10 Días para K

By anssert

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Lena Luthor, hija de un magnate bostoniano de la construcción, decide viajar a Nueva York justo diez días ant... More

Día 1, miércoles
Día 2, jueves
Dia 3, Viernes
Día 4, sábado
Día 5, domingo
Día 6, lunes
Día 7, martes
Día 8, miércoles
Día 10, viernes

Día 9, jueves

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By anssert

— ¿Quieres también el teléfono del trabajo?

Samantha abrió los ojos como platos. La recepcionista del Gymset había resultado una persona muy colaboradora después de saber que Kara estaba siendo buscada por una ojeadora de profesionales estatales de full contact y, afortunadamente para mí prima, por las mañanas atendía un personal distinto al de la tarde.

Después de dar una descripción física y el nombre de pila, la señora había encontrado una ficha en el ordenador que sí coincidía en horario y actividad con la persona solicitada, así que no tuvo ningún problema en confirmar que el apellido de la mujer era Zor-El y proporcionar su dirección en Chelsea, además de un par de teléfonos, uno de un móvil personal y otro que aparecía en el apartado de «número del trabajo».

—Por supuesto —se apresuró Sam—. Cuanta más información, mejor.

Cuando se marchó de allí, llevaba entre sus manos una ficha completa de la había sido, hasta entonces, su inalcanzable desconocida.

Sin perder tiempo se dirigió al domicilio señalado, sorprendentemente, a unas cuantas manzanas del Gymset y a pocos kilómetros de su propia casa en la dirección opuesta.

Cuando llegó al portal de Kara no pudo evitar hacer suposiciones sobre lo que habría ocurrido de haberse atrevido a invitarla a salir o, simplemente, a hablarle.

Después de comprobar la cercanía de sus vidas, ahora lamentaba en lo más profundo no haber sabido encontrarla, conocerla al menos, seguramente por lo relativas que resultan las distancias cuando dependen de la actitud del que las recorre.

Tomó aire y se decidió, por fin, a llamar a la puerta. Durante casi veinte minutosesperó una respuesta, pero el apartamento parecía vacío o su dueña no tenía intención de recibir a nadie.

En un segundo intento marcó el número del móvil varias veces sin resultado así que volvió a marcar, esta vez, el número del trabajo.

—Tambourine; le atiende Joe. ¿Qué desea?

Lo había dicho tan deprisa que apenas pudo descifrar las palabras.

—Perdón, ¿dónde estoy llamando?

—Esto es el Tambourine, en el Soho. ¿Qué desea?

Sam colgó el teléfono y arrugó la frente planeando cómo llegar más rápido a aquella cafetería.

Ya desde la lejanía pudo ver el local repleto de gente así como un gran movimiento de meticulosos camareros que cruzaban, raudos y veloces, entre las mesas. La sofisticación de una clientela eminentemente masculina, la ambientación ajardinada de la terraza, las cristaleras tintadas y el exceso de barroquismo en los detalles, la estudiada combinación del negro con el blanco y la tenue música, los sillones (De mimbre y, en la sala interior, de cuero. Todo evocaba un escenario en el que se hacía difícil imaginar el lugar ocupado por Kara. Sam, no obstante, buscó con la mirada al hombre que más se correspondía conel perfil de encargado y, al acercarse, pudo ver en su camisa una identificación con el nombre de Alfred Cannon, supervisor de sala.

—Perdone, ¿puede atenderme un segundo? — pidió Sam señalando con el dedo.

El señor Cannon, rollizo e inexpresivo, se acercó con desgana desde el otro lado de la barra. — ¿Qué desea?

—Soy amiga de Kara Zor-El —sepresentó Sam—.
La estoy buscando.

De repente, el hombre salió del mostrador y se dirigió a un rincón más apartado, haciendo una indicación a Sam para que lo siguiera.

— ¿Está loca? No hable de Kara en vozalta—advirtió molesto—. Aquí se llama Steven.

¿Comprende?
Sam entre abrió ligeramente los labios. Al instante una idea feliz iluminó de significado aquellas palabras.

—Y, además, no está aquí —aseguró—. Me pidió el martes libre y lleva desde entonces sin aparecer.

Mi prima resopló temiéndose lo peor.

