10 Días para K

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Lena Luthor, hija de un magnate bostoniano de la construcción, decide viajar a Nueva York justo diez días ant... Еще

Día 1, miércoles
Día 2, jueves
Dia 3, Viernes
Día 4, sábado
Día 5, domingo
Día 7, martes
Día 8, miércoles
Día 9, jueves
Día 10, viernes

Día 6, lunes

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El despertador sonó a las cinco y cuarto de la mañana desde el interior de otra de las cajas de madera que Kara tenía esparcidas por la habitación; extendió uno de los brazos fuera de las sábanas y lo paró. Se levantó de la cama de inmediato y, mientras buscaba con diligencia la ropa del trabajo, yo me dediqué al placer de contemplarla.

—No tengo ganas de ir, pero Alfred puede matarme si no aparezco hoy —bostezó mientras sacudía los pantalones.

—Iré a buscarte —aseguré levantando la cabeza de la almohada.

—Eres la mejor —contestó sonriente en dirección al baño.

Me acerqué tras ella y observé cómo se duchaba, se lavaba los dientes y se engominaba el pelo.

Luego se colocó una especie de faja en el pecho antes de ponerse la camisa, el chaleco, el cinturón y los zapatos. Aquellos sencillos pasos lograban una transformación tan espectacular, tan cargada de ambigüedad, que provocaban una atracción enfermiza.

A Steven le sienta bien el bronceado — Bromeó mientras se anudaba la corbata — ¿No crees?

Tuve que besarla de nuevo para asegurarme de que Kara continuaba allí.

Antes de salir me invitó a registrar el baúl guardado en el único armario del salón, un cofre antiguo con el nombre de su dueña tallado en la tapa que interpreté como un regalo paterno. Al abrirlo encontré un cúmulo de cosas amontonadas: medallas de natación, un libro de cuentos infantiles, un fajo de cartas con distintos remitentes, invitaciones, entradas de conciertos y teatros, retales de prendas de ropa, botes de cristal con arena de distintas procedencias y diversidad de artilugios, pero, sobre todo, tres grandes álbumes de fotos en el fondo. Me senté en uno de los sofás e inspiré antes de verlos; sabía que entre mis manos sostenía una combinación de las dos mayores pasiones, de mi vida.

Me impresionó descubrir en la primera página a Alura Zor-El, la madre de Kara, quien apenas debía de rondar los veinte años cuando se casó, siempre extremadamente joven y alegre sobre el fondo de un rancho. Era muy rubia y pecosa,  con el pelo larguísimo y, a menudo, recogido posando tímidamente en la serie de imágenes más antigua. Zor-El, el padre,aparecía poco después; era un hombre alto y enjuto, de una delgadez seductora, con la expresión contenida, pero con unos profundos ojos azules que reconocí en seguida. En todas las instantáneas llevaban ropa humilde, típica del campo, y raramente se apreciaban escenarios distintos a la granja o a la pequeña ciudad, pero se intuía una felicidad plácida a través de los rostros de la pareja; Poco a poco fueron apareciendo fotos de los hijos; El primero, Kal-El, al poco de la boda; a continuación Jor-El, y, más tarde, Yar-El. Debían de tener los seis, cuatro y dos años cuando aparecieron las primeras de Kara, una niña preciosa y robusta que empezaba a darlos primeros pasos; después, en un salto cualitativo que atribuí a la repentina muerte de la madre, cesaban las imágenes hasta un retratode los cuatro hermanos ataviados con camisas similares, vaqueros y corte de pelo idéntico, donde Kara ya habría cumplido los siete u ocho años. Las escasas fotos de la adolescencia eran las habituales del anuario delcolegio y del instituto; con amigos, entrenandoen la piscina, sobre un podio, montada en un chevy junto a un acompañante y, finalmente, la graduación.

Luego, casi de inmediato, aparecía Lucy Lane.

Era una joven de cabello negro y grandes ojos expresivos, casi enigmáticos, con una apariencia entre romántica y distante.
Daba impresión de serenidad y resultaba bastante atractiva en las pocas ocasiones en las que sonreía abiertamente, conun ligero perfil clásico en cada uno de sus gestos.

Analicé meticulosamente su presencia junto a Kara y me di cuenta de que nunca miraba directamente a la cámara; sus ojos parecían estar siempre cavilando, pensando, en algún otro lugar.

El último álbum contenía algunas fotos de Kara uniformada y armada sobre grandes parajes desérticos.

Reconocí a Kail y a otros muchos de sus compañeros junto a ella, enfrentada a un peligro del que había sobrevivido gracias a su férrea voluntad y a cierto grado de suerte. Al fin y al cabo, había sabido rescatarse a sí misma con el mismo valor con el que manejaba la vida.

