10 Días para K

By anssert

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Lena Luthor, hija de un magnate bostoniano de la construcción, decide viajar a Nueva York justo diez días ant... More

Día 1, miércoles
Día 2, jueves
Dia 3, Viernes
Día 5, domingo
Día 6, lunes
Día 7, martes
Día 8, miércoles
Día 9, jueves
Día 10, viernes

Día 4, sábado

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By anssert

Apenas solté la mano de Kara hasta aterrizar en el aeropuerto de Los Ángeles, pasada la una de la madrugada. Un extraño síndrome de abstinencia me asaltó entonces, como si la euforia de haber superado el reto de cruzar el país entero en avión no fuese siquiera comparable al hecho de habernos mantenido Juntas tanto tiempo.

Cogimos el equipaje y caminamos en dirección a las puertas acristaladas de la salida donde, a lo lejos, divisamos a un grupo de cuatro personas que comenzaron a gritar y a hacer aspavientos en cuanto divisaron a Kara; ella los saludó con el brazo y luego se volvió hacia mí, confirmando a sus antiguos compañeros de unidad.

Avanzamos hacia ellos mientras yo los examinaba con detenimiento. Dos eran hombres, y de las dos mujeres una era menuda, pero la otra debía de superar considerablemente el metro ochenta; desgarbada y de larguísimas extremidades tenía la piel blanca, caramelizada por sus orígenes americanos, con la cabeza alineada de trenzas y el rostro dulce, pacífico. Kara me había hablado de ella durante el trayecto y enseguida supuse que se trataba de Kail, que se adelantó para recibirnos.

— ¿Qué pasa contigo, LiK? —exclamó entusiasmada—.

Ya sabemos que te gusta hacerte notar, pero con esto te has superado.

Kara se ruborizó ligeramente mientras se abrazaban con fuerza. Parecían compartir una alegría particular, esa que se fabrica a base de recuerdos comunes.

—Qué hay, BigK —replicó Kara—.

¿Has crecido? Se rieron; luego todos intercambiaron besos y abrazos mientras nos presentábamos.

—Afortunadamente has podido venir — agradeció Nia, la segunda mujer—.

Porque llevamos días sin ponernos de acuerdo con las señas.

—Le echa la culpa a las señas —bromeó Kail—. Pero es muy bajita para la red.

—Oye, yo puedo saltar con mucho estilo— se quejó la otra.

—Eso es cierto, Nal —intervino uno de los hombres, llamado Winn, pero apodado «Coyote»—.

Con la pértiga eres la mejor.

A su lado, un castaño llamado Barry Allen estaba tan ebrio que sólo alcanzaba a hipar y a canturrear entre risas.

—Cállate, Schott —bufó Nia sonriente—.

Mañana esa pareja de macizos alemanes los va a apalear.

—No creas, Nal —se burló Winn—.Nosotros también sabemos utilizar la pértiga.

Los dos hombres estallaron en carcajadas mientras Kara, acostumbrada a ignorarlos en estado de embriaguez, interrogaba a su compañera.

— ¿Cómo has conseguido que pueda jugar? —indagó sorprendida—.

Estoy fuera del plazo de inscripción.

—Te apunté como suplente desde el primer día —confesó Kail—.

Algo me decía que aparecerías a última hora. Ha sido la suerte.

Kara me lanzó una mirada fugaz, como si en mí hubiese descubierto una alianza secreta con su destino.

—Hemos abandonado la fiesta de apertura para venir a buscaros —continuó Kail colgándose de nuestros hombros—.
Es en el muelle.

¿Queréis venir? Apuramos otro barril y volvemos todos juntos al Apricot, palabra.

Trazó con el pulgar una señal de la cruz sobre los labios a modo de promesa.

—Conozco esa cara de embustera sin verguenza y yo necesito descansar para mañana —se excusó Kara sin perder la sonrisa—. Len., ¿tú qué quieres hacer?

Ambas se volvieron hacia mí y yo me sentí abrumada, quizás porque con James mis respuestas siempre parecían darse por sobreentendidas.

—Creo que también prefiero descansar— alegué tímidamente.

—Entonces, decidido —declaró Kara —.

Nosotras nos vamos a dormir.

Cuando salimos del aeropuerto, el cielo estrellado de Los Ángeles me pareció, a pesar de su famoso smog, el más hermoso de la tierra.

