El Legado de los Muertos

By SgcNightmare

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En el mundo de las sombras, los secretos no quieren ser desvelados. Él quiere descubrirlos. Y... More

El Legado de los Muertos ©
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1 | El sabor de la venganza
2 | El graznido del cuervo
3 | El cadáver mutilado

0 | Prefacio

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By SgcNightmare

10 AÑOS ANTES

        El niño estaba asustado.

        Su padre le había dicho que no se moviera, así que se había quedado en su habitación, cerrada con llave. Estaba escondido debajo de la cama, aferrado a su pequeño lobo de peluche, sumido en la profunda oscuridad del dormitorio.

        Sus ojos, tanto bajo la intensa luz del día como en la implacable oscuridad, eran dos pozos brillantes del mismo color que el mar. El pelo oscuro caía alborotado por sus sienes y sus mejillas estaban ligeramente ruborizadas por el frío característico de mediados de noviembre. Su progenitor ya le había dicho en varias ocasiones que de mayor sería un rompecorazones, pero, desde luego, en aquel momento no lo parecía; era delgado, bastante alto y algo desgarbado.

        Esa tarde, su padre había hecho un par de llamadas. Después de colgar el teléfono, había mirado al niño con preocupación mientras le decía que se iban a mudar a Florida temporalmente. El chico ya sabía que, tarde o temprano, se iban a marchar. Al fin y al cabo, nunca vivían en un mismo sitio durante más de dos meses.

        Para ellos, cambiar de ciudad ya se había vuelto un hábito; habían estado dando vueltas por todos los Estados Unidos desde la muerte de su madre. Nunca le había preguntado por qué se mudaban tan a menudo, ni tampoco sobre su madre. Tenía un acuerdo tácito con su progenitor y, desde luego, no tenía pensado quebrantarlo.

        Sin embargo, pese a que ya sabía que iban a mudarse, estaba un poco molesto. Le habría gustado quedarse en la misteriosa Nueva Orleans un poco más, paseando por las concurridas calles de la ciudad, que estaban repletas de historia, magia y sangre.

        El niño subió a su dormitorio para hacer las maletas. Richard le aconsejaba que cogiera solo las cosas que más necesitara; todo lo que no era importante se podía comprar en muchos otros sitios. Según él, tenían dinero de sobra para ser libres. Era una expresión que empleaba con frecuencia.

        Cuando terminó la tarea, el cielo ya había oscurecido hasta casi toda su totalidad.

        Bajó las escaleras a toda velocidad, maleta en mano, y se dirigió hacia el portal de entrada, donde su progenitor ya lo estaba esperando. Al verlo llegar, el hombre se volvió hacia la puerta, con nerviosismo. Sin embargo, de repente, el chico pudo escuchar la vibración del móvil de su padre. Sacó el teléfono de su pantalón y miró la notificación que acababa de entrar en su mensajería.

        "Anónimo: Van a por vosotros. Te queda poco tiempo".

        Kevin alcanzó a ver el mensaje que brillaba en la pantalla por mera coincidencia. No obstante, la persona que le había enviado el texto tenía un número oculto, por lo que el niño no pudo saber de quién se trataba.

        Richard levantó la cabeza del móvil, al mismo tiempo que el chico desviaba la mirada. De reojo, vio cómo las facciones de su rostro se tornaban pálidas, más de lo que nunca había creído capaz de un hombre bronceado como él. Aun siendo moreno de piel, el pelo rubio cubría toda su frente —y eso era un rasgo muy atractivo—. Además, el color de sus ojos era azul como el de su hijo.

        Tras varios segundos de silencio, le ordenó con un hilo de voz:

        —Kevin, sube a tu habitación y cierra la puerta con llave. Deshaz las maletas. No te muevas hasta que vaya a buscarte. —Dejó de hablar para tomar aire—. Si en quince minutos no he subido a tu habitación, coge mi daga de hierro, por si me ocurre algo. Ya sabes dónde está.

        Dicho esto, el niño escrutó a su padre, durante tres largos segundos. Estaba ligeramente contrariado, pero, al final, Kevin asintió y subió corriendo a su habitación, arrastrando a duras penas las maletas. Entró en el dormitorio a toda velocidad, cerró la puerta con llave detrás de sí y, para observar el exterior del recinto, apartó las cortinas de seda que colgaban cerca de la ventana.

        Durante varios minutos, estuvo comprobando que no hubiera moros en la costa asomando la cabeza por detrás del cristal. Sin embargo, la calle estaba vacía. La noche era más oscura que nunca y los únicos puntos de luz eran dos farolas de gas que desprendían un fulgor anaranjado, apostadas en los bordes de la calle.

        Cuando estaba a punto de meterse bajo la cama con las dos maletas, aburrido por la vista de la silenciosa calle, vio cuatro figuras encapuchadas. Habían aparecido de la nada, de eso Kevin estaba seguro, pero eso era imposible, ¿verdad?

