Crónicas: Cómo crear un monst...

By OniVogel

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⚠️ AVISO IMPORTANTE ⚠️ Esto es una PRECUELA de «Briseida y las amazonas». Si no la has leído, por favor, no e... More

Sinopsis
El toque de Afrodita
La flecha de Eros
La furia de Ares

La fertilidad de Deméter

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By OniVogel

Faina y Everett pasaron días juntos, fingiendo que él no tenía ni idea del engaño, y también noches en las que compartían lecho, pero lo máximo que se daban eran algunas caricias. Habían decidido que era mejor no volver a dejarse llevar por la pasión, pues en principio no volverían a verse. Everett no sabía que ella tenía la semilla de la duda germinando en su cabeza y se estaba planteando si quedarse o marcharse con él.

Seguían enamorados, no lo podían ocultar más que de las otras amazonas, que parecían no reconocer tales sentimientos. Sin embargo, entre ellos estaba claro que se querían, que sentían algo fuerte el uno por el otro, y a Everett no dejaba de sorprenderle tal hecho, por más que se decía que alguien no puede enamorarse en horas como si fuera una película de Disney.

Pasaron más días de los que a Everett le habrían gustado porque, a pesar de que disfrutaba de la compañía de Faina, empezaba a deprimirle estar en esa isla que era más fachada que otra cosa: era hermosa, perfecta para pasar unos días de vacaciones, pero no todo lo que reluce es oro y él había descubierto muy rápido que tras lo que se veía no había más que gente bastante perjudicada psicológicamente... al final sí que eran como una secta.

Y lo que más le preocupaba al estadounidense era que sus padres estarían asustados, pues ya llevaba allí más tiempo de lo que les había dicho.

Una noche, sin embargo, Faina llegó con una sonrisa a la cueva y le anunció que estaba todo listo y que se irían al amanecer.

Por la mañana, no obstante, Everett se despertó solo en la cama y oyó unos extraños ruidos de fondo.

—¿Faina?

Cuando se irguió para buscarla por la estancia la vio inclinada sobre la bañera y pronto comprendió qué eran esos sonidos.

—Faina, ¿qué te pasa? ¿Estás bien? —preguntó, preocupado, mientras se acercaba a ella. Luego le sujetó el cabello casi rubio con delicadeza para que no se lo manchara, pues estaba vomitando.

Poco después, la muchacha tuvo un respiro y entonces Everett le dio la vuelta y colocó su brazo por debajo del cuello de la amazona. Así pudo ver que estaba algo pálida y se asustó aún más. La llevó hasta la cama y salió de la cueva corriendo y gritando en busca de ayuda.

La amazona más cercana no tardó en aproximarse a él.

—¿Qué pasa?

—Faina está enferma.

La mujer frunció el ceño y entró corriendo en la cueva. Everett la siguió rápidamente, pero ella no se quedó por mucho tiempo allí dentro. Le dijo que esperase y se marchó. Estaba por asomarse de nuevo, dado el tiempo que pasó sin que nadie llegase, cuando en la estancia entró una mujer pelirroja a la que apenas había visto desde que fuese con ellas a la isla. Se acordaba de su nombre porque parecía que era lo más parecido a una amiga que tenía Faina, pues se la mencionaba bastante. Era Cadie.

—Voy a examinarla —anunció y Everett se apartó para dejarle espacio, pero contempló a Faina desde los pies de la cama. La mujer no tenía buen aspecto. Su piel, normalmente bronceada naturalmente por el sol, ahora lucía blancuzca y sus ojos luchaban por mantenerse abiertos, casi sin éxito. Parecía a punto de desmayarse.

—¿Sabes qué le ocurre? Cuando desperté estaba vomitando.

—Estoy examinándola, Everett Calhoun, aguarda —dijo con sequedad, sin mirarlo—. Faina, ¿me oyes?

—Cadie... no creo... que pueda entrenar hoy. Por favor, que mi madre me excuse...

Everett apretó los labios. ¿Hasta qué punto debían enfermar las amazonas para que las demás tuviesen clemencia y las dejaran descansar?

—Escúchame, no pienses en eso ahora. ¿Cómo ha sido tu periodo?

—Tenía que venirme hace unos días, pero no lo ha hecho —susurró débilmente la muchacha.

Cadie suspiró, pero luego hizo algunas comprobaciones más y sonrió.

—Estás desnutrida, debes comer más. Después de todo, estás embarazada.

La noticia cayó como un yunque sobre Everett e hizo que Faina le ganase la batalla al malestar y abriese los ojos de par en par, tal y como el propio muchacho había hecho.

—¿En serio? —preguntó la muchacha.

