Pintando la luna //MARINA AU...

By m_speedy20

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Carina DeLuca, una arquitecta de gran talento, insatisfecha con su vida personal y profesional, es rescatada... More

Capítulo 2
Capítulo 3

Capítulo 1

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By m_speedy20

Esta vez vengo con una adaptación, y con mucha ilusión, pues tengo varias historias comenzadas y en mente, que no publicaré hasta que no estén casi terminadas. En este caso con una adaptación Marina. Espero que os guste, y nuevamente, todos los créditos y derechos a su autora Karin Kallmaker.

*** 

Una tormenta de invierno anunciaba nieve para el día de Acción de Gracias. A Maya, la idea de dar las gracias le resultaba irónica. Tenía poco de lo que sentirse agradecida. Una nueva ráfaga de viento sacudió los cristales de las ventanas del tejado a dos aguas del desván, y Ford, con un gemido, apoyó todo su peso contra la parte posterior de las piernas de Leah. 

 —Ya lo sé, muchacho —dijo con aire ausente. 

 Le dio unas palmadas sobre el pelaje espeso y blanco. De algún modo, Ford siempre sabía cuando empezaban a escasear las provisiones. Si Maya no iba al pueblo y volvía antes de la tormenta, iban a tener que comer judías en lata el día de Acción de Gracias y varios días más. A la rubia le apetecía quedarse incomunicada por la nieve. Si la Madre Naturaleza la apartaba del mundo durante unos cuantos días, el aislamiento no habría sido por propia elección. Era su segunda Acción de Gracias sin Sharla. Se preguntó cuándo dejaría de contar. 

 —Vamos, muchacho —dijo. Se puso la parka a cuadros y las botas de nieve. Cuanto antes saliera, menos posibilidades tenía de que a la vuelta se viera obligada a poner las cadenas. 

 Ford no necesitó que le insistieran. Salió de la casa adelantándose a Maya y, cuando la puerta de la camioneta se abrió, introdujo de un salto sus cuarenta y dos kilos de husky de Alaska y se sentó en el asiento del acompañante. Cuando Maya cerró la puerta tras él, Ford ladró una vez.

 —Vale, vale, ya me doy prisa. 

 La ida al pueblo no fue difícil: la camioneta era lo suficientemente pesada para resistir un poco de viento. Pero cuando salió del mercado, caían pequeñas ráfagas de nieve. Puso rápidamente las bolsas de papel en el suelo, debajo de Ford, que jadeó y se relamió. 

 —Como se te ocurra mordisquear ese pavo, no verás ni un solo muslo. 

Maya no sabía por qué había comprado el pavo; lo único que se le ocurría era que estaba a muy buen precio. Conservaba esa especie de tacañería en las pequeñas cosas, propia de su educación religiosa, independientemente del estado de su cuenta corriente. En el fondo de su mente, tenía pensado poner la mesa con una silla vacía para Sharla. A lo mejor el espíritu de ésta la visitaba y al fin la dejaba sentirse entera otra vez, en lugar de seguir vagando como un fantasma, como si fuera ella laque se hubiera ahogado. 

 Se detuvo rápidamente en la oficina de correos. Había dos cartas y un paquete que recogió en la ventanilla. Una carta era de su madre. Maya no sabía si leerla. La otra era de Andy y Vic, amigas insistentes que seguían escribiendo a pesar de que Maya no contestaba. La dirección del remitente en el paquete hizo que Maya contuviera el aliento. Se frotó los ojos con la manga de la parka. ¿Por qué no había cancelado los pedidos a la tienda de artículos de arte? Cada vez que llegaba una de esas cajas, era como si le clavaran un puñal en el pecho. 

Las ráfagas arreciaban cada vez más. Tuvo que inclinarse ante el viento para que la nieve no le azotara la cara mientras regresaba a la camioneta. ¿Por qué todo le costaba tanto? Golpeó el volante con los puños. El estallido de rabia se desvaneció con la misma rapidez que había aparecido, y Maya cerró los ojos con un cansancio indescriptible. Ford gimió y le mordisqueó la manga de la parka. Ella lo apartó e intentó calmarse. La nieve caía con una absurda y constante firmeza... no tenía tiempo de darse el lujo de sufrir.

