Cuando éramos felices y no lo...

By Hubrism

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A Bárbara siempre le ha gustado Luis Miguel, el popular de su clase, pero en el último año de bachillerato en... More

Resumen + Nota de la Autora
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Capítulo 43
Capítulo 44
Capítulo 45
Capítulo 46
Capítulo 47
Capítulo 48

Capítulo 24

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By Hubrism

PASADO 23

Alguna vez a la cuaresma nos toca ir al colegio en la tarde. Siempre ha sido una de mis peores pesadillas, pero hoy no es tan malo.

La razón es un juego de béisbol. El equipo del colegio se enfrentará a un rival entrañable, uno de esos colegios de ricachones insufribles, así que hasta yo estoy interesada en verlos sufrir. Aparentemente con Diego en el equipo eso es un hecho, y por eso para auparlo toda la clase decidió llegar al menos una hora antes para hacer pancartas y demás.

Todo es caos cuando entro al salón.

Los pupitres están agolpados unos sobre otros contra las paredes. En el espacio en medio, un montón de cartulinas de las más grandes yacen en el piso en varios estados, desde vacías hasta cubiertas de letras con escarchas. Hay manchas de pintura en el piso que no sé quién va a sacar después de esto. Una de las chamas valientemente echa spray sobre un póster.

En la esquina donde está el escritorio de los profesores, Valentina corta una bolsa plástica de supermercado en tiras. A su lado, sobre el escritorio, hay una montaña de bolsas intactas. A la base del escritorio la Mafe y la Aracely amarran las tiras cortadas hasta que parecen pompones.

—Bárbara, ¿nos ayudas con los pósters o con los pompones? —pregunta Wilfrido, que no está en el equipo a diferencia de casi todos los chamos de mi clase. Su ropa luce manchas de pintura y escarcha como medallas de honor a su labor.

Yo no es que estoy vestida con ropa de Zara o algo así, pero mi mamá me mataría si la daño.

Mafe me ignora pero Aracely me pone cara como de que ni se me ocurra unirme a ellas.

Valentina y yo intercambiamos una mirada incómoda. Aunque ya no somos fieras enemigas, eso no significa que todo es paz y amor en el salón. Especialmente no cuando sus mejores amigas odian hasta mi sombra.

—Este... ¿y si voy llevando las cosas al campo de béisbol? —sugiero con expresión de incertidumbre. No es que va a ayudar mucho pero no hay más opciones.

—Ohh, sí porfa.

Suspiro de alivio y agarro un primer póster gigante. La pintura aún no está seca y la siento adherirse a mis dedos pero eso se lava fácil. El problema es la brisa que, mientras camino a través de todo el colegio, amenaza con pegar el póster contra mi cuerpo.

Finalmente llego al campo de béisbol y pongo el póster contra las gradas. Parece como que el viento se lo quiere llevar. Es medio feito pero tampoco puedo dejar que el trabajo arduo de otros se dañe. Camino hacia el dugout donde el profesor Guillermo observa al equipo haciendo ejercicios de estiramiento.

—Profe, ¿me puede prestar algo para que esto no salga volando?

Le cuesta arrancar sus ojos de la escena y se tarda en computar mi pregunta. Respinga cuando le hace click en la cabeza.

—Ah, claro. A ver... usa este bate. Me lo das antes de empezar el juego.

Lo agarro y me sorprende lo pesado que es. Con razón Diego tiene brazos y hombros de acero.

Y hablando de el rey de Roma, mientras deposito los peroles sobre las gradas le echo un vistazo discreto al equipo.

Casi me da un infarto al ver a Luis Miguel y Diego uno al lado del otro, con sus uniformes blancos como la nieve con detalles rojos y amarillos. Diego hace que Luis Miguel se vea pequeño en comparación, pero sé que también me saca bastante altura. Aunque la cara de Luis Miguel es oscurecida por su gorra, Diego en contraste no tiene puesta la suya. No distingo bien la expresión de su cara, pero una certeza se me graba entre las arrugas del cerebro.

Es irreal.

La piel morena de Diego hace contraste con el uniforme. Me pregunto si es tan oscura debajo de la tela, o si tiene líneas de bronceado en sus brazos o en...

Sacudo la cabeza y me doy la vuelta.

—¿Estás loca, chica? —balbuceo hacia mí misma.

Aprieto el paso como si así pudiera alejarme de esos pensamientos. Mi corazón le hace competencia a mis pies.