—Voy a pedir que te traigan un buen desayuno y, cuando te sientas mejor, diré que te trasladen a tu habitación.

—No, que se quede aquí —intervino Everett.

—No...

—Quiero que se quede aquí. Soy el invitado, ¿no? No he pedido nada desde que llegué, solo pido esto.

—Yo también quiero quedarme —susurró Faina, cerrando los ojos.

Cadie torció el gesto, pero luego dijo:

—Está bien.

Cuando se marchó, Everett salió un momento para asegurarse de que no había nadie cerca y... luego se acercó a Faina y se dejó caer en el suelo, pegado a la cama.

—Faina... —dijo casi sin aliento, mirándola como si no la hubiese visto en años— Faina, ¿cómo es posible? Solo estuvimos... solo intimamos una vez...

—No lo sé... —susurró ella— Las amazonas nunca se enamoran de los procreadores... quizá Deméter bendijo nuestra relación.

—¿Deméter?

—La diosa —dijo, esbozando una sonrisa—. La diosa de la fertilidad. Entre otras cosas, claro.

Everett sabía que a Deméter se le atribuía esa característica, pero estaba tan aturdido que no podía pensar con claridad.

—Voy a... voy a ser padre. Pero no tengo ni un trabajo, no he terminado mi proyecto —dijo con angustia, pasándose las manos por la cara—, ¿cómo voy a mantener a un hijo y criarlo...?

—Lo haremos juntos, Everett.

—¿Qué? —inquirió el muchacho, mirándola con extrañeza.

—Si es niña te la van a quitar a ti y me quedaré yo con ella, si es niño me lo quitarán a mí como le hicieron a mi hermana Celedonia y te lo darán a ti... y yo no volveré a verlo. No quiero que eso me suceda a mí también. Nuestro plan sigue adelante, me iré contigo antes de que pase más tiempo. En cuanto se me pase el malestar nos iremos. Podemos formar una familia... pero si tú no quieres tener hijos, me encargaré yo sola, lejos de esta tribu.

—Faina... —dijo el hombre y miró el vientre de la mujer, donde ya se estaba gestando una vida. Una vida fruto de lo que ambos se profesaban. Colocó una mano allí y miró a Faina a los ojos. Luego la besó.

Ninguno de los dos se imaginaba que, para cuando ella se sintiera mejor, ya sería tarde.

Pasaron varios meses en los que Everett se dividía entre la preocupación por sus padres —que ya llevaban muchísimo sin saber de él— y por el bienestar de su futura familia. Le había costado asimilar que iba a ser padre, pero en cuanto notó los cambios en el cuerpo de Faina empezó a encariñarse del bebé mientras su amor por la mujer se fortalecía.

Lamentaba que, poco después de descubrir su embarazo, las amazonas hubiesen empezado a vigilarlos de cerca. Ellas decían que era por la seguridad de madre y bebé, pero Everett temía que supiesen algo de lo que habían planeado. Con el tiempo, fue dejándolo correr, pero nunca dejó de pensar en el día en el que ambos se fueran.

Lo que sí se descubrió deseando fue que Faina diese a luz a un niño, pues así les sería más fácil escapar. Él viajaría de vuelta a Grecia con su bebé en brazos y Faina solo tendría que preocuparse por ella para escapar. Si tenía que salir a hurtadillas con un bebé le sería más complicado.

—¿Qué crees que será? ¿Tienen alguna superstición o truco que sirva para determinar el sexo del bebé? —Le preguntó un día, sonriéndole mientras le acariciaba el ya abultado vientre.

—No, no lo sabemos hasta que nace. No tengo ni idea de qué será, estaré feliz con que nazca sano.

Everett sonrió aún más y decidió guardarse para él la inquietud sobre el género de su futuro hijo.

—¿Has pensado en nombres?

—Yo... si es niño, me gustaría llamarlo Joseph, como mi abuelo. Si es niña... querría darle el honor a mi madre de llamarla como ella, pero también querría que se llamase Deméter.

Faina lo miró, sorprendida.

—¿Por lo que te dije el día que supimos que estaba embarazada?

Él asintió.

—Qué bello detalle, seguro que a la diosa le gustará. ¿Cómo se llama tu madre?

—Charlotte.

—Charlotte, tiene mucha sonoridad. Deméter Charlotte, ¿te gusta?

Everett se sorprendió por la predisposición de Faina para tomar las propuestas que le había hecho. Había pensado que discutirían por los nombres como cualquier pareja normal, pero, al final, ellos no eran una pareja normal. Y Faina tampoco lo era. Y todo eso a él le gustaba.

—Suena un poco raro, ¿no? ¿A ti te gusta?