Montamos en un jeep propiedad de Winn «Coyote» Schott, el menos borracho de nuestros acompañantes, y arrancamos en dirección a Santa Mónica.

Bromearon durante todo el viaje sin parar de contar historias referidas al maratón del año pasado, cuando, tras varios partidos de clasificación, Morrison y Rodríguez perdieron la semifinal contra la pareja brasileña, y Jackson y Holioway, la representación femenina de la unidad 27, tampoco lograron abatir a la pareja de Los Angeles, perteneciente a un equipo profesional de voleibol.

Las peripecias fueron llegando narradas por boca de la alegre Kail, Nia y un desenfrenado Barry, cuya indisposición alcohólica no había disminuido con la brisa del viaje a pesar de la parada de urgencia que tuvimos que realizar para que aliviase su estómago.

Por fortuna había poco tráfico en la carretera y no tardamos casi nada en llegar a Apricot's Lane, un pequeño y antiguo hotel bien situado en primera línea de playa donde sólo nos quedamos nosotras.

En cuanto bajamos del coche, los cuatro se despidieron y volvieron a marcharse en dirección a la fiesta.

—Es aquí —afirmó Kara guiándome hasta la puerta 16 del segundo piso.

Entramos. Era un cuarto pequeño con una discreta ventana que daba al mar y un baño completo.

—Solemos hospedarnos en estas habitaciones porque los dueños son los padres de Barry — explicó refiriéndose a su compañero pelirrojo—. Lo llamamos "Casa Allen". Casi todos mis amigos están aquí. Toma la llave.

No supe cómo reaccionar frente a su resolución, con la que yo no había contado, así que me quedé callada sin saber bien qué decir.

— ¿Qué pasa? —se sorprendió ella.

—Es que no quiero que mi estancia sea un problema para ti.—dije tímidamente mordiéndome los labios.

Kara sonrió comprendiendo.

—Aquí estamos invitadas —señaló—. Son las normas de la casa.

Se acercó a mí hasta que estuvimos la una frente a la otra bajo la luz encendida de un fluorescente.

—Verás —comenzó seleccionando las palabras—.

Cuando perteneces a una unidad como la nuestra, desplazada en un país tan peligroso durante meses interminables, te acostumbras a velar por las espaldas de los otros. Allí es lo único que tienes y, al final, es lo único que te importa.

Asentí, tan asombrada por la contundencia de sus palabras como por la expresión desolada de su rostro.

—Escucha —recordó de repente—. Para dejarte más espacio yo dormiré con Kail; tiene una doble en el piso de abajo.

Entonces quise decir algo, pero no me dejó.

—En serio, tienes que estar aquí —insistió alejándose hacia la puerta—.

Siempre hacemos una fiesta después de los partidos, en la playa.

No puedes perdértela.

Nos miramos en silencio unos segundos, intentando despedirnos de un día vertiginoso para las dos.

—Oye. —dije derepente.

—Si. —respondió ella.

—¿Por qué LiK? —pregunté incapaz de aguantarme.

—Porque soy little K —explicó con una graciosa mueca—. Y Kail es big.

Estuvimos bromeando durante un rato hasta que se marchó, dejándome a solas con el sonido del océano.

Me desperté a las once de la mañana, agitada por un griterío incontenible a pocos metros de la puerta de la habitación. Abrí la persiana y asomé la cara por el cristal; allí, frente a mí, una marabunta de gente había invadido por completo kilómetros y kilómetros de playa, despejando el espacio para los cuadriláteros que definían un buen número de campos de vóley.

Me sacudí las ganas de seguir durmiendo y me metí en la ducha; cinco minutos de agua después me puse mi bikini más cómodo, unos pantalones cortos, una camiseta anudada al cuello, unas sandalias compradas durante un viaje a España y luego salí, animada por el ruido y oculta tras las gafas de sol.

Dejé atrás las escaleras que bajaban a la playa mientras escuchaba aplausos recurrentes entre el gentío; varias pancartas gigantescas anunciaban el comienzo del maratón sobre 20 campos de arena y 520 participantes, venidos desde todos los estados del país y desde el extranjero.

Me dirigí hacia el paseo para comenzar mi recorrido, donde una visión más panorámica de la playa facilitaba la identificación de alguna cara conocida.