***

Carina se inclinó hacia delante y miró con ansiedad por el parabrisas. Puso las luces largas, pero el reflejo en la cortina de lluvia y aguanieve deslumbró aún más sus ojos ya cansados. Con todo, no podía ver más allá de la distancia que ocuparía otro coche; quizá dos. Con una mueca, volvió a poner las cortas y rezó para que las rayas de la carretera siguieran visibles a pesar de la lluvia que inundaba el asfalto. El cruce que conducía a Bishop apareció en medio de la oscuridad y Carina giró lentamente a la izquierda. Redujo la velocidad del MG al tomar una curva y después la carretera se convirtió en lo que parecía una subida donde la lluvia empezaba a helarse. Siguiente parada: mil ochocientos metros de altura.

 Lo único que podía hacer era seguir adelante y maldecir a todas las personas responsables de su situación. Era evidente que esto no podía ser culpa de ella, pensó. Ah no, tú no eres la que está conduciendo un viejo coche deportivo con este tiempo. No, la culpa era de su madre por haberla convencido de que tenía la obligación de ir a pasar el día de Acción de Gracias con su familiar más cercano: una tía que Carina no había visto desde que era niña. También era culpa de Owen por haberle aconsejado que se comprara un MG deportivo de segunda mano cuando en realidad lo que ella quería era un cuatro por cuatro. También era culpa de su jefe por haberla retenido tres horas en el momento en que ella se marchaba de la oficina. Nunca fallaba; cada vez que Carina le decía que tenía que irse a una hora determinada, siempre surgía trabajo que terminar en una fecha limite y ella se sentía culpable, y, cuando por fin se iba, se sentía acosada y maltratada. Después, Jack aludía a su marcha precipitada durante varias semanas. «Si te hubieras quedado una hora más, sabrías por qué se modificó el proyecto...» 

 La habría obligado a quedarse hasta las doce de la noche si ella no le hubiera lanzado La Mirada. La Mirada le dijo a Jack que ya estaba harta de cambiar las especificaciones del CAD una por una y que, no, no pensaba hacer un nuevo juego de doce pruebas en color para tal cliente antes de irse. La Mirada le dijo que estaba harta de diseñar edificios en forma de cajas de cartón, de Jack y de los trabajos urgentes de última hora que cada vez la retrasaban más, encima que hacía un tiempo espantoso. 

 Sólo dijo que lo haría el lunes. De pronto él se volvió de lo más atento y expresó su preocupación por el largo viaje que le esperaba y el tiempo que hacía. «Una tía tiene que ser muy valiente —dijo—, para conducir durante seis horas por esas montañas tan altas.» Carina apretó los dientes. Jack siempre hacía una pausa antes de decir «tía», y ella sabía que en realidad quería decir «chica», a pesar de que ya estaban en los noventa. Le volvió a lanzar La Mirada y le dijo que no, que no creía que debía salir al día siguiente por la mañana. 

 Apretó el volante y se maldijo por haber sido demasiado cobarde y no haberle dicho que si se hubiera marchado a la hora prevista no habría tenido ningún problema. Pasó junto a una señal de altitud, mil quinientos metros, y siguió ascendiendo. Estaba segura de que se había perdido. Alargó la mano para subir la calefacción pero se detuvo, pues ya estaba a tope. El aguanieve se pegaba a los limpiaparabrisas. Una nueva ráfaga de aire gélido se filtró por la capota y Carina buscó en la guantera los finos guantes que Levi le había regalado. No estaban forrados, pero eran mejor que nada. 

