El Legado de los Muertos

By SgcNightmare

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En el mundo de las sombras, los secretos no quieren ser desvelados. Él quiere descubrirlos. Y... More

El Legado de los Muertos ©
⛦ Información extra ⛦
0 | Prefacio
1 | El sabor de la venganza
3 | El cadáver mutilado

2 | El graznido del cuervo

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By SgcNightmare

 EL GRAZNIDO DEL CUERVO

       Los días siguientes pasaron extremadamente rápido, sin ningún contratiempo. El tiempo en la universidad transcurrió lejos del estrés de los exámenes y, como el curso acababa de empezar —a principios de septiembre—, las clases se reducían a presentaciones, conferencias y un buen puñado de alumnos que tenía dificultades para adaptarse.

        La única preocupación que Kevin había tenido durante las primeras semanas había sido la mala comprensión de varios documentos administrativos —por culpa de la letra pequeña—, pero se esfumó en cuanto visitó el edificio de piedra rojiza que se erguía en el centro del campus y que estaba consagrado a la dirección de la universidad. 

        Era viernes cuando se dirigió al Audubon Park, el lugar de encuentro para muchos de los estudiantes. Famoso por sus enormes robles, el parque estaba a rebosar de colegiales que se relajaban, estudiaban la poca materia que les habían impartido o simplemente disfrutaban de su momento de descanso bajo la brisa suave del viento. Hacía un calor acogedor, que solía extrañarse en invierno, y los rayos del sol iluminaban el terreno verde que se extendía por casi todo el lugar.

        Se paseó por los senderos de gravilla con paso lento, acompañado por el ligero murmullo del aire. Se cruzó con varios estudiantes conocidos, el profesor de anatomía y una pequeña parte del personal de limpieza. Les saludó con la mano mientras observaba su alrededor, distraído. Después, se sentó en un banco de madera que se encontraba al borde del camino. Miró la hora y sacó un mapa arrugado de la mochila. 

        Además de haber estado yendo a la universidad durante la semana, Kevin y Jack también habían ido en busca del demonio con la ayuda de Tessa. Seguía sin confiar en la banshee, pero parecía interesada en ayudar. Después de todo, les había ayudado a delimitar el área de nuevos posibles ataques y no les había ocasionado ningún problema —a pesar de ser repelente, bastante egocéntrica y extremadamente irónica—. 

        Kevin abrió el papel sin dificultad. Comenzó a ojearlo, reprimiendo un bostezo. El mapa estaba impreso con mala calidad y los trazos de las calles del centro de la ciudad se difuminaban con la tinta de la impresión, pero le era fácil distinguir las cruces rojas que había marcado alrededor de la zona delimitada. 

        Gracias a la banshee, que había recopilado la información de, como las llamaba ella, «fuentes fiables», habían ahorrado tiempo de investigación. Les había buscado todas las localizaciones de los asesinatos del demonio y había limitado una zona de búsqueda que se reducía a un buen puñado de barrios. Al menos, se habían quitado de encima peinar la ciudad de arriba abajo.

        Antes de poder formular alguna hipótesis en su cabeza sobre el próximo lugar del crimen, Kevin escuchó que le llamaban y alzó la cabeza, buscando el origen de la voz. 

        Era Jack.

        Venía caminando con un paso ligero e irregular por los senderos de tierra. Vestía una sencilla camiseta de manga corta que conjuntaba con unos pantalones rotos claros. Llevaba una mochila colgada de un solo hombro y escuchaba música con unos auriculares blancos de cable que terminaban en el bolsillo de su pantalón. 

        Le dedicó una sonrisa alegre, saludándole con la mano. Kevin guardó el mapa con un gesto disimulado, dejando la mochila a sus pies. Varios segundos después, el licántropo se había sentado en el banco con un ligero ademán de cabeza. Se quitó el casco de una oreja y preguntó, interesado:

        —¿Qué es lo que acabas de guardar?

        —El mapa de Nueva Orleans. Estaba buscando algún patrón en las muertes, pero no he encontrado nada. Los asesinatos del demonio no tienen ni pies ni cabeza. —Y era cierto. No había ningún modus operandi preciso y los lugares del crimen parecían estar seleccionados al azar.

        —Luego lo podemos mirar juntos, si quieres.

        —¿Luego? —Kevin le miró, extrañado.

        —Exacto. —El hombre lobo asintió con la cabeza y sonrió—. Según tengo entendido, descansar un viernes por la tarde no es sinónimo de comerse la cabeza con un trabajo complicado.

        «Me conoce demasiado bien», pensó Kevin. Si fuera por él, no dejaría de pensar hasta encontrar al demonio. Por eso, siempre le obligaba a despejar la mente durante un rato. 

        —Tienes razón —acordó, cerrando la mochila—, no es algo que debería hacer.