Compré un zumo y una barra de cereales para desayunar y sorteé despacio la muchedumbre que transitaba por el pavimento sobre patines, bicicletas o, simplemente, a toda velocidad. Yo necesitaba pararme, examinar con cuidado, aunque sabía bien que Kara no pasaría inadvertida ante mis ojos.

Ya había superado la mitad de los campos cuando descubrí un cartel clasificatorio con las fichas de los jugadores, sus características físicas y la hora de los partidos: Kail Jackson 1,85; 73, y Kara Zor-El 1,74; 62.

Acababan de comenzar su primer encuentro hacía escasos minutos en el penúltimo cuadrilátero de la playa. Aceleré el paso mientras sentía cómo mis nervios comenzaban a descontrolarse y, una vez en el lugar indicado, busqué por dónde asomarme hasta que al fin pude verla, inconfundible, elevando el balón por el aire antes de golpear el saque.

Vestía un bikini deportivo azul, la fiel gorra de los Yankees ocultando su flequillo y unas peculiares gafas de sol con el cristal alargado sujeto por una goma alrededor de la cabeza.

Resoplaba, jadeaba, se arrojaba sobre la arena y volvía a levantarse mientras Kail remataba contra la red; entonces cerraba los puños y abría la poderosa espalda, recuperando la posición atrás antes del siguiente punto.

Flexionaba ligeramente las rodillas y se apoyaba sobre ellas con las manos, asintiendo a las señales de su compañera mientras el sudor le caía por las sienes y, entonces, volvía a moverse con rapidez, alcanzando un balón alejado y salvando otro punto desde el suelo, sonriente, mordiéndose los labios en el siguiente saque. Gritaba, apuntaba con el dedo, agachaba la cabeza y hundía los pies en la arena cuando fallaba para luego estirar el cuello y dar pequeños empellones al caminar antes de volver a prepararse.

Así una y otra vez, como una exhibición interminable de poder.

Durante varios minutos no fui capaz de apartar los ojos de ella.

Era la primera vez que podía admirar tan plácidamente su anatomía, las caderas rectas y las piernas firmes heredadas de una práctica deportiva continuada durante años. Además, la perspectiva general bajo el sol ardiente del mediodía acentuaba la fuerza muscular de las jugadoras y me incomodó comprobar que era Kara quien despertaba mayor interés entre el público, tanto en hombres como en mujeres. Todos parecían haber notado su brillo sobre el horizonte del Pacífico, igual que la insignia de una bandera, permitiendo, quizás, que ganasen el primer set con ayuda de la simpatía general de los asistentes.

Se aproximaron entonces a la grada para sentarse a beber líquido mientras intercambiaban algunos monosílabos.

Entre los espectadores que aplaudían pude reconocer a Nia junto a otros muchos animadores de la pareja con el dorsal libre U27.

En mitad del descanso hubo un instante en que Kara giró el rostro hacia mi posición, pero yo ya había retrocedido, alentada por una idea genial que me alejaba de su lado unos minutos.

Tardaría un poco aunque, sin duda, merecía la pena.

Me dirigí rápidamente hacia una calle próxima atestada de comercios y busqué, incesante, hasta descubrir una tienda de fotografía; me armé de valor y salí de allí con una réflex digital oscilando en mi regazo. Comencé manipulándola despacio, presa de un miedo antiguo que conocía bien, como si mi destreza casi olvidada pudiese quebrar la cámara, pero luego, al asomarme por el objetivo, conseguí domarla al mismo tiempo que anticipaba el placer de rescatar algunas imágenes a mi alrededor.

Me apresuré hacia el campo; habían comenzado a jugar de nuevo y una vez allí no pude evitar descender hasta la arena, a pocos metros de Kara.

Mi entusiasmo y mis recuerdos me llevaron, en un principio, a hacer enfoques extremos, capturando sus movimientos con largos tiempos de obturador a partir de los cuales llegaron la concentración y una especie de calma intranquila, donde la decisión del momento del disparo pareció concentrarse en el esfuerzo de Kara. En cada estiramiento, en cada golpe, en cada gesto agresivo de ella, mi pulso no temblaba y comenzamos a comunicarnos en un lenguaje de matices que traspasaba la cámara; yo simplemente recogía su fascinante presencia, convencida de que no había en el mundo nadie tan hermoso como Kara Zor-El, y ella se limitaba a mirarme, a través de los cristales oscuros, regalándome innumerables sonrisas en cada parada del juego.