 Frenó en la cima de la cuesta y le alivió ver señales de civilización a través de la nieve medio derretida del parabrisas. Aceleró hasta encontrar una señal que indicaba que había llegado a Bishop. Era un pueblo pequeño y lo atravesó en pocos minutos. No había gente a la vista y todas las casas por las que pasó parecían acurrucadas a la espera de la tormenta. Condujo con cuidado por la carretera y reprimió un temblor de miedo. Su tía le había dicho que desde allí sólo faltaban diez minutos de camino. Decidió que podría llegar hasta la casa. Su tía, naturalmente, no sabía que iba a nevar. 

No había luces en la calle. «Bicho de ciudad —se reprendió—, te has ablandado.» El MG no estaba preparado para ese tiempo, lo sabía, pero no tenía otra elección más que seguir adelante. La nieve amainó cuando subió lentamente otra cuesta. Mientras el cuentakilómetros avanzaba, se dio cuenta de que a ese ritmo el cálculo de su tía de diez minutos podía convertirse en media hora. 

 El temor y las dudas volvieron con redomada fuerza cuando llegó a lo alto de la primera cuesta. No se había dado cuenta de que la ladera la había estado resguardando del viento y la nieve. El MG se sacudió cuando lo golpeó la primera ráfaga de viento del Ártico y la nieve cubrió el cristal. Carina renunció al calor en los pies y dirigió toda la calefacción al parabrisas. Al menos, sirvió de algo. Redujo la velocidad y condujo el coche fijándose en los mojones de la carretera, agradecida de poder ver el borde. 

 Pasaban los minutos mientras el paisaje parecía permanecer inmóvil. Carina empezaba a sentirse como si fuera a acabar en el quinto pino. La nieve ya había cubierto cualquier señal que le hubiera permitido orientarse. Hacía al menos media hora que había pasado Bishop, y casi ocho horas que se había marchado de San Francisco. Tenía calambres por la concentración y los temblores. Su necesidad de ir al lavabo empezaba a ser apremiante, lo cual no la ayudaba para nada a mantener la calma. En momentos como ése, envidiaba el artilugio tan práctico que tenía Owen. 

 La tía Francesca estaría desesperada. Habían hablado brevemente por la mañana y ésta le había dicho que se preparara para «un poco de lluvia». No se imaginaba que Carina conduciría un coche deportivo en medio de una tormenta del polar. 

 Los limpiaparabrisas se movían inútilmente; «vuelve, vuelve», parecían decir. ¿Por qué no se lo habían dicho una hora antes? Ni siquiera sabía si podría dar la vuelta sin salirse de la carretera. ¿Y adónde iba a ir? La única luz que había era la de los faros. Los copos de nieve eran como los de Boston en febrero: de los que se te meten en las botas por muy fuertes que las ates y enseguida se derriten. La clase de nieve que hace que los neumáticos patinen.

 Como una señal, el MG derrapó hacia un lado cuando Carina giró lentamente por una curva. «Fantástico —pensó mientras enderezaba el coche— Yo quería comprarme algo práctico, algo que pudiera llevarme a una obra si hacía falta. Pero no. Levi dijo que el MG estaría muy bien. Que sería divertido tener un deportivo para ir a la playa. Siempre había querido un descapotable.» En los últimos nueve meses habían ido a la playa exactamente una vez. 

 La tía Francesca le había dicho que si seguía por la carretera llegaría a un cruce a la derecha. Después tenía que seguir todo recto hasta la segunda verja, y ahí coger un camino de gravilla y tierra. Si había gravilla y tierra significaba que también habría barro. El MG no estaba preparado para el barro. 

Tampoco estaba preparado para el asfalto ni la nieve. Cada pocos metros los neumáticos patinaban sobre la nieve derretida y después, cuando el coche se abría paso por los montículos de nieve, se sacudía. El ritmo impredecible de los resbalones le atenazaba el estómago. Debería volver a Bishop y buscar una habitación en un motel. O bien seguir conduciendo hacia el norte hasta el lago Tahoe. «Claro, Carina, como si fuera tan fácil llegar a Tahoe con este tiempo.»