        —¿No tienes calor? —le preguntó Jack, extrañado.

        —Para nada. —El joven escondió las manos en las mangas de su abrigo oscuro. Kevin casi siempre tenía frío, y su chaqueta confiable de cuero le acompañaba a todas partes.

        Observó su alrededor con una media sonrisa. El sol se comenzaba a poner en el horizonte, escondiéndose detrás de la arboleda, y el cielo estaba teñido de un color anaranjado. Varios individuos con la piel reluciente hacían ejercicio por los senderos de gravilla, todos ellos vestidos con ropa deportiva fosforescente. 

           Sobre el césped, había grandes mantas de pícnic donde descansaban varios grupos de estudiantes, y Kevin no pudo evitar fijarse en el grupo más cercano, que estaba asentado a una distancia considerable. A simple vista, no parecían ser especiales, pero su mirada se posó en ellos cuando comenzó a escuchar unos gritos. 

        Miró al licántropo de reojo —los chillidos eran dignos de una película de terror premiada con un Óscar—, pero vio cómo se reía entre dientes. Se llevó una mano a la cabeza y comprendió que, en vez de chillar, una chica estaba intentando cantar. 

        Su voz se podía comparar a un graznido de una urraca en llamas.

        Antes de poder hablar, sintió que la cabeza le daba vueltas. Ahogó un gemido de sorpresa y, antes de darse cuenta, se dejó arrastrar por la ola del pasado.

        «Varios cuervos, que descansaban en la rama de un árbol desnudo, graznaban sin cesar. Según lo que el niño tenía entendido, aquello era signo de mal augurio. Las leyendas que le habían contado aseguraban que anunciaban la muerte. Por un momento, pensó que estaban en peligro y sintió cómo le recorría un escalofrío de los pies a la cabeza. Sin embargo, su mente no tardó en divagar hacia otros temas más alegres. Al fin y al cabo, tan solo era un niño.

        Las gotas de lluvia descendían en el vidrio de la ventana de forma desacompasada. El viento silbaba alrededor de la casa, como si se tratara de una advertencia. Por eso, a juzgar por el oscuro color del cielo y la época del año, era un milagro que la estancia todavía mantuviera una temperatura ambiente. La enorme chimenea de color verde, del mismo color que los estantes de los lados, irradiaba un calor sofocante. Puede que los ruidos exteriores fueran fuentes de inquietud, pero el crepitar de las llamas le reconfortaba.

        —Papá —le llamó.

        Richard estaba recostado en un sofá enorme, junto a él. El suelo, fabricado con tablas de madera clara, crujía bajo su cuerpo cada vez que cambiaba el pie de apoyo. Miraba la televisión sin ningún interés, con los brazos cruzados y la mirada pérdida. 

        Al oír su voz, salió de su ensoñación, dándose ligeros golpes en las mejillas. Le miró y le dedicó una media sonrisa.

        —Dime. 

        —¿Crees en la magia? —El progenitor parecía sorprendido por la pregunta. Abrió la boca y volvió a cerrarla, sin saber muy bien qué decir.

        —Sí, creo en la magia. —Sus penetrantes ojos azules cruzaron una larga mirada con los del chico. Se rascó la barbilla, rozando la rubia barba incipiente con los dedos—. ¿Y tú?

        —Mamá también creía. —Eso era más que una respuesta. El niño tragó saliva—. Papá, ¿crees que la magia es como en los cuentos de hadas?

        —La magia es una fuente de poder —contestó, dedicándole una mueca triste—, así que en eso no se han equivocado. Sin embargo, todo lo demás son alucinaciones y sueños de escritores cegados por la búsqueda de un mundo utópico. —Kevin lo miró sin comprender, pero la mirada del adulto se había perdido en el fuego crepitante de la chimenea.

        —¿Por qué dices eso?

        —Somos esclavos de la magia. Puede parecer un regalo, pero es la llave de nuestra destrucción. Influye en nuestros pensamientos e irrumpe en nuestra mente. Poco a poco, lenta y tortuosamente, comienza a cobrar vida en nuestro interior. Recorre nuestra sangre y martiriza nuestros huesos como si se tratara de un veneno letal.

        »Y, tras un pequeño transcurso de tiempo, la magia reclama su coste. Un precio elevado, demasiado elevado… —Se paró una milésima de segundo para tomar una bocanada de aire—. Un precio que no estoy dispuesto a pagar. 

        Cuando volvió a clavar la mirada en el niño, sus ojos se habían transformado en dos pozos oscuros sin fondo.

        —Olvídalo —le pidió, haciendo un gesto con la mano. Su voz era ronca, y se había vuelto más grave de lo normal. Le revolvió el pelo oscuro con cariño—. No he dicho nada.

        Tras un instante, todo se desvaneció».

