Cuando éramos felices y no lo...

By Hubrism

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A Bárbara siempre le ha gustado Luis Miguel, el popular de su clase, pero en el último año de bachillerato en... More

Resumen + Nota de la Autora
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Capítulo 43
Capítulo 44
Capítulo 45
Capítulo 46
Capítulo 47
Capítulo 48

Capítulo 31

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By Hubrism

PASADO 30

A penas ha pasado un día de ese bombazo cuando nos tiran otro.

La profe Rita entra al salón a primera hora, a pesar de que esta no es su hora de clase. Eso me da la pista de que el día se va a descarrilar.

La sonrisota en su cara no hace absolutamente nada para infundirme calma.

—Buenos días, muchachos.

Nos levantamos de nuestros puestos para devolverle el saludo, tal como hemos hecho por trece años de miseria... digo, de educación escolar.

—Se preguntarán qué hago aquí esta mañana —comenta a la vez que se planta frente al salón—, y la razón es que vengo a organizarlos para comenzar el servicio comunitario.

—¿Más cosas? —grita Yakson a modo de queja, y todos se unen.

Hasta yo no puedo evitar colapsar en mi pupitre como si me hubieran arrancado el alma.

La profesora guía se pone la mano en el pecho como si le hubieran asestado una estocada mortal.

—¿Acaso yo les dije que quinto año iba a ser fácil? —Sin esperar respuesta, da algunas palmadas para apaciguar los ánimos—. A ver, que los dos delegados pasen al frente por favor.

Un pequeño gemido sale de mi garganta, demasiado suave como para llamar la atención pero suficiente como para descargar un poco de mi fastidio. Me instalo a un lado de la profesora y Luis Miguel del otro. Él me pone una expresión de sufrimiento que siento en lo profundo de mi ser.

—La forma en la que vamos a hacer esto es sencillo —explica la profesora, pasándole una caja a Luis Miguel que ni cuenta me había dado de que traía—. La dirección ha decidido que el servicio comunitario va a consistir de ayudar a las maestras de preescolar y primaria todos los martes de este mes.

Eso parece sonarle a sinónimo de vacaciones a la mayoría de la gente, juzgando por la repentina alegría que los embarga. Será que no tienen primitos o hermanitos ladillas como para no saber lo que esto significa.

—Así que vamos a escoger al azar a qué clases se van a ir a partir de hoy.

Mafe levanta la mano.

—¿Nos podemos emparejar con quién queramos?

—No —bufa la profesora—. Si los dejo que se vayan con sus amiguitos se van a pasar todo el día brolleando. La idea es ayudar a las profesoras, no a que ustedes vayan a jugar.

La Mafe casi que se derrite de la decepción. De cierta forma la entiendo, porque a menos que yo quede emparejada con Valentina o Luis Miguel, esto podría ser una pesadilla.

De reojo observo al uno y a la otra. Hace un año no hubiera podido creer que estos dos serían los únicos amigos con los que podría contar, pero como dijo Rubén Blades, la vida te da sorpresas, sorpresas te da la vida.

—Y por eso los voy a asignar de dos a dos por orden alfabético —anuncia la profesora.

Eso significa que me va a tocar el servicio comunitario con Diego.

«¡Vergación, no pego una!».

Pestañeo cada vez más rápido con la mirada perdida en la distancia.

—Profe —digo de pronto, respirando profundamente—, ¿cuántos martes es que van a ser?

—Cuatro.

En todo esto, Diego no ha levantado cabeza. Como siempre la tiene apoyada en una mano, su codo sobre el escritorio del pupitre. No me extrañaría que esté de camino al quinto sueño. Y yo aquí, frente a toda la clase sudando frío por su culpa.

—Delegados, yo voy a leer los nombres de cada par y ustedes saquen un papelito de la caja con la clase que les va a ir correspondiendo, ¿okay?

—Sí —la confirmación viene de Luis Miguel, porque yo de pronto no tengo cuerdas vocales.