—A mí, sí. Podemos llamarla Deméter y podemos llamarla Charlotte. Así no se aburrirá de su nombre.

Everett se echó a reír por esa ocurrencia y tomó una de sus manos para besarle el dorso y acariciarla.

—Te quiero, Faina. —Le dijo no solo con palabras, sino también con la forma en que la miraba.

—Yo también te quiero, Everett —contestó mientras enredaba los dedos en su cabello negro, antes de fundirse en un beso que demostraba todos los sentimientos que tenían el uno por el otro.

Los jóvenes enamorados estaban teniendo una conversación normal cuando Faina rompió aguas.

—Llama a Cadie, por favor. —Le pidió la mujer, nerviosa, y Everett salió corriendo de la cueva sin pensárselo dos veces. Estaba tan nervioso y asustado como Faina, o incluso más. Estaba claro que eran padres primerizos y, además, muy jóvenes.

Pero Everett hacía tiempo que se había hecho a la idea de que tendría que compaginar su proyecto con su vida familiar y un trabajo con el que mantener a su bebé y a su futura esposa. Al principio le había costado pensar en eso, pero ahora lo estaba deseando. Y lo que más deseaba era ver a su hijo llegar al mundo, algo que al principio le negaron.

—Es mi hijo, quiero estar en el parto.

—¡Cadie, déjalo entrar, por los dioses! —gritó Faina desde dentro, claramente dolorida, y con un humor tan malo que ni siquiera Cadie quiso contradecirla.

Everett entró en la habitación a la que habían trasladado a ambos a los cinco meses de embarazo, una sala rústica, pero mucho mejor iluminada. Su suegra, Fides —una mujer muy parecida a Faina físicamente, pero con los ojos verdes—, estaba allí también y no lo miraba con buenos ojos. Aunque su hija estuviese a punto de dar a luz, ella lanzaba miradas de disgusto al muchacho.

Él no las vio, porque solo tenía ojos para Faina. No se podía creer que estuviese tan cerca de convertirse en padre, el corazón no le cabía en el pecho.

No supo cuánto tiempo pasó, pero tuvo la sensación de que no fue mucho cuando vio la cabeza de su bebé y empezó a oírlo llorar.

—¡Es una niña! —exclamó Cadie y Everett sonrió ampliamente, sin pensar en las preocupaciones por el sexo del bebé que lo habían atormentado.

Cuando la tenían envuelta en una manta, después de lavarla un poco, se la entregaron a Faina, que la cogió con todo el cuidado del mundo y la contempló como si fuera lo más hermoso del mundo y de todo el universo. Para ella, por supuesto, lo era. Igual que para Everett, que miraba a la niña con total adoración. La pequeña bebé tenía los ojos abiertos, lucía bastante espabilada, y miraba de vuelta a su padre como si él fuese lo único en el mundo.

—Deméter Charlotte... —susurró— Nuestra preciosa Deméter...

—¿Deméter? —repitió Fides.

—Se va a llamar Deméter —dijo Faina con rotundidad, sin dejar de mirar a su hija con una sonrisa.

—A mí me gusta el nombre —dijo Cadie—. Y es su hija, Fides, ella puede elegir su nombre.

«En realidad, lo escogí yo», pensó Everett, que aún se sentía feliz por lo rápido que su futura esposa había aceptado sus sugerencias.

—Bueno, Faina, deberías descansar —indicó Eolia e hizo el amago de coger al bebé, pero Everett no se movió de donde estaba.

—¿Puedo cogerla? —Le preguntó a su novia con suavidad y tono cariñoso. A las otras no las soportaba.

—Claro —contestó ella con una sonrisa—. Cuídala bien mientras duermo un poco.

Faina le tendió a su hija y él la tomó entre sus brazos con nerviosismo, pero también con emoción. No podía apartar la mirada de ella, pero hizo un esfuerzo para decirle a su madre, sin palabras, que cuidaría de su hija.

Siempre la cuidaría.

Salió de la habitación, dispuesto a llevársela a dar un paseo por los alrededores, pero no se había alejado mucho cuando, a su espalda, una voz lo llamó.

—¿A dónde vas con la niña, Everett Calhoun?

El muchacho se giró hacia ella y vio que no estaba sola, la acompañaban Fides y una amazona cuyo nombre desconocía.

—A enseñarle la isla a mi hija —respondió sin más y, sin interés en mantener una conversación con ellas, se dio la vuelta para seguir andando.

Lo que no se esperaba era que por el otro lado habría tres amazonas más, entre ellas, la reina Daria.

—Vaya, qué importante me siento de repente —ironizó el muchacho con el ceño fruncido.

—Danos a la niña, Everett Calhoun —ordenó la reina—. Ahora.