Y yo ni siquiera me atrevía a conectar el móvil.

Devolví el contenido del cajón a su lugar y después fui en busca del bolso. Extraje el teléfono y lo miré de frente, encarándome con él; de algún modo sabía que encenderlo desencadenaría un tormento que podía hundirme y por eso dudé, reflexionando durante casi una hora mientras lo examinaba.

Me tentaba tirarlo a la basura y olvidarme de todo, pero me pareció excesivamente egoísta, incluso para mí, así que inspiré aire profundamente y apreté el botón. Inserté el código y esperé.

En total, 137 llamadas recibidas, de las cuales 42 eran de James, 34 de Sam, 10 de mi padre, 8 de Lex y otras 43 de teléfonos diversos: mi casa, tíos, abuelos, amigas, floristería, hotel, invitaciones.

Cerré los ojos yquise desaparecer, pero, cuando sólo habían transcurrido un par de minutos, el móvil sonó y apareció en la pantalla el nombre de Sam.

—Hola. —susurré.

—Len? ¿Dónde estás? ¿Te ha pasado algo, estás bien?

—Sí, sí. Estoy en Nueva York.

—Pero, ¿cuándo has vuelto? ¿Y por qué diablos no cogías el teléfono?

—No he podido, lo siento.

—¿Lo sientes? Len, ¿te das cuenta de que me he pasado el fin de semana excusándote? Ha
llamado tu madre, tu padre, tu hermano, ¡mis padres! Incluso gente que ni siquiera conozco; por no hablar de James.
¿Sabes que ha llegado a amenazarme si no te localizaba?

—No sé qué decir.

—Pues vas a tener que dar muchas explicaciones. He tenido que inventarme un viaje a Staten Island con unas amigas de la universidad. Pero Len., ¡te casas en cuatro días!

—Sam, necesito que me ayudes.

—Está bien, pero, por favor, llama a tu madre.

Creo que está a punto de enviar al FBI a mi apartamento. Debe de pensar que te he secuestrado o te tengo tu cuerpo cortado en pedacitos en el frigorífico.

—Está bien; ahora la llamo.

— ¿Seguro que todo va bien?

—Sí, de verdad. No te preocupes. Es que no sé cómo voy a hacer las cosas.

—Encontraremos la manera.
Siempre hay una salida.

— ¿Qué tal el viaje?

—Demasiado bien. Oye, Sam, me siento muy deprimida de repente. Por favor, júrame que vas a ayudarme.

—Pues claro, Len. Dime dónde estás y voy a buscarte o, si lo prefieres, quedamos en algún sitio.

—No, hoy no puedo. Mañana, te llamo y quedamos para desayunar.

—Vale, no hay problema. Oye, cuídate. Llámame si me necesitas, a cualquier hora.

—Ok, tú también. Gracias, Sam. No sé qué haría sin ti.

Recurrí a ese estúpido método de respirar y contar hasta diez que me había enseñado Jonn, mi terapeuta, pero no conseguí pasar del ocho sin gritar.

Aún tardé media hora larga en recuperar la calma para hacer varias llamadas, una de ellas, a mi casa. Que fuese mi padre quien levantase el auricular me facilito las cosas para hablar sin tanta presión y, aunque aceptó de buen grado la historia del viaje a última hora, también suponía que algo fuera de lo común estaba sucediendo, por lo que tuve que soportar varios minutos de sermón sobre responsabilidades y cumplimiento de los compromisos adquiridos.
Me instó a que regresase de inmediato, pero yo me escabullí, alegando cansancio y apelando, una vez más, a su comprensión de la debilidad femenina.

Luego me despedí rápido y le envié un beso.

Con James no iba a resultar tan sencillo así que me preparé. Le dejé un mensaje en el móvil, en su despacho y luego aguardé una respuesta que fue casi inmediata.

Al otro lado del teléfono su voz sonaba tan furiosa que me intimidó.

— ¿Qué demonios te pasa? ¿Cómo puedes desaparecer sin avisar a nadie, sin decir nada?

¿Sabes lo preocupado que he estado, lo que he llegado a pensar?

Le dejé hablar. En el fondo, no sabía qué decirle.

— ¿Por qué no has contestado al teléfono en todo el fin de semana?

Quiero una explicación de verdad y no esa historia que me ha contado tu prima.

—Sam te ha dicho la verdad.

—Len, por Dios, ¿tú, en un ferry, camino de Staten Island?
¡Si tienes pavor a los charcos!

—Eso no es cierto y puedes creer lo que quieras.