Él se mueve para estar a mi lado y susurrar por lo bajito.

—Se te ve el pánico en la cara.

—Mierda.

Su cara en contraste parece muy divertida.

—Primer par —exclama la profe guía—, Abreu y Aparicio.

Mi corazón galopa como un caballo en hipódromo. Saco el papel y lo desdoblo.

—2B —anuncio.

La profe anota el resultado en la hoja donde lleva la lista de estudiantes.

En eso, como un imán, mi atención es atraída por los ojos grises y serios de Diego, ahora clavados en mí.

Me enfoco en sacar papelitos y leer resultados hasta que es hora de recoger mis macundales e ir al salón 2B. Hubiera preferido tener que ir a un salón con niños de entre los mayores de primaria, mejor portados en teoría. Pero quizás lidiar con carajitos de eso de siete años proveerá toda la distracción necesaria para no estar pendiente de cada cosa que hace Diego.

Ambos caminamos a través del colegio. Los rayos del sol brillan con fiereza cegadora y los pajaritos trinan desde los árboles. Todavía se huele el rocío de la mañana en el aire, y a la distancia se oyen los carros pasar por la avenida.

Es una mañana bonita. Pero este silencio entre los dos la arruina. El problema es que no sé cómo romperlo.

En ese plan llegamos al salón. La maestra Margarita nos recibe con el mismo entusiasmo de un competidor en una carrera de relevos que al fin puede pasarle la batuta al siguiente. Recuerdo que me dió clase en tercer grado. Es alucinante saber que ahora la voy a ayudar, así sea por un puñado de días.

—Gracias por la ayuda, muchachos. Dejen sus peroles aquí. —Señala detrás de su escritorio y luego nos guía al frente—. Atención, estos son los dos muchachos de quinto año que nos van a ayudar cada martes de este mes. Sus nombres son...

—Bárbara Aparicio —digo yo reaccionando primero.

—Diego Abreu.

En cuestión de cinco minutos termino a cargo de la mitad de la clase y Diego de la otra, mientras la maestra Margarita pauta las reglas de una actividad de grupo que involucra problemas de matemáticas.

De tanto revolotear entre un grupo de niñitos y otro, hasta me olvido del chamo de mi edad. Es al recreo cuando me percato de su existencia de nuevo.

Un grupo de niños y niñas me hala de las manos y del uniforme para que me siente con ellos. Lo mismo hicieron otros con Diego y terminamos sentados en el suelo al lado el uno de la otra, rodeados de casi todo el 2B.

—Dios mío —murmuro por lo bajito—, yo quería un descanso.

Diego bufa. Es la primera reacción que le logro sacar desde el incidente del portaminas.

—¿Tienes novio? —me pregunta de pronto uno de los niñitos.

El horror que brota de todo mi ser no parece disminuir su curiosidad en lo más mínimo.

—Ehh... no.

—Entonces, ¿te quieres casar conmigo?

El ruido que sale de la boca de Diego es una combinación entre risa, ahogo y tos. Espero que le duela.

—Gracias pero eres muy pequeño —le contesto con toda la gentileza con la que cuento. Que no es mucha.

—Pero algún día creceré... —El pretendiente hace un puchero.

—Este, pero yo también seguiré haciéndome cada vez mayor, ¿me entendéis?

En vez de enseñar una lección valiosa sobre el pasaje del tiempo, una niñita agarra exactamente la misma idea que su compañerito.

—Diego, ¿te casas conmigo cuando me haga más grande?

Si yo me puse igual de pálida que él ante la pregunta, con razón le dio risa.

—Posiblemente a esas alturas ya yo esté casado con alguien de mi edad.

Es cierto. Tiene sentido. Es lo más común. Por ejemplo, así fue con Salomón y Valeria. Pero de solo pensar en Diego casándose con una mujer despampanante y súper enamorada de él, me llena el estómago de algo que quiere empujar mi desayuno hacia mi esófago.