 «Soy una idiota», se maldijo. Redujo la velocidad y escuchó el tranquilo golpeteo de la nieve que caía sobre el descapotable. No podía hacer nada. La subida de la cuesta que acababa de descender era muy larga, y probablemente tardaría otros cuarenta minutos en regresar a Bishop, pero, por otro lado, dudaba de que pudiera ver una verja o una carretera con semejante tiempo y se moriría de frío si el motor se calaba. Tenía que egresar.

 Empezó a dar la vuelta. Si aparecía un coche, la embestiría. Tampoco tenía suficiente visibilidad como para saber si había girado los ciento ochenta grados. «Dónde está la señal que acabo de pasar?» El aguanieve la volvía casi invisible.., allí estaba.

 Soltó el embrague y el MG se estremeció al subir otra vez la colina. En la cima, Carina torció lentamente hacia la izquierda. Tardó unos segundos en darse cuenta de que el MG se dirigía hacia la derecha. Giró el volante en vano, apretó el freno suavemente, después con desesperación, mientras el coche seguía derrapando lentamente hacia un lado de la carretera. Las ruedas del lado derecho cayeron del arcén y el coche cogió velocidad mientras se salía completamente de la carretera y empezaba a descender. 

 Carina tuvo una milésima de segundo para decidir si debía desabrocharse el cinturón e intentar saltar del coche o si debía quedarse y esperar que el cinturón de algún modo evitaba que se hiciera daño. Pero en ese momento el coche disminuyó la velocidad, y, con una ligera sacudida, se paró.

 La morena abrió los ojos. Se había detenido junto a una fila de gruesos pinosa sólo un metro de la carretera. Podía haber sido peor, mucho peor. 

 Debajo los árboles no nevaba tanto; pero cuando Carina decidió quedarse donde estaba, el motor del MG hizo un chisporroteo espasmódico y se paró. Intentó arrancarlo con cuidado, probó maldiciendo. Ninguna de las dos cosas funcionó, seguramente porque el coche estaba inclinado y la gasolina no llegaba al motor. Pensó con amargura en el Trooper de segunda mano que había querido comprarse, en su sistema de inyección, calefacción, frenos antibloqueo y tracción en las cuatro ruedas.

 La temperatura dentro del coche descendió rápidamente. Intentó calentarse los manos expeliendo el aliento sobre ellas. Finalmente decidió que iba a tener que salir y ponerse a caminar. El movimiento le ayudaría a conservar el calor, algo vital, y sabía que la casa de su tía estaba más adelante. ignoraba cuánto tardaría, pero llegaría.

 La siguiente cosa importante era mantener los pies secos. Llevaba unas botas de cuero muy gruesas... no eran borceguíes de montaña ni mucho menos, pero eran abrigadas e impermeables. Habían sobrevivido a un invierno en Boston. Consiguió sacar con dificultad la maleta de detrás del asiento trasero. Se puso otros pantalones vaqueros encima de los que llevaba—los que había traído para ponerse después de la comida de Acción de Gracias— y dos jerseys gruesos encima del que tenía. Volvió a ponerse como pudo la chaqueta; parecía otra superviviente de Boston.

 Se metió unas bragas y unos calcetines en los bolsillos de la chaqueta, para envolverse las manos si hacía falta, y se maldijo por no haber cogido una bufanda de lana o un par de guantes de verdad. La chaqueta no tenía capucha y ella necesitaba conservar todo el calor corporal posible. La trenza ayudaría, pero no tenía horquillas. Se la puso alrededor de la cabeza y la envolvió con un chaleco de lana como si fueran gafas de esquiar. Lo sujetó más o menos con un pañuelo de seda. Los calcetines más gruesos que tenía se convirtieron en mitones y se los puso encima delos guantes de conducir. Nunca se había sentido tan agradecida por usar una riñonera en lugar de un bolso. Se la abrochó alrededor de la cintura y se le ocurrió la idea morbosa de que si se moría de frío su carnet de conducir identificaría el cadáver. Como decía el carné que llevaba en el monedero, la embajada canadiense más cercana enseguida encontraría a su padre. 