En ese plan hago al menos cinco viajes más trasladando pósters y puñados de pompones que las sifrinas seguro aprendieron a hacer con Utilísima.

La hora transcurre en un abrir y cerrar de ojos. Más gente llega tanto de mi colegio como del rival. Menos mal que el campo tiene dos sets de gradas opuestas para que no nos caigamos a piña en pleno juego. Lo que veo muy probable considerando el abucheo que hace eco sin que el juego haya ni empezado.

Voy al dugout una vez más para devolver el bate. Mi aliento se queda atrapado en mi garganta cuando es Diego quien me intercepta.

—¿Y tú qué haces con eso? —Él levanta una ceja.

Extiende su mano para que se lo dé y yo me congelo. Verlo de cerca en su elemento, con algunas gotas de sudor corriendo por sus cienes ante el calentamiento bajo el sol, con su uniforme todavía limpio y ceñido, es mucho más de lo que mi mente puede procesar.

Si Diego se da cuenta del colapso de mi mente, parece no darle importancia. Agarra el bate y por alguna razón su mano roza con la mía. Un callo en la palma de su mano fricciona con mi meñique y la sensación viaja hasta la punta de los dedos de mis pies.

Pego mis brazos contra los lados de mi cuerpo e intento ser cool y chévere, pero la voz me sale chillona.

—Este, buena suerte.

Una arruguita aparece entre sus cejas.

Nos quedamos mirándonos el uno al otro, suspendidos en ese instante impregnado de algo que no sé describir, pero que me está revolviendo el estómago y dando cosquillas a la vez.

—¡Diego, ya vamos a empezar! —La voz de su primo, el profesor, despega la mirada de Diego de mí.

—¡Sí, ya voy!

No sé si me iba a decir algo más porque mientras estaba distraído me dí la vuelta y rompo mi record personal de velocidad. Cuando llego a las gradas y tomo mi asiento, tengo la sensación de que el corazón se me va a salir por la boca.

Me tardo todo el inicio del juego y casi el primer inning completo en volver a la calma. Sacudo los pompones como todos los demás, hasta que los brazos me duelen. Por fuera aparento ser una más del montón.

Por dentro siento como que me muero.

Fijo los ojos en Luis Miguel. Desde el montículo al centro del diamante, hace su movimiento para lanzar la bola. El umpire declara un strike que en la calma de la audiencia, resuena a través de las gradas. A menear los pompones otra vez. Yakson, el catcher, se levanta y devuelve la bola a Luis Miguel con fluidez.

A pesar de que la acción sigue concentrada ahí, mis ojos se van hacia el jugador solitario entre segunda y tercera base. Sus manos reposan sobre sus rodillas, y así inclinado hacia adelante él observa cada movimiento de la bola con una atención que nunca le pone a las clases.

Y yo observo a Diego con exactamente el mismo interés.

La bola golpea contra el bate con el sonido de un trueno. Le pasa al lado a Luis Miguel como un rayo en dirección entre el shortstop y tercera. Diego va de cero a doscientos kilómetros por hora en menos de un segundo. Con la arena arcillosa como trampolín, brinca en el aire y atrapa la bola en su guante. Inhalo hasta que se llenan todos mis pulmones, porque ahora viene la caída.

Diego aterriza sobre la arena con demasiado impulso. Sus rodillas son como dos resortes que amortiguan el golpe, pero aún así su cuerpo cae contra el suelo. No me da chance ni de asustarme porque rueda por la arena como si fuera a propósito.

En menos de lo que puedo pestañear, Diego se reincorpora en una rodilla y lanza la bola a segunda base como si fuera un cañón con precisión milimétrica.

No sé cómo pero mientras rodaba por el suelo vio que el bateador ya había rondado la primera base. El jugador nuestro en segunda atrapa la pelota y le hace out al corredor.

Todo a mi alrededor estalla en vítores como si esto fuera la Serie Mundial y no un burdo juego de secundaria.

Me les uniera, pero estoy pasmada en mi asiento. Diego se limpia el uniforme, creando nubes de polvo a su alrededor. Ya no está prístino como antes. Imposiblemente, así sucio y sudado, con el uniforme pegado a su cuerpo como una segunda piel, se ve como un sueño hecho realidad.

—Mierda, estoy jodida —digo en voz alta. Entre la bulla nadie me oye pero eso no lo hace menos verdad.

NOTA DE LA AUTORA:

Aquí yace Bárbara (y probablemente todo el fandom). Voy por las cotufas 🍿

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