Nada de eso es asunto mío. Y aunque la cháchara de los carajitos es medio fastidiosa, me sumerjo en ella para distraerme.

Lamentablemente dura lo que un peo en un chinchorro, porque en eso terminan sus desayunos y se van a jugar a las escondidas por toda la cancha del jardín de niños. Y me quedo sola con Diego.

Sabes que has caído bajo cuando prefieres analizar el camino que hacen unas hormiguitas sobre el piso de concreto, en vez de hablar con alguien.

—Entonces —habla de pronto Diego—, ¿tú y Goicochea?

—¿Qué?

Mis ojos encuentran los suyos. Algo así se debe sentir cuando a uno lo golpea un rayo.

—¿Se empataron, o qué?

Levanto mis lentes para frotar mis ojos. Esto me lo tengo que estar imaginando porque no es posible que Diego Samuel Abreu Marini tenga pinta de estar celoso.

—Ya va, ¿qué dijiste?

Él pone los ojos en blanco con una petulancia que casi me convence de que en efecto, está más picado que el pico 'e gallo.

—Nada, olvídalo.

Respiro profundo varias veces. Raras son las ocasiones en las que me salgo con la mía. Si pretendo que esta es una de esas y resulta que no es que estaba celoso sino curioso, y me agarra casi planeando la boda entre los dos, creo que de verdad expiraría en el acto.

¿Qué es lo único que le importa a Diego? El béisbol. Todo lo demás que le quite atención de su meta no le interesa. Y eso incluye amistades y chamas. Por lo tanto, el trasfondo de esta pregunta no puede ser un repentino interés en mí. Sino en cómo el supuesto empate con Luis Miguel le puede afectar.

Como ya la temporada de béisbol colegial terminó, no es como que Luis Miguel le pueda robar el puesto en el equipo a Diego. Así que esto tiene que ser relacionado a mí.

«Le gusto», dice una vocecita añoradora en mi interior. Pero no, ya dijimos que eso no puede ser.

Ahora, si me empato con otro chamo que retenga mi atención, eso significaría que ya no andaría para arriba y para abajo con Diego, protegiéndolo de las acosadoras babosas que le quieren poner las manos encima.

Mi pecho se estruje un poquito al caer en esa cuenta, pero así me duela sé que es la verdad.

—No te preocupéis —comento con voz airosa y segura—, sigo soltera y con capacidad de seguirte haciendo de guardaespaldas. Aunque no te garantizo que no vais a recibir más propuestas de matrimonio de niñitas de primaria de aquí a que esto acabe.

Diego se voltea a mirarme mordiéndose la parte de adentro de una mejilla. Yo vuelvo mi atención a la fila de hormigas circulando a medio metro de mis zapatos.

—Pues si la cosa no fifó con Goicochea, quizás debieras plantearte aceptar la mano de uno de los carajitos estos.

Sin razonarlo, le doy un puñetazo en el brazo.

Él se congela en el acto de sobarse la piel, y yo también, al recordar lo odioso que se puso la otra vez en el salón.

—¿Podemos volver a pretender que no nos hablamos? —pregunta Diego entrecerrando los ojos.

—No. Es muy aburrido.

—En ese caso, ¿será que yo también te pego cada vez que me saques la piedra? —Una esquina de sus labios se levanta.

—¿Sabéis qué? Tenéis razón, mejor no nos hablemos más nunca.

Diego echa la cabeza para atrás y se carcajea a todo pulmón. Es el sonido más bonito que he oido en mucho tiempo.

NOTA DE LA AUTORA:

Nahh, no íbamos a quedar mal con Dieguito forever.

Por otro lado yo no sé cual era el rollo con 5to año, que nos ponían a hacer TODO a la vez. ¿No podían pasar algunas cosas de esas pa' otros años? ¿O la meta era entrenarnos pa' sufrir como los adultos? 🙄

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