—¿Por qué?

—Porque eres un forastero y no confiamos en ti.

—La madre de la niña sí confía en mí y es lo único que me importa.

La reina se echó a reír y las demás se unieron a ella rápidamente, algo que hizo que Everett asiera a su hija más contra él mientras apretaba los labios por la frustración.

—Todos los hombres son igual de estúpidos. Una cara bonita, una actitud sumisa y amable y ya se lo creen todo.

—¿Qué...? —Empezó a decir, pero la reina siguió hablando.

—Everett Calhoun, ¿de verdad creías que no conocíamos lo que tenías planeado? Querías llevarte no solo al bebé, sino también a Faina, una de nosotras.

Everett abrió los ojos de par en par, en una expresión de espanto. ¿Cómo se habían...?

—Faina nos lo iba contando todo... somos buenas actrices, pero ella es de las mejores. Será la rarita de la tribu, pero hay que darle ese mérito. —A Everett, que aún no asimilaba lo que estaba escuchando, le sorprendió que Fides no defendiera a su hija.

A pesar de lo que Faina le había dicho de ella y de las relaciones madre e hija entre las amazonas, no terminaba de asimilar que Fides tratara así a Faina, con lo buena que era la muchacha...

—Danos a la niña de una vez, tienes que irte de la isla.

—Y una mierda —masculló, sorprendiendo a las mujeres. Había sido siempre tan sumiso, por consejo de Faina, que ahora les asombraba que se mostrase tan cortante y agresivo. Aunque luego el chico miró a su bebé y, a pesar de que estaba dormida, dijo—: Perdona, hija.

—No lo entiendes aún, ¿verdad? Faina te lo explicó, pero eres un necio, Everett Calhoun. Así actuamos nosotras. Necesitamos continuar con nuestro legado, pero los hombres no tienen nada que opinar o decidir aquí, ustedes son simples procreadores. Ustedes ponen el semen y luego, se marchan. Faina lo sabe bien. Te contó la verdad para que confiaras en ella, porque tarde o temprano lo descubrirías. Si lo hacías por tu cuenta, corríamos el riesgo de que te marchases sin fecundarla.

Everett arrugó la nariz, sintiéndose como un mero objeto.

—Eso no es verdad... —murmuró, sintiendo un nudo en el estómago y recordando aquel enfado que se apoderó de él cuando Faina le contó la verdad. Lo que decía la reina tenía sentido, tarde o temprano haría preguntas... y entonces se descubriría el pastel.

—Claro que es verdad. Ahora ya ha nacido el bebé y es una niña, así que te vas con las manitas vacías. Danos al bebé, no hagas que te lo quitemos a la fuerza, no queremos que Deméter se haga daño por tu culpa.

—¡¿Por mi culpa?! —exclamó, intentando no alzar la voz para no despertar a Deméter— No se van a quedar a mi hija —masculló y echó a correr hacia un lado, por donde no había amazonas.

—¡No pongas las cosas más difíciles! —gritó la reina a su espalda.

El muchacho corrió con todas sus fuerzas, pero pronto le cortaron el paso unas amazonas a caballo y no pudo seguir huyendo.

Una mujer lo sujetó por los hombros y otra intentó coger a la niña, que se despertó y empezó a llorar como si supiera lo que se avecinaba.

—¡No! —gritó Everett, revolviéndose para recuperar a su hija, pero todos sus esfuerzos cayeron en saco roto cuando recibió un golpe tan fuerte en la cabeza que perdió el conocimiento al instante.

Cuando despertó, ya no estaba en la isla. Se encontraba tirado en una playa de Alipa y las olas mojaban sus pies descalzos y su maleta, que yacía a su lado. Se puso de rodillas y miró alrededor con desespero.

—No... —Se puso de pie y, ante las atónitas miradas de las pocas personas que disfrutaban de la playa en pleno mes de marzo, empezó a gritar con desespero— ¡No! ¡Deméter! —Se giró hacia el mar y, presa de la desesperación, empezó a alejarse de la orilla... hasta que no pudo más y alguien tuvo que socorrerlo.

—¡Muchacho, estás fuera de tus cabales!

—¡Mi hija! ¡Deméter!

La gente pensó que la hija de aquel lunático se había ahogado en el Mediterráneo y cuando Everett por fin se recompuso empezó a llorar de la pena y de la rabia. Faina lo había engañado dos veces. Dos veces. Nunca había planeado irse con él. Solo le había mentido para que se quedara en la isla y se llevara a su hijo si era varón.

Y ahora Everett lo único que tenía era unterrible dolor en el pecho... que se iría convirtiendo en rabia y lo cegaría conel paso de los años.

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