—Estás mintiendo. Te traicionan los nervios, Len. ¿Es por la discusión del último día? ¿Es una especie de revancha o algo así?

Me quedé callada. Sólo deseaba terminar aquella conversación, así que asentí.

—Me hiciste daño, James.

—Oye, no fue mi intención ofenderte. Sólo quiero que todo salga bien. Que la boda sea perfecta y que podamos hacer nuestra vida de una vez.

—Está bien, vale. Te avisaré cuando vaya a regresar.

— ¿Qué? ¿Es que no vas a volver a Boston ahora mismo?

—No, hoy no puedo. Mañana, quizá.

— ¿Por qué no puedes hoy?

—Ya te he dicho que no puedo.

Hablaremos mañana.

—Muy bien; mañana hablaremos. Eso seguro.

Colgó el teléfono y, aunque luché rabiosamente en contra, varias lágrimas furtivas recorrieron mis mejillas.

Un par de horas echada sobre el sofá sin moverme, casi sin respirar, no mejoraron mi angustioso estado de ánimo.

Eran casi las diez de la mañana y la luz entraba a chorros a través de las ventanas del salón. Me desperecé poco a poco y luego me metí en la ducha.

Apoyé los brazos en los azulejos de la pared y dejé que el agua cayese sobre mis omóplatos tratando de sentir alguna liberación, pero el amarre que me sometía no era tan fácil de soltar.

El olor del gel me recordó a Kara, y una parte de mí se reavivó recuperando la agilidad de pensamiento.

Podía hacer las cosas bien; tan sólo era cuestión de organizarse.

Me vestí y salí a dar un paseo. Estuve tentada de ir a ver a Sam, pero se merecía de una vez la verdad y yo aún no estaba preparada para contársela.

Caminé un buen rato en dirección pasos desordenados me condujeron, instintivamente, al Tambourine antes de tiempo; una vez allí me dirigí hacia las mesas más alejadas y tomé asiento sin levantar la vista. No deseaba que mi presencia interfiriese en el trabajo de Kara así que traté de pasa inadvertida todo lo posible hasta que, de improviso, sentí una mano deslizarse por mi cintura.

— ¿Qué tal, preciosa?

Kara me miraba sonriente mientras disimulaba su apoyo izquierdo con maestría. Su rostro, su cuerpo; toda ella emanaba tanta alegría que hubiese deseado abrazarla allí mismo, secuestrarla y llevarla conmigo hasta cualquier otro lugar del mundo.

—Te necesito. —le susurré con la mirada tan pérdida que se asustó.

— ¿Qué te pasa? —preguntó recuperando la seriedad —
¿Te sientes mal? Quiso dejar la bandeja, pero yo se lo impedí.

—No me hagas caso —respondí con un gesto de tranquilidad—.
Se me acaban las vacaciones y me deprime pensarlo.

Nos miramos con ansiedad, como si me hubiese robado la desolación a través de los ojos.

—En dos minutos nos vamos —afirmó decidida— Voy a avisar a Alfred.

—No, espera, no lo hagas  exclamé.

Pero Kara ya había cruzado la puerta del Tambourine en dirección al despacho de su jefe.

Después de cambiarse de ropa me recogió en la puerta del metro que ya conocíamos; allí pude abrazarla y sujetarla contra mí, disimulando el miedo atroz a que mis mentiras pudiesen hacerla desaparecer. Ella me miraba con desconcierto, intuyendo el torbellino que sacudía mi cabeza y, sin embargo, no preguntó; se limitó a coger mi mano y a arrastrarme a su lado a través de Broadway, mostrándome tiendas estrafalarias mientras comíamos dos perritos calientes antes de llegar a Central Park.

Nos tumbamos un rato sobre la hierba disfrutando del boceto tornadizo de las nubes, recorrimos los caminos peatonales, visitamos un mercadillo, escuchamos música de grupos ambulantes y nos besamos, durante todo el día, como si fuese el último.

Cuando regresamos al apartamento nos desnudamos y nos juntamos bajo la ducha, con el agua tan caliente que el baño se llenó de vapor y su rostro me recordó al de la primera vez, en la sauna, donde sus bellos rasgos lograron aturdirme para siempre.

Al tendernos sobre la cama, un presentimiento en forma de escalofrío recorrió mi cuerpo.

Tuve la sensación de que aquel era un ensayo de despedida y los ojos se me volvieron líquidos, aunque tampoco esta vez Kara dijo una sola palabra. Acercándose en la oscuridad su lengua dibujó mis pestañas, me acarició la boca; luego hicimos el amor y deliramos juntas, como ya habíamos aprendido a hacer.

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