10 Días para K

By anssert

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Lena Luthor, hija de un magnate bostoniano de la construcción, decide viajar a Nueva York justo diez días ant... More

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Dia 3, Viernes
Día 4, sábado
Día 5, domingo
Día 6, lunes
Día 7, martes
Día 8, miércoles
Día 9, jueves
Día 10, viernes

Día 1, miércoles

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By anssert


—A mí no me engañas —masculló Lex, pululando a mi alrededor como una mosca—.

Estás huyendo.

Me lo dijo despacio y al oído, como si quisiera hacerme saber que podía contar con él para
cualquier locura.

Había rebasado la barrera de los dieciocho hacía muy poco y estaba feliz con su nuevo estatus de adulto dentro de la casa, aunque no tanto mis padres, que veían cada vez más lejano su acceso a Harvard después de llevar los exámenes a remolque durante todo el curso. Por otro lado, yo, Lena Luthor, a mis veintiocho años recién
cumplidos, estaba permitiendo que los nervios del viaje me dominasen; todo porque la ciudad de Nueva York siempre me producía esa inevitable sensación de pequeñez que
terminaba causándome dolor de cabeza.

—Acaba de llegar tu vestido de novia —
anunció mi madre con entusiasmo—.

Está colgado en la sala.

—Lo veré cuando vuelva —contesté casi con descuido—.

Ahora no tengo tiempo.

Repasé mentalmente el contenido de mi bolso de mano mientras ella terminaba de irritarse.

—Todavía no comprendo-por qué tienes que irte precisamente ahora

—se quejó por centésima vez—.

A falta de tan pocos días.

—No voy a volver a hablar de esto contigo

—'alegué, anticipándome a sus ganas de discutir—.

Entiende que solamente quiero
pasar unos días con Sam antes de la boda.

— ¿Has pensado en James? —contra atacó.

No creo que le agrade que te vayas sola.

—No le parece mal, pero, en cualquier caso, no necesito su permiso.

—Es complaciente —gruñó—.

Pero no estúpido. Y dejar solo a un hombre que está a punto de casarse no es muy inteligente.

—Por Dios, mamá, si quiere hacer algo a mis espaldas lo hará de todas formas —suspiré—.

Además, soy yo la que me marcho.

—Sabes bien que no me gustan las compañías de tu prima —sermoneó—.

Es libre de hacer lo que quiera siempre que yo no tenga que
presenciarlo ni conocerlo.

Lo que sí espero es que las cosas sigan tal y como están.

— ¿Están bien tal y como están?

— Están de la única manera posible.

— Le gustan las mujeres —me enfadé—. ¿Es ésa una buena razón para no poder venir a mi boda? ¿Es siquiera razón de algo?

— Cada quien hace su propio camino —concluyó muy seria—.

Y el suyo hace muchos
años que se separó del de la familia.

Mi madre, Lillian Luthor, se relamía con sus propias sentencias y no podía evitar llenarse de razón contra la que, en otros tiempos, fuese mi mejor amiga.

Sam y yo habíamos sido como hermanas, criadas y educadas juntas desde la infancia.

Leonardo Luthor, hermano menor de mi padre y agente diplomático en el este de Europa, había delegado en favor de mis progenitores la tutoría de su única hija, de modo que, durante muchos años y hasta su escisión familiar inexplicable, Sam había formado parte de nuestras vidas.

No deseaba volver a batallar sobre mi prima así que
esperé pacientemente la llegada de mi padre, diligente desde su despacho de la primera
planta en cuanto supo que había llegado la hora de despedirse de mí.

A diferencia de mi madre, Lionel Luthor no necesitaba amonestar
a sus hijos con vanas disquisiciones; le bastaba con mirarnos para que nuestras
piernas temblasen de incertidumbre, tal y como solía manejar a sus socios en las reuniones de trabajo.

Afortunadamente, mi posición de primogénita y un currículo intachable como asistente
contable en la constructora de la familia, Luthor Corp., me aseguraban su eterna
indulgencia y toda clase de consentimientos paternos, de los cuales yo siempre había sabido
sacar el mayor partido.

Al llegar a mi lado me besó, alzando las cejas a modo de advertencia.

—Diviértete —me dijo—. Y cuida de tu prima.

¿Volverás a tiempo para la boda?

— insistió Lex

con intención de atormentar a mi madre

—. No vayas a olvidarte. Manhattan puede ser
muy entretenido.

El inconfundible claxon del 911 Carrera, recién aparcado en la entrada de la mansión, libró a mi hermano de otra reprimenda.