        —Kevin, ¿estás bien? —La voz era extremadamente lejana y resonó como un eco en sus oídos. 

        Abrió los ojos con lentitud. Lo primero —y lo único— que alcanzó a ver fue la luz en el cielo, cubierto con varias pinceladas de tonos anaranjados. El sol seguía brillando en el horizonte, y Kevin no pudo evitar pestañear, frotándose los ojos con el dorso de las manos. El exuberante verde de los árboles le sacó del extraño trance en el que se encontraba.

        ¿Qué acababa de pasar? Kevin no tenía ni idea. No sabía quién era esa persona y no sabía qué era ese lugar. ¿Había soñado despierto? Quizá, pero no lo creía, ya que nunca le había ocurrido algo así. Ni siquiera sabía que podía pasar algo así. ¿Ese había sido su padre? No lo recordaba, pero, definitivamente, había hablado con él como si lo fuera. 

        De hecho, no lograba recordar nada de la noche en la que su padre le había abandonado, ni tampoco los años anteriores. Era como si su vida hubiera iniciado en un Ford Fiesta amarillo chillón a altas horas de la noche, justo cuando entraba en el coche de dos individuos bastante peculiares que decidieron hacerse cargo de él —llamados Colin y Amy Sullivan—. 

        Al principio, le habían dicho que estaban unidos por un parentesco lejano. Sin embargo, la mentira ni siquiera había aguantado seis meses. Después de todo, mientras que ellos eran pelirrojos, tenían los ojos verdes y contaban con un notable acento irlandés; Kevin tenía el cabello oscuro y los ojos azules.

        Al enterarse, tan solo le habían dicho que habían hecho lo que creían que era mejor para él. No pudo enfadarse con ellos.

        No obstante, siguieron omitiendo toda la información que tenían de sus padres, y eso sí que le cabreaba. Había conseguido sacar a la luz algunos de sus secretos, pero todavía no había logrado averiguar cuál era el tipo de relación que habían mantenido con su progenitor, ni tampoco cuál fue la razón de su abandono. 

        Aunque les estaba eternamente agradecido por haberle acogido y por haberle introducido en el mundo de la magia después de un percance muy vergonzoso, le frustraba que no le dijeran nada sobre sus progenitores. Y puede que no fueran parientes de sangre, pero estaba seguro de que, en su momento, sí que conocieron a su padre. ¿Si no cómo le habían encontrado? Por lo que sabía, no había ninguna nota en el lugar…

        —Kevin, ¿estás bien?

        La voz, que provenía de su derecha, se agudizó. 

        Una mano se apoyó en su hombro, trazando leves círculos sobre la tela con el dedo pulgar. Kevin giró la cabeza con lentitud tras el contacto inesperado y vio que Jack estaba observándole con evidente preocupación. El joven volvió a pestañear.

        —Sí, sí… —Se frotó los ojos para intentar espabilarse—. Como una rosa. Tan solo me he quedado embobado durante unos instantes.

        —¿Embobado? —El licántropo alzó una ceja—. Eso es poco decir.

        —Perdón, pero es que... la chica que no para de gritar me ha descolocado.

        Jack tosió, disimulando una risa, y le metió un codazo en el brazo. Le había mirado, preocupado, pero luego había decidido no molestarle con el tema. Kevin creía que sabía que le había mentido, pero en ese momento no le importó.

        —No sabes apreciar el arte —bromeó el licántropo, esbozando una sonrisa—. Está claro que tiene una voz preciosa. Le falta un poco de técnica, pero con un par de clases podría hacer un casting en Broadway. Seguro que la aceptarían al escuchar la primera nota.

     Sin saber cómo, terminaron enzarzados en una discusión sobre si la estudiante tenía suficiente talento para cantar en los grandes teatros. 

        —¿Quieres acercarte para saber lo que piensan sus amigos? —le preguntó Kevin, después de un rato—. Porque yo no voy a dar mi brazo a torcer. Tiene una voz horrible.

        No hizo falta una respuesta. 

        —Creo que les conozco —se limitó a decir, encogiéndose de hombros—, al menos a algunos. 

        No era de extrañar. Mientras que en clases Kevin tan solo se limitaba a escuchar, dormitar o rechazar invitaciones durante los recesos; Jack sí que se relacionaba con sus compañeros de clase. No parecía importarle que la mitad de ellos fueran un puñado de elitistas, ni tampoco que fueran insoportables, engreídos y aprovechados. 

        El hombre lobo se levantó de un salto y comenzó a caminar hacia el grupo de estudiantes. Kevin le siguió de cerca, riéndose entre dientes. 