Dejó anotado el número de su móvil por si Kara regresaba al Tambourine y, aunque sus esperanzas se reducían a pasos agigantados, no quiso desmoralizarse aún.
Volvió a Chelsea con intención de hacer guardia en la puerta del apartamento hasta que, a la una y media de la tarde, triste y derrotada, tuvo que darse por vencida y acudir a la cita en el Beautiful Téte, donde ya aguardaban expectantes sus incondicionales.

— ¿La has encontrado? —se adelantó Alex.

—No —suspiró desplomándose sobre una silla
—. Lleva tres días sin ir a trabajar y en su casa parece que no hay nadie.

—Tampoco va al Gymset —añadió Kelly—. Desde la semana pasada no la vemos por allí.

Sam se quejó, desmoralizada. De pronto su arrepentimiento alcanzaba proporciones descomunales, como una bola inmensa que se la tragaba hasta hacerla desaparecer.

—Tenéis que ayudarme a encontrarla —suplicó mordiéndose los labios—.

¿En qué maldito lugar de Nueva York puede perderse una mujer desengañada?

Las dos abrieron la boca para decir algo, pero sus palabras se extinguieron en un aliento entrecortado, difuso, lleno de respuestas de infinita y poderosa inexactitud.

La recepción en la residencia Luthor había alcanzado las más altas cotas de los denominados «eventos preludios». En honor al buen tiempo, mi madre había ordenado desplegar las mesas en el jardín frente al templete de música dispuesto para la ceremonia, que ya lucía repleto de flores inmaculadas.

En la cocina pululaba un equipo de seis camareros y un chef alrededor de la gran diversidad de bandejas y otros aperitivos diminutos, además de un profuso surtido de botellas y cócteles.

Yo me había escabullido de los preparativos alegando una leve jaqueca, pero, cuando los invitados comenzaron a llegar, no tuve más remedio que colgarme el último vestido que había traído de la tienda y complementarlo con un toque-de conformismo; luego miré hacia el espejo deseando buena suerte a la homenajeada.

Bajé las escaleras, crucé la sala y salí al jardín.

Algunos de los asistentes ya esperaban impacientes para saludar a la novia y los demás hicieron acto de presencia en la media hora siguiente. James, junto a sus padres y las cinco damas de honor, dos de ellas sus hermanas con sus respectivas parejas y las otras mis compañeras más afines de la universidad, seguidos por el socio veterano de mi padre con su esposa, mis abuelos maternos recién llegados de Washington, su residencia habitual, y dos amigas íntimas de mi madre con sus maridos. En total, sumando mis padres y mi hermano, veintidós personas para un refrigerio familiar íntimo.

Después de saludar, sonreír y condescender con cada uno de ellos, me dirigí como una flecha al improvisado bar.

Esa mañana había prescindido deliberadamente de los tranquilizantes por lo que calculé ingerir un par de copas a lo largo de la velada, alcohol en mi caso más que suficiente para hacer acopio de valor sin llegar a los embarazosos titubeos.

Descubrí a Lex parapetado muy cerca de allí, solo, con una mano en el bolsillo del pantalón y la otra jugueteando con un vaso con hielo mientras sus estirones continuados al nudo de la corbata aportaban un toque informal a la seriedad de su traje.

Nos miramos resignados, tan náufragos en aquel jardín que bebimos juntos, la misma cantidad, para luego reencontramos con idéntico gesto de impotencia. Intuí que vendría a hablar conmigo así que hui precipitadamente, sin mirar atrás; de sobra sabía que sus continuos acicates podían
llegar a romper mi concentración y, aunque me entristeció tener que hacerlo, me alejé de él cuanto pude.

Ya de vuelta en la mesa, únicamente restaba aguardar, junto a James, el oportuno momento de los brindis.

Mi padre se levantó de la silla e hizo sonar su copa con una cucharilla reclamando atención.

Cuando todos los ojos se dirigían hacia él, apreté los dientes y también me levanté del asiento, segura de que, a partir de ese instante, ya no habría marcha atrás.

—Empezaré yo —exclamé ante el asombro de todos—.
Tengo algo importante quedecir.

Sólo dos pares de ojos me examinaron llenos de terror, aunque de una clase bien diferente; los de mi madre, cuya cabeza ya había comenzado a maquinar posibles coartadas, y los de Lex, que parecieron resucitar desde un profundo sopor.

