada bueno—. Lo has visto en ese programa de magia que echaron anoche, ¿verdad? No, Nathaly —la frenó—, ni se te ocurra imitarlos. Eso solo son trucos. Nadie puede curarse a sí mismo por arte de magia.

  Nathaly se extrañó. ¿Magia en un programa de televisión? Era la primera vez que oía que esos espectáculos se retransmitieran por televisión. Además, lo que hacía ella no tenía ningún truco.

  —¿Y tampoco podemos llegar a entender lo que dicen o piensan los animales? —quiso saber qué respondería al respecto.

  —¿Entenderlos? Bueno, eso sí. Hasta hablamos con ellos. No tienes ni idea de lo bien que nos entienden. Por eso es normal que tomen la misma importancia que el miembro más querido de nuestra verdadera familia. ¡O incluso más, según los amantísimos de los animales! Menudos locos —sentenció de forma detestable—. Ahora, si no tienes más preguntas, márchate a jugar con tus amigas. Estoy muy ocupada.

  En cuanto Nathaly se alejó unos pasos de ella, Julia maldijo sin ningún tipo de vergüenza el exagerado amor que algunas personas tenían por sus mascotas. Y cuando dijo lo mucho que odiaba tanta estupidez humana, Nathaly se paró y la miró con atención. No sabía por qué se le había metido en la cabeza que sus palabras tenían algo que ver con su suegra, pero lo que sí era un hecho es que no conseguía librarse de ese pensamiento por muchos argumentos que se diera a sí misma. ¿De dónde sacaba semejante afirmación?

  —¡Julia! —canturreó una señora con un pomerania entre sus brazos, al otro lado de la valla.

  En cuanto Julia vio a la señora, desvió la mirada en dirección contraria. Por su rostro estaba más que claro lo poco que le agradaba verla allí.

  —Deja ya de menear mi pata, Soledad —protestó el pequeño can entre ladridos—. ¿Es que no ves que a esa mujer a la que llamas nuera le caigo fatal? Como vuelva a intentar echarme de mi sofá del mismo modo que la última vez, ladrarle y enseñarle los dientes no será lo único que haga. ¡Lo juro!

  Nathaly abrió los ojos con asombro. ¿Esa mujer era la suegra de su profesora? No, tenía que ser una casualidad. Seguro que era una casualidad.

  —¡Trágate tus celos porque yo no los quiero! —escuchó decir al perro después de unos cuantos insultos—. ¡Si mi Soledad me consigue más cosas a mí que a su hijo no es de vuestra incumbencia! ¡Aprovechados! ¡Envidiosos! ¡Animales sin corazón! ¡Que solo venís para pedir eso que llamáis dinero! ¡Mostrad un poco de gratitud, al menos!

  Cuando vio que la mirada del perro se posó sobre ella, Nathaly le dio la espalda de inmediato y se alejó cuanto antes de allí. Lo que menos quería es que otro animal más apareciera frente a la puerta de su casa, pues su tía no dudaba ni un segundo en agarrar la escoba y darle un susto de muerte. Nunca fue capaz de contarle que, si aparecían allí, no era por culpa del irresponsable de su dueño.

  Después de unos largos minutos intentando olvidarse de lo sucedido, Nathaly se percató de la presencia del profesor de gimnasia, que estaba dividiendo la parte izquierda del campo de baloncesto con una cinta. Antes de que se planteara por qué estaba haciendo eso si la siguiente clase la tenían con él, el timbre anunció el final del recreo, y el profesor, al igual que todos, se dirigió hacia la entrada. Tal y como supuso, los alumnos que iban a su misma clase estaban siendo retenidos por él.

  —Buenos días a todos. Debido a un cambio de última hora, hoy daremos la clase aquí. Cambiaremos el salto de altura por el balón prisionero, así que vamos a calentar un poco primero. ¡Vamos! —Los animó con un par de palmadas al ver que no se movían.

  Mientras todos se dispersaban en el patio con lentitud, Sara, que se encontraba a media hora de camino, ya había terminado el encargo que le habían hecho. Para variar, diez minutos antes de lo habitual. Queriendo comprobar cuál era la última parada que debía hacer hoy, sacó una pequeña libreta del bolsillo de su chaqueta, la abrió por la mitad y pasó algunas páginas hacia delante.

  —Calle Artemisa... —dijo para sí misma con voz pensativa—. Esa calle queda muy cerca del colegio de Nathaly. Perfecto. —Sonrió y cerró la libreta de golpe.

  —Cómo me encantaría perderme en esas piernas, preciosa —dijo un hombre al otro lado de la calle.

  El hombre que estaba al lado del que acababa de hablar silbó con verdadero atrevimiento, y el resto lo acompañaron con sonidos obscenos. Sara no se privó de lanzarles a todos una mirada asesina mientras se guardaba la libreta en el bolsillo.

  —¡No te quedes mucho al sol, que los bombones como tú se derriten con facilidad! —saltó otro.

  El que estaba al lado le susurró algo a los demás y, al momento, todos estallaron a reír.

  —Malditos humanos —sentenció Sara con cara de asco—. Qué mentes más sucias.

  Subiendo al coche, Sara se saltó algún que otro semáforo en rojo mientras maldecía para sus adentros a toda la raza humana. Los odiaba. Odiaba sus estúpidas normas y sus estúpidas reglas, y odiaba a todos y a cada uno de los hombres que había sobre la faz de la Tierra. Por fuera parecían mejor que las mujeres, pero por dentro eran unos verdaderos enfermos. La mente de una mujer, a su lado, no era capaz de eclipsarles en eso.

  Entrando por la calle que daba a la entrada principal del colegio de Nathaly, Sara ya había decidido que aparcaría en una calle cercana, porque así iría andando hasta su último encargo. Así, cuando terminara, volvería al coche a tiempo para recoger a su sobrina. «Quizá, hasta con suerte, no me lleve mucho tiempo y me pueda dar el capricho de...». Al instante, nada más notar la presencia de su sobrina entre muchas otras más, sus pensamientos se pararon en seco y, de golpe, frenó el coche.

  —No puede ser —dijo atónita, como respuesta a la sensación que acababa de percibir.

  Viendo que se había parado justo enfrente de la entrada al colegio, Sara buscó a su sobrina a través de los huecos de las rejas verticales de la puerta. Logrando localizarla entre los demás niños de su clase, se frustró. No era capaz de verla bien desde ahí.

  Dándole igual haberse parado en medio de la calle, que era de un único sentido, Sara bajó la ventanilla, abrió la puerta del coche, rasgó su falda por un lateral y, utilizando el hueco de la ventanilla como escalón, se subió al techo.

  —¡Señora!, ¿qué hace? —se exaltó un hombre que pasaba por allí. Nada más ver su rostro, se quedó prendado de ella.

  Sin prestarle la más mínima atención, Sara no tardó nada en localizar a Nathaly, que parecía estar jugando al balón prisionero o a algún juego parecido. En cuanto vio cómo lanzó el balón de gomaespuma con decisión, dándole un buen golpe en el estómago al chico que estaba al otro lado de la línea, maldijo para sus adentros.

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