Me apresuré a abrazarlos a los tres antes de cruzar el jardín de la finca y luego, mientras cargaban
mi equipaje, subí a bordo del deportivo azul de James Olsen, mi prometido.

—Tengo que decirte algo —empezó una vez
dejamos atrás la verja de la entrada—.

Iba a ser una sorpresa, pero quiero que te vayas
mentalizando.

—Adelante —contesté, adivinando otra confrontación de las nuestras.

—He reservado billetes para Hawai —aseguró—.

Es un hotel increíble. Antes de protestar, quiero que me escuches. Estaremos allí dos
semanas y, después, París y Roma.

Será el mejor mes de nuestra vida.

—No puedo creerlo —exclamé indignada—.

Sabes que aún no puedo subir a un avión.

—Vamos, Len —replicó en tono
condescendiente—. He hablado con Jonn.

Dice que has mejorado mucho.

Me ha asegurado que estás preparada.

— ¿Has hablado con mi terapeuta? —grité—.

Esto es increíble.

— Es mi amigo y lo sabes.

—También es mi terapeuta —insistí—.

Te pedí explícitamente que no hablases con él sobre mi
problema.

Bajo esa condición acepté ir a su
consulta.

—Sólo me he interesado por ti, por conocer tus avances —se defendió él—. No hagas un
drama de todo.

—Lo que sí es un drama es que hagas cosas a mis espaldas —contesté furiosa—. Y tomes
decisiones sobre mi vida.

—Quiero una luna de miel normal, como la de la gente normal —me gritó—.

Quiero subir a un avión e ir a algún lugar más allá de mis narices.

—Pues no pienso pedir perdón por ser como soy —desafié.

—Es una buena actitud —masculló con ironía

—. Que se jodan los demás.

— ¿Crees que lo hago para fastidiarte?

Había acelerado mientras apretaba los dientes, como si un secreto que estaba a punto de
confesar le quemase por dentro.

—Jonn me ha asegurado que tu fobia es una especie de disfraz —explicó lleno de cinismo

—. Problemas de autocontrol arraigados. Te aferras al miedo para no tener que enfrentarte a
las frustraciones de tu vida.

—Jonn es un bocazas y tú un cerdo —espeté—.

¿Cómo te atreves a fisgar en mi perfil clínico y después echármelo en cara?

—Es por tu bien —contestó—.

Necesitas un empujón.

—Mentira —exclamé—. Eres tú quien tiene prisa por curarme antes de la boda. No lo haces
por mí, sino por ti. Es puro egoísmo.

—No es cierto.

—Si yo te importase tanto como dices, no hablaríamos de este tema subidos en un coche
camino de la estación.

Nos callamos los dos dejando que el viento sobre el descapotable nos enfriase el calor de
la frente.

Como buen abogado de empresa, James volvió al ataque contra su desalentada víctima cuando
entrábamos en la South Station.

—De alta velocidad o no, los trenes siguen resultándome igual de deprimentes.

Ignoré sus comentarios mientras nos mezclábamos entre los pasajeros del Acela Express, esperando en el andén su salida
inminente.

—La lista de los preparativos está en mi casa—le recordé, sin ánimo de hablar.

—Llamaré a tu madre si tengo alguna duda —alegó—. Es como el genio de la lámpara; lo puede todo.

—Sólo quiere que la ceremonia salga bien —defendí—. Es su forma de ayudar.

—Es una dominadora —se rió él—. Te apuesto lo que quieras a que sabe manejar el látigo.

Cuando estemos casados sonsacaré a tu padre.

Después de una botella de whisky con el patriarca de la construcción bostoniana, los
Luthor ya no tendrán secretos para mí.

Resoplé con desánimo mientras James mantenía la misma expresión sarcástica que, años atrás, tanto me había atraído de él, cuando en la universidad era algo más que un líder entre
las jóvenes promesas del derecho.

Hoy únicamente veía a un hombre de estatura alta y trajes caros que nunca hablaba en serio, a menos, claro, que se tratase de trabajo; entonces se convertía en un vulgar tiburón, agresivo y descarado, maleducado si el litigio lo precisaba.

Poseía esa esencia desagradable, esa actitud vanidosa de los que creen tener bienamarrado el
futuro, y ahora, casi diez años después de un largo noviazgo, apenas podía reconocerlo.

—Ahí llegan tus tres horas y media de viaje —insistió, indolente frente a mí.

—Por fin —respiré aliviada.

Subió mi maleta y apenas rozamos los labios antes de separarnos.