Por mi parte, mi cuerpo empezó a experimentar una satisfacción ligeramente morbosa después de tantos días de angustia. Estando allí, de pie frente a todos, podía anticipar la deseada libertad como si después ya no quedase ningún sitio más a donde ir, como si hubiese alcanzado la cumbre de una larga y tortuosa escalada que me arrancaba, para siempre, los lastres más antiguos de la espalda.

Calculando, meditando sobre la justicia de mis decisiones y el sufrimiento de mis seres queridos comprendí que todo ese tiempo me había olvidado de lo más importante; aceptar que el peor sacrificio que existe es la traición a la verdad.

—Sé que todos han colaborado de corazón en esta boda —proseguí—. Nos han hecho entrega de su valioso tiempo, su dedicación y sus mejores deseos para lograr una ceremonia incomparable.

También hoy están aquí para hacernos saber con su presencia que apoyan al máximo este compromiso, sin objeciones, y me siento eternamente agradecida.

Pero las mismas razones que he mencionado y el respeto por mí misma me obligan a hablar con sinceridad y, después de reflexionar profundamente sobre ello, tengo que anunciar que James y yo no podemos casarnos.

No habrá matrimonio.

El peor de los silencios se produjo entonces y la respiración se cortó de forma generalizada por unos instantes. Después, un extraño choque de ideas en cada uno de los presentes provocó una especie de histrionismo colectivo, aspavientos, resoplidos, preguntas lanzadas al aire y susurros en voz alta.

La señora Luthor encabezaba las reacciones más dramáticas, pero fue James, a mi lado, quien ganó la partida.

— ¿Qué estás diciendo? —se levantó sujetándome por el brazo con fuerza—. ¿Es una broma?

—Una broma es lo que existe entre nosotros—contesté tratando de zafarme—.
No estamos enamorados.
No sentimos lo que deberíamos el uno por el otro.

¿Y me lo dices aquí, y ahora? —masculló entre dientes con un hilo de rabia en sus pupilas.

Se disparó a partir de entonces un hervidero de recriminaciones, primero contra mí y después sobre el resto de mi familia, como una batalla librándose en mitad del torbellino que resquebrajaba la tierra bajo mis pies.

Quise mantener la calma mientras me defendía de los reproches,pero las incoherencias exaltaron a James hasta convertirlo en una furia, cabeceando sobre la hierba al mismo tiempo que trataba de encontrar una explicación en su cerebro combatiente. La halló, de pronto, revisando su memoria, cuando el rostro de Sam resurgió para clarificar todas las dudas, y a  gritos, me acusó de mantener una relación con mi prima, echándome después en cara todos aquellos días sin justificar en Manhattan.

Terminó por escandalizar las orejas más sensibles de la reunión cuando relató la trágica despedida que él mismo había presenciado entre las dos supuestas amantes; entonces mi prudencial mutismo, lejos de aplacarlo, provocó aún más su ira hasta el punto de intentar hacerme confesar por la fuerza mediante zarandeos.

A duras penas recuerdo a Lex abalanzándose por encima de la mesa para sujetarlo; el mantel se desparramó junto con la vajilla, algunas sillas se volcaron, hubo gritos de las mujeres y un acceso violento entre los dos, que fueron finalmente separados por el resto de invitados. De pronto la fiesta había tocado a su fin; quedaron las lágrimas, la vergüenza y el desprecio, pero, sobre todo, una invisible y espesa capa de deshonor cubriendo aquel malogrado césped.

Kara Zor-El se había dejado caer en uno de los rincones oscuros de la barra del Pussycato, un conocido bar de ambiente en la zona más perversa del Village. Su rostro parecía inexpresivo aunque, a través de sus ojos irritados, se adivinaba un triste resumen de sus últimas cuarenta y ocho horas; insomnio, ejercicio compulsivo y grandes dosis de irritabilidad compaginadas con la ingesta de cerveza, la única bebida con alcohol que se
permitía alguna vez.

Su aspecto era tan derrotado y al mismo tiempo tan vulnerable que las cazadores nocturnos repararon en ella casi de inmediato.

Andrea fue la primera en acercarse, una lesbiana muy popular y habitual en todo tipo de espectáculos de ambiente.