Finalmente, también ganaron el segundo set y, con él, el partido.

Muchos amigos e integrantes de la unidad 27 se adentraron en el campo para felicitar a las jugadoras, entusiasmados tras una primera victoria.

En medio de los abrazos y gritos de celebración yo continué disparando, manteniendo una posición de convenida retirada; entonces Kara, descolgándose las gafas sobre el cuello, me buscó con la mirada entre el bullicio y se acercó exultante de alegría.

— ¡Ganamos! —exclamó entre la confusión de cientos de voces.

Se echó sobre mí, incapaz de contenerse; me sujetó por las mejillas y me besó los labios durante un instante fugaz. Luego se alejó sonriente, sin darle la menor importancia, mientras yo notaba cómo mi cuerpo se descomponía en miles de granos de arena.

La continuidad frenética de los partidos propició que compartiese el resto del día con algunos de los compañeros de Kara no participantes en el maratón; la ya conocida Nia Nal, de Alabama, activa en telecomunicaciones;Oliver Queen, de Florida,con días de permiso y destinado en Irak; Sara Lance, de Nevada, recientemente ascendida a sargento, y John Diggle, de Luisiana, instructor especialista.

Todos, sin excepción, habían pasado al menos un año de su vida en algún destacamento de Oriente Medio y de allí narraban experiencias particularmente desagradables en un tono de humor funesto sólo asequible para ellos. Pude intuir cómo la piel curtida asomaba desde sus entrañas para hacerlos más fuertes o, tal vez, para hacerlos menos capaces de sentir cuando, en algunos momentos, asomaba en la conversación el nombre de algún mutilado; a los muertos ni siquiera se atrevían a mencionarlos, porque entonces la voz se les volvía trémula, y el empeño por no mostrarse débiles prevalecía entre compañeros como un hábito de guerra imposible de borrar.

Procedían de hogares más o menos desfavorecidos, nada en común con la residencia Luthor que me había criado y, quizás por ello, me pareció que habían vivido a mayor velocidad sus días y sus noches, confirmando el viejo lema de mi padre de que la edad de un hombre se mide por cantidad deriesgos asumidos.

Recordé haber visto, en algunas ocasiones, la misma crudeza en el rostro de Kara, escondida en su alma en forma de recuerdo; un reflejo del tormento que le había tocado vivir y que yo, muy a pesar mío, ignoraba del todo.

Muchos se acercaron a lo largo de la tarde para posar en fotos que prometí hacerles llegar a través de su antigua compañera,afanada en la disputa de los encuentros previos a la clasificación.

Aunque competía con muchas ganas y entrega, la 27 carecía de entrenamiento profesional y, a medida que los partidos avanzaban, el grado de inexperiencia iba, restando posibilidades; Kail y Kara lucharon sin tregua en el último partido de la tarde, pero acabaron perdiendo frente a una experimentada pareja procedente de Sydney justo antes de poder confirmar su presencia en semifinales.

Hubo momentos de recuperación,bromas,  abrazos, una improvisada cena alrededor de un puesto de la playa y luego un nutrido grupo de simpatizantes regresamos al Apricot's Lane,  donde pude descansar un rato antes de volver a entrar en la ducha.

A las nueve de la noche sólo una persona podía tocar a mi puerta.

—Hola —saludó Kara—.

Ha empezado lafiesta en la planta baja. Vengo a invitarte.

El bronceado embellecía aún más su sonrisa y me impresionó verla de nuevo en camiseta, Con sus eternos pantalones caídos y el flequillo rebelde sobre los ojos.

—Claro —respondí vacilante—.

Me arreglo y bajo en seguida.

Ella se quedó clavada en el umbral, indecisa, mientras nos mirábamos en silencio.

—Hoy te he echado de menos —se atrevió al fin—. Hablar contigo.

—Yo también —confesé—. Me ha faltado algo.

Entonces Kara suspiró, adoptando el gesto más inocente que jamás he visto.

—Ok —asintió—. Pues te espero abajo.

Se marchó mientras yo intuía cómo, por primera vez, la emoción no nos había dejado  alternativa.

Me apresuré cuanto pude y pocos minutos después bajé las escaleras.

Muchas de las habitaciones permanecían con las puertas abiertas y las bañeras, llenas de hielo, servían de almacén para el alcohol que discurría por los pasillos a toda velocidad; numerosos grupos se amontonaban por los rincones para fumar sustancias diversas, beber, jugar a las cartas o, en las habitaciones más retiradas, tener sexo más o menos disimulado sobre las camas deshechas.