 Se movía con dificultad debido a las capas de ropa, pero cuando salió del coche el frío no la penetró de inmediato. Buena señal, pensó. Mirando por una de las sisas del chaleco, subió como pudo la colina mojada y resbaladiza. Cuando llegó a la carretera, sus manos y rodillas estaban empapadas. 

 A pie tenía bastantes posibilidades de ver una verja, así que descendió la cuesta hacia donde pensaba que estaría la casa de su tía. Seguramente la estarían buscando... o quizá pensaban que tenía suficiente sentido común y se había detenido cuando el tiempo había empeorado. «No te asustes —se dijo—. Esto no es peor que cuando nos quedamos atrapadas con mamá en la cima de una pista de esquí en Banif. Tampoco es peor que esas vacaciones en las que nos enseñaban técnicas de supervivencia a lasque papá nos arrastraba.» En cuanto volviera a casa pensaba escribirle para darle las gracias por haber insistido en que aprendiera lo esencial.

 Cuando llegó a la cima de la siguiente cuesta, tenía la nariz y las orejas entumecidas y sudaba profusamente bajo los jerseys. Le dolían los pulmones por el frío y la falta de oxígeno. Seguro que habría casas al pie de la colina. Tenía que haber. Ante la sola idea de subir otra colina..., se le cayó el alma a los pies. Se detuvo un momento y oyó un ligero chirrido detrás de ella. 

 En un rapto de esperanza, se apartó de la carretera, pese a que se dio cuenta de que el vehículo avanzaba lentamente. Al fin aparecieron los faros. Carina avanzó hacia la luz y empezó a agitar los brazos con desesperación.

 Era una camioneta, bastante grande. De las que llevan esos bestias que salen en las series de televisión. Seguro que tenía un soporte para las escopetas. Cuando se detuvo, un perro blanco enorme se abalanzó sobre la ventana del pasajero, enseñando los dientes. Carina se echó atrás de un salto. 

 La puerta del pasajero se abrió. Una voz ronca le ordenó al perro que no se moviera y después le dijo a ella con aspereza: 

 —¿Qué pretendes? ¿Qué te maten? 

 Carina no supo qué contestar. ¿Cómo iban a matarla? ¿De frío? ¿De rabia? ¿Atropellada por un palurdo antipático? De pronto recordó todo lo que le habían enseñado sobre las consecuencias de meterse en un coche con un extraño. «Ahora es el momento de aplicar las tácticas de supervivencia urbana», se dijo, y de pronto se dio cuenta de que estaba al borde de un ataque de nervios. 

 —Mi coche se salió de la carretera. Si pudiera llamar a mi... 

 —Haz el favor de entrar antes de que nos congelemos. 

 —No necesito que me lleve... 

 —Como quieras. La puerta empezó a cerrase. 

 —¡No, espere! 

 Carina cogió la puerta y sin preocuparse por el perro, se subió al estribo. Se sacó el chaleco de la cabeza y se bajó la trenza, mientras observaba a su acompañante con ansiedad. Sólo distinguió una gruesa chaqueta de franela, de las que llevan los cazadores. Pero no vio la menor señal de un soporte para escopetas.

 —Si pudiera llamar a mi tía... 

 —No tengo teléfono móvil —repuso su acompañante con sarcasmo inclinándose hacia ella. Cuando las luces iluminaron el pelo corto, rubio y los rasgos finos y sobrios, Carina se dio cuenta de que su acompañante era una mujer. Casi se desmayó del alivio.

 —Haz el favor de subir. Ford no muerde y yo tampoco—dijo la desconocida. 


Bueno hasta aquí el primer capítulo jejeje, espero que guste la historia tanto como a mí la primera vez que la leí. Dejad comentarios de qué os a parecido el primer encuentro.

Iré publicando al menos dos capítulos por semana, sólo decir que no será una historia muy larga.

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