        Sin embargo, el sueño —si podía llamarse así— seguía carcomiéndole por dentro. Las preguntas se agolpaban en su mente como un torbellino sin sentido y descontrolado. Había algo que estaba mal en lo que había visto, y le inquietaba. ¿Había sido el graznido de los cuervos, o tan solo el color del cielo? ¿O quizá el crepitar del fuego? En el fondo, sabía cuál era la fuente de su inquietud. Todavía tenía en mente los ojos del individuo, las dos órbitas de implacable oscuridad.

        —Idina, ¿qué tal todo?

        El licántropo se había acercado a una chica que sujetaba una botella de cristal con una mano repleta de anillos. Tenía un piercing de metal en la nariz, además de varios pendientes en las orejas. Su cabello, de color lavanda, estaba completamente rapado por el lado izquierdo de la cabeza y tenía los ojos bordeados por una gruesa capa de delineador.

        —Jack, ¡no sabía que ibas a venir!

        —Yo tampoco. —Se pasó una mano por la nuca y les presentó con rapidez.

        Al final, resultó ser una de las compañeras de clase del licántropo.

        Kevin se fijó en el grupo de personas que estaba alrededor. Había un chico mulato de pelo azul eléctrico y ojos dorados tumbado en una de las mantas con la mirada fija en el móvil, varios individuos de mueca triste que escuchaban música con auriculares insonorizados y la chica que no dejaba de cantar.

        Kevin entendió al instante porque todos los compañeros llevaban algo con lo que taparse las orejas, y estuvo tentado en pedirles unos cascos.

        Junto a ellos, sobre la hierba mullida, se congregaba un círculo de pixies que jugaba a las cartas entre gritos chirriantes y algún que otro golpe. Como siempre, los humanos no podían distinguir a las criaturas feéricas, al igual que el resto de seres sobrenaturales.

        Kevin no tardó en dirigirse hacia la compañera del hombre lobo, al caer en cuenta de una cosa, con los ojos bien abiertos.

        —¿Sois gemelas? —le preguntó, señalando a la desconocida que cantaba sin cesar. La aludida asintió con una sonrisa pintada en los labios.

        Eran casi idénticas. Tenían las mismas facciones delgadas, vestían con ropa similar e incluso tenían el mismo tipo de peinado. Habría sido imposible reconocerlas, de no ser por el tatuaje de la clavícula que recorría parte del cuello de su hermana. Ni siquiera las prendas holgadas ni las camisas de cuello alto podían cubrir la tinta implacable.

        «Seguro que son una versión modernizada y cosmopolita de la familia Addams», pensó Kevin, al mismo tiempo que le recorría un escalofrío. 

        —¿Qué os ha parecido mi recital? —inquirió la chica, que acababa de finalizar la canción y se había girado hacia ellos—. He puesto todo mi corazón en las canciones, seguro que se ha notado. Hasta he notado que se me desgarraba la voz por la emoción.

        Kevin estaba seguro de que estaba sorda. O la joven era consciente de su desastre vocal y estaba riéndose de ellos, o tenía el ego por las nubes. No supo distinguir si se trataba de ironía o tan solo de un oído destrozado. 

        —Ha sido horrible —le aseguró Kevin, con franqueza—. La próxima vez, antes de cantar, piénsatelo dos veces. Te pueden denunciar por generar disturbios en un lugar público. 

        La aludida separó los labios y volvió a juntarlos, atónita.

        —De eso nada —replicó el hombre lobo—. Tienes una voz rasgada que solo requiere un poco de técnica. Estoy seguro de que con algunas correcciones podrías llegar lejos. —Le guiñó un ojo. 

        —No le hagas ilusiones. —El chico mulato se había incorporado, estirándose sobre la manta—. «Autocrítica» no está entre las palabras de su vocabulario. Si sigues dándole cumplidos, se le va a subir a la cabeza. Y, créeme, no quieres que eso pase. 

        —Eso es verdad —señaló su hermana, que había comenzado a reír entre dientes—. Si hace algo mal, hay que decírselo sin miramientos.

        —Eres la peor hermana. —Idina bufó y su gemela entornó los ojos—. Creo que nunca os he visto por aquí —apuntó, señalando a Jack y a Kevin con el dedo—. Soy Iris, un placer.

        Se agachó y metió las dos manos en una bolsa de la compra que descansaba sobre el césped. Sacó varias botellas de cristal oscuro y se las tendió.

        —¿Queréis algo de beber? 

        Durante un instante, Kevin volvió a sentir los ojos oscuros que le contemplaban con una intensidad abrumadora. Asintió, tragando saliva. Cogió una de las botellas, le dio un corto trago y un sabor amargo inundó sus sentidos. Pudo sentir la mirada fija de Jack, pero la ignoró.

        «Olvídalo», le había dicho el misterioso individuo durante el trance. Le dio otro trago a la bebida, esta vez más largo. El alcohol ardía, deslizándose lentamente por su garganta.

        Eso mismo iba a intentar hacer.

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