        Cada uno vestía una túnica granate, bordada con hilos dorados, y estaban dirigiéndose hacia la puerta de la casa. Sus rostros estaban completamente cubiertos por unas máscaras gigantes, talladas con huesos de animales. Los dos primeros tenían un cráneo de alce adornado con dos grandes astas cada uno; los otros dos, que estaban detrás, llevaban puesto un cráneo de oso con las fauces abiertas. A su alrededor les acompañaba una estela de humo... ¿o era niebla?

        No se pensó demasiado la respuesta a la pregunta. Cerró la persiana de golpe, asustado. Volvió a su escondite lo más rápido que pudo y buscó su maleta en la terrorífica oscuridad. Al encontrarla, sacó su lobo de peluche para estrecharlo entre sus brazos, esperando a que su padre abriera la puerta.

        Así estaba Kevin, esperando que no tuvieran problemas para escapar de la casa.

        Absorto en sus pensamientos, escuchó el chirrido de la puerta delantera de la casa. Como era muy antigua y no habían engrasado las bisagras, siempre sonaba un sonido muy desagradable cada vez que la abrían. No quiso imaginar a los intrusos entrando por la puerta, pero la imaginación le jugó una mala pasada y comenzó a temblar.

        Acercó la oreja al suelo de madera, intentando percibir algún sonido. De repente, consiguió escuchar a su padre, que comenzaba a entonar una melodía misteriosa, salvaje, hipnótica. La canción tenía una letra, pero el idioma de la música era incomprensible. Parecía latín, pero no lo sabía con certeza, ya que lo más parecido que había escuchado era el poco español que habían hablado unos cuantos vecinos durante su estadía en Texas.

        Escuchó unos pasos rápidos por todo el piso de abajo. Luego, silencio absoluto.

        Mientras esperaba lo peor, se dio cuenta de que ya habían pasado los quince minutos. Abrió el equipaje, intentando no hacer ruido. Con el máximo cuidado, llevó la mano a la cremallera y comenzó a girarla. Sin embargo, no logró evitar el desagradable sonido del frotamiento entre su oso de peluche y la rasposa tela.

        En la maleta había dos mudas de ropa, un poco de dinero suelto y un pijama. A primera vista, no parecía que fuera distinta a las demás. Solo ellos dos sabían que, en realidad, el maletín poseía un compartimiento secreto debajo de la poca ropa que tenían. Para abrir ese doble fondo, había que presionar las dos esquinas opuestas de la maleta al mismo tiempo.

        En cuanto apretó los dos extremos, un crujido rompió el silencio del dormitorio. El cajoncillo se abrió, donde había una daga que nunca había visto. Por suerte, su progenitor había sido previsor, diciéndole dónde se encontraba.

        El arma, que estaba muy afilada, debía medir al menos cinco pulgadas. Además, tenía unos símbolos que no había visto en su vida, grabados a fuego en el acero. El hierro relucía con la prácticamente inexistente luz que había debajo de la cama, como si estuviera hechizada.

        «Magia».

        Acercó la mano y, con un suspiro, cogió el arma. Sopesó el cuchillo entre sus dedos y, sin querer, mientras jugueteaba con este, se hizo un pequeño corte en la palma de la mano.

        Segundos más tarde, el niño comenzó a escuchar gritos. Al principio, supuso que los chillidos venían de los misteriosos enmascarados, ya que en ninguno de los gritos reconoció la voz de su padre. Sin embargo, cuando empezó a sentir ardor en la mano, ya no sabía qué pensar.

        Los gritos seguían resonando en sus oídos, pero no sabía de quién eran. El calor abrasador se extendió hasta el codo, y luego hasta el hombro. Los alaridos resonaban en su cabeza, como un eco. La quemazón llegó hasta su pecho y fue entonces cuando se dio cuenta de que los gritos no eran de ningún intruso.

        Eran suyos.

        Durante varios minutos, que le parecieron eternos, estuvo chillando de agonía. Cuando estuvo a punto de desmayarse, el dolor se apagó al instante. Mientras se secaba las lágrimas que recorrían sus mejillas con la manga, quiso creer que a su padre no le había pasado nada.

        Dejó el maletín abierto, cogió la daga y salió gateando de debajo de la cama, para dirigirse hacia la puerta. Mientras se levantaba, alguien comenzó a subir por las escaleras. Segundos más tarde, el picaporte de la puerta empezó a girar lentamente. Siguió girando. Siguió girando.

        «¿Por qué va tan lento?», pensó el niño.

        Y paró de girar.

        La puerta se abrió con un leve crujido. Asustado, Kevin cogió la daga con más fuerza.

