Cuando éramos felices y no lo...

By Hubrism

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A Bárbara siempre le ha gustado Luis Miguel, el popular de su clase, pero en el último año de bachillerato en... More

Resumen + Nota de la Autora
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Capítulo 44
Capítulo 45
Capítulo 46
Capítulo 47
Capítulo 48

Capítulo 43

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By Hubrism

PASADO 40

Dos años después de mudarme a Miami estoy de internista en la sala de emergencia de un hospital. Cada día veo desde heridas de bala, heridas de aplastamiento, dedos accidentalmente cortados, fracturas de todo tipo y más. Las lesiones más comunes son por accidentes en casa o de tránsito.

Anuncian uno de los segundos por el intercomunicador cuando estoy en mi pausa de almuerzo. Cuando digo «pausa» me refiero a que jamás tengo una hora completa. Con suerte diez minutos.

Mi beeper empieza a vibrar en el bolsillo de mi bata.

—Como que hoy el almuerzo va a ser de cinco minutos —mascullo mientras mastico un bocado del saunche que compré en la cantina. Agarro el beeper y al ver el código sé que han entrado múltiples pacientes a la vez.

Con el tiempo he desarrollado la habilidad de correr por todo el hospital y comer a la vez. Los cinco minutos que me tardo desde la cafetería, sorteando pacientes y familiares que pululan por todos los rincones, me ayudan a consumir el resto de mi almuerzo hasta la sala de emergencias.

El otro gran talento que he desarrollado es a mantener la comida en el estómago a pesar de ver escenas que harían desmayar a alguien que no trabaje en el sector salud.

Entran en camilla dos personas inconscientes con laceraciones moderadas. El doctor asistente los inspecciona mientras que una paramédico da el parte en voz alta. Dos enfermeros toman nota de cada paciente.

Detrás de ellos va un tercer paciente en relativo peor estado. A pesar de estar consciente, su pierna va a requerir cirugía. Me apresuro a su lado para atenderle y así poder ponerme de primera en la cola para ser su cirujano.

—Hay que prepararlo para rayos X —digo a una enfermera después de que la paramédico me dio el reporte. Me pongo un par de guantes de látex antes de analizar la lesión de cerca—. Señor, ¿me escucha? ¿Sabe dónde está?

Ante el silencio absoluto que responde a la pregunta, cambio de idioma en caso de que no me entienda. La mayoría de los empleados y pacientes que vienen a este hospital hablan al menos algo de español, pero de vez en cuando se presenta algún caso contrario.

Sir, can you understand me? Do you know where you are?

Y aún así, nada.

«Debe haber perdido el conocimiento», pienso para mis adentros. Normalmente la gente no soporta tanto dolor y se desmayan. Desvío la mirada de la lesión hacia la cara del paciente para confirmar y...

Ojos grises como el granito.

Su cara está pálida, amoratada y con raspones. Han pasado años desde que la vi de cerca. Pero sería imposible no reconocerlo.

Diego.

Por un momento creo que soy yo la que va a perder el conocimiento. Pero en eso sus ojos se ponen en blanco y se cierran. Su cabeza cae contra la camilla y confirmo, en efecto, que ha perdido la conciencia.

—¿Doctora?

—Ah, sí.

Sacudo la cabeza fuertemente. No puedo ponerme a pensar en que este es Diego. El Diego de mi adolescencia. El Diego que es un tesoro nacional y uno de los jugadores más valiosos de las grandes ligas.

Por horas me concentro en mi trabajo. Es un paciente como cualquier otro, cuya vida recibirá un gran impacto si no doy el todo para restaurar su salud.

El médico asistente aprueba que participe de la cirugía. Aunque todo sale a la perfección, mi compostura profesional se quebraja al salir del quirófano. Casi desfallezco de alivio. A pesar de ser una fractura abierta, su hueso se quebró tan limpiamente que la recuperación no será ardua. Su masa muscular es muy alta y ayudó a que pudiéramos reconstruir los músculos sin gran dificultad, y sus tendones principales se salvaron.