Cuando Nueva York apareció en el horizonte ya no pude continuar leyendo; la perspectiva mágica de la ciudad siempre me hipnotizaba hasta hacerme sentir diminuta, casi insignificante.

Descendí del vagón en Penn Station, mirando a un lado y a otro del andén enbusca de un rostro conocido hasta que divisé, a lo lejos, el saludo de mi prima Sam, sonriente y vivaracha agitando los brazos en el aire.

Tenía el pelo Castaño, gafas de pasta color turquesa cubriendo sus bonitos ojos miel y una voz
chillona que lo inundaba todo, como un torrente inesperado.

Su aspecto de bibliotecaria en la Jefferson Market Courthouse era diametralmente opuesto al que
presentaba fuera del trabajo; docenas de trenzas
por el pelo, cachivaches en las muñecas, vestidos cortos muy coloridos y botas de tacón.

— ¡Increíble! —gritó—. ¿Sigue Boston en su
sitio?

Nos abrazamos intensamente, con un cariño que había permanecido intacto con el tiempo.

—Han pasado casi dos años —exclamé—.

Estás muy bien.

—Tú estás guapísima; más ¿elegante? ¡Dios
mío, nos estamos haciendo tan mayores!

—Lástima que no pueda quedarme -mucho —expliqué—.

Tengo que volver el viernes por la tarde o, apurando, el sábado temprano. Esa noche tengo la despedida de soltera.

Abrió mucho los ojos llena de curiosidad.

—¿Será una reunión de mujeres excitadas, alcohol, señores con músculos hipertrofiados y mucho sudor, o la típica tarde almidonada de té y pastas donde nadie te regala el único aparato que puede que sí necesites con
urgencia?

Me reí; con Sam era muy fácil hacerlo constantemente.

—Si lo pintas así, puede que me quede hasta el domingo.

— ¡Perfecto! Por cierto. ¿Qué tal tu costilla?

Hice una mueca que no pude disimular.

—Veo que el entusiasmo fluye a flor de piel —advirtió ella con ironía.

—Después de tantos años de novios, es una cuestión de trámite.

—Claro —asintió—. Un bonito trámite de 50.000 dólares.

El señor James Olsen y su
bufete van a tener que chupar mucha sangre después de ¿cuánto falta para la boda?

—Diez días —contesté, como si fuese totalmente ajena a aquella cifra.

Cogimos un taxi hasta el apartamento de Sam en el mismo barrio del Village y, una vez allí, me puso al día sobre su vida amorosa mientras yo deshacía la maleta.

— ¿Qué pasó con Lisa?

—Se marchó a Roma —suspiró—.

Quería aprender italiano.

—Llevabais mucho tiempo juntas. —exclamé sorprendida.

—Bueno, lo nuestro siempre caminó sobre el alambre —confesó ella—.

En fin; intenté salir con una compañera de trabajo, pero fue un fiasco. Después tuve una relación medio larga con una estudiante de matemáticas alemana; se llamaba Theresa.

Algún encuentro esporádico y
un par de citas por Internet, pero nada interesante. Bueno, sí, hay algo.

Sus ojos se encendieron como antorchas.

—Me apunté a un gimnasio para tratar de salvar mis fláccidas posaderas de la vida sedentaria y
he conocido a la mujer más impresionante de la tierra.

Sonreí tratando de imaginármela.

— ¿Y qué?

—Nada. La veo cada día en el gimnasio.

— ¿Y ya está?

—Es como un milagro de la naturaleza — exclamó en tono teatral—.

Es tan perfecta que no he conseguido acercarme a menos de cinco metros de ella sin que me fallen las piernas.

— ¿Tú, incapaz de hablar? —me reí—. Eso sí es extraordinario.

—Pues prepárate, porque he pedido días libres esta semana y vas a escucharme durante muchas horas.

Resoplé recordando en ese preciso momento por qué merecía la pena aquel viaje.

Salimos a comer a un pequeño restaurante de estilo francés llamado Beautiful Tate, donde
nos encontramos con las mejores amigas de Sam; Alex y Kelly.

Alex era publicista, tenía novia formal y una corta melena pelirroja, además de muchas pecas en la cara que detestaba profundamente.

Kelly era auxiliar de chef en un restaurante japonés de Tribeca, lucía una imagen ligeramente
estrafalaria con el pelo cortado a trasquilones, pero resultaba encantadora por su inalterable
buen humor.

Nos invitaron a acompañarlas a la mesa y, al comienzo de la segunda botella de vino, ya podíamos hablar con soltura de
prácticamente cualquier cosa.