La planta baja estaba casi a oscuras, repleta de gente bailando de todas las formas y maneras al son de un trance extremo que estallaba contra los tímpanos.

En la sala reconocí a muchos militares, pero también skaters, surferos, animadoras, turistas y otras variantes autóctonas que iban y venían, subían y bajaban, se desparramaban intoxicados contra la pared profiriendo gritos y exhalaciones.

Recordé mis primeras fiestas universitarias y me abatió, por momentos, la nostalgia de otros tiempos, hasta que una cara conocida se cruzó en mi camino; era Winn «Coyote» Schott, el conductor de la noche anterior, quien se detuvo para saludarme.

—Ven conmigo —insistió—.

Déjame invitarte.

No quise dejarle así que lo acompañé hasta la barra, un lugar aún más oscuro donde sólo brillaban dos focos. Mientras hablábamos divisé a lo lejos a Kara; la gente a su alrededor se deshacía en felicitaciones, besos y abrazos, persiguiendo la estela de magnetismo que ella siempre desprendía.

Comenzó a bailar y me gustó verla moverse con la música; era agresiva e imparable, como una máquina de precisión.

Me encontré, de repente, con sus ojos cuando aún estaba tratando de rehuir a mi acompañante; se había quedado quieta y tan sólo me observaba fijamente, con una expresión definitiva que parecía querer decir millones de palabras. Yo me sentí atrapada, paralizada, sin atreverme a cerrar los párpados por si la perdía para siempre, y así continuamos varios segundos en los que un telón a nuestro alrededor hizo desaparecer el resto del mundo.

Me alejé de Schott escurriéndome hacia la puerta y sin retirar la vista de ella, huyendo de aquel espacio donde me costaba pensar con claridad.

Kara me siguió hasta la arena de la playa, frente al océano, y allí nos paramos tan cerca la una de la otra que pude sentir el olor de su piel, su respiración mezclándose con la mía; entonces acercamos aún más los rostros y un impulso nos empujó a un beso cálido, tan eléctrico que su sabor me traspasó las entrañas.

Agarradas de la mano subimos las escaleras hasta el número 16 del segundo piso; la música y el escándalo ensordecedor de los pasillos nos aislaba de cuanto allí sucedía, pendientes solamente del contacto de nuestra piel.

En la habitación comenzamos a besarnos desenfrenadamente, con ansia desordenada, fundidas en un abrazo que nos permitió tocarnos sin condiciones mientras, a tirones, nos quitábamos la ropa; intentamos dominar nuestras ganas para mordernos con suavidad, pero la necesidad me apresuró a devorarla, recorriendo con la lengua todos los espacios de su cuerpo hasta percatarme de que, por primera vez, había tomado el control sobre Kara. Ella inspiraba despacio, dejándose beber durante un tiempo de caricias profundas, un exceso que terminó cuando sus ojos se cerraron y su cuerpo entero se arqueó, doblando la espalda en una larga contorsión inconfundible.

Aguardé que regresara a mi boca y entonces fue ella quien me arrojó sobre la cama; se recostó encima de mí y me besó de
nuevo, tan fuerte que creí sentir dolor mientras notaba el calor brusco que una de sus manos provocaba al adentrarse en mi cuerpo. Quise hablar, pero no me dejó, obstinada en vigilar mi cara y mis gestos, satisfecha con cada aliento entrecortado que salía de mi garganta; cuando el calor se convirtió en fuego tuve que sujetarme a su nuca y apretar los dientes, dejando escapar leves gemidos mientras ella me retenía implacable, tratando de que aguantase sus maniobras hasta el final. Su bello rostro a pocos centímetros de mi cara y su pelo, rozando mis mejillas, hicieron que me abandonase a sus empeños y, cuando volví a sentir un nuevo forcejeo, la ola de sensaciones fue casi insoportable. Me dejé llevar y cedí, vencida por su morbosa sonrisa; entonces un aliento inesperado vació de aire mis pulmones mientras mi cuerpo se estremecía, incendiado como nunca antes lo había estado. Fue en ese momento cuando Kara, por fin, me liberó.

Entrelacé mis dedos a su mano mojada y la besé de nuevo, entre risas y sudor, irremediablemente pérdida por ella.

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