Es un milagro. Indirectamente no voy a contribuir a arruinar su carrera.

Y nunca lo sabrá.

Eventualmente despertará de la anestesia maldiciendo a todo y a todos por tener que pasar los próximos tres meses o algo así en fisioterapia. Su temporada se irá al caño y quizás eso le de problemas con los Yankees. Pero no será su fin.

—Excelente trabajo —comenta el médico asistente cuando también sale del quirófano—. La forma en como hilvanaste los hilos del músculo tibial anterior fue como si hicieras crochet a nivel micro.

—Guao, tremendo cumplido. —Una risa un tanto desquiciada sale de mi boca.

—Y menos mal —continúa en tono divertido—, porque quién aguantaría si un atleta élite nos demanda por no hacer un buen trabajo.

No lo había pensado. Pero no sería la primera vez que un paciente crea que los médicos tenemos poderes sobrenaturales que debieran resolver todos sus males.

—Hablando de eso, ¿cree que se va a recuperar bien?

El doctor y yo caminamos juntos por el pasillo, rumbo a chequear los otros dos pacientes que llegaron producto del accidente de tráfico.

—Uno nunca sabe, mucho depende de la fisioterapia. Pero tiene pinta de que sí.

Ojalá. Le lanzo una oración ferviente a Dios, que enseguida me hace sentir culpable. No rezo tanto por otros pacientes y debiera. Diego no es más especial que los demás.

Después de hacer otra ronda por la sala de emergencia me gano el derecho de tomarme una siesta de veinte minutos. Este es el tercer talento que he adquirido, la capacidad de quedarme dormida al instante. O quizás es la feliz consecuencia de estar exhausta las veinticuatro horas del día, los siete días de la semana.

Me despierto de golpe ante el sonido de la alarma. Las otras camas en el salón de reposo están vacías y no molesto a nadie. Me doy el postín para levantarme de la cama de abajo de la litera, y ponerme la bata y los Crocs que son mi uniforme diario. Enciendo mi beeper y salgo a la carga de nuevo.

—¿Cómo vamos? —pregunto a las enfermeras congregadas en el escritorio principal.

—Cinco entradas más —reporta una de ellas—, todas leves o moderadas. El día ha estado tranquilo.

Me conecto en una computadora para revisar las cartas médicas de los tres pacientes del accidente de tránsito. Me obligo a empezar por los otros dos, pero un enfermero nota el contenido de mi pantalla y contesta todas mis preguntas sin que las haga.

—Los dos que entraron con laceraciones moderadas ya fueron atendidos. A uno le dimos de alta pero se lo llevó la policía porque fue el que causó el accidente.

—Fue un T-bone —agrega otra enfermera.

Hago un esfuerzo sobrehumano para no encogerme. Un T-bone pudo haber provocado fatalidades. Plural. Debe ser que el conductor no iba a velocidad alta.

«Definitivamente es un milagro».

—Doctora —sigue diciendo el enfermero—, ¿sabe quién es el paciente de la fractura abierta?

Sí, pero me hago la loca.

—Es Diego Abreu —responde la enfermera en tono de susurro—. ¿Creen que se moleste si le pido un autógrafo cuando se despierte?

Tengo que mantener los ojos clavados en la información de la pantalla para no ponerlos en blanco. O peor todavía, para no asestarle con rayos láser asesinos.

—Yo sé que no debo decir esto —añade la otra enfermera, y me muerdo la lengua para no espetarle que entonces no lo diga—, pero parece un modelo profesional. Nunca había visto a alguien con abdominales tan definidos en vivo y directo.

Cierro la carta médica en la pantalla golpeando el teclado con tanta fuerza que los tres pegan un brinco.

—Con permiso, voy a hacer la ronda.

Mis pisadas suenan como si fueran de Pie Grande y no de una mujer menudita y medio desnutrida de tanto estudiar y trabajar. Chequeo los pacientes regados por las camillas de la sala de emergencia y dejo al VIP de último. Agarro al enfermero para esa faena, por si a las moscas.