—Cada tarde, puntual como un reloj, aparece en el tatami de kick-boxing —relataba mi prima
sobre su amor platónico—. A veces, también en la sauna.

— ¿Por qué no entras a buscarla? —le pregunté, extrañada.

— ¿Estás loca? ¿Con la pinta que tengo en chándal? Y además, ¿qué podría decirle? ¿Te hacen unos puñetazos?

Todas reímos. Luego esperé unos segundos con la esperanza de que me estuviera tomando el pelo.

— ¿De verdad no has intentado hablar con ella? — insistí.

Las otras sonrieron más comprensivas.

—Mientras sólo miramos, aún hay esperanza
—explicó Kelly con resignación.

—Si —gimoteó Sam—. Soñar es barato.

A veces imagino que tenemos un encuentro salvaje en el vestuario, como en las películas.

—Los milagros existen —intervino Alex incrédula—.

Pero me da en la nariz que esa
tiene un pasado oscuro.

Parece muy seria, no la he visto sonreír nunca y siempre llega y se marcha sola, casi no hablar con nadie.

—Sí, te entiendo —suspiró Sam con un gracioso rubor en las mejillas—.

A mí también me pone que sea tan misteriosa.

Nos reímos otra vez cuando percibimos que la bebida nos había sonrojado a todas.

—Pues yo estoy convencida de que es una persona completamente normal, que aceptaría salir a tomar una copa sin ningún inconveniente

—aseguré con determinación—.

La clave es mostrarse natural.

Las tres se volvieron hacia mí como si quisieran arrastrarme por el suelo hasta que mi prima, de pronto, pareció inspirada por una ocurrencia genial.

—Tú eres hetero —exclamó, emocionada—.

Tú puedes acercarte a ella sin mojar las bragas.

Serás nuestra mensajera natural.

Brindaron emocionadas mientras yo, especialmente eufórica, aceptaba el desafío.

Paseamos un rato tratando de mitigar los efectos del vino y después nos acercamos al
Gymset Park, el gimnasio al que acudían Sam y sus amigas desde hacía pocas semanas.

Se trataba de un local espacioso y recién inaugurado en el Village, relativamente caro aunque muy bien equipado para todo tipo de
demandas; musculación, yoga, artes marciales, solarium, circuito spa, piscina climatizada y sauna, entre los diversos salones de racquetball que tanto me recordaban a James.

Recorrí las instalaciones en solitario y, con intención de buscar a la extraña mujer que tan exactamente me habían descrito las otras, me desnudé y enrollé una toalla sobre el cuerpo antes de invadir tímidamente los habitáculos lujosamente forrados de madera y piedra que
conformaban las salas de vapor.

En el último recinto examiné al detalle a sus ocupantes, dos
mujeres de mediana edad que conversaban en un rincón mientras otra persona, de espaldas, se mantenía inmóvil; poseía hombros anchos y los
brazos fuertes, levemente contorneados, además de cabello rubio y corto.

Me acerqué para contemplarla de frente y reconocí el peculiar corte de pelo en forma de tazón, con un flequillo largo y liso apenas enganchado tras las orejas, intensos ojos azules y el cabello
rubio demarcando un rostro excepcionalmente hermoso.

Me quedé unos segundos quieta
admirando su imagen, más propia del estilo de un joven de los años cincuenta; delgado, guapo y con ese malicioso espíritu de ambigüedad que, en este caso, resolvía el modo de anudarse
la toalla.

De repente aquella mujer alzó la vista y me miró fijamente pero, sin darme cuenta, yo había
quedado atrapada por mis pensamientos, tanto que no supe qué decir ni cómo reaccionar.

Resistí como pude el embate y me di la vuelta incapaz de soportar sus ojos, aunque me sorprendió llevarme conmigo una extraordinaria sensación de calor y ahogo, como si me hubiesen sacudido las entrañas.

Ya de regreso en el apartamento, Sam no dejó de interrogarme acerca de los pasos que, sin
duda, yo no había dado para no llegar siquiera a cruzarme con su anhelada desconocida.

—Debiste verla —repetía, una y otra vez—.

Pero tu radar de hembras no funciona en ese cerebro tuyo.

Sonreí tratando de evitar sus preguntas.

Charlamos sobre el trabajo, vimos un rato la televisión y, apenas cenamos, culpé al cansancio de mis ganas de dormir y me fui a la habitación.

Tumbada sobre la cama me sentí
doblemente culpable; primero; por haber mentido a Sam y, segundo, por la confusión que me estaba causando el recuerdo persistente de aquella mujer.

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