—Mira a quien tenemos aquí —exclamó con una mueca de sonrisa—. Si es la dama de las
camelias.

Era sexy bien formada y de piel bronceada, con un pelo largo y liso y esa manera chulesca
de caminar que sólo se aprende en las pasarelas; aunque no poseía nada excepcional, sí resultaba interesante en su faceta de conquistadora, con un vestido  rojo que llegaba justo a la rodilla.

Se apoyó muy cerca de Kara, en la barra, con intención de intimidarla aunque ella ni siquiera se inmutó.

—Tienes un problema escogiendo pareja — continuó—.
Siempre sufriendo por ellas ¿Cuándo vas a dar una oportunidad a las que te queremos de verdad?

Kara sintió un revoltijo en el estómago, como un espasmo, antes de responder.

—Sigue soñando.

Pero Andrea no se retiró.

—Déjame adivinar. Ha sido una nena de papá, ¿verdad? Sonreía mientras se movía con tiento, exhibiéndose como una culebra antes de atacar.

—Ahora está de moda —explicó—. Nos buscan como perras salidas.
Prefieren a las masculinas; flirtean y luego insisten en aprender el lado oscuro. Esperó, impaciente, alguna respuesta, pero Kara sostenía la mirada perdida de una sonámbula.

— ¿Sabes por qué lo sé?  susurró acercándosele hasta la oreja—.

Porque una Lesbiana real nunca dejaría escapar un trofeo como tú.

De nuevo Andrea se quedó esperando, incapaz de sacar a su víctima de aquel estado de depresión cuando, de repente, observó cómo el botellín de cerveza tiritaba entre sus manos.

—Vamos, tómate algo fuerte conmigo — sugirió de pronto—. Yo invito.
Por ella, se llame como se llame.

Entonces acercó lentamente el brazo y le arrancó la bebida sin que Kara opusiera resistencia.

A poca distancia de allí, Sam, Alex y Kelly habían dividido sus fuerzas, concentrándose en un radio de cuatro manzanas que rastrearon armadas con una copia de la foto de su objetivo; entraban y salían de bares, clubes y discotecas de la zona preguntando por ella, pero la búsqueda en lugares tan atestados donde escaseaba la luz resultaba poco menos que imposible.

Atravesaron la puerta del Pussycato pasadas las doce de la noche y, debido a las grandes dimensiones del local, decidieron separarse antes de revisar a fondo los baños, salas y pasillos.

Sam se hallaba sumergida entre la muchedumbre que buscaba los cuartos oscuros cuando, a lo lejos, reconoció a Kara; estaba semi consciente encima de la barra, desmoronándose sobre los hombros de una lesbiana Sexy y con fama de conquistador que la sujetaba mientras trataba de llevársela fuera de allí.

—Suéltala —exclamó alzando la voz—. Es mi amiga.

—También es mi amiga —respondió la otra prepotente—. Ha estado bebiendo conmigo y ahora me la llevo a casa.

—Por encima de mi cadáver —chilló Sam soltando su vena más retórica—. Se queda conmigo.

—Lo siento, cariño, pero yo la vi primero.

Andrea se abrió camino apartando de un empujón a su competidora; después se apresuró hacia la puerta, defendiendo su trofeo con uñas y dientes mientras Sam, impotente, corría tras ella, abofeteando a su víctima para intentar despertarla.

Ya en la calle, el contraste del frío intenso de la madrugada conseguía estremecer el cuerpo de los más intoxicados y hasta Kara, a pesar de su embriaguez, pudo reaccionar muy rápido una vez abrió los ojos, vagamente alertada por sus sentidos.

Los gritos de advertencia de mi prima cerca de su cabeza terminaron de reanimarla y entonces, con un espectacular movimiento defensivo, se libró de su captora dándole un empujón, con tal fuerza que Andrea acabó de rodillas sobre el suelo.

Algunos aplaudieron la depurada técnica desde la acera, pero Sam, prudente, aún tardó algunos segundos en acercarse. Kara parecía tan mareada como peligrosa, incapaz de diferenciar dónde estaba ni con quién, así que la tomó por el brazo despacio y le dijo lo único que creyó que podía contenerla.

—Lena está mal —susurró—. Necesita ayuda.

Toda su agresividad se apaciguó, de repente, e incluso permitió a Sam que la condujese de la mano hasta casa.

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