Pauso ante la puerta de la habitación que le asignaron a Diego y respiro profundo.

Espero que siga dormido. Entre la anestesia y el trauma de la situación, muchos pacientes quedan exhaustos por largas horas.  Abro la puerta y...

Coño, está despierto.

Sus ojos se clavan en mi como dos anclas. Los siento aún sin devolverle la mirada.

Tomo la carta guindada a la base de su cama como si no hubiera leído ya toda la información en la computadora. El enfermero chequea el estatus de la intravenosa. No tengo más excusa para esconderme.

Levanto el mentón y enfoco mis ojos en los suyos.

—Buenas tardes, señor Abreu. ¿Cómo se siente?

Él no dice ni pío. Transcurren tantos segundos en silencio que me empiezo a preocupar. Vuelvo a revisar la carta a ver si es que también se lesionó la lengua. O quizás aún está aturdido.

—¿Puede hablar? —Enarco una ceja.

—Bárbara.

Mierda, si puede hablar. Y su voz es más grave y áspera que antes. Una chispa se dispara por toda mi columna y me deja un rastro de escalofríos.

El enfermero me lanza una mirada de curiosidad. Aclaro la garganta.

—Muy bien. Necesito asegurarme de que todo esté en orden, así que voy a hacerle algunos exámenes —agrego en tono totalmente profesional. Por dentro tengo unas ganas enormes de gritar.

El enfermero me ayuda a remover las sábanas de la cama para chequear su pierna izquierda, la que está intacta. Me cercioro de que tiene capacidad motora allí y gradualmente trabajo hacia arriba. Le cuesta mover su torso porque tiene una costilla fracturada y varias también amoratadas. Sus brazos sobrevivieron el accidente sin problema, solo con raspones a los que les han aplicado curetaje en el codo derecho.

También reviso sus pupilas. Los rayos X no parecen mostrar como que tenga contusión, pero a la mínima señal corro a llamar a un neurólogo.

—Todo parece estar en orden —anuncio ya terminado el análisis. Hago un ademán para alejarme del paciente, pero Diego atrapa mi mano izquierda en su derecha.

La huella de su pulgar se desliza sobre mi dedo anular.

—No tienes anillo. ¿Te lo quitaste o estás soltera?

Retiro mi mano como si me hubiera quemado.

—Con permiso, tengo otros pacientes. ¿Te encargas? —le pregunto al enfermero como si no hubiera nadie más en la habitación.

—Claro, doctora. —El pobre hombre parece estarse muriendo de las ganas de reír. Sin duda le va a contar este extraño episodio a medio hospital.

Mantengo toda la rectitud que mi profesión me confiere al salir de la habitación. Pero solo logro cerrar la puerta y apoyarme contra ella cuando exhalo de tal forma que todo mi pecho se desinfla.

«Dios mío, casi me mata».

¿Cómo me va a preguntar eso? Y en frente de un colega.

En todo el rato mientras le explicaba el grado de sus lesiones, lo que hacía era observar cada uno de mis gestos. ¿Cómo carajo le va a dar curiosidad si estoy o no soltera después de lo que le ha pasado?

Sí se debe haber golpeado la cabeza en el accidente, así fuera levemente.

Oigo una risotada que solo puede pertenecer al enfermero. Y después de eso, tan duro que lo puedo oír desde el otro lado de la puerta, él contesta a la pregunta de Diego.

—Sí, la Doctora Aparicio está soltera. Y apúrese, que hay interesados por aquí.

Me congelo. En mi interior se arma la tercera guerra mundial entre mi deseo de entrar a la habitación a cometer un homicidio, y la certeza de que lo mejor que puedo hacer es irme pa' la porra. Me decanto por lo segundo y luego me paso varios días lamentándolo.

NOTA DE LA AUTORA:

Creo que desde aquí oigo los chillidos del Team Dieguito 😆

Nos quedan cinco capítulos, mi gente 😭

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