        En el umbral de la puerta apareció su padre, muy pálido, con manchas de sangre esparcidas por su cara y su ropa, contrastando con su tez. Al niño se le cayó la daga al suelo, mientras contemplaba a su padre, sin habla. El padre empezó a caminar hacia su hijo, cojeando con un pie. Cuando estuvo lo bastante cerca, le dio un fuerte abrazo.

        —Kevin, no tengas miedo, ya se han ido. Me alegro de que estés bien —le dijo mientras cogía su rostro con las dos manos—. No puedo decirte que es lo que acaba de pasar. Tienes que confiar en mí.

        Kevin estaba frustrado. Su padre siempre decía que su curiosidad era su mayor pecado. Aun así, le molestaba que no le fuera a contar lo que había pasado después de haber estado a punto de morir. Su progenitor también decía que tenía grandes capacidades intelectuales. Kevin pensaba que lo había heredado de familia, pero Richard estaba convencido de que su inteligencia no tenía nada que ver con la genética.

        Se soltó de los brazos de su padre, que jadeó al instante, sin poder evitar lanzarle una mirada dolida.

        —Papá, ¿qué ha pasado? —inquirió, mirándolo fijamente.

        —No puedo decírtelo. —Se calló durante varios instantes—. ¿Es que no me has oído? Te estaría poniendo en peligro.

        —Cuéntamelo —insistió—, quiero ayudar.

        —Ya hay gente que está ayudándome. Tú no puedes ayudarme, ni ahora, ni nunca. —El padre sabía qué se había pasado de la raya; los ojos del niño estaban húmedos e intentaba no llorar. Aflojando un poco el tono, añadió amablemente—: No hay más que hablar.

        Kevin estaba al borde del llanto, nunca nadie le había hablado así. Mientras le caían las lágrimas, un sentimiento desconocido emergió dentro de él.

        —No tienes ni idea de lo asustado que estoy. No tienes ninguna razón para portarte así conmigo. —Le comenzaba a temblar el labio inferior, haciendo pucheros. No estaba acostumbrado a rebatir a su padre, pero ahora que había comenzado ya no podía parar—. Cuéntamelo, o si no, no podrás soportar todas las preguntas que te haré a partir de hoy.

        —No te lo voy a decir, no insistas más. Todo esto lo hago porque te quiero. Lo sabes, ¿no?

        Kevin miró a su padre y, después de un rato, su rostro se contrajo. Empezó a estamparle sus pequeños puños en el pecho, mientras cerraba los ojos con fuerza.

        —¡Te odio! —Le dio varios golpes—. ¡Te odio! —Paró de pegarle.

        La cara de Richard era una máscara indiferente. Tras unos segundos de silencio incómodo, su padre hizo un rápido movimiento de la mano, cogiendo el cuchillo que se había caído al suelo, demasiado rápido para que el niño pudiera hacer algo al respecto.

        Antes de que Kevin pudiera reaccionar, Richard clavó el cuchillo en su muñeca. El niño no pudo evitar gritar, y las primeras gotas de sangre comenzaron a derramarse por su antebrazo y el suelo, que se transformaron rápidamente en una mancha difusa. Richard movió el cuchillo hasta que le hizo un círculo perfecto alrededor de toda la muñeca, hundiendo el arma en su carne.

        Kevin aulló antes de perder las fuerzas, mientras su padre lo sujetaba entre sus brazos. Lo último que pudo oír, antes de sumirse en una oscuridad mucho más tranquila que la de la habitación, fue a su padre diciendo con lágrimas en los ojos:

        —Lo siento. «Oblivisci. Oblivisci omnia vidi».

        «Olvídate. Olvídate de todo».

        Después, Kevin se dejó llevar por los brazos de Morfeo, cálidos y reconfortantes.

        Cuando el chico ya no podía escucharle, Richard susurró en su oreja:

        —No me recuerdas, no has visto nada. Tus padres te abandonaron porque no podían cuidar de ti. Hasta ahora has vivido feliz con tus tíos. No poseerás ningún recuerdo mío. No les preguntarás sobre tus padres.

        »Te quiero —musitó.

        Después, cuando sacó el móvil de su bolsillo, escribió un mensaje.

        "Richard: Ya está hecho. Venid a recogerlo enseguida. A partir de ahora sois sus tíos, pero seguramente ejerceréis mejor de abuelos".

        Después, cogió la maleta y se dirigió hacia la puerta de la habitación, dejando a su hijo solo en las tinieblas.

        Mientras salía por la puerta de la casa, esquivando los ensangrentados cuerpos inertes de los intrusos que yacían en el corredor, Richard sintió una vibración en el bolsillo del vaquero. Cogió su teléfono y cuando leyó el mensaje, se quedó estupefacto:

        "Anónimo: ¿Sabes que no somos tan viejos, cabrón desagradecido?"

        Después de leerlo, comenzó a andar sin rumbo fijo, soltando carcajadas, recibiendo unas miradas de asco de la familia que le miraba desde la ventana de la casa de al lado.

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